En el momento en que apareció Ivan Ogareff, los grandes dignatarios permanecieron sentados sobre sus cojines festoneados de oro; pero Féofar-Khan se levantó del rico diván que ocupaba en el fondo de la tienda, en donde el suelo desaparecía bajo una espesa alfombra bukharlana.
El Emir se aproximó a Ivan Ogareff y le dio un beso, cuyo significado no dejaba lugar a dudas, ya que con él le convertía en jefe del Consejo y le situaba temporalmente por encima del
kodja
.
Después, Féofar, dirigiéndose a Ivan Ogareff, dijo:
—No tengo nada que preguntarte. Habla, pues, Ivan. Aquí no encontrarás más que oídos dispuestos a escucharte.
—
Takhsir
[5]
—respondió Ivan Ogareff—, he aquí lo que tengo que comunicarte.
Ivan Ogareff se expresaba en tártaro y daba a sus frases esa enfática entonación que distingue a las lenguas orientales.
—
Takhstr
, no hay tiempo para palabras inútiles. Lo que he hecho a la cabeza de tus tropas, lo sabes de sobras. Las líneas del Ichim y del Irtyche están en nuestro poder y los jinetes turcomanos pueden bañar sus caballos en esas aguas que ahora se han convertido en tártaras. Las hordas kirguises se han sublevado ante la llamada de Féofar-Khan y la principal ruta de Siberia te pertenece desde Ichim hasta Tomsk. Puedes dirigir tus columnas tanto hacia el oriente, en donde se levanta el sol, como hacia el occidente, en donde se pone.
—¿Y si marcho con el sol? —preguntó el Emir, el cual escuchaba sin que su mirada traicionara ninguno de sus pensamientos.
—Marchar con el sol —respondió Ivan Ogareff— es lanzarte hacia Europa; es conquistar rápidamente las provincias siberianas de Tobolsk hasta los Urales.
—¿Y si voy contra la dirección de la antorcha celeste?
—Significa someter a la dominación tártara, con Irkutsk, las más ricas comarcas del Asia central.
—Pero ¿y los ejércitos del sultán de Petersburgo? —dijo Féofar-Khan, designando al Emperador de Rusia con este caprichoso título.
—No tienes nada que temer ni por el levante ni por el poniente —respondió Ivan Ogareff—. La invasión ha sido rápida y antes de que el ejército ruso haya podido acudir en su socorro, Irkutsk o Tobolsk habrán caído en tu poder. Las tropas del Zar han sido aplastadas en Kolyvan, como lo serán allá donde los tuyos luchen con los insensatos soldados de occidente.
—¿Y qué consejo te inspira tu devoción a la causa tártara? —preguntó el Emir, después de unos instantes de silencio.
—Mi consejo —respondió vivamente Ivan Ogareff— es que marchemos en dirección contraria al sol. Que las hierbas de las estepas orientales sean pasto de los caballos turcomanos. Mi consejo es que tomemos Irkutsk, la capital de las provincias del este y, con ella, el rehén cuya posesión vale toda una comarca. Es preciso que, en defecto del Zar, caiga en nuestras manos el Gran Duque, su hermano.
Aquél era el supremo resultado que perseguía Ivan Ogareff. Escuchándolo, se le hubiera podido tomar por uno de esos crueles descendientes de Stepan Razine, el célebre pirata que arrasó la Rusia meridional en el siglo XVIII. ¡Apoderarse del Gran Duque y maltratarlo sin piedad, era la más plena satisfacción que podía dar a su odio! Además, la caída de Irkutsk pondría inmediatamente bajo la dominación tártara a toda la Siberia oriental.
—Así se hará, Ivan —respondió Féofar.
—¿Cuáles son tus órdenes,
Takhsir
?
—Hoy mismo, nuestro cuartel general será trasladado a Tomsk.
