Ahora recuerdo que, el primer día que vino a vernos, dijo que la
signora
Lucci lo había hecho todo lo más barato posible, aprovechando los subsidios del Estado.
—¿Y a ti te parece buena idea tener de patrona a una persona como ella, aparte de tenerla de casera? —le pregunta Fernando.
—Su moralidad aristocrática no interferirá con la vuestra, que es menos avariciosa. Podéis llevar vuestro negocio como os plazca, siempre y cuando le paguéis cada mes lo que ella pretenda en un sobre grueso, sellado y sin ninguna marca. Yo solo quiero que dediquéis vuestras energías a algo que funcione, que os dé gusto. Haced algo pequeño, restringido, con la menor posibilidad de fracasar. Quiero que os quedéis aquí y que os vaya bien. ¿Acaso no queréis vosotros lo mismo? No querréis enviarme otra vez a jugar a las cartas con el brasileño, ¿verdad? Lo único que os pido es que os lo penséis.
Atrapada por el viento, una hojita frágil pega contra el cristal de la ventana.
¿Que nos lo pensemos? Yo ya sé el aspecto, el olor y el sabor que tendrá: será una
taverna
, un comedor pequeño en un pueblo pequeño, con paredes rústicas encaladas del color de los caquis maduros, todo iluminado por una enorme araña de hierro negra con cuarenta velas y las llamas del fuego. Una sola mesa larga dispuesta delante de la chimenea. Doce sillas, tal vez quince. Nada más. Serviré la cena, una cena por noche, hecha a partir de lo que me parezca y lo que acabe de cosechar. Pues sí, una cena a base de sopa y pan, algún guiso de caza o de cordero con vino, condimentado con hierbas silvestres y mi alegría al prepararlo. Presentaré un queso de oveja y después un buen trozo de pastel: probablemente de frutas del bosque o, si no, de opulentas peras marrones, cuyo jugo, todavía caliente, se derramará sobre la corteza amarilla de harina de maíz y dibujará garabatos en la nata montada que la acompañe. ¿Que nos lo pensemos? Claro, le prometo que me lo pensaré, pero ha llegado la hora de que Fernando y yo inventemos algo juntos. La fantasía de la
taverna
es mía. El proyecto de las giras nos pertenece a los dos.
Le pedimos a Barlozzo que nos deje en el Centrale para poder subir la colina a pie. Nos despedimos de él con un beso y le decimos que deje de preocuparse por lo que deberíamos y no deberíamos hacet; que, llegado el momento, decidiremos las cosas a nuestra manera. Con ojos acongojados, se despide con la mano y se aleja al volante. Tanto Fernando como yo sentimos la tristeza del viejo duque y sabemos que su discurso sobre nuestro futuro, aunque sincero, se ha elevado esta noche como el humo. Su angustia está tan arraigada como la hierba que crece en las paredes.
Como Barlozzo no quiere emprender con nosotros la excursión de prueba, decidimos no esperar toda la semana. Al día siguiente nos levantamos al amanecer y metemos en un bolso jerséis y libros y unas cuantas cosas imprescindibies: a los dos nos entusiasma mucho este viaje. Cerramos la casa y salimos a recorrer las carreteras más maravillosas de toda la Toscana. Nuestra primera escala será en la aldea termal de Bagno Vignoni y después seguiremos a Pienza y Montichiello, San Quirico d'Orcia, Montalcino y Montepulciano. A las afueras de Pienza, subimos por un camino en zigzag, bordeado a ambos lados por una formación de corteses árboles militares, negros e inevitables. El ciprés femenino se rellena con la edad, se redondea y se vuelve más exuberante en el medio, mientras que el masculino sigue siendo fino y seco. Los dos hacen guardia. A esta Toscana hecha de tierra salvaje domeñada, millones de manos le han enseñado a obedecer. En aquel territorio hecho todo de seda y terciopelo, el verde, el rosado y el pardo rojizo montan a horcajadas sobre la curva de la tierra, prietos como la piel nueva, rodando, acariciando, cayendo en picado en un escondite, ocultándose del sol, apoyándose antes de volver a subir de repente por una pendiente colmada de rosales silvestres. En lo alto de una escarpa pacen las ovejas y los peñascos calcáreos interrumpen de vez en cuando las montañas, mitigando el verde que permanece aun en invierno. La luz to.scana levanta destellos en las hojas de los olivos, que se ponen a báilar. En verano bailan como las amapolas y como el trigo cuando, está maduro y todos siguen el compás del viento y del batir de las alas de los pájaros. Sin embargo, hoy las ramas sienten el peso de la fruta madura, así que las hojas danzan lentamente al ritmo de una canción de diciembre. Paseamos por cada una de las aldeas, cenamos como guerreros, bebemos vinos modestos pero increíbles. Dormimos.
