Entonces lo veo, con el sombrero de piel de castor y la larga capa verde de Loden echada sobre los hombros, mirando como César al cruzar el Rubicón. Enseguida recuerdo algo que sé, sin duda, acerca de mí misma: sé que amo a aquel hombre con todo mi corazón. Mi esposo sale de la embarcación.
—Aquí estoy. Quería darte una sorpresa —dice, como si se le acabara de ocurrir la idea de sorprenderme.
Fernando tiene razón en que nada cambia demasiado en nuestra vida matrimonial cuando volvemos a instalarnos en Venecia después de nuestra boda y nuestra luna de miel en París, salvo que no parece dispuesto a que vivamos felices y comamos perdices. Dice que es hora de empezar a trabajar de verdad en el apartamento. Estoy con resaca de París y observo que poco a poco me voy acostumbrando a los ritmos de mi vida en Venecia. Me he encariñado con las ruinas cubiertas de tela y, al menos por ahora, no estoy convencida de que debamos ponernos a destrozar las paredes. Él dice que el invierno es el mejor momento para hacerlo y que, si nos ponemos a esperar, habrá que dejar pasar otro año y que eso es mucho tiempo. Yo prefiero esperar. Quiero pensar en la Navidad y después en la primavera. Le digo que simplemente quiero vivir en paz y sin ningún proyecto importante.
Dice que está bien, siempre que entienda que la rehabilitación es inevitable.
—No podemos hacer de cuenta que, porque ahora ha quedado tan bonito, ya no hay que hacer todo el trabajo estructural.
Tiene razón y sé que, en cierto modo, él siente una relación entre las obras en el apartamento y su trabajo personal de desherbado y fregado y que es por eso por lo que no quiere esperar. Estimulado por el impulso de estos últimos meses, Fernando quiere más.
—De todos modos, es tu proyecto —me dice una noche, como si me estuviera concediendo Austria—, así que eres tú la que decide cuándo comenzar.
—Como mínimo, pongamos los planes sobre el papel —le digo.
Así que hacemos una lista, habitación por habitación, metro por metro, de cada fase de las obras que hay que hacer. Cuando veo por escrito el alcance de todo aquel trabajo tentador, no tardo ni un minuto en sentir el llamado primitivo de los guardianes del fuego. Desde el principio de los tiempos, siempre he procurado tener la despensa bien surtida y serenidad en la mesa, pero los guardianes del fuego también se encargan de arreglar la casa o, en mi caso, de vigilar a los que arreglan la casa y la casa siguiente y la otra. Sin siquiera pedirlo, he recuperado mi antiguo trabajo y le digo a Fernando que estoy lista.
Me paso las tardes mirando muebles, aparatos, azulejos y todo lo demás, consiguiendo presupuestos para las distintas partes de las obras. A última hora, Fernando y yo vamos juntos a ver a los proveedores, elegimos y encargamos el trabajo. Trato de no repetir los lamentos y las anécdotas desesperadas de todos los extranjeros que alguna vez han encargado en Italia algo más importante que la limpieza a seco de un impermeable. Aquellas historias rimbombantes sobre las maquinaciones cotidianas del obrero italiano no son más que payasadas. ¿Acaso no acabo de pasar por todos los aros para llegar hasta mi boda? De todos modos, este viaje a través de la destrucción con martillo neumático de lo que queda del suelo del baño me produce algo de desazón. Debo recordar no solo que estoy en Italia, sino que estoy en Venecia y seguro que la princesa también mete baza.
