El espectador que había pronunciado las palabras «¡Bien dado!», no era otro que Alcide Jolivet. Él y su colega se habían detenido en el campamento, siendo testigos de la escena.
—¡Pardiez! —dijo Alcide Jolivet—. ¡Estos hombres del norte son gente ruda! ¡Debemos una reparación a nuestro compañero de viaje, porque Korpanoff, o Strogoff, la merece! ¡Hermosa revancha del asunto de Ichim!
—Sí, revancha —respondió Harry Blount—, pero Strogoff es hombre muerto. En su propio interés hubiera hecho mejor no acordándose tan pronto.
—¿Y dejar morir a su madre bajo el
knut
?
—¿Cree usted que tanto ella como su hermana correrán mejor suerte con su comportamiento?
—Yo no creo nada; yo no sé nada —respondió Alcide Jolivet—. ¡Únicamente sé lo que yo hubiera hecho en su lugar! ¡Qué cicatriz! ¡Qué diablos, es necesario que a uno le hierva la sangre alguna vez! ¡Dios nos habría puesto agua en las venas, en lugar de sangre, si nos hubiera querido conservar siempre imperturbables ante todo!
—¡Bonito incidente para una crónica! —dijo Harry Blount—. Si Ivan Ogareff quisiera comunicamos el contenido de la carta…
Ivan Ogareff, después de manchar la carta con la sangre que le cubría el rostro, había roto el sello y la leyó y releyó largamente, como si hubiera querido penetrar todo su contenido.
Terminada la lectura, dio órdenes para que Miguel Strogoff fuera estrechamente agarrotado y conducido a Tomsk con los otros prisioneros, tomó el mando de las tropas acampadas en Zabediero y, al ruido ensordecedor de los tambores y trompetas, se dirigió hacia la ciudad donde esperaba el Emir.
Tomsk, fundada en 1604, casi en el corazón mismo de las provincias siberianas, es una de las más importantes ciudades de la Rusia asiática. Tobolsk, situada por encima del paralelo sesenta, e Irkutsk, que se levanta más allá del meridiano cien, han visto crecer Tomsk a sus expensas.
Sin embargo, Tomsk, como queda dicho, no es la capital de esta importante provincia, sino que es en Omsk en donde reside el gobernador general y todos los elementos oficiales.
Pese a ello, Tomsk es la ciudad más importante de este territorio, que limita con los montes Altai, es decir, en la frontera china del país de los jalcas. Desde las pendientes de estas montañas son incesantemente transportados hasta el valle del Tom cargamentos de platino, oro, plata, cobre y plomo aurífero. Siendo tan rico el país, la ciudad también lo es, porque es el centro de estas fructíferas explotaciones. De ahí el lujo de sus mansiones, de sus mobiliarios y de sus costumbres, que puede rivalizar con las más grandes capitales de Europa.
Es una ciudad de millonarios enriquecidos por el pico y la pala que, si no tiene el honor de ser la residencia de los representantes del Zar, tiene el consuelo de contar con los más importantes hombres de negocios que residen en la ciudad concesionaria de minas más importantes del gobierno imperial.
Antiguamente Tomsk pasaba por estar situada en el fin del mundo, y si se quería ir a ella había que hacer todo un largo viaje. Pero en la actualidad esto no es más que un simple paseo, cuando el país no está hollado por las plantas de los invasores. Pronto será construido el ferrocarril que la enlazará con Perm, atravesando la cadena de los Urales.
¿Es bonita la ciudad? Hay que convenir en que los viajeros no están de acuerdo con este punto de vista. La señora de Bourboulon, que permaneció varios días en ella durante su viaje desde Shangai a Moscú, la describe como una ciudad poco pintoresca. Si nos atenemos a su descripción, ésta es una ciudad insignificante, con viejas casas de piedra y ladrillo, con calles estrechas y muy diferentes de las que se encuentran ordinariamente en las ciudades siberianas más importantes; sucios barrios donde se amontonan particularmente los tártaros y en los cuales pululan con toda tranquilidad los borrachos, «cuya embriaguez es apática, como la de todos los pueblos del norte».
El viajero Henri Russel-Killough, sin embargo, se declara entusiasta admirador de Tomsk. ¿Será a causa de que la visitó en pleno invierno, cuando la ciudad está bajo su manto de nieve, y la señora Bourboulon la visitó durante el verano? Podría ser, lo cual confirmaría la opinión de que ciertos países fríos no pueden apreciarse en toda su belleza más que durante la estación fría, como ciertos países cálidos, durante la estación calurosa.
Sea como fuere, el señor Russel-Killough afirmó positivamente que Tomsk no es solamente la más hermosa ciudad de Siberia, sino una de las más hermosas ciudades del mundo, con sus casas de columnas y peristilos, sus aceras de madera, sus calles largas y regulares y sus quince magníficas iglesias que se reflejan en las aguas del Tom, más largo que ningún río de Francia.
La verdad está seguramente en el término medio de las dos opiniones. Tomsk cuenta con una población de veinticinco mil habitantes y está pintorescamente situada sobre una amplia colina, cuyo declive es bastante áspero.
