Mil días en la Toscana (24 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

BOOK: Mil días en la Toscana
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Diciembre ha venido a vivir entre las paredes del establo. El frío y la humedad se entrelazan y crecen juntos en las almas de las viejas piedras. Hace más de diez grados menos dentro de la casa que en el exterior y la cruzada que emprendemos con fuegos, calcetines y vino caliente nos alivia, aunque no siempre y nunca durante mucho tiempo. Al despertar por las mañanas, encontramos una luz vespertina y un frío que nos obligan, como a los montañeros, a movernos para no perecer: arriba y a salir del paquete en el que estamos desnudos al aliento de Siberia, donde los suelos están corrompidos por la escarcha gris más transparente. Hasta las campanas de la iglesia suenan frías, con un tañido fúnebre, como si unas parcas veladas se hubiesen apoderado del campanario. Vestidos para luchar contra la congelación, comenzamos el día. Fernando prepara el fuego, mientras yo hago la masa del pan y subo corriendo las escaleras para meter el bol entre las sábanas y el edredón y amontono alrededor nuestras almohadas para que la masa tenga alguna esperanza de crecer. Estoy segura de que la cama que acabamos de dejar es el lugar más cálido de la casa. El horno es un capricho que tarda una hora en calentarse pero se niega a conservar la temperatura durante más que algunos minutos, a menos que se ponga dentro algo para hornear; de lo contrario, hace mohines y tartamudea y después se apaga. Mientras tanto, el fuego descongela el espacio del piso inferior lo suficiente para que podamos golpear la masa, que acaba de subir un poquito en la cama, para hacer panes redondos y chatos y ponerlos cerca del hogar a que fermenten por segunda vez. Llevamos a cabo la versión invernal de nuestra higiene, que consiste en lavarnos los dientes y salpicamos la cara y dejar el resto sin lavar. Calculamos que disponemos de treinta minutos de libertad para subir corriendo al bar a desayunar antes de que el fuego se apague, la masa fermente y el horno se caliente. Reconozco que nuestra vida aquí en invierno no es demasiado práctica. De todos modos, rápidos como bomberos, nos ponemos las botas y las chaquetas y vamos corriendo a buscar nuestros
cappuccini
.

Nada cambia demasiado en el Centrale: las fuerzas positivas de sus dioses están siempre presentes y no les importa el clima ni el calendario ni el reloj. Alguna forma de simpatía y de valor parece ofrecerse en dosis justas, de modo que las bebemos a sorbos o de un trago según nuestra necesidad.

Volvemos a bajar la colina para alimentar el fuego, hornear el pan y encender el ordenador. Con o sin frío, estos días hay mucho que hacer: un plazo para la corrección del libro y otros límites, más ajustados aún, para las consultas que voy recibiendo y para los artículos de viajes que me encargan y los que tengo que volver a escribir. Me pongo los guantes de Barlozzo, calentadores, la bufanda con flecos del príncipe y me encuentro a gusto, allí sentada delante del fuego, donde me llegan bocanadas del perfume del pan y con la barriga llena de leche y café calientes. Barlozzo nos ha dejado un calefactor, un aparato enorme que echa aire caliente, seco y asfixiante, durante unos cuantos minutos, hasta que su avidez de electricidad acaba con el ordenador, con las luces y con el horno y provoca su propia muerte borrascosa. Como el montón de leña está descendiendo a una velocidad alarmante y, al menos según los cálculos de Fernando, la leña cuesta más que la electricidad, nos decantamos por el calefactor. Tengo que encontrar una manera de usarlo. Por tanteo, averiguo que, cuando el horno está apagado, puedo usar al mismo tiempo el ordenador y el calefactor, pero este sistema eléctrico es tan mezquino que no puedo encender las luces. Aunque, ¿para qué quiero las luces, después de todo? Esto no es más que una pequeña incomodidad y me niego a desesperarme por eso. Sin duda, hay momentos en los que me gustaría tener una capa de piel de lobo, pero todo está bien como está. Pienso en mí misma, cuando, hace mucho tiempo, vivía en Nueva York, encadenada a un escritorio de plástico gris, sumida en el sofoco pernicioso de una celda calentada al vapor, y tenía que estirar un texto ingenioso sobre el ablandador de carne Adolf y el zumo de uva Welch. Me gusta mucho más este lugar de trabajo.