Lo primero que tengo que aprender es que toda empresa veneciana depende del agua. Venecia se levantó como un refugio y precisamente su razón de ser es su inaccesibilidad. No ha cambiado tanto en más de quince siglos en cuanto a que nada pillará a la vieja niña por sorpresa. Todo y todos recorren en barco sus dominios resplandecientes. Hasta las personas y los artículos que le llegan por aire a continuación han de surcar las aguas. Por consiguiente, se aplica un recargo por cada patata, cada clavo y cada saco de harina, por cada bombilla y cada semillero de petunias que atraviesa la laguna y los canales. Tanto para los turistas como para sus habitantes, Venecia es la ciudad más cara de Italia, algo que se justifica por su situación acuática, que también concede inmunidad contra cualquier tardanza. ¿Quién va a ser tan tonto como para discutir cuando le dicen
«La barca è in ritardo
. El barco viene con retraso» o «
C'era nebbia
. Había niebla»? Hasta los productos nacionales deben atravesar uno o dos canales, un
rio
, un
riello
. El agua es el conducto y el agua es la barrera y los venecianos siempre la usan en provecho propio. Tanto el carpintero que viene a sustituir el suelo como la cuadrilla cubierta de polvo de cemento que viene a revestir las paredes usan la consigna del agua y esto afecta la manera de hacer las cosas.
Perdemos las dos primeras semanas de enero por la niebla; la tercera, por la marea alta, y la cuarta, por la humedad. El último día del mes comienzan las obras o, mejor dicho, se entregan las herramientas para la destrucción preliminar y los obreros pasan de una habitación a otra, golpeando las paredes, tomando medidas, sacudiendo la cabeza y poniendo los ojos en blanco. Aunque ya han visto el trabajo, han estudiado la situación y han aprobado los planos, caminan de un lado a otro como comandantes en una sala de guerra. Su manera preferida de fumar consiste en meterse un pitillo encendido en la comisura de los labios y dejarlo allí. Hablan, bromean y siguen con sus cosas, mientras el cigarrillo se consume hasta convertirse en una larga culebra de ceniza intacta. Entonces se quitan la colilla de la boca y la aplastan con el tacón. Después de todo, ¿no está previsto cambiar el suelo?
Sin embargo, a pesar de lo que ha costado comenzar, las obras proceden de lo más bien, hasta llegar incluso al dinamismo, y ellos cantan y silban, sin dejar de sujetar entre los labios los cigarrillos humeantes. Cuando aquellos hombres trabajan, lo hacen bien y con dedicación, pero lo suyo es el esprint, más que las distancias largas. Todos los días, al cabo de tres horas, ya no dan para más. No sé cómo, pasamos sin inconvenientes de la fase de destrucción a la de reconstrucción y se me hace que todo transcurre bastante bien, hasta que una noche me fijo en Fernando, que se dirige al dormitorio arrastrando los pies entre los escombros. Ya entiendo que el proceso en sí lo aterra. No quedará conforme hasta que las obras hayan acabado y como mínimo una docena de personas le digan que el piso ha quedado fenomenal. Allí está, tumbado sobre la cama en sentido transversal, mirando al techo con sus ojos de pájaro moribundo, y dice que el puñetero apartamento no le gusta y que, por mucho que hagamos para mejorarlo, a él le va a dar igual.
—Es pequeño y estrecho y no tiene luz y estamos gastando un montón de dinero para nada —me dice.
—Es pequeño y estrecho y no tiene luz y estamos gastando un montón de dinero, pero no es para nada. Fuiste tú el que insistió en desmontarlo todo, conservando solo la estructura. No te entiendo —le digo y pienso que me gustaría estar sola en una habitación, sin mazos, sin cubos, sin bolsas de cemento y sin desconocidos—. ¿Y si lo vendiéramos? —lo cojo por sorpresa—. ¿Hay algún
sestiere
de Venecia en el que te gustaría vivir? Seguro que, si lo intentamos, encontraremos un apartamento con una
mansarda
, una buhardilla, que podríamos arreglar y que nos guste a los dos —dice mi parte bohemia.
Mi proposición lo inquieta.
—¿Sabes lo que cuesta una propiedad en Venecia? —pregunta.
—Más o menos lo mismo que costará una propiedad en el Lido, probablemente. ¿Y si vamos a una inmobiliaria y les pedimos que nos digan cómo está el mercado? —propongo.
Repite «inmobiliaria» con el mismo tono con el que diría «Anticristo». ¿Por qué será que a los italianos les cuesta tanto hacer preguntas?