Ivan Ogareff se inclinó y, seguido por el
huschbegui
, se retiró para hacer ejecutar las órdenes del Emir.
En el momento en que iba a montar a caballo, con el fin de alcanzar los puestos avanzados del campamento, se produjo un tumulto a una cierta distancia, en la parte del campo destinado a los prisioneros. Se dejaron oír unos gritos y sonaron algunos tiros de fusil. ¿Era una tentativa de revuelta o de evasión que iba a ser rápidamente reprimida?
Ivan Ogareff y el
huschbegui
dieron algunos pasos adelante y, casi inmediatamente, dos hombres a los que los soldados no pudieron detener, aparecieron ante ellos.
El
buschbegui
, sin pedir información, hizo un gesto que era una orden de muerte, y la cabeza de aquellos prisioneros iba a rodar por los suelos cuando Ivan Ogareff dijo algunas palabras que detuvieron el sable que ya se levantaba sobre sus cráneos.
El ruso había comprendido que aquellos prisioneros eran extranjeros y dio orden de que los acercaran a él.
Eran Harry Blount y Alcide Jolivet.
Desde la llegada de Ivan Ogareff al campamento, habían pedido ser conducidos a su presencia, pero los soldados rechazaron su petición. De ahí la lucha, tentativa de fuga y tiros de fusil que, afortunadamente, no alcanzaron a los dos periodistas, pero su castigo no se hubiera hecho esperar de no haber sido por la intervención del lugarteniente del Emir.
Éste examinó durante unos instantes a los dos prisioneros, los cuales le eran absolutamente desconocidos. Sin embargo, estaban presentes en la escena que tuvo lugar en la parada de posta de Ichim, en la cual Miguel Strogoff fue golpeado por Ivan Ogareff; pero el brutal viajero no prestó atención a las personas que se encontraban entonces en la sala de espera.
Harry Blount y Alcide Jolivet, por el contrario, le reconocieron perfectamente y el francés dijo a media voz:
—¡Toma! Parece que el coronel Ogareff y aquel grosero personaje de Ichim son la misma persona.
Y agregó al oído de su compañero:
—Expóngale nuestro asunto, Blount. Hágame ese favor, porque me disgusta ver un coronel ruso en medio de estos tártaros y, aunque gracias a él mi cabeza está todavía sobre mis hombros, mis ojos se volverían con desprecio si le mirase a la cara.
Dicho esto, Alcide Jolivet tomo una actitud de la más completa y altanera indiferencia.
¿Ivan Ogareff comprendió lo que la actitud del prisionero tenía de insultante para él? En cualquier caso, no lo dio a entender.
—¿Quiénes son ustedes, señores? —preguntó en ruso con un tono muy frío, pero exento de su habitual rudeza.
—Dos corresponsales de periódicos, inglés y francés —respondió lacónicamente Harry Blount.
—¿Tendrán, sin duda, documentos que les permitan establecer su identidad?
—He aquí dos cartas que nos acreditan, en Rusia, ante las cancillerías inglesa y francesa.
Ivan Ogareff tomó las cartas que le entregó Harry Blount y las leyó con atención, diciendo después:
—¿Piden autorización para seguir nuestras operaciones militares en Siberia?
—Pedimos la libertad, eso es todo —respondió secamente el corresponsal inglés.
—Son ustedes libres, señores —respondió Ivan Ogareff—, y siento curiosidad por leer sus crónicas en el
Daily Telegraph
.
—Señor —contestó Harry Blount con su más imperturbable flema—, cuesta seis peniques por número, además del franqueo.
Y, dicho esto, Harry Blount se volvió hacia su compañero, el cual pareció aprobar completamente su respuesta.
Ivan Ogareff no pestañeó y, montando en su caballo, se puso a la cabeza de su escolta, desapareciendo enseguida en una nube de polvo.
—Y bien, señor Jolivet, ¿qué piensa de Ivan Ogareff, general en jefe de las fuerzas tártaras? —preguntó Harry Blount.