Analizamos si nos conviene alquilar un despacho, pero no tardamos en descartarlo, porque hemos asignado ciento cincuenta mil liras, unos setenta y cinco dólares, por semana a comida, gasolina y leña y el dinero no nos alcanza para otras compras o servicios, a menos que empecemos a echar mano del resto de nuestros ahorros. Podría instalarme en casa de Barlozzo o incluso en el bar, pero, aunque ganaría en calor, perdería intimidad. Además, solo faltan tres meses para la primavera, de modo que, anacoreta de buen grado y a tiempo parcial en una montaña fría de la Toscana, me caliento las puntas de los dedos entre los muslos. Me dedico a escribir sobre la arquitectura del Renacimiento temprano y las fiestas paganas, la caza del jabalí y la única receta auténtica para hacer pan toscano sin sal, los señores de Ferrara, los vinos de Verona y las minas de alabastro de Volterra, apaciguada por el zumbido inhumano del calefactor, por Paganini y Astor Piazzolla, por la luz de la chimenea y la de las velas y por el tímido sol invernal que se filtra entre las cortinas amarillas.

Como en San Casciano no se instala ningún mercado, los viernes por la mañana nos dirigimos a la feria vulgar y animada de Acquapendente, al otro lado de la frontera regional con el Lacio, y, los sábados, al pintoresco mercado de Spoleto. Los dos son mercados de pueblo bastante agradables, orgullosos de sus mesas y sus puestos dominados por las familias de los agricultores, y ofrecen productos recién extraídos o cosechados de sus tierras fértiles. Claro que vamos a comprar la comida de todos los días, pero a veces pienso que no frecuento los mercados por sus productos, sino por confraternizar un rato con los campesinos, un lujo cotidiano de mi vida en Venecia que sigue presente a pesar del tiempo:

«Escucho y percibo la fuerza escalofriante de la kasba, otra llamada de lo salvaje. Camino aprisa, más aprisa aún, giro a la izquierda después de una quesería y de la mujer que vende pasta y finalmente me detengo delante de una mesa puesta con tanta suntuosidad como si esperara a Caravaggio. Los campesinos son vendedores magníficos, bruscos, dulces, socarmnes. Todos integran una sociedad de seductores y pertenecen a una compañía teatral de primera. Uno extiende una sola vaina de guisante que parece de seda o un higo púrpura grueso, cuyos jugos melosos fluyen de su piel rota por el calor; otro abre de un golpe una pequeña sandía redonda llamada
anguria
y ofrece una rodaja de su carne roja y fresca clavada en la punta de uncuchillo. Para eclipsar al vendedor de sandías, otro hombre corta la piel verde pálida de un melón cantalupo y extiende una cuña de color rosado salmón encima de una bolsa de papel de estraza. Y otro grita: "La pulpa de este melocotón es tan blanca como su piel".»

Cuando vivía en Venecia, fui aprendiendo sobre todo las cosas de la vida cotidiana, el idioma, la cultura y la historia de la región que me enseñaban mis amigos del mercado y de los
bacari
, los bares de vino, cercanos. En cambio, en la Toscana todo lo que aprendo tiene que ver con la comida. Ya me lo prometió Barlozzo el primer día: como son campesinos, la alimentación es el tema fundamental de su vida.

