De nuevo estaban solos en el piso.
—¿Quieres descansar un poco o empezamos ya?
Alessandro, en su cama, le miró sin contestar.
—Perdón. ¿Quieres descansar un poco?
Alessandro cerró los ojos.
—Adelante entonces.
Fue una sesión dura, extenuante, como todas. Pero Alessandro la afrontó con máxima determinación. No fue necesario que Cillian recurriera a las provocaciones. El chaval no dejó de mirar en ningún instante la ventana. Cada centímetro avanzado parecía quitarle energía pero darle nueva fuerza de voluntad.
—Me estás sorprendiendo, chaval. De saber el efecto que te hacía, habría llamado a la chica todos los días. —Sonrió desde la ventana.
Alessandro ni se inmutó.
—Ahora la derecha. Tranquilo, sin prisa, concentrándote.
Alessandro apretó los dientes con fuerza. Tembló. Emitió su habitual gruñido y, dándose impulso, se acercó cinco centímetros más a su posible libertad.
Cillian se sentía en comunión absoluta con él. Luchaban por objetivos diametralmente opuestos, pero les animaba la misma motivación: huir del aburrimiento, de la angustia de su existencia. Cillian luchaba cada día por escapar a la muerte; Alessandro, por encontrarla. Cillian tenía su muerte a mano; Alessandro, a una distancia tremenda. Cillian buscaba cada día motivos para vivir; la única motivación de Alessandro era morir.
Observando los esfuerzos inhumanos del chaval para acercarse a la muerte, Cillian pensó que Alessandro era la persona que más se le parecía, por su determinación y su vínculo con el suicidio.
«Si él no se rinde, yo tampoco», se dijo mirando la sangre que brotaba otra vez del labio martirizado de Alessandro.
Un gruñido animal. En un acceso de rabia y fuerza, dio tres pasos seguidos. Torpes, patéticos, pero hacia delante. Hacia la ventana. Superó la marca que constituía su mejor actuación hasta el momento.
—¡Eres un fenómeno! —exclamó Cillian, orgulloso.
Alessandro tenía una mirada salvaje. No parecía dispuesto a descansar. Concentró la fuerza en su pierna izquierda sin que Cillian le animara a hacerlo. Empujó, gruñó, y dio otro pequeño paso hacia delante. De inmediato, se quedó sin fuerza y se desplomó como un peso muerto.
Corrió a socorrerle. El chaval, con la boca y la barbilla manchadas de sangre, prácticamente sin aliento, tenía una ligera sonrisa en la cara. Su mirada salvaje seguía fija en la ventana.
Cillian le llevó a la cama.
—Por hoy es suficiente. —Le miró a los ojos—. Lo vas a conseguir, chico. —Y lo pensaba de verdad.
Le cambió la camiseta, manchada de sangre y de sudor, el pantalón del pijama, y le aseó con una toalla húmeda. Sentía un respeto profundo por ese chico y percibió que Alessandro lo sabía. Pensó que seguramente ese día había sido para el chaval el mejor de los últimos años.
Y entonces sonó su móvil. El corazón se le aceleró. En el display apareció el nombre de Clara. Sin necesidad de que dijera nada, le pareció que Alessandro se había dado cuenta de quién se trataba. Intercambiaron una mirada de duda. ¿A qué venía esa llamada un domingo por la tarde?
Dejó que el teléfono sonara un par de veces más.
—¿Sí?
—Hola, Cillian, soy Clara. ¿Te molesto?
—No... no... diga.
—Siento llamarte en tu día de descanso, de verdad, pero... quería comentarte que, si está todo en orden, volveré hoy...
La situación se precipitaba.
—¿Hoy? —el tono de Cillian dejaba intuir que la idea no le entusiasmaba.
—Sí. ¿Algún problema?
—Es que... me había dicho que volvía mañana y aún no he recogido los plásticos... todo está en desorden... no tuve tiempo de...
—Me da igual, de verdad. Es que... —se rió— en casa de mi madre no aguanto más. Con que en la mía no haya bichos ni veneno, me conformo.
Cillian se percató de la mirada de Alessandro. Una mirada severa, seria. Le exigía que fuera responsable. Le decía que no tuviese miedo. Que se enfrentara a su gran día sin buscar excusas.
—¿Cillian? ¿Estás ahí, Cillian?
Con esa mirada le decía que dejara de preocuparse, que estaba preparado. Él tenía la gran suerte de hallarse enfrente de su ventana personal. Había llegado el momento de dar el paso más valiente.
—¿Cillian?
El portero asintió con la cabeza. Alessandro tenía razón. «Siempre adelante, sin miedo ninguno.»
—Cillian, ¿me oyes?
—Sí, estoy aquí. Tranquila, vuelva hoy. Lo encontrará todo en orden.
—¡Qué bien! Llegaré en un par de horas. Pasaré a verte así arreglaremos lo de tus servicios.
—Esta noche estaré fuera, señorita King —dijo con voz firme—. Hablaremos tranquilamente mañana, no se preocupe.
—Hasta mañana entonces.