—Pienso, querido colega, que ese
huschbegui
tuvo un gesto muy hermoso cuando ordenó que no nos cortaran la cabeza.
Fuera cual fuese el motivo que hubiera tenido Ivan Ogareff para tratar de aquella manera a los dos corresponsales, el caso es que estaban libres y que podían recorrer a su gusto el teatro de la guerra. Así que su intención era no abandonar la partida.
Aquella especie de antipatía que les enfrentaba en otro tiempo se había convertido en una amistad sincera. Unidos por las circunstancias, no deseaban ya separarse y las mezquinas cuestiones de rivalidad profesional estaban enterradas para siempre. Harry Blount no podía olvidar lo que debía a su compañero, el cual no se lo recordaba en ninguna ocasión y, en suma, aquel acercamiento, al facilitar las operaciones necesarias para los reportajes, redundaría en beneficio de sus lectores.
—Y ahora —preguntó Harry Blount—, ¿qué vamos a hacer de nuestra libertad?
—¡Abusar, pardiez! —respondió Alcide Jolivet—. Irnos tranquilamente a Tomsk a ver lo que pasa.
—¿Hasta el momento, que espero sea pronto, en que podamos unirnos a cualquier cuerpo de ejército ruso?
—¡Usted lo ha dicho, mi querido Blount! No es preciso tartarizarse demasiado. El buen papel es todavía para aquellos cuyos ejércitos llevan la civilización, y es evidente que los pueblos de Asia central lo tienen todo que perder y absolutamente nada que ganar en esta invasión. Pero los rusos responderán bien. No es más que cuestión de tiempo.
Sin embargo, la llegada de Ivan Ogareff, que acababa de dar la libertad a Alcide Jolivet y Harry Blount, era, por el contrario, un grave peligro para Miguel Strogoff. Si el destino ponía al correo del Zar en presencia de Ivan Ogareff, éste no dejaría de reconocerlo como el viajero al que tan brutalmente había golpeado en la parada de posta de Ichim y, aunque Miguel Strogoff no respondió al insulto como hubiera hecho en cualquier otra circunstancia, atraería la, atención sobre él, todo lo cual dificultaba la ejecución de sus proyectos.
Ahí estaba el aspecto desagradable que significaba la presencia de Ivan Ogareff.
No obstante, una feliz circunstancia que provocó su llegada fue la orden dada de levantar aquel mismo día el campamento y trasladar a Tomsk el cuartel general.
Esto significaba el cumplimiento del más vivo deseo de Miguel Strogoff. Su intención, como se sabe, era llegar a Tomsk confundido entre el resto de los prisioneros; es decir, sin riesgo de caer en manos de los exploradores que hormigueaban en las inmediaciones de aquella importante ciudad. Sin embargo, a causa de la llegada de Ivan Ogareff y ante el temor de ser reconocido por él, debió de preguntarse si no le convendría renunciar a aquel primer proyecto e intentar huir durante el viaje.
Miguel Strogoff iba, sin duda, a decidirse por esta segunda solución, cuando supo que Féofar-Khan e Ivan Ogareff habían partido ya hacia la ciudad, al frente de algunos millares de jinetes.
—Esperaré, pues —se dijo—, a menos que se me presente alguna ocasión excepcional para huir. Las oportunidades malas son numerosas más acá de Tomsk, mientras que más allá crecerán las buenas, ya que en varias horas habré traspasado los puestos más avanzados de los tártaros hacia el este. ¡Tres días de paciencia aún y que Dios venga en mi ayuda!
Efectivamente, era un viaje de tres días el que los prisioneros, bajo la vigilancia de un numeroso destacamento de tártaros, debía hacer a través de la estepa. Ciento cincuenta verstas separaban el campamento de la ciudad y el viaje era fácil para los soldados del Emir, que tenían abundancia de todo, pero muy penoso para aquellos desgraciados, debilitados ya por las privaciones. Más de un cadáver jalonaría aquella ruta siberiana.
