—Le estoy muy agradecido, señor Jolivet —respondió Harry Blount, tendiéndose sobre un lecho de hojas secas que, a modo de cama, le había preparado su compañero.
—¡Bah! ¡No vale la pena! Usted, en mi lugar, habría hecho lo mismo por mí.
—Yo no sé nada… —respondió un poco ingenuamente Harry Blount.
—¡No bromee! ¡Todos los ingleses son generosos!
—Sin duda, pero los franceses…
—Pues sí, los franceses son buenos; un poco bestias, si usted quiere, pero se les disculpa porque son franceses. Pero no hablemos de eso y, si quiere hacerme caso, no hablemos de nada. El reposo le es ahora absolutamente necesario.
Pero Harry Blount no tenía ningún deseo de callarse. Si el herido debía, por prudencia, guardar reposo, el corresponsal del
Daily Telegraph
no era hombre que se limitase sólo a escuchar.
—Señor Jolivet —preguntó—. ¿Cree usted que nuestros últimos mensajes habrán podido traspasar la frontera?
—¿Por qué no? —respondió Alcide Jolivet—. Le aseguro que en estos momentos, mi bien amada prima sabe ya lo ocurrido en Kolyvan.
—¿Cuántos ejemplares de sus noticias tira su prima? —preguntó Harry Blount quien, por primera vez, le hizo esta pregunta directa a su colega.
—¡Bueno! —respondió riendo Alcide Jolivet—. Mi prima es una persona muy discreta y no le gusta que se hable de ella y se desesperaría si supiera que turbaba el sueño del que tiene usted tanta necesidad.
—No quiero dormir —respondió Harry Blount—. ¿Qué debe de pensar su prima de los acontecimientos de Rusia?
—Que, por el momento, parecen ir por mal camino. ¡Pero, bah! El gobierno moscovita es poderoso y no puede ser verdaderamente inquietado por una invasión de bárbaros. Siberia no se les escapará de las manos.
—¡La excesiva ambición ha perdido a los más grandes imperios! —sentenció Harry Blount, que no estaba exento de unos ciertos «celos ingleses» hacia las pretensiones rusas en Asia central.
—¡Oh! ¡No hablemos de política! —gritó Alcide Jolivet—. ¡Lo prohíbe la Facultad de Medicina! ¡No hay nada peor para las heridas de la espalda!… a menos que le sirva de somnífero.
—Hablemos entonces de lo que tenemos que hacer —respondió Harry Blount—. Señor Jolivet, yo no tengo ninguna intención de permanecer indefinidamente prisionero de los tártaros.
—¡Ni yo, pardiez!
—¿Nos escaparemos a la primera ocasión?
—Sí, si no hay ningún otro medio de recuperar la libertad.
—¿Conoce usted algún otro medio? —preguntó Harry Blount, mirando a su compañero.
—¡Por supuesto! Nosotros no somos beligerantes, sino neutrales, y nos reclamarán nuestros gobiernos.
—¿Reclamar a este bruto de Féofar-Khan?
—No, él no entendería nada. Pero sí su lugarteniente, el coronel Ivan Ogareff.
—¡Es un bribón!
—Sin duda, pero es un bribón ruso y sabe que no puede bromear con los derechos de la gente, aparte de que no tiene ningún interés en retenernos, sino al contrario. Únicamente que pedirle cualquier cosa a ese caballero no me hace ninguna gracia.
—Pero ese caballero no está en el campamento Al menos yo no lo he visto —agregó Harry Blount.
—Vendrá. No puede faltar a la cita. Tiene necesidad de reunirse con Féofar-Khan. Siberia está cortada en dos y seguramente el ejército del Emir no espera más que reunirse con Ivan Ogareff para lanzarse sobre la ciudad de Irkutsk.
—¿Qué haremos una vez que estemos libres?
