Mi amado míster B. (18 page)

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Authors: Luis Corbacho

BOOK: Mi amado míster B.
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—No sé, nunca se me ocurrió escribir ficción. Además, no tengo tiempo, estoy todo el día trabajando.

—Tal vez deberías dejar la revista, aunque sea por un tiempo, para probar. Yo a tu edad dejé la tele y me fui a Madrid a escribir mi primera novela.

—¿Estás loco que voy a dejar
Soho?
¿Sabés cuántos querrían estar en mi lugar? ¿Cuántos periodistuchos argentinos darían cualquier cosa por ser editores de esa revista? No, ni hablar. Aparte, si no trabajo estoy frito, ¿de qué voy a vivir? ¿Sabés lo que cuesta hoy en Buenos Aires conseguir otro laburo como el mío?

—Yo te puedo ayudar si me dejas —dijo dándose vuelta para evitar el viento en la cara.

—¿En qué me vas a ayudar? —pregunté incrédulo.

—Escúchame bien, deja que termine. A ver, te propongo lo siguiente: si tú quieres, en un tiempo, puedes renunciar a la revista, que para mi es un trabajo que ya te queda chico, y te vienes seis meses a Miami sin pensar en la plata, sin ningún tipo de preocupación económica. Te vienes aquí, te quedas en mi casa y yo te pongo un estudio con una computadora y te obligo a escribir como mínimo cuatro horas diarias.

—¿Y qué se supone que escribiría? —dije fingiendo desconfianza, pero feliz con la oferta.

—No sé, lo que te salga de los cojones. Tienes muchas cosas para contar, todas esas historias familiares, ese tiempo que estuviste en el Opus Dei... qué se yo, te aseguro que te sobran los temas.

No podía creer que hubiésemos llegado hasta ese punto. Felipe me había propuesto, aunque fuera por un tiempo, vivir con él, en su casa. Era como si me estuviera dando un anillo de compromiso, como si hablara con mis padres para pedirles mi mano... Era too much. Pero en cierto punto todo parecía irreal: Felipe siempre hablaba de más para complacerme, para verme feliz, como cuando me invitó a Lima y después se arrepintió, o cuando me dijo que viniera a Miami para después mandarme ese mail de mierda. No podía confiar en él, no todavía.

—Me emociona mucho lo que me decís, me siento súper halagado —dije en repuesta a su ofrecimiento—. Pero yo en Buenos Aires estoy muy bien, llevo una vida cómoda, y acá, no sé, ¿qué voy a hacer acá? No conozco a nadie, no tengo plata ahorrada, y para trabajar de camarero me quedo allá, ¿no te parece?

—Tienes razón, no voy a tratar de convencerte, pero es importante que sepas que la propuesta seguirá estando en pie, y que siempre vas a contar conmigo.

—Gracias, mi amor, te amo —dije abrazándolo.

—Nosotros no somos novios, esas cosas pasan rápido, se diluyen. Tú eres mi amigo, mi hermano —me dijo al oído—. Eres mi hermano —repitió mirándome a los ojos—, no lo olvides nunca.

Esas palabras me llegaron directo al corazón, como las puñaladas que me clavó aquella noche en Lima. Lloré en su hombro, pero esta vez no derramé lágrimas de dolor, sino de alegría, de emoción, porque nunca nadie, ni siquiera mi mamá, me había hecho sentir tan especial.