En Estados Unidos, en cambio, uno se entusiasma con el restaurante de la semana o un banquete festivo o una cena en la que alguien prueba una receta de un libro de cocina que acaba de comprar. Aquí la comida y la cena componen una misa que se celebra dos veces por día. Después de todo, aquí, en el campo, hay gente que todavía la cultiva, la recoge, sale a buscarla y la caza. A menudo la han ido transformando desde la inocencia hasta su forma suprema, como ocurre con el cerdo que tienen en el patio: lo han visto nacer, lo han alimentado y criado hasta convertirlo en una criatura gruñidora, lo han matado, le han curado las patas y las han lavado con vino y las han colgado bien altas, de los aleros de sus graneros, para que las mecieran los vientos de la Toscana. Incluso ahora, cuando la mayoría ni desea ni necesita seguir cada paso para llevar el cerdo a la mesa, usan esta historia, esta especie de energía ancestral, de otra manera, como en las vueltas que dan para adquirir el
etto di prosciutto
cotidiano.

—¿De qué lugar de la pata lo vas a cortar? ¿Lo cortarás a mano o a máquina? ¿Es dulce o salado? ¿Ha sido curado cerca? ¿Muy cerca? Si es de ese tan dulce del Friuli, llevaré
nostrano
, del nuestro. ¿Cuánto tiempo lo han curado? ¿Tiene la carne húmeda o seca? ¿Tiene la fibra pareja? Déjame probarlo. Ahora déjame probar aquel otro.

Mastica acongojado y sacude la cabeza, apenado por el cerdo, y dice:


Che ne so, io? Dammi un etto abbondante di quello

. ¿Yo qué sé? Dame cien gramos bien pesados de aquel.

Toda esta conversación no representa más que una parte del antipasto, las exquisiteces que vienen «antes del plato fuerte». Todavía hay que ponderar los quesos, hay que revolver en busca de las verduras y las plantas aromáticas, hay que oler y tocar la fruta… y falta el pan.


Mi serve una pagnotta carina, non troppo cotta
. Quiero un pan bueno, no demasiado hecho. No, ese no, que no tiene forma, y aquel está peor. A ver, parta la corteza de aquel y deje que lo oiga.
Eh, lo sapevo io, troppo croccante
. Ya me parecía: demasiado quebradiza. Tendré que conformarme con aquel.

—¿Con cuál?

—Aquel, el feúcho que está en el fondo de la cesta.

Tantas vueltas para una sola comida. Tanto baile y tanto diálogo se repiten a la mañana siguiente y a veces, aunque en forma algo reducida, por la tarde. A menudo hay una arrogancia fingida entre cliente y proveedor, una danza autoritaria con bufidos, chabacanerías y mucho lenguaje gestual: la gran obra burlesca del pueblo. Una vez vi a un carnicero que sujetaba bien alto una maraña de
pagliata
, intestinos de cordero lechal, con la leche y la sangre clara chorreando, y decía:


Guarda che bello
. Mira qué belleza.

—Si estos son los más bonitos que tienes hoy —replica el cliente potencial—, supongo que, aunque sean feos, me los tendré que llevar.

Ahora le toca al carnicero.

—¿Cómo te atreves a decir que son feos? Feo serás tú —le responde, mientras vuelve a tirar la
pagliata
en un bol de cerámica—. Es increíble que te hayas hecho viejo y no sepas reconocer lo que es bueno.

—Te voy a enseñar yo lo que es bueno. Me voy a llevar esa
pagliata
de segunda y la voy a saltear con ajo y perejil, le añadiré medio litro de mi propio vino blanco, apenas una cucharada de puré de tomate espeso y la dejaré cocer
pian piano
durante tres horas, hasta que toda la gente de mi
palazzo
se reúna delante de mi puerta a sentir el olorcillo y a gemir de lo bueno que estará.
Sarebbe splendido
. Será espléndido. Y te traeré un plato a las siete y media, así que espérame.

El carnicero apenas sonríe, porque no quiere revelar su regocijo por conseguir exactamente lo que quería de su cliente.