—Una vez libres, continuaremos nuestra campaña siguiendo a los tártaros hasta el momento en que los acontecimientos nos permitan pasar al bando opuesto. ¡No es preciso abandonar la partida qué diablos! No hemos hecho más que comenzar. Usted, colega, ha tenido la suerte de ser herido al servicio del
Daily Telegraph
, mientras que yo todavía no he recibido nada estando al servicio de mi prima. Vamos, vamos… Bueno —murmuró Alcide Jolivet—, ya se está durmiendo. Varias horas de sueño y algunas compresas de agua fresca y no será necesario nada más para poner de pie a un inglés. ¡Esta gente está hecha de hojalata!
Y mientras Harry Blount dormía, Alcide Jolivet vigilaba su sueño, después de sacar su bloc y cargarlo de notas, decidido a compartirlas con su colega para mayor satisfacción de los lectores del
Daily Telegraph
. Los acontecimientos les habían unido y no tenían por qué envidiarse.
Así pues, lo que más temía Miguel Strogoff era lo que más deseaban precisamente los dos periodistas con todo su vivo interés: la llegada de Ivan Ogareff.
A los dos hombres podía, efectivamente, serles de utilidad, porque, una vez reconocida su calidad de corresponsales inglés y francés, nada había más probable que el que fueran puestos en libertad. El lugarteniente del Emir haría entrar a éste en razón, seguramente, aunque éste no hubiera dudado en tratar como simples espías a los dos periodistas.
El interés de Alcide Jolivet y Harry Blount era, pues, contrario al del correo del Zar, el cual había comprendido la situación y tenía otra razón que sumar a muchas otras de las que tenía para evitar el encontrarse con sus anteriores compañeros de viaje. Por ello tenía que arreglárselas de forma que no lo viesen.
Pasaron cuatro días durante los cuales no cambió el estado de la situación. Los prisioneros no oyeron ni una sola palabra que hiciera alusión a un posible levantamiento del campamento tártaro. Continuaban siendo severamente vigilados y si hubiesen intentado escapar les hubiera sido imposible atravesar el cordón de infantes y jinetes que les guardaban noche y día.
En cuanto a la comida que les daban, apenas era suficiente. Dos veces al día les echaban un pedazo de intestino de cabra asado sobre carbones y unas porciones de ese queso llamado
krut
, fabricado con leche agria de oveja, el cual, mojado con leche de burra, constituye el plato kirguís conocido comúnmente con el nombre de
kumyss
. Y esto era todo lo que comían.
Aparte de esto, el tiempo se puso detestable y se produjeron grandes perturbaciones atmosféricas que amenazaban borrascas de lluvia.
Aquellos desgraciados, sin ningún abrigo, tuvieron que soportar aquellas inclemencias malsanas sin que nada se hiciese para atenuar sus miserias. Alguno de los heridos, mujeres y niños, murieron, y los mismos prisioneros tuvieron que enterrar sus cadáveres porque los guardianes ni siquiera se molestaban en darles sepultura.
Durante estas duras pruebas, Alcide Jolivet y Miguel Strogoff se multiplicaron, cada uno por un lado, prestando cuantos servicios podían prestar. Menos acobardados que muchos otros, fuertes y vigorosos, resistían mejor la situación y con sus consejos y sus cuidados, se hicieron imprescindibles para aquellos que sufrían y se desesperaban.
¿Cuánto iba a durar aquel estado de cosas? ¿Féofar-Khan, satisfecho de sus primeros éxitos, quería esperar algún tiempo antes de lanzarse sobre Irkutsk?
Era de temer, pero no fue así como ocurrió.
El acontecimiento tan deseado por Alcide Jolivet y Harry Blount, y tan temido para Miguel Strogoff, se produjo en la mañana del 12 de agosto.
Ese día sonaron las trompetas, doblaron los tambores y se oyeron descargas de fusilería. Una enorme nube de polvo se levantó a lo largo de la ruta de Kolyvan.
Ivan Ogareff, seguido por varios millares de hombres, hizo su entrada en el campamento tártaro.