Cillian colgó. Permanecieron unos instantes mirándose. Percibió una sana envidia en los ojos de Alessandro. Cillian ya estaba cerca, muy cerca de su meta.
—Tu ventana tampoco está muy lejos.
Alessandro levantó el labio superior. Esa tarde también él lo creía así.
—Es posible que..., si todo va como debe, ésta sea la última vez que nos veamos. Lo entiendes, ¿verdad?
Alessandro volvió a levantar el labio superior.
—En ese caso tendrás que seguir solo. Pero yo sé que puedes hacerlo.
Alessandro le guiñó el ojo y después recurrió a su especie de sonrisa.
—Falta una hora para que lleguen tus padres...
Alessandro intuyó la pregunta de Cillian y anticipó su respuesta. Miró la puerta de su dormitorio. Le daba permiso para salir. Ya. Inmediatamente.
—Necesito prepararlo todo.
Le estrechó la mano, con vigor. La mano de Alessandro, inerte como una hoja muerta, se apretó tenuemente contra la del portero. Estaban de acuerdo.
—Espero que beses la acera pronto. —Ésa fue su despedida.
Se marchó a las 17.30. Alessandro se quedó solo en casa. Cillian se fue directo a su estudio para los últimos preparativos.
En su estudio, se dio una ducha rápida para despejarse. La sensación del chorro de agua caliente sobre su piel le transportaba a ese momento de subidón, al inicio de cada día, que seguía a la superación de la ruleta rusa en la azotea. Un tibio intento de engañar —por una vez invirtiendo los papeles— a su subconsciente recreando una situación sensorial positiva.
Tenía tiempo de sobra, pero se secó deprisa, impaciente. Aún con la toalla alrededor de su cuerpo, preparó la bolsa de deporte.
Como en el carrito de la compra del supermercado, fue de los objetos más pesados a los más ligeros. De la caja de herramientas cogió un martillo, dos gruesas tenazas y una pequeña sierra para madera. Del cajón de la cocina, un estilete de carnicero que estaba en el estudio antes de que él entrase a vivir; posiblemente era propiedad de su predecesor. Del armario donde guardaba los productos de limpieza, el bote de ácido desatascador que ya había utilizado con eficacia un par de veces. De nuevo de la caja de herramientas, un rollo de cinta americana, una cuerda y una cajita con clavos. De la última remesa de la farmacia, tres jeringuillas de cristal, sin usar. Del costurero, unas tijeras y —esto se le ocurrió en el momento de coger las tijeras— una cajita de plástico con doce alfileres y agujas de distintos tamaños. Y, por último, su libreta negra y un bolígrafo.
Repasó la lista de las cosas que iba a necesitar esa noche y que había apuntado en su libreta negra, junto con las ideas de cómo iba a utilizarlas. No había olvidado nada. Cerró la bolsa y miró el reloj. Las 18.40. Faltaba más de una hora para el regreso de Clara, pero quería que le sobrara tiempo, para evitar sorpresas.
Se pasó con generosidad el desodorante por todo el cuerpo y se vistió. Optó por ropa cómoda, que le permitiera la mayor libertad de movimientos posible. Eligió un chándal que no había utilizado nunca. Uno de los tantos regalos malogrados de su madre. Los colores, rojo y amarillo, eran llamativos, exageradamente llamativos. No es que a Cillian le importara demasiado su aspecto, pero pensaba que para todo había un límite: nunca se habría puesto algo así para salir a la calle.
Sin embargo, en ese momento la esencia era más importante que la estética, y ese atuendo cumplía con la necesidad. Además, acabar su vida vestido con ese regalo haría el dolor de su madre un poco más intenso.
Antes de salir, dejó el estudio perfectamente ordenado. Eso era lo que le habían enseñado de pequeño, que cuando uno se iba de casa por mucho tiempo, debía dejarlo todo muy bien recogido. Y esa filosofía le había acompañando desde entonces. Cerró la llave del gas y la del agua. Toda su ropa estaba guardada en una maleta grande. Finalmente cerró la puerta con doble vuelta de llave.
En el vestíbulo, pasó por la garita para comprobar que todo estaba en orden también allí. En el cajón de la mesa sólo había la cajita donde guardaba los objetos «perdidos». Debido a la limpieza que había hecho recientemente, dentro no había más que un par de cartas para el señor Samuelson.
Se llevó las cartas; todo debía quedar impoluto. Su reemplazante lo tendría la mar de fácil para instalarse en el estudio y tomar posesión de la garita.
Llegó a la octava planta a las 18.55. Las herramientas metálicas chocaron con fragor contra el falso mármol cuando Cillian dejó la bolsa en el suelo para abrir la puerta del apartamento. Y cinco segundos después no se sorprendió al oír otra puerta que se abría a su espalda. Ursula le miraba intrigada.
—¿Has ido al gimnasio?
—¿Cómo lo has sabido?
—Bonito chándal... sobre todo discreto.
—¿Algo más?
—Hoy es domingo. No trabajas. ¿Qué haces aquí?