Telefoneamos al bar todas las tardes, cerca de las siete, sabiendo que estarán todos reunidos para los
aperitivi.
Como si llamáramos desde la Patagonia en lugar de a una distancia de cincuenta kilómetros por carretera, hacen cola para tener oportunidad de gritamos las noticias del día, que, en la mayoría de los casos, tienen que ver con lo que están cocinando o quién tiene gripe o el frío que hacía al amanecer; siempre nos preguntan si hay algo que valga la pena comer tan lejos de casa y nos recomiendan que nos cuidemos. Siempre es Vera la que nos lee los faxes que han llegado para nosotros: con tono claro y oficial, declama las palabras en inglés como a ella le parece que tienen que sonar y hace pausas para la puntuación y, según le plazca, para hacer comentarios. Oigo lo rectos que mantiene los hombros y lo alta que tiene la barbilla. No entendemos nada, pero atendemos a su devoción: está dispuesta a descifrar mensajes para dos corderos extraviados, porque, para ella, el extravío comienza más allá de sus propias puertas.
Una tarde es el duque quien responde y, sin saludar y
con un silencio extraño como fondo, me suelta:
—
Torna subito. La raccolta è cominciata
. Vuelve enseguida.
Ha comenzado la cosecha de la aceituna.
450 gramos de harina de castañas (se consigue en tiendas especializadas y en cualquier tienda de productos italianos)
1 cucharadita de sal marina fina
agua fría
1 cucharada de aceite de oliva virgen extra
1
/
2
taza de piñones (opcional)2 cucharaditas de hojas de romero, molidas hasta hacerla polvo
Se precalienta el horno a 200 grados. Se echa un poco de aceite en un molde para pasteles de veinticinco centímetros. Se ponen la harina y la sal marina en un bol grande y se empieza a añadir el agua en forma de chorrito, mientras se bate con un tenedor o una cuchara de madera, hasta que la masa adquiera la consistencia de la nata para montar. Se agrega el aceite y se bate medio minuto más. En caso de utilizar piñones y romero, se incorporan al mismo tiempo que el aceite. Se vierte la masa en el molde y se hornea durante treinta minutos o hasta que adquiera el color oscuro de un pastel de chocolate crujiente. Se sirve caliente, cortado en triángulos, tal cual, o con una cucharada de requesón con un poco de azúcar y unas cuantas nueces tostadas. En cualquiera de las dos formas que se sirva, una copita de Vin Santo frío lo acompaña muy bien.
P
UEDE
S
ER
Q
UE,
C
OMO
G
ÉNERO,
L
OS
O
LIVOS
S
EPAN
D
EMASIADO
—¿De verdad queréis subiros a los árboles cuando hace un frío que pela, con una cesta amarrada a la cintura, a recoger aceitunas una por una? ¿Realmente queréis hacerlo? —nos preguntaba Barlozzo cada vez que yo le recordaba que nos incluyera en la
raccolta
.
Ahora, encaramada a tres metros de altura en las ramas de un árbol centenario, con el abrigado torso cabeceando en el aliento entrecortado de principios de diciembre, mi deseo se ha cumplido: estoy recolectando aceitunas.