Pero la ciudad más hermosa del mundo se convierte en la más fea cuando se ve ocupada por invasores. ¿Quién hubiera querido admirarla en esta época? Defendida únicamente por varios batallones de cosacos a pie, que residen allí permanentemente, no había podido resistir los ataques de las columnas del Emir. Una cierta parte de su población, que es de origen tártaro, no había acogido desfavorablemente a esas hordas de tártaros como ellos y, en estos momentos, Tomsk no parecía ser más rusa o más siberiana que en el caso de que hubiera sido trasladada al centro de los khanatos de Khokhand o de Bukhara.
Era, pues, en Tomsk donde el Emir iba a recibir a sus tropas victoriosas. Una fiesta con cantos, danzas y fantasías, seguida de una ruidosa orgía, iba a celebrarse en honor de estas tropas.
El teatro elegido para la ceremonia, dispuesto siguiendo el gusto asiático, era un vasto anfiteatro situado sobre una parte de la colina, que domina a un centenar de pies el curso del Tom. Todo este horizonte, con su amplia perspectiva de elegantes mansiones y de iglesias con sus ventrudas cúpulas, los numerosos meandros del río y los bosques sumergidos en la cálida bruma, aparecía todo dentro de un admirable cuadro de verdor que le proporcionaban algunos soberbios grupos de pinos y de gigantescos cedros.
A la izquierda del anfiteatro se había levantado una especie de brillante decorado, representando un palacio de bizarra arquitectura —sin duda, imitaba algún espécimen de esos monumentos bukharlanos, semimoriscos y semitártaros—, colocado provisionalmente sobre anchas terrazas. Por encima de ese palacio, en la punta de los minaretes de que estaba erizado por todas partes, entre las ramas más altas de los árboles que daban sombra al anfiteatro, revoloteaban a centenares las cigüeñas domésticas que habían llegado de Bukhara siguiendo al ejército tártaro.
Estas terrazas estaban reservadas para la corte del Emir, los khanes aliados suyos, los grandes dignatarios de los khanatos y los harenes de cada uno de estos soberanos del Turquestán.
De estas sultanas, cuya mayor parte no son más que esclavas compradas en los mercados de Transcaucasia o Persia, unas tenían el rostro descubierto y otras llevaban un velo que las ocultaba a todas las miradas, pero todas iban vestidas con un lujo extremo. Sus elegantes túnicas, cuyas mangas recogidas hacia atrás anudábanse a la manera del
puf
europeo, dejaban ver sus brazos desnudos, cuajados de brazaletes unidos por cadenas de piedras preciosas, y sus diminutas manos, en cuyos dedos brillaban las uñas pintadas con jugo de
henneb
. Al menor movimiento de sus túnicas, unas de seda, comparables por su suavidad a las telas de araña, y otras de flexible
aladja
, que es un tejido de algodón a rayas estrechas, percibíase el fru-fru tan agradable a los oídos de los orientales. Bajo estos vestidos llevaban brillantes faldas de brocado que cubrían el pantalón de seda, sujeto un poco más arriba de sus finas botas, de graciosas formas y bordadas de perlas. Algunas de las mujeres que no iban cubiertas con velos mostraban sus cabellos hermosamente trenzados, que escapaban de sus turbantes de colores variados, ojos admirables, dientes magníficos y tez brillante, cuya belleza acrecentaba la negrura de sus cejas, unidas por un ligero tinte artificial y sus párpados pintados con lápiz.
Al pie de las terrazas, abrigadas por estandartes y oriflamas, vigilaba la guardia personal del Emir, con su doble sable curvado pendiendo de la cadera, puñal en la cintura y lanza de diez pies de longitud en la mano. Algunos de estos tártaros llevaban bastones blancos y otros eran portadores de enormes alabardas, adornadas con cintas de plata y oro.
En todo el contorno, hasta los últimos planos de este vasto anfiteatro, sobre los escarpados taludes cuya base bañaba el Tom, se amontonaba una multitud cosmopolita, compuesta por todos los elementos oriundos de Asia central. Allí estaban los usbecks con sus grandes gorros de piel de oveja negra, su barba roja, sus ojos grises y sus
arkaluk
, especie de túnica cortada a la moda tártara; allí se encontraban los turcomanos, vestidos con su traje nacional, consistente en pantalón ancho de color claro, dormán y manto de piel de camello, gorro rojo, cónico o plano, botas altas de cuero de Rusia y el puñal suspendido de la cintura por medio de una correa; allí, cerca de sus dueños, agrupábanse las mujeres turcomanas que, llevando en los cabellos postizos de pelo de cabra en forma de trenzas, dejaban ver bajo la
djuba
rayada en azul, púrpura y verde la camisa abierta, y mostraban sus piernas adornadas con cintas de colores, entrecruzadas desde las rodillas hasta los chanclos de cuero; y, como si todos los pueblos de la frontera ruso-china se hubiesen levantado a la voz del Emir, veíanse también allí manchúes con la frente y las sienes rasuradas, los cabellos trenzados, las túnicas largas, camisa de seda ajustada al cuerpo por medio de un cinturón y gorros ovales de satén de color cereza, bordados en negro y con franjas rojas, y, con ellos, los admirables tipos de las mujeres manchúes, coquetonamente adornadas con flores artificiales prendidas con agujas de oro y mariposas delicadamente posadas sobre sus negras cabelleras. Completaban aquella multitud invitada a la fiesta tártara numerosos mongoles, bukharianos, persas y chinos del Turquestán.
