—«El bueno de Fernando» es el hombre más encantador que he conocido jamás. No renuncies a él. Llévalo contigo y ten paciencia. En lugar de preocuparte de quién te roba qué, preocúpate por lo que te robas a ti mismo. Te robas tiempo, Fernando. ¿Cómo puedes tener la arrogancia de tomar una tarde como esta como si fuera una cereza que se ha echado a perder y escupir la mitad de su carne en el suelo? Cada vez que caes en el pasado, pierdes el tiempo. ¿Acaso tienes tanto tiempo que perder, mi amor?
¿Esperaba que un hada turca con un rastrillo le abriera un camino en los bosques toscanos? ¿No fue acaso que estaba harto de seguir lo que provocó su huida? Fernando no puede —da la impresión— mantener ninguna emoción, salvo la melancolía. Ya sé que esta melancolía es una forma de pedir consuelo, pero mi compasión, siempre lista, es débil frente a ella. La suya es una paz construida sobre bastones. El más mínimo ataque de sus fuerzas viscerales hace añicos su falsedad. Como el nido de un a ve marina sobre una ola, se hunde en aguas embravecidas.
—¿Por qué siempre insistes en que estás al borde del abismo, en el fin del mundo? ¿No te has enterado de que la tierra es redonda? Entonces, cuando sientas que te caes, te arrebujas, ruedas y te vuelves a levantar, como tenemos que hacer todos los demás.
Al final, acabo gritándole. De todos modos, no me presta atención. Saco a André Gide y leo: «Si uno quiere descubrir nuevas tierras, tiene que estar dispuesto a pasar mucho tiempo en el mar».
Dice que aquello son paparruchas y chilla que allí, en el mar, es donde ha estado toda la vida y que ahora se ha adentrado aún más en él.
—¿Y quieres echarme a mí la culpa, cuando fuiste tú el que renunció al trabajo sin consultarme siquiera, cuando fuiste tú el que estaba impaciente por vender la casa y empezar a ser un principiante? ¿Sería más fácil para ti olvidar estas verdades y dejar que te consienta tus relinchos? ¿Es eso lo que cuesta ser tu esposa? No sé si puedo pagar ese precio. No sé si quiero pagarlo.
Me doy cuenta de que estoy diciendo todo esto en un italiano puro y exasperado, con una elocuencia nueva y mordaz. Soy Anna Magnani y también Sofia Loren. Me quedo pasmada, observando desde algún lugar seguro en mi interior, mientras estas otras mujeres que soy yo se muerden el borde de la mano, dan patadas en el suelo y se echan atrás el pelo. ¿Seré realmente yo la que está gritando palabrotas? Me produce cierta sensación de euforia arrojar tres años, mil días de espinas guardadas. Pues sí: soy yo. Pobrecita yo, que me limito a llorar cuando algo me hace daño o a sonreír y a decir algo profundo y tranquilizador a quienquiera que esté cerca. Necesitaba otra lengua para liberarme de mi propia represión, de mi autocensura de niña buena. Me marcho.
Salgo por la puerta. Son más de las diez. Sigue siendo una noche sin luna y sigo teniendo hambre. Tendría que haberme traído el pollo. Aunque hace calor, bajo mi vestido de rosas anaranjadas y rosadas tiemblo como si fuese noviembre. Tengo hambre y un vestido demasiado fino y no sé por qué las dos cosas parecen estar relacionadas. Al principio, me dirijo hacia arriba, como a Celle, pero cambio de idea, giro bruscamente a la izquierda y cojo el sendero arenoso que baja en picado hacia una de las fuentes de aguas termales. En la oscuridad y sin mis botas, resbalo y voy dando traspiés. Me siento un rato en el saliente de una roca y advierto que se me saltan las lágrimas, pero estoy demasiado furiosa para dej arias correr. Uso los penachos de flores silvestres secas que hay a ambos lados del sendero para fustigarme para seguir subiendo por la escarpada ladera de la colina. Observo lo frágiles que son las flores y sin embargo confío en que me aguanten. No tengo carné para conducir en Italia. Tengo piernas fuertes y sandalias con correas que me rozan y me hacen daño entre los dedos de los pies. Me he olvidado de coger el bolso, aunque tampoco había en él demasiado dinero. Hablando de pérdidas… Me meto la mano en el bolsillo del vestido y extraigo un billete de cinco mil liras. Sea lo que fuere que vaya a ser a continuación, tendré que poder financiarlo con esto. Mis pasos son rápidos y firmes mientras me dirijo por la ruta 321 en dirección a Piazze. Seis kilómetros de una carretera rural iluminada por las estrellas. Es sábado por la noche en la Toscana.