Ivan Ogareff llevaba al Emir todo un cuerpo de ejército. Aquellos jinetes e infantes formaban parte de la columna que se había apoderado de Omsk. Ivan Ogareff no había podido reducir la ciudad alta, en la cual —según se recordará— habían buscado refugio el gobernador de la provincia y su guarnición, por lo que estaba decidido a seguir adelante, sin retrasar las operaciones que debían culminar con la conquista de la Siberia oriental. Por eso, después de apostar una fuerte guarnición en Omsk y reunir las hordas, que habían sido reforzadas en ruta por los vencedores de Kolyvan, vino a reunirse con el ejército del Emir.
Los soldados de Ivan Ogareff quedaron en los puestos avanzados del campamento, sin recibir orden de acampar. El proyecto de su jefe era, sin duda, no detenerse, sino seguir adelante y alcanzar, en el menor plazo posible, la ciudad de Tomsk, centro importante que estaba destinado a convertirse en el puesto de partida de las operaciones futuras de los invasores.
Al mismo tiempo que sus soldados, Ivan Ogareff conducía un convoy de prisioneros rusos y siberianos capturados en Omsk y en Kolyvan. Estos nuevos desgraciados no fueron conducidos al encercado general porque era demasiado pequeño ya para los prisioneros que contenía, por lo que quedaron en los puestos avanzados del campamento, sin abrigo y casi sin comida.
¿Qué destino reservaba Féofar-Khan a estos infortunados? ¿Los internaría en Tomsk para diezmarlos con una de esas sangrientas ejecuciones, tan familiares a los jefes tártaros? Éste era uno de los secretos del caprichoso Emir.
Aquel cuerpo de ejército había salido de Omsk arrastrando tras de sí a la multitud de mendigos, merodeadores, comerciantes y bohemios que forman la retaguardia de todo ejército en marcha. Aquella gente vivía a costa del lugar que atravesaban y a sus espaldas dejaban pocas cosas que saquear.
La necesidad de seguir adelante era para asegurar el aprovisionamiento de las columnas expedicionarias, ya que toda la región comprendida entre los cursos del Ichim y del Obl estaba terriblemente devastada y no ofrecía recurso alguno. Las tropas tártaras dejaban tras de sí un auténtico desierto y los propios rusos tendrían que atravesarlo con muchas dificultades.
Entre aquellos innumerables bohemios llegados de las provincias del oeste, figuraba la tribu de gitanos que había acompañado a Miguel Strogoff hasta Perm y entre ellos estaba Sangarra. Esta espía salvaje, alma condenada de Ivan Ogareff, no dejaba nunca a su dueño. Se les ha visto a los dos preparando sus maquinaciones en la misma Rusia, en el gobierno de Nijni-Novgorod; después de la travesía de los Urales, se habían separado sólo por unos días, porque Ivan Ogareff tenía que llegar rápidamente a Ichim, mientras que Sangarra y su tribu se dirigieron a Omsk por el sur de la provincia.
Se comprenderá fácilmente cuál era la ayuda que aportaba aquella mujer a Ivan Ogareff. Con sus compañeras penetraba en todos los sitios, escuchaba y lo transmitía todo. Ivan Ogareff estaba al corriente de todo cuanto ocurría hasta en el corazón de las provincias invadidas. Eran cien ojos y cien oídos siempre abiertos para servir a su casa. Además, pagaba con largueza aquel espionaje que le proporcionaba magnífico provecho.
Sangarra estuvo una vez comprometida en un grave asunto y fue salvada por el oficial ruso. Jamás olvidó cuanto le debía y por eso vivía entregada a él en cuerpo y alma. Cuando Ivan Ogareff entró por la vía de la traición, había comprendido la misión específica que podía desempeñar aquella mujer. Cualquier orden que se le diera, era prontamente ejecutada por Sangarra. Un instinto inexplicable, mucho más fuerte que el agradecimiento, la había impulsado a hacerse esclava del traidor, a quien venía ligada desde los tiempos de su exilio en Siberia. Sangarra, confidente y cómplice, mujer sin patria y sin familia, había puesto su vida vagabunda al servicio de los invasores que Ivan Ogareff iba a lanzar sobre Siberia. A la prodigiosa astucia natural de su raza, unía una feroz energía que no conocía ni el perdón ni la piedad. Era una salvaje digna de compartir el
wigwan
de un apache o la choza de un andamíano.