Finalmente llegó el indeseado día de la despedida. Felipe me llevó al aeropuerto y se aseguró de que no hubiera problemas con mi vuelo. Llevaba puesto su traje de la tele, porque de ahí se iba directo al canal, y unos anteojos oscuros, aunque ya era casi de noche. Mi pulgoso ticket turista de Aerolíneas Argentinas nos obligó a ubicarnos al final de una fila larguísima para despachar el equipaje. El momento no pudo ser más desagradable. Todo el mundo se acercaba a hablar con Felipe y pedirle autógrafos, y él trataba de disimular la cara de orto y el pánico de pescarse alguna enfermedad en ese caldo de cultivo de gérmenes. En la cola de Aerolíneas estaban los integrantes del grupo bailantero Ráfaga, el Tula (ese que tocaba el bombo en los actos de Menem, que vaya a saber uno cómo consiguió la guita para viajar a Miami), varias familias llenas de pendejos molestos que no paraban de gritar y quejarse, y una cosi-derable troupe de camareros, lavacopas o bellboys que volvían derrotados a Buenos Aires luego de haber fracasado en su intento de hacer realidad el tan ansiado «american dream». Yo era uno más en esa horda de subnormales, y mientras esperaba mi turno sufría sabiendo que debería compartir ocho horas, si no nueve, en aquella lata de sardinas mugrosa, sentado entre todo ese gentío y sin un puto espacio para estirar las piernas.

Con la valija ya despachada y el boarding pass en mano, llegó el momento del adiós. Felipe llegaba tarde al canal, y el programa era en vivo. Nuestro tiempo había terminado. Con toda esa chusma alrededor era imposible despedirnos como correspondía, así que lo acompañé hasta el estacionamiento y nos metimos en el auto.

—Te voy a extrañar —le dije con los ojos ya colorados.

—Yo también, mi amor, no sabes cuánto —dijo acariciándome la espalda—. ¿Has estado contento?

—Mucho —respondí entre lágrimas.

—No llores, mi niño, te prometo que nos vamos a ver pronto.

—Sí —dije, sabiendo que ese «pronto» no tenía fecha, sufriendo porque me esperaba al menos otro mes de soledad en Buenos Aires.

Lo abracé fuerte, lo besé con pasión y sentí cómo lo perdía, cómo se me iba de las manos. Él no lloró, no derramó ni una lágrima. Simplemente me miró a los ojos y, con toda su ternura, alcanzó a decir:

—Te amo. Te esperé toda mi vida. Nunca había tenido un boyfriend, gracias por hacerme tan feliz —y me abrió la puerta para salir.

Diecinueve

Buenos Aires siempre me recibe con cara de traste. Ezeiza, las horribles colas de inmigración, los tacheros ladrones peleándose por llevarme, las autopistas atascadas, el tráfico, la ciudad llena de gente que protesta por algo, el aire gris... Mis regresos suelen ser deprimentes, aunque tenga ganas de ver a los amigos y a la familia, contarles de mis viajes, inventarles historias sobre mis aventuras por el mundo, darles algún regalo. No sé por qué, pero el simple hecho de pisar suelo argentino ya me pone un poquito tristón. Debe ser que en ese momento confirmo mi condición de sudaca condenado al tercer mundo. Al llegar a San Isidro las cosas mejoran, lo gris se transforma en verde y la nostalgia porteña que tanto me agobia en el camino a casa se diluye entre la gente brillante y feliz de mi suburbio.

Ese día entré a casa a las nueve de la mañana, cansado, de mal humor, pero con muchas ganas de abrazar a mamá, que ni bien me vio entrar corrió a saludarme.

—¡Mi bebé! ¡No sabía que llegabas tan temprano! —dijo dándome un beso en la mejilla.

—¿Qué hacés, mami?

—¿Por qué no me avisaste la hora, así te íbamos a buscar?

—No, todo bien —dije tirándome en el sillón del living

—¡Nancy, traele el desayuno a Martín! —se apuró a ordenar.

—¡Sí, señora! Hola, Martín, ¿cómo te fue?

—Bien, Nancy, bien, gracias. Me traes un par de aspirinas, ¿please?

—A la orden.

—¡Ay! Te duele la cabeza, ¿será del hígado o de las cervicales? Hoy viene Lidia, la masajista, si querés...

—No, mamá, estoy bien, dejá —interrumpí, ya saciado de la cuota necesaria de afecto maternal.

—¡Bueno, qué humor! Contame, ¿cómo estuvo todo?

—Bárbaro, la verdad que salió todo perfecto. No sabés lo que eran las playas de Honduras, un paraíso, como en las fotos...

—Claro, yo sé, ¿no te acordás cuando me fui con las chicas a Cancún? —se apuró a comentar.

