Miguel Strogoff (11 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Miguel Strogoff
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Y, efectivamente, el lugar valía la pena ser contemplado con atención.

En aquel momento, el
Cáucaso
llegaba a la confluencia del Volga con el Kama y era allí donde abandonaban el gran río, después de descender su curso durante más de cuatrocientas verstas, para remontar el importante afluente a lo largo de un recorrido de cuatrocientas sesenta verstas (490 kilómetros).

En aquel lugar se mezclaban las aguas de las dos corrientes, que tenían distinta tonalidad, y el Kama prestaba desde la orilla izquierda el mismo servicio que el Oka desde la derecha cuando atravesaba Nijni-Novgorod, desinfectándolo con sus limpias aguas.

Allí se ensanchaba ampliamente el Kama, y sus orillas, llenas de bosques, eran realmente bellas. Algunas velas blancas animaban sus aguas, impregnadas de rayos solares. Las costas, pobladas de alisos, de sauces y, a trechos, de grandes encinas, cerraban el horizonte con una línea armoniosa, que la resplandeciente luz del mediodía hacía confundir con el cielo en ciertos puntos.

Pero las bellezas naturales no parecían distraer, ni por un instante, los pensamientos de la joven livoniana. No tenía más que una preocupación: finalizar el viaje; y el Kama no era más que un camino para llegar a ese final. Sus ojos brillaban extraordinariamente mirando hacia el este, como si con su mirada quisiera atravesar ese impenetrable horizonte.

Nadia había dejado su mano en la de su compañero, volviéndose de repente hacia él, para decirle:

—¿A qué distancia nos encontramos de Moscú?

—A novecientas verstas —le respondió Miguel Strogoff.

—¡Novecientas sobre siete mil! —murmuró la joven.

Unos toques de campana anunciaron a los pasajeros la hora del desayuno. Nadia siguió a Miguel Strogoff al restaurante, pero no toco siquiera los entremeses que les sirvieron aparte, consistentes en caviar, arenques cortados a trocitos y aguardiente de centeno anisado, que servían para estimular el apetito, siguiendo la costumbre de los países del norte, tanto en Rusia como en Suecia y Noruega. Nadia comió poco, como una joven pobre cuyos recursos son muy limitados y Miguel Strogoff creyó que debía contentarse con el mismo menú que iba a comer su compañera, es decir, un poco de
kulbat
, especie de pastel hecho con yemas de huevos, arroz y carne picada; lombarda rellena con caviar
[1]
y té por toda bebida.

La comida no fue, pues, ni larga ni cara y antes de veinte minutos se habían levantado ambos de la mesa, volviendo juntos a la cubierta del
Cáucaso
.

Se sentaron en la popa y Nadia, bajando la voz para no ser oída más que por él, le dijo sin más preámbulos:

—Hermano; me llamo Nadia Fedor y soy hija de un exiliado político. Mi madre murió en Riga hace apenas un mes y voy a Irkutsk para unirme a mi padre y compartir su exilio.

—También yo voy a Irkutsk —respondió Miguel Strogoff— y consideraré como un favor del cielo el dejar a Nadia Fedor, sana y salva, en manos de su padre.

—Gracias, hermano —respondió Nadia.

Miguel Strogoff le explicó entonces que él había obtenido un
podaroshna
especial para ir a Siberia y que por parte de las autoridades rusas, nada dificultaría su marcha.

Nadia no le preguntó nada más. Ella no veía más que una cosa en aquel encuentro providencial con el joven bueno y sencillo: el medio de llegar junto a su padre.

—Yo tenía —le dijo ella— un permiso que me autorizaba ir a Irkutsk; pero el decreto del gobernador de Nijni-Novgorod lo anuló y sin ti, hermano, no hubiera podido dejar la ciudad en la que me encontraste y en la cual, con toda seguridad, hubiera muerto.

—¿Y sola, Nadia, sola te aventurabas a atravesar las estepas siberianas?

—Era mi deber, hermano.

—¿Pero no sabes que el país está sublevado e invadido y queda convertido casi en infranqueable?

—Cuando dejé Riga no se tenían aún noticias de la invasión tártara —respondió la joven—. Fue en Moscú donde me puse al corriente de los acontecimientos.

—¿Y, a pesar de ello, continuaste el viaje?

—Era mi deber.

Esta frase resumía todo el valeroso carácter de la muchacha. Era su deber y Nadia no vacilaba en cumplirlo.

Después le habló de su padre. Wassili Fedor era un médico muy apreciado en Riga donde ejercía con éxito su profesión y vivía dichoso con los suyos. Pero al ser descubierta su asociación a una sociedad secreta extranjera, recibió orden de partir hacia Irkutsk y los mismos policías que le comunicaron la orden de deportación, le condujeron sin demora más allá de la frontera.

Wassili Fedor no tuvo más que el tiempo necesario para abrazar a su esposa, ya bastante enferma por entonces, y a su hija, que iba a quedar sin apoyo, y partió, llorando por los dos seres que amaba.