—Si vendemos este apartamento, no quiero comprar otra cosa en Venecia —dice—. Preferiría mudarme, ir a algún lugar totalmente diferente, lejos de aquí. Mudarnos a Venecia no es la solución.
Como no estoy segura de cuál es el problema, tampoco estoy segura de que Venecia sea la solución. No quiere hablar más del asunto, porque sabe que, si entiendo lo que realmente quiere hacer, podría estar de acuerdo y, entonces, ¿dónde quedaría él?
Hay algo que parece claro. Ya no podemos seguir viviendo en las obras y, a finales de febrero, nos trasladamos al hotel de al lado. Oficialmente, el hotel cierra desde Navidad hasta Pascua, pero, como se quedan dos empleados para cuidarlo, los propietarios acceden a alquilarnos un dormitorio y un baño. Tendremos acceso a un hermoso salón amueblado al estilo rústico francés con una vieja estufa de cerámica y a un comedorcito con una chimenea de mármol negro. Tendremos calefacción en nuestra habitación, pero no en los pasillos, el salón ni el comedor. Por las cláusulas del seguro, no podremos usar la cocina, pero los dos cuidadores sí. Tengo a mi alcance una cocina de hotel, equipada, espaciosa y reluciente, ¡y no me permiten usarla! ¿O será que no les importa que la use, pero están obligados a decirme que no puedo hacerlo?
Llevamos solo dos maletas de ropa, algunos libros y el candelabro georgiano que me acompaña a todas partes desde los quince años. Si necesitamos algo más, vamos a buscarlo al lado. Nuestro dormitorio es pequeño y cuadrado y tiene el techo muy alto. Hay tapices flamencos en dos paredes, apliques rosados de Murano flanquean un espejo grande y hay moaré rosado en la colcha y en las cortinas que cubren la ventana larga. Hay buenas alfombras, un armario pesado de madera oscura, una cama trineo, unas mesillas de noche muy bonitas. Un sofá de terciopelo color burdeos da al jardín.
La solución al problema de la cocina pasa por los cuidadores. Como ellos pueden usarla, si la uso con ellos solo difumino un poco las normas. Estoy empezando a pensar como una italiana. La primera noche, traigo cosas para cocinar que he comprado en el Rialto y le pregunto a Marco, uno de los cuidadores, si él y su compañero quieren reunirse con nosotros junto a nuestra pequeña chimenea negra a eso de las nueve. Le digo que voy a estofar boletos comestibles con nata a la salvia y Moscato, que voy a asar polenta a la castaña con Fontina y que hay peras y nueces y más Moscato para después. Sonriendo, me pregunta cómo voy a estofar los boletos en la estufa, aunque ya sabe que me voy derecha a la cocina. Lo invito a venir conmigo, Fernando se nos suma y después viene Gilberto, cuando acaba su sesión de pintura en las salas de recepción; poco después estamos todos picando, batiendo y bebiendo Prosecco. Esa noche y varias noches más de cada una de las semanas posteriores, hasta que regresaron los propietarios, Marco, Gilberto, Fernando y yo nos hicimos compañía en torno a la pequeña chimenea negra del hotelito.
Gilberto es un cocinero extraordinario y, cuando se pone a cocinar, asa patos, faisanes y pintadas y revuelve espesos guisos invernales de lentejas, patatas y coles. Una noche anuncia que solo vamos a comer postre. Prepara
kaiserschmarren
, una especie de creps delicados, cortados en tiras y bañados en mermelada de arándanos silvestres. Hace circular un tazón de nata líquida y una botella de aguardiente de ciruelas helado, sustraída de la despensa privada del hotel, y, cuando acabamos hasta la última gota, me alegro de no tener que cruzar trece puentes ni navegar sobre las aguas para llegar hasta nuestra cama. Cuando no cocina nadie, asamos al fuego cabezas enteras de ajo y cebollitas moradas, carbonizándolas hasta que se desmoronan, las rociamos con un buen vinagre balsámico y nos damos un banquete, combinándolas con queso fresco blanco, platos trincheros de pan crujiente y un buen vino tinto. Vivimos casi nueve meses en el hotel, al principio como polizones voluptuosos y después como clientes propiamente dichos —nos sentamos a la mesa como los demás—, y, de vez en cuando, intercambiamos miradas misteriosas con Gilberto y con Marco.