A excepción de unos pocos coches que pasan, solo encuentro en mi camino un joven zorro gris. Camino de prisa, como si fuera a algún sitio, aunque no hay ningún sitio adónde ir. Sé dónde vive Barlozzo y sé dónde vive Floriana, pero este no es el tipo de pueblo en el cual uno puede caer en una casa a las diez y media de la noche de un sábado, a menos que te acose un oso; salvo en el bar, por supuesto, y, como sé que ese es el primer lugar al que irá a buscarme Fernando, he salido hacia el lado contrario.
Piazze es aún más pequeño que San Casciano y todo el pueblo empieza y acaba en una sola curva de la carretera, pero hay una
osteria
y, al pasar, veo que las mesas están llenas de gente que todavía está cenando. Entro y me acerco a la barra, pido un
espresso
e intento iniciar una conversación tonta con la
padrona
, pero está ella sola para atender, lavar y, probablemente, cocinar, de modo que se limita a sonreír y a desearme una
buona serata
. Buenas noches.
«Demasiado tarde para eso», pienso mientras vuelvo a salir a la carretera.
Entonces veo el BMW azul oscuro que merodea. Sé que está preocupado. No me ha visto aún y pienso que podría elegir jugar con él, pero decido no hacerlo. De pronto, lo echo de menos. Sé lo difícil que es todo esto. Sé lo difícil que puede ser siempre. Salgo y hago como si estuviera haciendo autostop. Él frena y abre la puerta.
—Pase lo que pase, por muchas tonterías que haga, prométeme que no volverás a hacer esto nunca más —dice.
Se lo prometo, porque así lo establece el contrato. Sé que he firmado que aceptaría sus lamentos y su impulsividad con la misma firma con la que h e aceptado lo que tiene de bueno. Sin embargo, estoy cansada de embalar y desembalar mi corazón. Estas crisis suyas, que, por extraño que parezca, duelen como si fueran traiciones, me causan desolación y tengo que luchar con fuerza contra esta desolación para recordar que él es así. Todo este campartamiento es una manifestación de su carácter y es tan inexorablecomo los huesos y la sangre. Además, Fernando es italiano y él sabe lo que yo no puedo aprender: sabe que la vida es una ópera en la que hay que chillar y lamentarse y solo de vez en cuando reírse. Entre actos, dice que se siente mucho mejor ahora que se ha liberado del sueño de su vieja vida. Me dice que le encanta ser capaz, por fin, de chillar y lamentarse e incluso de reír. Dice que le encanta sobre todo poder llorar. Me pide que lo quiera por lo que tiene de difícil mucho más que por lo que tiene de fácil, algo que un hombre jamás le pediría a una mujer, a menos que ya supiera que es así. De todos modos, calmarlo se ha convertido en una especie de capricho, algo así como una cuestión de orgullo, y sé que debo tener cuidado con esto.
Nos quedamos sentados en el coche, sin decir nada, hasta que hablo yo:
—Aunque te quiero mucho, puedes echarme, al menos de vez en cuando y por un rato. Deja que trate de explicarte cómo me haces sentír algunas veces. Cuando te conocí, estabas cansado de ser Fernando, aquel otro Fernando, al que trataban mal en muchos sitios. Dijiste que siempre habías sido una persona honorable, paciente y sacrificada y que, sin embargo, la gente te trataba cada vez de forma más despiadada, porque sabía que lo aguantarías. El banco, la familia, los amigos: todos confiaban en tu resistencia. ¿Lo he entendido todo correctamente?
