Si era cierto, este cuerpo de tropas gubernamentales iba a encontrarse con el grueso de las fuerzas de Féofar-Khan y sería inevitablemente aniquilado, quedando toda la ruta de Irkutsk en poder de los invasores.
En cuanto a lo que se refería a él mismo, por algunas palabras del
pendja-baschi
, Miguel Strogoff supo que habían puesto precio a su cabeza y que se había dado orden de capturarlo, vivo o muerto.
Tenía, pues, necesidad imperiosa de adelantar al destacamento de jinetes usbecks sobre la ruta de Irkutsk y dejar de por medio el río Obi. Pero para ello era necesario huir antes de que levantaran el campamento.
Tomada esta resolución, Miguel Strogoff se preparó para ejecutarla.
El alto en el camino del destacamento no podía prolongarse mucho porque el
pendja-baschi
no tenía intención de permitir a sus hombres más de una hora de descanso, aunque sus caballos no pudieran ser cambiados en Omsk por otros de refresco y debían de estar, por tanto, tan fatigados como el de Miguel Strogoff, por las mismas razones de tan largo viaje.
No había, pues, ni un instante que perder.
Era la una de la madrugada y necesitaba aprovechar la oscuridad de la noche, que pronto sería invadida por las luces del alba, para abandonar el bosquecillo y lanzarse de nuevo sobre la ruta.
Pero aunque le favoreciera la noche, el éxito de la huida, en aquellas condiciones, parecía casi imposible.
Miguel Strogoff no quería dejar ningún cabo suelto. Tomó el tiempo necesario para reflexionar y sopesar minuciosamente los factores que tenía en contra con el fin de mejorar las condiciones a su favor.
De la disposición del terreno sacó las siguientes conclusiones: no podía escapar por la parte de atrás del soto, formado por un arco de maleza cuya cuerda era el camino principal; el curso de agua que rodeaba este arco era, no solamente profundo, sino bastante ancho y muy fangoso; grandes matas de juncos hacían absolutamente impracticable el paso de este curso; bajo aquellas turbias aguas se presentía un fondo cenagoso sobre el que los pies no podían encontrar ningún punto de apoyo; además, más allá del curso de agua, el suelo estaba cubierto de matorrales y difícilmente se prestaba a las maniobras de una rápida huida; una vez dada la alarma, Miguel Strogoff sería perseguido tenazmente y pronto rodeado, cayendo irremisiblemente en manos de los jinetes tártaros.
No había, pues, más que un camino practicable; uno sólo, y éste era la gran ruta.
Lo que Miguel Strogoff debía intentar era llegar hasta ella rodeando el lindero del bosque y, sin llamar la atención, franquear un cuarto de versta antes de ser descubierto, pidiendo a su caballo que empleara lo que le quedaba de energía y vigor y que no cayera muerto de agotamiento antes de llegar a la orilla del Obi; después, bien con una barca, o a nado si no había ningún otro medio de transporte, atravesar este importante río.
Su energía y su coraje se decuplicaban cuando se encontraba cara al peligro. Con aquella huida iba su vida, la misión que se le había encomendado, el honor de su país y puede que la salvación de su propia madre.
No podía dudar y puso manos a la obra.
El tiempo apremiaba porque ya se producían ciertos movimientos entre los hombres del destacamento. Algunos jinetes iban y venían por el camino, frente al lindero del bosque; otros estaban todavía echados al pie de los árboles, pero los caballos iban reuniéndose poco a poco en la parte central del soto.
Miguel Strogoff tuvo, en principio, la intención de apoderarse de algunos de aquellos caballos, pero se dijo, con razón, que debían de estar tan cansados como el suyo y que, por tanto, más valía confiar en éste, que tan seguro era y tan buenos servicios le había prestado hasta aquel momento.
El enérgico animal, escondido tras altas malezas de brezo, había escapado a las miradas de los jinetes usbecks, ya que éstos no se habían adentrado hasta el límite extremo del bosquecillo.
Miguel Strogoff, deslizándose sobre la hierba, se aproximó a su caballo, que estaba acostado sobre el suelo. Le acarició con la mano y le habló con dulzura para hacer que se levantara sin ruido alguno.
En aquel momento se produjo una circunstancia favorable: las antorchas, completamente consumidas, se apagaron, y la oscuridad se hizo aún más profunda, sobre todo en aquellos lugares que estaban cubiertos de maleza.
Después de ponerle el bocado al caballo, aseguró la cincha de la silla, apretó la correa de los estribos y comenzó a llevar al caballo de la brida con toda lentitud.
El inteligente animal, como si hubiera comprendido lo que de él se esperaba, siguió a su dueño dócilmente, sin que se le escapase el más ligero relincho, pese a lo cual, algunos caballos usbecks, levantaron sus cabezas y se dirigieron, poco a poco, hacia los linderos de la espesura.