Únicamente los siberianos faltaban a esta recepción dada por los invasores. Los que no habían podido huir estaban confinados en sus casas, con el temor de que Féofar-Khan ordenase el pillaje de la ciudad como digno remate a esta ceremonia triunfal.
A las cuatro, el Emir hizo su entrada en la plaza, bajo el ensordecedor ruido de las trompetas, de los tambores y las descargas de artillería y fusilería.
Féofar montaba sobre su caballo favorito, que ostentaba en la cabeza un penacho de diamantes.
El Emir se había puesto su traje de guerra y a su lado marchaban los khanes de Khokhand y de Kunduze, los grandes dignatarios de los khanatos y todo su numeroso estado mayor.
En ese momento hizo su aparición sobre la terraza la favorita de Féofar, la reina, si esta calificación puede darse a los sultanes de los estados bukharianos. Pero, reina o esclava, esta mujer de origen persa era admirablemente bella. Contrariamente a la costumbre mahometana y, seguramente, por capricho del Emir, llevaba el rostro descubierto. Su cabellera, Partida en cuatro partes, acariciaba sus hombros de brillante blancura, apenas cubiertos con un velo de seda laminado en oro que, por detrás, iba sujeto a un gorro recamado de piedras preciosas de incalculable valor. Bajo su falda de seda azul, con anchas rayas de tonos más oscuros, caía el
zir-djameh
, de gasa de seda, y por encima de la cintura sobresalía el
pirahn
, camisa del mismo tejido que se abría graciosamente subiendo alrededor de su cuello; pero desde la cabeza a los pies, calzados con pantuflas persas, era tal la profusión de joyas, tomines de oro enhebrados en hilos de plata, rosarios de turquesas
firuzehs
extraídas de las célebres minas de Elburz, collares de cornalinas, de ágatas, de esmeraldas, de ópalos y de zafiros que llevaba sobre su corpiño y su falda, que parecía que estas prendas estaban tejidas con piedras preciosas. En cuanto a los millares de diamantes que brillaban en su cuello, brazos, manos, cintura y pies, millones de rublos no hubieran bastado para pagar su valor y, a la intensidad de los fulgores que despedían, se hubiera podido creer que en el interior de cada uno de ellos, una corriente eléctrica provocaba un arco voltaico hecho de rayo de sol.
El Emir y los khanes pusieron pie a tierra, al igual que los dignatarios que componían su cortejo, ocupando todos ellos su sitio en una magnífica tienda elevada en el centro de la primera terraza. Delante de la tienda, como siempre, el Corán estaba sobre la mesa sagrada.
El lugarteniente de Féofar-Khan no se hizo esperar y, antes de las cinco, los sones de las trompetas anunciaron su llegada.
Ivan Ogareff —el «cariacuchillado», como ya se le llamaba—, vistiendo esta vez uniforme de oficial tártaro, llegó a caballo frente a la tienda del Emir. Iba acompañado por una parte de los soldados del campamento de Zabediero, que situaron a los lados de la plaza, en medio de la cual no quedaba más que el espacio justo reservado a los espectáculos.
En el rostro del traidor se veía una ancha cicatriz que cruzaba oblicuamente su mejilla de parte a parte.
Ivan Ogareff presentó al Emir a sus principales oficiales y Féofar-Khan, sin apartarse de la frialdad que constituía el fondo de su rango, los acogió de manera que quedaron satisfechos del recibimiento.
Esa fue, al menos, la impresión de Harry Blount y Alcide Jolivet, los dos inseparables que ahora se habían asociado para la caza de noticias.
Después de haber dejado Zabediero, habían llegado a Tomsk con toda rapidez. Su proyecto era abandonar cuanto antes la compañía de los tártaros y unirse a cualquier cuerpo de ejército ruso lo más pronto posible y, si podían, llegar con ellos hasta Irkutsk.
Lo que habían visto de la invasión, sus incendios, pillaje y muertes, les había horrorizado profundamente y sentían el deseo de encontrarse entre las filas del ejército siberiano.
Sin embargo, Alcide Jolivet había hecho comprender a su colega que no podían abandonar Tomsk sin tomar algunas notas sobre aquella entrada triunfal de las tropas tártaras —aunque sólo fuera para satisfacer la curiosidad de su prima—, y Harry Blount se decidió a quedarse durante unas horas; pero la misma tarde debían partir ambos para volver sobre la ruta de Irkutsk y, bien montados como iban, esperaban adelantarse a los exploradores del Emir.