—Sí, ya me lo contaste cien veces. Bueno, eso, la arena blanca, el agua celeste, increíble. Después fui a unas ruinas mayas, también como las que viste en México.

—¿Mirá que buen viaje te ligaste? Y yo que pensé que en ese país de cuarta no había nada... ¿Y Miami, te gustó Miami?

—Sí, está bueno, pero no es gran cosa.

—¿Viste? Lo mismo digo yo, es súper ordinario. Cuando estuve de paso por ahí no encontré ni una persona bien, ¡un desastre!

—¡Ay, mamá, vos todo lo mandás para ese lado! Si no me copó tanto es porque la ciudad en sí me pareció fea: la arquitectura, el clima, el estilo de vida, no sé, es lo menos europeo que te puedas imaginar.

—Por eso te digo que es ordinario...

—Bueno, sí, en eso tenés razón.

—Y me decías que esa parte del viaje la hiciste solo...

—Sí, el fotógrafo y la productora hicieron conmigo la parte de Honduras, que es la más turística. A Miami sólo fui para hacer un par de reportajes —mentí.

—Ah, mira vos, ¿a quién?

—Acá le dejo el desayuno —dijo la mucama.

—Ah, gracias Nancy. Ay, mamá, no sabés cómo extrañaba este café —dije para cambiar de tema—. ¡Viste que allá es un asco!

—Sí, para mí todo lo yanqui es ordinario, puro plástico. Bueno, qué me decías... ¡Ah! Entonces te quedaste solo en Miami, ¿y te dieron un buen hotel?

Para mi suerte, su principio de Alzheimer le impidió retomar la pregunta anterior.

—Sí, conseguimos un canje divino, en un cinco estrellas —seguí inventando.

—¡Qué bien! Lástima que te tocó ir solo, yo sola no viajo ni loca.

—Sí, una pena. Bueno, me voy a bañar, en un rato tengo que salir para la revis.

—¿Pero por qué no te tomás el día?, debes estar muerto. Dale, decí que se retrasó el vuelo y nos vamos juntos a almorzar al club, ¿no te parece?

—¡No, mamá, estás loca! Vengo de viajar dos semanas, ¿como se te ocurre? —dije yéndome para el baño.

—¡Ah, pará, no te vayas todavía, que me acabo de acordar una cosa!

—¿Qué? ¿¡No me lo podés decir después!?

—No, vení, sentate —me ordenó.

—¡Qué densa te ponés!

—Escucháme, cuando volvíamos con tu padre de dejarte en el aeropuerto llamó a tu celular Felipe Brown, ese payaso que aparece en la televisión. ¿Sabés de quién te hablo?

—Sí, claro —respondí con el corazón a punto de estallar—. ¿Y cómo sabías que era él?

—Porque pidió hablar con vos, y yo dije de parte de quien, y me dio su nombre, y me preguntó si ya había salido tu avión... ¿Me querés decir que hace ese tipo llamando a tu celular?

—No sé, ni idea, le habrán dado mi número en la revis —dije nervioso, otra vez mintiendo.

—¿Y cómo sabía que viajabas?

—Le conté por mail que iba a Miami, que tal vez nos podíamos ver allá, no sé... son contactos de laburo, mamá.

—¿Y lo viste?

—No.

—Ah, qué alivio, porque ese tipo es un degenerado. ¿Sabías que anda diciendo que es bisexual?

—¡Claro, mamá, si yo lo entrevisté! —contesté perdiendo la paciencia—. ¿Cuál es tu problema?

—No, nada, que me preocupo por vos. Seguramente ese tipo te vio tan joven, tan fino, tan educado, que andá a saber lo que se le pasó por la cabeza... Tal vez pensó que vos también eras maricón —dijo en voz baja, como con vergüenza.

Me levanté, la miré a los ojos y sentí ganas de largarle todo de una vez. Pero no pude.

—Ay, mamá, no digas gansadas. Se ve que tenés mucho tiempo libre, mucha imaginación. Mejor me voy a bañar, que ya se me hace tarde.