—Correctamente, sin duda —dice en voz baja.
—Y a partir de hace mucho y uno por uno, cada uno de ellos se fue resintiendo de alguna manera cuando los fuiste borrando de tu vida. ¿Es así como ocurrió?
—Así es como ocurrió.
—Pues, entonces, ¿por qué me estás metiendo en tu Fernando? ¿No te das cuenta de que a veces me tratas un poco como los demás te trataban a ti? Solo ocurre de vez en cuando y mucho menos que cuando estábamos en Venecia, pero yo preferiría que no ocurriera nunca. Simplemente no puedo oírte cuando chillas y por eso, para defenderme, estoy aprendiendo a chillar yo también y creo que podría llegar a hacerlo muy bien, pero entonces ninguno de los dos se hará oír y lo único que quedará por hacer será marcharse.
Su mirada refleja a la vez angustia e irritación y me da la impresión de que no entiende absolutamente nada. Estoy demasiado cansada para seguir intentándolo, de modo que me rindo al silencio que parece preferir. Pienso en mi hijo y en algún aguijón que arrastraba desde hacía años, el tipo de aguijón que solo un truhán de cinco años puede plantearle a su amigo de cuatro años. Recuerdo que yo trataba de convencer a Erich de que él no terúa por qué mantener la paz a toda costa.
En este preciso momento, lo único que sé es que en el amor debe haber alguna forma de desesperación y alguna forma de alegría. Estas dos sensaciones, junto con lo que sea que los amantes inventen o permitan, son constantes. Los que se aman nunca pasan mucho tiempo sin una o la otra o sin las dos. ¿Es más plena la alegría después de la desesperación, como lo es comer cuando has pasado mucha hambre o dormir cuando has estado despierto demasiado tiempo? Si así fuese, ¿no deberíamos agradecer tanto la desesperación como la alegría? Dar, recibir, tomar, nutrir: he empezado a darme cuenta de que los dos nos vamos turnando para hacer estas cosas, como si fueran trabajos cotidianos. Seguimos asumiendo tareas hasta que se cumplen todas, hasta que nos repartimos todos los papeles. Lo dinámico del amor queda comprendido en cada una de estas tareas, pero pocas veces llega más allá. Hay que tener en cuenta, además, que el amor transforma a quienes aman.
Como si la materia se volviese a fundir, nada puede ser nunca como lo era antes del amor. Como erais cada uno con el otro al comienzo del amor, de la forma en que pasabais juntos los días y las noches, así os moveréis siempre. Es al principio cuando aprendéis a bailar juntos. Fíjate que, incluso ahora, seguís bailando juntos de la misma forma, con o sin música. Un deslizamiento lánguido antes de un medio giro brusco y fulminante antes de una vuelta entera. Dos compases de quietud, a la espera de seguir considerándolo. Rápido, lento, tranquilo, dulce, enfadado. El amor es un tango muy personal y, de vez en cuando, para que no nos olvidemos, viene a visitarnos la antigua verdad, la que nos recuerda que podemos crecer, pero no podemos cambiar.
Ninguno de los dos quiere regresar a casa entonces. Subimos a Camporsevoli, extendemos la manta del coche en una ladera, en un pinar, y nos ponemos a charlar. Me tumbo boca abajo, con una mejilla ardiente apoyada en la frescura de la tierra, que se filtra a través de la manta. Las ramas de los pinos forman un manto grueso sobre nuestras cabezas y la luz de la luna lo perfora. Está tumbado tan cerca de mí que casi lo tengo encima, como para protegerme. Me encanta sentir su peso. Esta idea me hace sonreír.
—Ironía —digo en voz alta.
—Hola, cariño —me responde Fernando, que no ha entendido lo que he dicho y queda perplejo cuando echo a reír.
