Mi amado míster B. (16 page)

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Authors: Luis Corbacho

BOOK: Mi amado míster B.
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—Do you have some coins, please? —le pedí con mi vocecita más amable a la cajera, un clon de Queen Latifa, que me miraba con cara de pocos amigos. No dijo nada, mantuvo la cara de orto, agarró el dólar de mi mano y me lo cambió por cuatro monedas de veinticinco centavos que sacó del vaso de las propinas. «Thanks», le dije y caminé hasta el teléfono tratando de no derramar el café.

—Felipe Brown. Please, leave a message after the tone —dijo la maldita grabadora.

—Felipe, soy yo, Martín, estoy acá, en el aeropuerto de Miami. Ya son casi las nueve... bueno, me voy a quedar, si podés vení.

Ok, si no viene, mala suerte, pensé, aunque todavía me quedaban cinco horas de espera... No hice nada. Nada importante, quiero decir, nada como tomarme un taxi a la casa de Felipe, pasar unas horas en la playa o irme a un shopping. ¿Cómo iba a salir del aeropuerto, con mi valija grandota, sin saber a dónde ir, corriendo el riesgo de perder el vuelo a Honduras? No, ni hablar. Me quedé caminando de un lado a otro entre tiendas y cafeterías. Por suerte, encontré una librería llena de revistas y me acomodé feliz a leer
Vogue, Vanity Fair, In Style, GQ
y
Rolling Stone.
Un paraíso editorial, ¿qué más podía pedir? Sí, claro, que aparezca el boludo que me dejó pagando, plantado como un árbol y sin saber qué hacer.

Mientras mi cabeza puteaba a Felipe una y otra vez, me encontré con su foto en la tapa de Mira, un pasquín chismoso de cuarta, hecho para hispanos semi analfabetos, que decía: «Felipe Brown niega su relación con el actor Sebastián Álvarez». Cómo puede caer tan bajo, pensé, y lo odié un poquito más. Mientras leía esa nota basura, escuché mi nombre en el altoparlante: pedían que me presentase de inmediato en información. Agarré el carrito con la valija y corrí lo más rápido que pude. Finalmente llegué, y ahí estaba él, con su campera de cuero negra, anteojos oscuros y una cara de cansado que se le notaba a diez cuadras.

—Mi amor, perdóname por llegar tarde —me dijo al oído, después del abrazo.

—No, todo bien, perdóname vos por hacerte venir a esta hora —dije todo suavecito, dejando atrás a la fiera que hace un instante lo estaba maldiciendo.

—Lo siento, escuché tu mensaje y me preocupé, vine lo más rápido que pude. ¿Cómo estas? ¿Qué tal el vuelo?

—Bien, un poco cansado como verás, pero bien, feliz de verte —dije conteniendo las ganas de besarlo.

—Yo también, lindo. ¿Qué quieres hacer? ¿Cuánto tiempo tienes?

—Cuatro horas —dije mirando el reloj.

Se quedó pensando.

—Ya sé, aquí en el aeropuerto hay un hotelito. Podemos ir a echarnos un rato, ¿te parece?

—Dale, que estoy muerto.

De nuevo la incomodidad de pedir un cuarto matrimonial. Otra vez las miradas, los comentarios del personal que saludaba a Felipe por haberlo visto en la tele y se preguntaba quién era yo, de dónde había salido. Subimos a la habitación, que parecía un telo de la Panamericana, un motel de mala muerte, con las paredes color rosa pastel y las cortinas y el cubrecamas estampados con miles de florcitas rococó, un asco. Pero la decoración era lo de menos. Lo de más fue que nos besamos con pasión, como en cada reencuentro, y previo paso por la ducha (no olvidar que venía de nueve horas de vuelo), nos acostamos a disfrutar de una siesta erótica que sólo incluyó blow jobs, lots of hugs and many kisses.

—¿No te preocupó que no hayamos usado protección en Lima? —le pregunté una vez terminada la acción.

Felipe se quedó pensando su respuesta.

—No, a mí no, ¿a ti?

—Bueno, en el momento no, pero después sí.