En la ducha me arrepentí de haber dicho tantas mentiras. Vivir en esa casa me hacía sentir vigilado, observado por el resto de la familia. Las conversaciones telefónicas con Felipe siempre eran en voz baja; los mails, secretos; los viajes, inventados; sus fotos, escondidas. No podía tener un novio y seguir compartiendo el techo con papá y mamá. O les decía la verdad, o me iba. ¿Y si se enteraban de cómo eran realmente las cosas, me dejarían seguir viviendo con ellos, como si fuera lo más normal del mundo? Quién sabe, en tiempos de destape gay todo podía ser. Lo único cierto era que mis mentiras tenían patas cortas. ¿Cuánto más iban a durar?

Veinte

La noche siguiente a mi regreso era la última fiesta del año de la revista. El dueño nos aseguró que iba a tirar la casa por la ventana, que todo Buenos Aires hablaría de este evento. Yo, feliz con la noticia, tenía mil cosas para hacer ese día, menos trabajar. A las tres en punto llegué al Club Creativo, la peluquería de los peinados locos, y mi amigo Maxi, el dueño, me hizo un corte rarísimo que incluyó flequillo en diagonal y cresta al estilo Beckham. Salí chocho con mi nuevo look. Después caminé por Santa Fe hasta la galería Quinta Avenida, meca de los diseñadores alternativos porteños. Necesitaba una camisa rara y sexy, original, que no la tuviera nadie, pero a la vez sofisticada, nada de mamarrachos vanguardistas que crucen la delgada línea entre lo extravagante y lo kitsch/ridículo. Los chicos de Primal, dos amigos diseñadores que además de socios eran pareja, dieron en el clavo. Compré una camisita de manga corta, un poco entallada, de una tela liviana medio algodón medio seda, y con un estampado súper loco de estrellitas que recorrían toda la gama de violetas y azules, desde el lila hasta el celeste. Listo, me pongo esto arriba y el jean de Gap medio gastado abajo, pensé mientras pagaba con un veinte por ciento de descuento y les dejaba un par de invitaciones a mis vestuaristas estrella. «Chau, chicos, los veo esta noche», dije, y salí apurado para San Isidro.

«Why you have to go and made things so complicated?», gritaba mi nueva ídola teen Avril Lavigne en la radio y yo, mientras me arreglaba feliz para la fiesta, tuve un lapsus de nostalgia por mi amor lejano, mi Felipito, porque las cosas se ponían cada vez más complicadas. Sus mails ya no me alcanzaban. Sus llamadas diarias sólo me hacían recordar lo mucho que lo extrañaba, y lo peor de todo es que no estaba seguro de cuándo volvería a verlo. Mi divagaciones melancólicas se vieron interrumpidas por el celular. Era mi consejera sexual.

—¡Lola!

—Hola, mi amor, ¿qué contás?

—Nada, pensando en mi chico, no sabés cómo lo extraño...

—Me imagino. Bueno, muy romántico lo tuyo, pero hoy tenemos fiesta y tu noviecito está muy lejos, así que él se lo pierde. ¿Ya estás listo?

—Casi, en media hora te paso a buscar, ¿te parece?

—Me re parece, no tardes, ¡bye!

—Chau.

Ok, Lola tiene razón, Felipe está muy lejos y hoy es mi noche, pensé, y terminé de calzarme el jean recién lavado y almidonado para que me quedase más ajustadito.

Cuando llegamos a Mint, la disco donde se hacía la fiesta, había una larga fila de gente esperando para entrar. Lola y yo, el editor y la colaboradora estrella de la revista, nos plantamos en la puerta, saludamos a los RR.PP. y pasamos de lo más vips, sin hacer cola ni tolerar un segundo de espera. La variopinta fauna de invitados estaba compuesta por modelos, productoras, fotógrafos, periodistas, diseñadores, actrices, actores, músicos, cantantes y gente del ambiente que nadie tenía muy claro a qué se dedicaba pero jamás se perdía un evento. Todos estaban ahí con su copa en la mano, tomando, riendo, mostrando, mirando.

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