Las orejas me hormiguean bajo el viejo casquete de fieltro y tengo las puntas de los dedos blancas de frío mientras las meto y las saco de los guantes de Barlozzo, que he vuelto a pedirle prestados a mi marido. Me gotea la nariz. Me limito a maldecir a Atenea, porque fue ella la que, al competir con Poseidón por ser la divinidad protectora de Atenas, hizo brotar el primer olivo de las piedras de la Acrópolis y lo proclamó el fruto de la civilización. Es un fruto incomparable. Dijo que la pulpa de la aceituna era amarga como el odio y escasa como el amor verdadero y que requería trabajo ablandarla y extraerle la sangre verde dorada; que el olivo era como la vida y que el esfuerzo por conseguirlo volvía sagrado su aceite, que aliviaría y alimentaría al hombre desde el nacimiento hasta la muerte. El aceite de la diosa se convirtió en un elixir, sus gotas suaves y lentas nutrían el queso de leche de oveja y un cucharón intensificaba el sabor de las cebollas silvestres asadas en un fuego de ramitas. Cuando se hacía arder en una lámpara de barro, servía para iluminar la noche, calentar las manos del curandero y acariciar la piel del hombre cansado y la de la parturienta. Incluso ahora, cuando nace un bebé en las montañas de la Toscana, lo bañan en aceite de oliva y se le echan pequeñas cantidades en todas las partes de su cuerpecito. En su lecho de muerte, ungen al hombre con el mismo óleo, que lo limpia de otro modo, y, cuando muere, se enciende una vela y se calienta aceite para masajearlo, como un baño de despedida. El aceite lo habrá acompañado durante todo su viaje, como Atenea había prometido.
Barlozzo ha llevado a Floriana a Perugia, porque tenía hora con el médico, y Fernando está en casa, junto al fuego, a punto de pillar la gripe, de modo que he venido a recolectar yo sola. Miro a los compañeros que me rodean: parecen adornos primitivos, encaramados entre el follón resplandeciente de las hojas. Envueltas en pañoletas y chales, con una capa de prendas de lana, una de faldas, una de delantal y rellenas con dos capas de jerséis, las mujeres pertenecen a una raza de sílfides robustas. Con la ropa verde y anaranjada de camuflaje del cazador, los hombres no quedan tan guapos. Todos deben de tener muchísimo frío —deben de estar pelándose de frío— y, sin embargo, sus bromas y sus gritos atraviesan los vientos mientras practican un rito campesino: tal vez el más antiguo de todos. Obtendrán la savia verde dorada de esta temporada, como se viene haciendo desde hace ocho mil años. De todos modos, calculo que en la Acrópolis debía de hacer más calor durante la recolección.
La luz invernal queda en infusión en el té claro de la mañana y el aire huele a nieve mientras trabajamos en este pequeño olivar —serán como doscientos árboles— en la tierra de los primos menores de Barlozzo. A pesar del frío, me encantan mi pedestal vistoso y el panorama que me brinda de estas tierras. Aquí valoran al olivo incluso más que a las viñas y el trigo. Desde mi posición ventajosa, alcanzo a ver mucho más allá de la pequeña finca en la que trabajamos. Veo los árboles que trenzan la tierra roja de la Toscana, que escalan sus faldas terrosas, los campos, y los prados donde pacen sus rebaños y se pierden más allá de sus colinas. Los olivos son leales como las estrellas, pero, aunque juntos, están desolados: cada uno de ellos a solas con algún lamento primigenio. Los viejos parecen descomunales esperpentos atormentados —como si hubiesen custodiado demasiadas historias, tienen el pecho partido que muestra su corazón fornido—, pero, incluso los jóvenes —nuevos, esbeltos, aún ilesos—, ya llevan la marca de una añoranza tintineante. Puede ser que, como género, los olivos sepan demasiado.
Unos cuantos kilos de la cosecha diaria se llevan a un edificio de piedra, donde una mula morena enganchada a una cuerda hace girar una y otra vez las ruedas de piedra del siglo XVII: es su coqueteo anual con el negocio del espectáculo. Lloriquea y pega chillidos y mira con ojos negros aterciopelados al público que la adora, compuesto fundamentalmente por los más jóvenes y los más viejos. Dando vueltas y más vueltas, se pasa la tarde haciendo girar las muelas que trituran la fruta de pórfido hasta convertirla en un jugo oliváceo espeso. La masa resultante se esparce después entre dos esteras de cáñamo y se vuelve a triturar, hasta que las primeras gotas renuentes empiezan a caer en forma de hilo en la vieja cuba que aguarda debajo. No cabe duda de que se trata de un método artesanal que solo se practica como homenaje al pasado. Casi todas las aceitunas se trasladan al
frantoio comunale
de Piazze.