Voy a nuestro apartamento todos los días, pero casi nunca encuentro allí a los obreros. Estoy aprendiendo otro hecho relacionado con la ética laboral de los italianos. El italiano de clase trabajadora, el pequeño comerciante medio, pretende menos de su vida —de sus ganancias— que muchos otros europeos en situaciones similares. Por lo general, el italiano de clase trabajadora ya tiene las cosas de las que no puede prescindir. Quiere un lugar agradable donde vivir —que sea alquilado o de propiedad no supone mucha diferencia para él—; quiere un automóvil o una furgoneta o las dos cosas, pero que sean modestos; quiere salir a comer fuera con su familia los domingos, llevarla a pasar una semana en la montaña en febrero y a pasar dos semanas en la playa en agosto; quiere invitar a sus colegas a una buena
grappina
del Friuli cuando le toque el turno, algún viernes por la tarde. Prefiere tener dinero en el banco antes que en el bolsillo, porque no se lo gastará, de todos modos. Lo que necesita cuesta relativamente poco, de modo que, ¿para qué va a trabajar más horas o con más intensidad para conseguir más, cuando piensa que ya tiene lo suficiente?
Los italianos saben que la velocidad —definida como hacer hueco para una cita más o apresurarse a acabar algo que puede esperar hasta mañana— no les brindará más satisfacción, sino menos, si estos actos tan absurdos interfieren con sus rituales. Un
espresso
y una charla con los amigos siempre tendrán prioridad sobre instalarte el zócalo y saben que, como eres una persona encantadora, aprobarás su escala de valores. Cuando se ponen a mirar un partido de fútbol por televisión, en lugar de hacerte el presupuesto que te han prometido, saben que es lo que uno espera de ellos. Si usan lo que les pagamos como entrada para saldar una deuda, en lugar de comprar los materiales que necesitan para nuestro proyecto, es que se limitan a practicar una especie de triage, es decir, a resolver primero lo prioritario. Al final, eso nos vendrá bien a nosotros, como le ha ido bien a sus clientes anteriores, y les servirá a los que vengan después. Los italianos son los que más han aprendido acerca de la paciencia. Saben que, al final, unos meses, unos años, una u otra manera, no proyectarán una sombra larga sobre nuestro bienestar ni lo aumentarán. Los italianos aprenden los trucos a tiempo.
Además, está todo el concepto de servicio, que, en Italia, no se ha impuesto nunca del todo. Aquí una clientela a menudo se extiende a lo largo de generaciones y, para bien o para mal, la cantidad de clientes solo aumenta o disminuye según los índices de natalidad y de mortalidad. En Italia la innovación que se produjo durante el Renacimiento les alcanza para otros mil años, aproximadamente; aquí tienen suficiente con la inventiva pasada y pocos sienten la necesidad de mejorarla. ¿A quién se le va ocurrir siquiera mejorar la rueda o una escoba de paja o la plomada que se usa para comprobar la verticalidad de una pared? Además, si algo sale mal, los italianos miran al cielo y maldicen a todo su linaje por hacerles la puñeta. Siempre echarían la culpa al destino por los números rojos que un contable malvado hubiese introducido en su memoria anual. De todos modos, la
nonna
, la abuela, y todos los demás sienten más simpatía por el tufillo del fracaso que por el olor del dinero nuevo. Salvo en los deportes, en Italia despiertan más simpatía los vencidos. Hace tiempo que Fantozzi se ha hecho famoso como el metepatas imprescindible, irresistible y benévolo del cine italiano y con él se identifican los italianos de clase trabajadora y hasta algunos banqueros.