Dormimos así. Nos despertamos y seguimos hablando y volvemos a dormirnos, hasta que olemos y después vemos el aliento violeta apagado de la aurora que tiembla y apaga las estrellas, poco a poco, como en una obertura contenida, hasta que
ecco
,
Apollo
, grita «buenos días» a la noche, hace estallar lo que queda de la oscuridad, enciende el cielo con grandes aleluyas de ámbar y anaranjado y el rosado intenso del corazón de la granada.
V
ENDEMMIAMO
, V
AMOS
A V
ENDIMIAR
Regresamos al Palazzo Barlozzo cuando acaban de dar las siete, un poquito temprano hasta para que el duque venga a hacernos una visita, y sin embargo llega dando la vuelta por detrás de la casa y se parece a Ichabod Crane. Nos acercamos a saludarlo y, como haría un anciano padre cuando finalmente ve a sus motivos de preocupación sanos y salvos, pasa del terror a fruncir el ceño hasta quedarse en irritación.
—
Buongiorno, ragazzi. Sono venuto a dirvi che la vendemmia a Palazzone comincerià domani all'alba. Io verrò a prendervi alle cinque
. Buenos días, chavales. He venido a deciros que la vendimia en Palazzone comenzará mañana al amanecer. Vendré a buscaros a las cinco. Estad listos.
—Fenomenal, perfecto, maravilloso. Por supuesto que estaremos listos —le decimos alegremente, pero abochornados, procurando disimular que venimos de hacer una travesura.
Es evidente que sabe que hemos tenido una discusión y me parece que Fernando está a punto de explicarle algo, cuando el duque dice:
—Oye una cosa, Chou: la próxima vez que quieras desahogarte, ve por el—camino a Celle, que es menos peligroso. Por tratar de buscar tu propia tranquilidad, perturbas la paz local.
Sin previo aviso, este hombre que nunca me ha estrechado la mano me coge con firmeza por los hombros y me besa las dos mejillas, mientras dice que nos veremos por la mañana. Es increíble no solo que sepa que hemos pasado una noche fuera de lo común, sino también que sea capaz de regañar y tranquilizar y amenazar con tan pocas palabras y un solo gesto.
—
Adesso, io vado a fare colazione in santa calma
. Ahora me voy a desayunar con toda tranquilidad —dice con labios glaciales y mirada asesina y sale trotando en dirección al gallinero.
Tratamos de no reírnos hasta que uno de nosotros suelta una carcajada a pesar de todo y, cuando nos oye, se da la vuelta y ríe también.
—
Vi voglio un sacco di bene, ragazzi
. Os quiero muchísimo, chavales —grita bajo la leve salpicadura de una llovizna de septiembre.
En junio habíamos empezado a preguntarle a Barlozzo dónde pensaba que podíamos ayudar a recolectar uvas. Durante mi vida de periodista, había recorrido buena parte de Europa para participar en alguna
vendemmia
: en Bandol, en el sur de Francia, en la isla de Madeira y, una vez, más al norte de la Toscana, en Chianti, para reunir información e impresiones para mis historias. Todas las veces, aquello servía de inspiración a la campesina que hay en mí. No me cabía en la cabeza vivir aquí y no formar parte de aquello y, más ferviente incluso que mi anhelo, el de Fernando estaba clavado: de una forma u otra, el banquero iba a vendimiar. Sin embargo, Barlozzo se había mostrado reticente al respecto. ¿Nos dábamos cuenta de que era un
lavoro massacrante
, un trabajo agotador, que comenzaba todas las mañanas en cuanto se secaba el rocío y se prolongaba hasta el atardecer? Dijo que los vecinos se reunían en un campo, hacían toda la vendimia y se trasladaban todos juntos al siguiente para hacer lo mismo. Dijo que a menudo había seis, siete o más pequeñas vendimias en cada uno de aquellos círculos unidos por la amistady la necesidad mutua del vino sencillo que era alimento para ellos.