A las dos de la tarde de aquel 12 de agosto, con una temperatura muy elevada y bajo un cielo sin nubes, el
toptschi-baschi
dio la orden de partir.
Alcide Jolivet y Harry Blount, después de comprar dos caballos, habían tomado ya la ruta de Tomsk, en donde la lógica de los acontecimientos iba a reunir a los principales protagonistas de esta historia.
Entre los numerosos prisioneros que Ivan Ogareff había conducido al campamento tártaro, había una anciana mujer cuya taciturnidad hasta parecía aislarla en medio de todos aquellos que compartían su desgracia. Ni una sola queja salía de sus labios. Se hubiera dicho que era la imagen del dolor. Aquella mujer, casi siempre inmóvil, más estrechamente vigilada que ningún otro prisionero, era, sin que ella pareciera darse cuenta, observada por la gitana Sangarra. Pese a su edad, había tenido que seguir a pie al convoy de prisioneros, sin que nada atenuara sus miserias.
Sin embargo, algún providencial designio había situado a su lado a un ser valiente, caritativo, hecho para comprenderla y asistirla. Entre sus compañeros de infortunio había una joven, notable por su belleza y por su impasividad, que no cedía en nada a la de la anciana siberiana, que parecía haberse impuesto la tarea de velar por ella. Ninguna palabra habían cruzado las dos cautivas, pero la joven se encontraba siempre cerca de la anciana en todos los momentos en que su ayuda podía serle útil.
Marfa Strogoff no había aceptado enseguida, sin desconfiar, los cuidados que le prodigaba aquella desconocida. Sin embargo, poco a poco, la evidente rectitud de la mirada de la joven, su reserva y la misteriosa simpatía que un dolor común establece entre los que sufren iguales infortunios, habían hecho desvanecer la frialdad altanera de Marfa Strogoff.
Nadia —porque era ella—, había podido así, sin conocerla, dar a la madre los cuidados y atenciones que había recibido del hijo. Su instintiva bondad la había inspirado doblemente porque al socorrer a la anciana, aseguraba a su juventud y belleza la protección de la edad de la vieja prisionera. En medio de aquella multitud de infelices a los que los sufrimientos habían agriado el carácter, el grupo silencioso que formaban las dos mujeres, una de las cuales parecía la abuela y la otra la nieta, imponía a todos cierto respeto.
Nadia, después de ser arrojada por los exploradores tártaros sobre una de sus barcas, fue conducida a Omsk. Retenida como prisionera en la ciudad, participó de la suerte de todos los que la columna de Ivan Ogareff había capturado hasta entonces y, por consecuencia, de la propia suerte de Marfa Strogoff.
De no haber sido tan enérgica, Nadia hubiera sucumbido a aquel doble golpe que acababa de recibir. La interrupción de su viaje y la muerte de Miguel Strogoff la habían, a la vez, desesperado y enardecido. Alejada quizá para siempre de su padre, después de tantos esfuerzos para hallarle y, para colmo de dolor, separada del intrépido compañero al que el mismo Dios parecía haber puesto en su camino para conducirla hasta el final, lo había perdido todo de repente y en un mismo golpe.
La imagen de Miguel Strogoff, cayendo ante sus ojos víctima de un golpe de lanza y desapareciendo en las aguas del Irtyche, no abandonaba su pensamiento. ¿Cómo había podido morir así un hombre como aquél? ¿Para quién reservaba Dios sus milagros si un hombre tan justo, al que a ciencia cierta impulsaba un noble deseo, había podido ser tan miserablemente detenido en su marcha? Algunas veces la cólera superaba a su dolor y cuando le venía a la memoria la escena de la afrenta tan extrañamente sufrida por su compañero en la parada de posta de Ichim, su sangre hervía a borbotones.