Miguel Strogoff llevaba su revólver en la mano derecha, presto a volarle la cabeza al primer jinete tártaro que se le aproximara. Pero, afortunadamente, no fue dada la alarma y pudo alcanzar el ángulo que formaba el bosque por la parte derecha, encontrándose de nuevo sobre el duro suelo de la ruta.
La intención de Miguel Strogoff, para evitar ser visto, era no montar sobre el caballo hasta que se encontrara a una prudente distancia de la espesura; cuando hubiese conseguido llegar a una curva del camino que se encontraba a unos doscientos pasos de allí.
Desgraciadamente, en el momento en que Miguel Strogoff iba a franquear el lindero del bosque, el caballo de alguno de los jinetes, al olfatearlo, relinchó y se lanzó al galope por el camino.
Su propietario se precipitó en su seguimiento para detenerle, pero al percibir una silueta que se destacaba con las primeras luces del amanecer, gritó:
—¡Alerta!
Al oír este grito, todos los hombres del destacamento se precipitaron sobre sus caballos para lanzarse a la ruta. Miguel Strogoff no tuvo más remedio que montar y lanzarse a todo galope.
Los dos oficiales se pusieron a dar órdenes, gritando y arengando a sus hombres, pero en aquel momento el correo del Zar ya había iniciado su carrera.
Se oyó entonces una detonación y Miguel Strogoff sintió que una bala atravesaba su pelliza.
Sin volver la cabeza ni responder al ataque, picó espuelas y, franqueando el lindero del bosquecillo de un formidable salto, se lanzó a rienda suelta en dirección al Obi.
Los caballos de los jinetes usbecks estaban desensillados y podía, por tanto, tomar una cierta ventaja sobre sus perseguidores; pero no podían tardar mucho en lanzarse tras sus pasos. Efectivamente, menos de dos minutos después de haber abandonado el bosquecillo, oyó el galope de varios caballos que, poco a poco, iban ganando terreno.
La luz del alba comenzaba a clarear el día y los objetos se hacían visibles en un radio mayor.
Miguel Strogoff, volviendo la cabeza, se apercibió que un jinete se le iba acercando rápidamente.
Se trataba del
deh-baschi
. Este oficial, contando con un magnífico caballo, iba a la cabeza de los perseguidores y amenazaba con alcanzar al fugitivo.
Sin pararse, Miguel Strogoff dirigió hacia él su revólver y mirándole sólo un instante, con pulso seguro, apretó el gatillo.
El oficial usbeck, alcanzado en pleno pecho, rodó por el suelo.
Pero los otros jinetes le seguían de cerca y, sin prestar atención al estado del
deh-baschi
, excitados por sus propias vociferaciones, hundiendo las espuelas en los flancos de sus caballos, iban acortando poco a poco la distancia que les separaba de Miguel Strogoff.
Durante una media hora, sin embargo, el correo del Zar pudo mantenerse fuera del alcance de las armas tártaras, pero notaba que su caballo se agotaba por momentos y, a cada instante, temía que tropezara con cualquier obstáculo y cayera para no levantarse más.
El día era ya bastante claro, aunque el sol no había aparecido por encima del horizonte.
A una distancia de poco más de dos verstas, se distinguía una pálida línea bordeada por árboles bastante espaciados entre sí. Era el Obi, que discurría de sudoeste a noreste casi al mismo nivel del suelo, cuyo valle estaba formado por la misma estepa siberiana.
Los jinetes tártaros dispararon varias veces sus fusiles contra Miguel Strogoff, pero sin alcanzarle, y varias veces también el correo del Zar se vio obligado a descargar su revólver contra algunos de los jinetes que se acercaban demasiado a él. Cada vez que su revólver vomitó fuego, un usbeck rodó por el suelo, en medio de los gritos de rabia de sus compañeros.
Pero esta persecución no podía acabar más que con desventaja para Miguel Strogoff, porque su caballo estaba ya reventado.
Sin embargo, consiguió llevar a su jinete hasta la orilla del río.
Sobre el Obi, absolutamente desierto, no había una sola barca ni un transbordador que le pudiera servir para atravesar la corriente.
—¡Valor, mi buen caballo! —gritó Miguel Strogoff—. ¡Vamos! ¡Un último esfuerzo!
Y se precipitó al río, que en aquel lugar debía de tener una media versta de anchura.
Aquella corriente tan rápida era extremadamente difícil de remontar y el caballo de Miguel Strogoff no hacía pie en ninguna parte. Sin ningún punto de apoyo, no había más remedio que atravesar a nado aquellas aguas, tan rápidas como las de un torrente. Afrontarlas era, por parte de Miguel Strogoff, un verdadero alarde de valor.
Los jinetes se habían parado en la orilla, dudando en adentrarse en la corriente.
En ese momento, el
pendja-baschi
, tomando su fusil, miro con rencor al fugitivo, que se encontraba ya en medio de la corriente, y disparo contra él.