Desde hacía dos años, vivía en la capital de la Siberia oriental y allí, aunque casi sin provecho, había continuado ejerciendo su profesión de médico. No obstante, hubiera sido todo lo dichoso que puede ser un exiliado, si su esposa y su hija hubieran estado cerca de él. Pero la señora Fedor, ya muy debilitada, no pudo abandonar Riga; veinte meses después de la marcha de su marido, moría en brazos de su hija, a la que dejaba sola y casi sin recursos. Nadia Fedor solicitó y obtuvo fácilmente la autorización del gobernador ruso para reunirse con su padre en Irkustk y escribió al autor de sus días comunicándole su partida. Apenas tenía con qué subsistir durante el viaje, pero no dudó en emprenderlo. Ella haría lo que pudiera… y Dios haría el resto.

Mientras tanto, el
Cáucaso
remontaba la corriente del río. Llegó la noche y el aire se impregnó de un delicioso frescor. La chimenea del vapor lanzaba millares de chispas de madera de pino y el murmullo de las aguas, rotas por la quilla del barco, se mezclaba con los aullidos de los lobos que infestaban las sombras de la orilla derecha del Kama.

9
En Tarenta noche y día

Al día siguiente, 19 de julio, el
Cáucaso
llegaba al desembarcadero de Perm, última estación de su servicio por el Kama.

Este gobierno, cuya capital es Perm, es uno de los más vastos del Imperio ruso, penetrando en Siberia después de atravesar los Urales. Canteras de mármol, salinas, yacimientos de platino y de oro, minas de carbón, se explotan en gran escala en su territorio. Aunque se espera que Perm, por su situación, se convierta en una ciudad de primer orden, ahora es poco atrayente, sucia y fangosa y ofrece pocos recursos. Para aquellos que van de Rusia a Siberia, esta falta de confort les es indiferente, porque van provistos con todo lo necesario; pero aquellos que llegan de los territorios de Asia central, después de un largo y agotador viaje, agradecerían, sin duda, que la primera ciudad europea del Imperio estuviese mejor aprovisionada.

Los viajeros que llegan a Perm venden sus vehículos, más o menos deteriorados por la larga travesía a través de las planicies siberianas. Y es allí también en donde los que van de Europa a Asia compran su coche si es verano o sus trineos en invierno, antes de emprender un viaje de varios meses a través de las estepas.

Miguel Strogoff había planeado ya su programa de viaje y sólo tenía que ejecutarlo.

Existe un servicio de correos que franquea con bastante rapidez la cordillera de los Urales, pero dadas las circunstancias, este servicio estaba desorganizado. De todos modos, Miguel Strogoff, que quería hacer un viaje rápido sin depender de nadie, no hubiera tomado el correo y hubiese comprado un coche, corriendo con él de posta en posta, activando por medio de
na vodku
[2]
suplementarios el celo de los postillones que en el país eran llamados
yemschiks
.

Desgraciadamente, a causa de las medidas tomadas contra los extranjeros de origen asiático, un gran número de viajeros había abandonado ya Perm y, por consiguiente, los medios de transporte eran extremadamente escasos. Miguel Strogoff no tuvo más remedio que contentarse con lo que los demás habían desechado. En cuanto a conseguir caballos, el correo del Zar, mientras no llegase a Siberia, podía tranquilamente exhibir su
podaroshna y los
encargados de las postas le atenderían con preferencia; pero una vez fuera de la Rusia europea, no podía contar más que con el poder de los rublos.

Pero ¿en qué clase de vehículo iba a enganchar los caballos? ¿A una telega o a una tarenta?

La telega no es más que un auténtico carro descubierto, de cuatro ruedas, en cuya confección no interviene ningún otro material más que la madera. Ruedas, ejes, tornillos, caja y varas, eran de madera de los vecinos bosques y para el ajuste de las diversas piezas de que se compone la telega se emplean gruesas cuerdas. Nada más primitivo, ni más incómodo, pero también nada más fácil de reparar si se produce algún accidente en ruta, ya que los abetos son abundantes en la frontera rusa y los ejes pueden encontrarse ya cortados prácticamente en cualquier bosque. Es con telegas como se hace el correo extraordinario conocido con el nombre de
perekladnoï
, para las cuales cualquier camino es bueno, aunque a veces ocurre que se rompen las ligaduras que unen las distintas piezas y, mientras el tren trasero queda atascado en cualquier bache de la carretera, el delantero continúa adelante sobre las otras dos ruedas. Pero este resultado se considera poco satisfactorio.

Miguel Strogoff se hubiera visto obligado a viajar con una telega, si no hubiese tenido la suerte de encontrar una tarenta.

Este vehículo no es que sea el último grito del progreso de la industria carrocera; como a la telega, le faltan las ballestas; la madera, en sustitución del hierro, no escasea; pero sus cuatro ruedas, separadas ocho o nueve pies, le aseguran cierta estabilidad en aquellas carreteras llenas de baches y a menudo desniveladas. Un guardabarros protege a los viajeros del lodo del camino y una capota, que puede cerrarse herméticamente, convierte el vehículo en un agradable protector contra el riguroso calor y las borrascas violentas del verano. La tarenta es, además, tan sólida y fácil de reparar como la telega y no está tan expuesta a dejar su tren trasero en el camino.