El molino de aceite es pequeño y solo lo utilizan los campesinos o
padroni
locales, cada uno de los cuales tendrá trescientos o cuatrocientos árboles, menos, tal vez, que la familia de Barlozzo. Suelen colaborar entre ellos en la recolección, pero eso es todo. Cada campesino quiere tener la seguridad de que sus aceitunas, más mimadas y cuidadas que las de los demás y cosechadas en su momento de máxima perfección, son prensadas y le son devueltas como la fortuna de jade que él se merece más que sus vecinos. Por este motivo, él mismo transporta sus aceitunas hasta el molino, las coloca en
un posto tranquillo
, un lugar tranquilo, donde puede vigilarlas y protegerlas de los rufianes mientras espera su turno en la prensa. Por último, observa minuciosamente —como si pudiera reconocerlas— a medida que cada uno de sus adorados frutos es introducido en el molino, donde las muelas de granito los aporrean y los parten, y sigue observando cómo, con un embudo, se echa la pulpa en una cuba, donde unas palas de acero la revuelven para calentarla por fricción, a fin de que el aceite no gotee de tan mala gana en la fase de la
spremitura
, el prensado. A continuación, se hace pasar la pasta resultante a través de las esteras para separar los detritos, de modo que el aceite pueda, al fin, fluir copiosamente. De todos modos, sigue observando, hasta que su bendito aceite se ha introducido en las botellas, que casi siempre encorcha con sus propias manos, las mismas que han tallado los corchos, recogido las aceitunas y podado los árboles. Monta la carga en su Ape, un vehículo a motor con tres ruedas con el cual los campesinos suelen sembrar el terror en las carreteras de poco tráfico, o en su tractor, y entonces acompaña su aceite hasta su casa con toda la pompa de un
cavaliere
cruzado que regresa con su botín hacia un sol que enrojece. Si me pongo un poco bizca, los tractores se desvanecen y los sustituyo por caballos y carros, lo cual me permite sintonizar los acontecimientos como quinientos años más atrás.
Durante la espera hasta que les toca el turno para utilizar las muelas, que algunas veces puede durar muchas horas,
il frantoiano
, el propietario del molino de aceite, atiende a sus clientes. El molino está hecho para trabajar: bloques de cemento y techo ondulado; el suelo es de tierra en parte y está cubierto con baldosas blancas en la zona donde están las máquinas. Sin embargo, en el extremo más alejado de la refriega hay una chimenea enorme donde saltan las llamas y, bajo los troncos elevados y ardientes, descansa un aparato para recoger la ceniza candente. Por encima del calor suave de esta ceniza hay una vieja parrilla. Sobre una mesa cercana, cubierta con un hule, hay varias hogazas redondas de kilo de pan rústico, una cuchilla de hoja ancha, un plato de sal marina gruesa y dientes de ajo enteros y pelados clavados en varias ramitas de romero. Hay una damajuana de vino tinto arrimada a un fregadero de piedra, en cuyo escurridero aguardan una treintena de vasos puestos a secar boca abajo después de sus lavados frecuentes bajo el grifo. Los campesinos vigilan sus aceitunas durante la espera e interrumpen la vela con un refrigerio ritual: uno coge un trozo de pan, lo asa por ambos lados sobre las brasas, lo frota con la rama de romero con ajo, lo lleva en la mano, solemnemente, hasta la prensa que gruñe y lo sujeta bajo la espita durante unos cuantos segundos, para que le chorree por encima una especie de crema espesa hecha con la fruta triturada, que no ha sido prensada todavía; después vuelve a llevar su tesoro, con la misma ceremonia, otra vez hacia el fuego, hasta la damajuana, y llena su vaso con el vino espeso y correoso del campo. Bebe sin disimular su placer, come con gran apetito y reanuda, reconfortado, su vigilancia. Este solaz podría durarle hasta un cuarto de hora y después vuelve a dejarse llevar por la tendencia a buscar socorro.