Cillian no le hizo caso. Metió la llave en la cerradura y abrió.
—Oye, te estoy hablando. ¿Estás sordo?
Cillian se giró hacia ella, rabioso.
—¡Cállate y desaparece de mi vista, niña de los cojones! ¿No tienes nada mejor que hacer que estar todo el día pendiente de lo que hago?
A Ursula le sorprendió el inesperado tono agresivo del portero. Pero volvió a la carga al instante.
—¿Se puede saber qué haces en el piso de Clara a estas horas?
Estuvo a punto de contestar, pero una sombra que apareció detrás de Ursula le detuvo. El padre de la niña se asomó a la puerta.
—¿Qué ocurre aquí? —El hombre miró interrogante a su hija y luego al portero.
—Le decía a Ursula que tengo que acabar la fumigación del 8A... Pero la plaga está controlada, no se preocupe. —El hombre seguía mirándole, no parecía satisfecho por la respuesta. Cillian intentó desviar su atención—: Ustedes no han tenido problemas, ¿verdad?
—No, nosotros no. Pero ¿por qué estaba gritando a mi hija? —preguntó el padre, suspicaz.
Cillian puso cara de extrañeza, como si allí no hubiera gritado nadie. Siguió un silencio incómodo. El hombre le miraba. Cillian intentaba sostenerle la mirada sin parecer maleducado.
—Le he pedido que me deje ver cómo fumiga a los insectos, pero él no quiere. —Ursula, en su extraño juego con Cillian, le había echado un oportuno cable—. Dice que es peligroso. Me he puesto un poco pesada y... me ha regañado.
El portero aprovechó la coartada.
—Ya te lo he dicho: es por el veneno, cariño, no por otra cosa. De hecho, yo tengo que llevar una mascarilla.
Silencio de nuevo. Esta vez Cillian y Ursula quedaron a la espera de la reacción del padre, de si su historia había colado. El hombre seguía callado, pero la expresión de suspicacia estaba evolucionando a un semblante de confusión. La respuesta tenía sentido, pero ahí había algo que no encajaba.
Cillian rompió el momento.
—No duden en llamarme si ven algún insecto, por pequeño que sea... Mejor prevenir que curar.
—Descuida —dijo Ursula al tiempo que se metía en su apartamento—, sabemos dónde encontrarte.
La niña desapareció dentro de la casa. El padre, desconcertado aún por esa conversación, seguía mirando al portero. Cillian lo saludó con un movimiento de la cabeza y se metió en el piso de Clara; dejó al hombre solo, con sus dudas.
El portero se quedó apoyado en la puerta hasta que oyó que al otro lado la del 8B se cerraba. Pegó el ojo a la mirilla. El pasillo volvía a estar desierto.
—Espero que esa niña no lo joda todo —se susurró a sí mismo para exorcizar su último temor: la posibilidad de que Ursula se quedara pegada a la mirilla y que, al no verle salir, interceptara a Clara a su llegada. Pero, tras analizar los hechos, pensó que el juego de Ursula iba con él y sólo con él. Esa niña de los cojones no avisaría a Clara porque de ese modo perdería la posibilidad de chantajearle a él más tarde. Se tranquilizó. Su peor enemigo le tenía demasiada manía para delatarle.
El piso estaba en perfecto estado. Limpio, ordenado, aséptico. «Te vas a llevar a una grata sorpresa cuando lo veas.»
Cillian fue directo al dormitorio; esta vez no se quitó los zapatos. Se puso manos a la obra sin rodeos. Sacó la cuerda y las tijeras de costura. Se tumbó en la cama, boca arriba, y abrió los brazos y las piernas para medir los trozos de cuerda que necesitaría para atar los pies y las manos de Clara a las patas de la cama. La chica era unos diez centímetros más baja que él, pero prefirió pecar de largo.
Cortó los cuatro trozos y guardó la cuerda sobrante en la bolsa de deporte. Preparó un nudo corredizo en los extremos de cada tramo de cuerda para facilitar la tarea más adelante, cuando la situación no sería tan tranquila.
Comprobó el nudo con su pie izquierdo. Un extremo de la cuerda en la pata y el otro extremo alrededor de su tobillo. Forcejeó: la cuerda y la pata de la cama aguantarían sin problemas cualquier intento de Clara de liberarse.
Consideró la opción de atarla boca abajo, pero finalmente volvió a su plan original. Quería verle la cara. Quería ver cómo esa sonrisa se borraba para siempre de su rostro.
Cogió la cinta adhesiva y midió la cantidad que necesitaría para taparle la boca de oreja a oreja. En un lado de la cinta, hizo un corte de un centímetro para que fuera fácil arrancar el trozo entero en el momento oportuno.
Faltaban las herramientas. Las sacó una a una de la bolsa y las puso, ordenadamente, debajo de la cama. Desde la más pesada, el martillo, hasta la más ligera, las agujas.
No tenía un plan definido. Sabía para qué servía cada objeto y había apuntado ideas sueltas en su libreta. Una vez Clara estuviera inmovilizada en la cama, improvisaría la tortura.