El caballo de Miguel Strogoff, herido en un flanco, se hundió bajo su dueño.
Éste no tuvo más que el tiempo justo de desembarazarse de los estribos en el mismo momento en que el pobre animal desaparecía bajo las aguas del río. Después, sumergiéndose para evitar la lluvia de balas que hendían el agua a su alrededor, consiguió llegar a la orilla derecha del río, desapareciendo entre los cañaverales que crecían en la margen del Obi.
Miguel Strogoff se encontraba ya relativamente seguro, aunque su situación continuaba siendo terrible.
Ahora que aquel valiente animal que tan fielmente le había servido acababa de encontrar la muerte entre las aguas del río, ¿cómo podría él continuar el viaje?
Tenía que proseguir a pie, sin víveres, en un país arruinado por la invasión, batido por los exploradores del Emir y encontrándose todavía a una distancia considerable del final de su viaje.
—¡Por el Cielo! —gritó, haciendo desaparecer todas las razones de desánimo que acababan de embargar su espíritu—. ¡Llegaré! ¡Dios proteja a la santa Rusia!
Miguel Strogoff se encontraba entonces fuera del alcance de los jinetes tártaros.
Éstos no se habían atrevido a perseguirle a través del río y, por tanto, debían de creer que se había ahogado porque, tras su desaparición bajo las aguas, no habían podido verle llegar a la orilla derecha del Obi.
Pero el correo del Zar, deslizándose entre los gigantescos cañaverales de la orilla, había alcanzado la parte más elevada de la margen, aunque con muchas dificultades, ya que un espeso limo depositado durante la época de los desbordamientos de las aguas la hacía poco practicable.
Una vez sobre terreno más sólido, Miguel Strogoff se paró para meditar lo que le convenía hacer.
Lo que quería, en primer lugar, era evitar la localidad de Tomsk, ocupada por los tártaros, no obstante, le era preciso llegar a algún caserío o alguna casa de postas para agenciarse algún caballo. Una vez en posesión del animal, se lanzaría fuera de los caminos controlados por las fuerzas tártaras y no volvería a recuperar la ruta de Irkutsk hasta llegar a los alrededores de Krasnoiarsk.
A partir de este punto, si se apresuraba, podía aún encontrar el camino libre y descender hacia el sudeste por las provincias del lago Balkal.
A continuación, Miguel Strogoff comenzó a buscar una orientación.
Dos verstas más adelante, siguiendo el curso del Obi, se veía una pequeña ciudad, pintorescamente elevada sobre un ligero promontorio del suelo, y algunas iglesias con cúpulas bizantinas, pintadas de verde y oro, perfilaban sus siluetas sobre el fondo gris del cielo.
Era Kolyvan, adonde iban a refugiarse durante el verano los funcionarios y empleados de Kamsk y otras ciudades, para huir del clima malsano de la Baraba.
Kolyvan, según las noticias que el correo del Zar había podido conseguir, no debía de estar aún en manos de los invasores. Las tropas tártaras, divididas en dos columnas, habíanse dirigido por la izquierda hacia Omsk y por la derecha hacia Tomsk, descuidando la parte del país que quedaba entre ambas.
El propósito, simple y lógico, de Miguel Strogoff, era llegar a Kolyvan antes que los jinetes tártaros, que, remontando la orilla izquierda del Obi, hubieran alcanzado la ciudad. Allí, pagando diez veces su valor, se procuraría nuevas ropas y un caballo y volvería sobre la ruta de Irkutsk, a través de la estepa meridional.
Eran las tres de la madrugada y los alrededores de Kolyvan, en una calma absoluta, parecían completamente abandonados.
Evidentemente, la población campesina, huyendo de los invasores, a los que no podían oponerse, habían emigrado hacia el norte, refugiándose en las provincias del Yeniseisk.
Miguel Strogoff se dirigía a paso rápido hacia Kolyvan, cuando llegaron hasta él lejanas detonaciones.
Se paró, distinguiendo netamente unos sordos ruidos que atravesaban las capas de la atmósfera y una crepitación cuyo origen no podía escapársele al correo del Zar.
—¡Son cañones! ¡Y descargas de fusilería! —se dijo—. ¿El pequeño cuerpo de ejército ruso se enfrenta ya con los tártaros? ¡Quiera el Cielo que llegue antes que ellos a Kolyvan!
Miguel Strogoff no se equivocaba.
Muy pronto se fue acentuando poco a poco el ruido de las detonaciones, y tras él, sobre la parte izquierda de Kolyvan, los vapores se condensaban por encima del horizonte; y no eran nubes de humo, sino las grandes columnas blanquecinas muy claramente perfiladas que producen las descargas de artillería.
Sobre la izquierda del Obi, los jinetes usbecks que perseguían a Miguel Strogoff se detuvieron a esperar el resultado de la batalla entre aquellas desiguales fuerzas.