Un día, un niño de cuatro años que lloriquea en el cochecito que su abuela empuja por el mercado, le suplica que le dé otro trozo de la
focaccia
que ella lleva envuelta en papel de estraza en la cesta del cochecito.


Ma hai già finito quello con il Gorgonzola?
¿Ya te has acabado el que llevaba gorgonzola?


Si, ma era troppo piccolo. Adesso ne voglio uno con le cipolle. Dai, nonna
. Sí, pero era demasiado pequeño. Ahora quiero uno con cebolla, por favor, abuela.

Ella mete la mano en el paquete y saca un cuadradito de veinticinco centímetros del pan chato y crujiente y le dice:


Mangia, amore mio
. Come, cariño.

Me río al imaginar cómo sería la escena si
la nonna
tratara de satisfacer su fornido apetito latino con una galleta integral o un paquete de plástico de cereales para el desayuno. La abuela detiene el cochecito delante de una pirámide de pequeñas alcachofas violetas que conservan todavía como quince centímetros de su tallo delgado y curvo y se pone a revolver la pila.


Ma ti dico subito
—dice el niño, con la
focaccia
en una mano y estirando de ella con la que le queda libre—,
sono stufo di quei carciofi fatti in padella. Ogni giorno, carciofi in padella. Per carità, nonna, facciamoli fritti oggi
. Te digo una cosa: estoy harto de comer alcachofas estofadas. Todos los días, alcachofas estofadas. Te lo suplico, abuela: ¿hoy podemos hacerlas fritas?

No cabe duda de que existe el impulso para cambiar, pero, en lo que respecta a la mesa, cuesta perder las viejas costumbres, que cambian con mucha lentitud o —es de esperar— no cambian nunca, y cuando las presencio y participo en ellas a veces me acuerdo de California.

A partir de mediados de la década de 1980 viví casi ocho años allí. Mi trabajo como periodista consistió en escribir sobre comida y vinos durante aquella época gloriosa: el debut de la «nueva» cocina californiana, que en realidad no era nueva, claro está, sino, más bien, una manera hábil de presentar lo mismo con otro envoltorio, ya que cocinar según las estaciones no surgió ni se inventó en la costa occidental de Estados Unidos. En aquel entonces, pasaba mucho tiempo con y rodeada de chefs jóvenes recién salidos de escuelas de cocina o que trabajaban como aprendices en restaurantes con varias estrellas, muchos de los cuales eran brillantes y estaban muy entusiasmados con su trabajo.

Sin duda había algunos que buscaban su propia grandeza mítica más que la satisfacción de perpetuar el noble legado que les conferían sus títulos. Pretendían exaltarse conduciendo Harleys, llevando botas de piel de caimán y portando maletines Louis Vuitton; eran los que se creían sus propios comunicados de prensa y a ellos se debe la fábula de que «la cocina fresca y de mercado» era algo nuevo, que se les acababa de ocurrir. Sin embargo, estos eran relativamente pocos, porque el resto de aquellos jóvenes, que realmente amaban la comida con pasión, eran exuberantes, se entusiasmaban por un puñado de plantas aromáticas y vivían dedicados a la búsqueda del sabor. Sin embargo, en aquel entonces la competencia era —lo sigue siendo— terrible y las leyes de ganar y perder determinaban —siempre lo consideré un error— que la única manera que tenía un buen chef de distinguirse de otro consistía en presentar platos cada vez más exóticos, más escandalosos, más improbables, que lograsen divertir a unos comensales hastiados e impidiesen que se fueran a comer al restaurante de al iado. ¿Qué distinción podían tener unas judías verdes esbeltas e impecables, cocidas pero crujientes, con mantequilla dulce para darles un poco de brillo y unos cuantos cristales de sal marina para que chispearan, cuando uno podía preparar fácilmente un puré de judías con manzanas, mezclar la papilla con ostras molidas, cocinarla al horno en la tripa de una alcachofa y presentarla con un
coulis
de albahaca y maíz dulce?

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