Desde su llegada a Omsk con sus gitanas, ya no le había separado ni un instante de Ivan Ogareff. Sabía la circunstancia que había enfrentado a Miguel y Marfa Strogoff y estaba al corriente de los temores de Ivan Ogareff sobre el paso de un correo del Zar. Los conocía y participaba de ellos, siendo capaz de torturar a la prisionera Marfa Strogoff con todo el refinamiento de un piel roja para arrancarle su secreto.
Pero aún no había llegado la hora en que Ivan Ogareff quería enfrentarse a la vieja siberiana. Sangarra debía aguardar, y esperaba, sin perder de vista a Marfa Strogoff, fijándose en sus menores gestos, en sus palabras, observándola día y noche, buscando escuchar que la palabra «hijo» se escapara de su boca, pero hasta entonces había sido frustrada por la inalterable impasibilidad de Marfa Strogoff, la cual ignoraba que fuera objeto de tal espionaje.
Mientras tanto, a los primeros toques de corneta, los jefes de la caballería del Emir y de la artillería tártara, seguidos por una brillante escolta de jinetes usbecks, se trasladaron a la entrada del campamento para recibir a Ivan Ogareff.
Llegados a su presencia, le rindieron los más grandes honores invitándole a que les acompañara hasta la tienda de Féofar-Khan.
Ivan Ogareff, imperturbable como siempre, respondió fríamente a las deferencias de que fue objeto por parte de los altos funcionarios enviados a su encuentro. Iba vestido muy sencillamente, pero, por una especie de descarada bravata, lucía aún el uniforme de oficial ruso.
En el momento en que tiraba de las riendas del caballo para obligarlo a atravesar el recinto del campamento, Sangarra, pasando entre los jinetes de la escolta, se aproximó a él y permaneció inmóvil.
—¿Nada? —preguntó Ivan Ogareff.
—Nada.
—Ten paciencia.
—¿Se acerca la hora en que obligarás a hablar a la vieja?
—Se acerca, Sangarra.
—¿Cuándo hablará la vieja?
—Cuando lleguemos a Tomsk.
—¿Y cuándo llegaremos?
—Dentro de tres días…
Los grandes ojos negros de Sangarra adquirieron un extraordinario brillo, retirándose con paso tranquilo.
Ivan Ogareff oprimió los flancos de su caballo y, seguido por su estado mayor de oficiales tártaros, se dirigió hacia la tienda del Emir.
Féofar-Khan esperaba a su lugarteniente. El Consejo, formado por el guardador del sello real, el
kodja
y algunos otros altos funcionarios, había tomado ya asiento en la tienda.
Ivan Ogareff descendió del caballo, entró y se encontró frente al Emir.
Féofar-Khan era un hombre de cuarenta años, alto de estatura, rostro bastante pálido, ojos salientes y fisonomía feroz. Una barba negra, dividida en pequeños bucles, caía sobre su pecho. Con su traje de campaña, cota de mallas de oro y plata; tahalí cuajado de resplandecientes piedras preciosas; la vaina de su sable curvo como un yatagán, cubierta de joyas brillantes; botas con espuelas de oro y casco coronado por un penacho de diamantes que despedían mil fulgores, Féofar ofrecía a la vista el aspecto, más extraño que imponente, de un Sardanápalo tártaro, soberano indiscutido que dispone a su capricho de la vida y la hacienda de sus súbditos; cuyo poder no tiene límites y al cual, por privilegio especial, se da en Bukhara la calificación de Emir.