A pesar de todo, para descubrir esta tarenta, Miguel Strogoff tuvo que buscar minuciosamente, y era probable que en toda la ciudad no hubiera otra, pero no por eso dejó de regatear el precio, por pura fórmula, para mantenerse en su papel de Nicolás Korpanoff, simple comerciante de Irkutsk.

Nadia había seguido a su compañero en esta carrera a la búsqueda de un vehículo porque, pese a que los fines de sus respectivos viajes eran diferentes, ambos tenían los mismos deseos de llegar y, por tanto, de partir de Perm. Se hubiera dicho que estaban animados por una misma voluntad.

—Hermana —dijo Miguel Strogoff—, hubiera querido encontrar para ti algún vehículo más confortable.

—¡Y me dices esto a mí, hermano, que hubiera ido a pie si hubiese sido necesario, para reunirme con mi padre!

—No dudo de tu coraje, Nadia, pero hay fatigas físicas que una mujer no puede soportar.

—Las soportaré sean cuales fueren —respondió la joven—. Y si oyes escaparse de mis labios una sola queja, déjame en el camino y sigue solo tu viaje.

Media hora más tarde, tras la presentación de su
podaroshna
, tres caballos de posta estaban enganchados a la tarenta. Estos animales, cubiertos de pelo, parecían osos levantados sobre sus patas. Eran pequeños y nerviosos, de pura raza siberiana.

El postillón los había enganchado colocando el más grande entre dos largas varas que llevaban en su extremo anterior un cerco llamado
duga
, cargado de penachos y campanillas, y los otros dos sujetos simplemente con cuerdas a los estribos de la tarenta, sin arneses, y por toda rienda unos bramantes.

Ni Miguel Strogoff ni la joven livoniana llevaban equipajes. Las exigencias de rapidez en uno y los modestos recursos en la otra les impedían cargarse de bultos. En estas condiciones esto era una gran ventaja, porque la tarenta no hubiera podido con los equipajes o con los viajeros, porque no estaba construida más que para llevar dos personas, sin contar el
yemschik
, quien tendría que sostenerse en su asiento por un milagro de equilibrio.

El
yemschik
se relevaba en cada parada. El que les tenía que conducir durante la primera etapa del viaje era siberiano, como sus caballos, y no menos peludo que ellos, con cabellos largos cortados a escuadra sobre la frente, sombrero de alas levantadas, cinturón rojo y capote con galones cruzados sobre botones en los que tenía grabada la marca imperial.

Al llegar con sus atalajes había lanzado una mirada inquisidora sobre los viajeros de la tarenta. ¡Sin equipaje! «¿Dónde diablos lo habrían puesto?», pensó, al ver su apariencia tan poco acomodada, haciendo un gesto muy significativo.

—¡Cuervos! —dijo, sin preocuparse de ser oído o no—. ¡Cuervos a seis kopeks la versta!

—¡No! ¡Águilas! —respondió Miguel Strogoff, que comprendía perfectamente el argot de los
yemschiks
— ¡Águilas, comprendes, a nueve kopeks por versta y la propina!

Les respondió un alegre restallido de látigo. El «cuervo», en el argot de los postillones rusos es el viajero tacaño o indigente, que en las paradas no paga los caballos más que a dos o tres kopeks por versta; el «águila» es el viajero que no retrocede ante los precios elevados y que da generosas propinas. Por eso el cuervo no podía tener la pretensión de volar tan rápidamente como el ave imperial.

Nadia y Miguel Strogoff ocuparon inmediatamente sus sitios en la tarenta, llevando un paquete con provisiones que ocupaba poco sitio y que les permitiría, en caso de retraso, aguantar hasta su llegada a la casa de posta, que, bajo la vigilancia del Estado, eran muy bien atendidas. Bajaron la capota para preservarse del insoportable calor y, al mediodía, la tarenta, tirada por sus tres caballos, abandonaba Perm en medio de una nube de polvo.

La manera de sostener el ritmo de las caballerías adoptada por el postillón, hubiera llamado la atención de cualquier otro viajero que, sin ser ruso o siberiano, no estuviera acostumbrado a esta forma de conducir. Efectivamente, el caballo del centro, regulador de la marcha, un poco más grande que los otros dos, sostenía imperturbablemente, cualesquiera que fuesen las irregularidades del terreno, un trote largo y de una perfecta regularidad. Los otros dos animales parecían no conocer otro tipo de marcha que el galope, meneándose con mil fantasías muy divertidas. El
yemschik
no los castigaba, únicamente los estimulaba con los restallidos de su látigo en el aire. ¡Pero qué epítetos les prodigaba cuando se comportaban como bestias dóciles y concienzudas! ¡Cuántos nombres de santos les aplicaba! El bramante que le servía de guía no le hubiera sido de mucha utilidad con animales medio fogosos, pero las palabras
na pravo
, a la derecha, y
na levo
, a la izquierda, dichas con voz gutural, producían mejores efectos que la brida o el bridón.

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