—Yo renové mi seguro médico hace unos meses, justo antes de conocerte. Me hice la prueba y estaba limpio. Después de eso sólo me acosté contigo —se defendió.

—Pero la noche anterior a conocerme te garchaste a la puta esa de La Paternal, no pretendas borrarlo de tu expediente.

—Sí, pero con condón, ¿qué crees?

—¿Y no te preocupa que yo no esté limpio?

—No, te conozco, sé que no has tenido sexo con otros hombres, confío en ti. Lo único que te pido es que seas sincero, que si te acuestas con alguien me lo digas, ¿ya?

—Obvio, eso está clarísimo.

—Cuando vuelvas a Miami te muestro mis análisis, para que te quedes más tranquilo.

—Bueno, antes de viajar yo también me hice los análisis en Buenos Aires, porque me quedé un poco paranoico. Si querés te los muestro cuando estemos allá.

—A mí no me hace falta, ya te dije que confío en ti.

Sentí culpa.

—¿No te molesta que no haya confiado en vos?

—Solo me molestaría que me dijeras que no me quieres —contestó dándome besitos en el cuello—. Vamos, dime que me quieres.

—Te amo —dije sin dudar.

—Yo también te amo —dijo, y me derritió el corazón.

Luego de un par de horitas de sueño volvimos a decirnos «te amo» una y otra vez y ultimamos los detalles para vernos en una semana. Ya en el counter de SolAir, la aerolínea hondureña, me siguió mimando y cambió mi bochornoso ticket de turista por uno first class. «Chau mi niño, te espero en una semana», susurró en mi oído y me vio partir, triste por dejarlo, pero ansioso por conocer esas islas caribeñas de las que tanto me habían hablado.

«Esto es el paraíso», me dije al tocar con mis pies descalzos la arena fina y suavísima que descansaba en las playas de Roatán, una isla hondureña cercana a Belice. «No puedo creer haber llegado hasta acá, esto es too much: la arena blanca, como en las fotos, y el agua turquesa, súper cristalina, y las palmeras, los cocos... No, de acá me sacan a patadas, me arrastran a empujones. Voy a buscar la cámara, así cuando llego a Buenos Aires todos se mueren de la envidia en sus oficinas pulgosas». Corrí al cuarto, que estaba frente al mar, y busqué la cámara. Me fotografié desde todos los ángulos posibles; los pies, la cara, las manos, siempre procurando que se apreciara el agua transparente y la arena blanca. Cuando pasó la euforia inicial, me acordé de Felipe y pensé que no era lo mejor estar solo en ese lugar paradisíaco sin poder compartirlo con él. Me quedé con la mirada perdida en el mar, un poco tristón de ver a todas esas parejitas de luna de miel besándose una y otra vez, tocándose entre las aguas, corriendo a la habitación como gatos en celo.

Estuve así tres días, entrevistando a instructores de buceo, chefs, barmans, gente de la isla y todo el personal encargado de que los turistas se sientan como reyes. Tanto relax llegó a desesperarme, sobre todo porque el minuto de teléfono costaba veinte dólares y el hotel no tenía bussiness center (claro, si se supone que era para escapar del estrés), cosa que me dejaba absolutamente desconectado de Internet y de Felipe.

El último día se me hizo eterno: ya estaba harto del sol, de la playa, de tanta heterosexualidad pornográfica (¿qué pasaría si dos chicos nos pusiéramos a hacer estas demostraciones de cariño en una playa pública?). Pero sobre todo estaba preocupado por no saber nada de mi boyfriend y por que él no tuviera noticias de mí. Por suerte, al día siguiente a primera hora salíamos para la Ciudad de Copán, a ver las Ruinas Mayas y retomar el contacto con la civilización.

—Éste es el hotel, en media hora los pasan a recoger para la excursión al Parque Arqueológico —dijo el guía turístico.

—¡Media hora! —protesté—. Pero acabamos de llegar, ¿no nos pueden dar un descanso?

—Lo siento, señor, ya está todo programado —se disculpó.

Antes de seguir quejándome entré al hotel, harto de estos guías imbéciles que te programan la vida, y me apuré para hacer el check in antes que mis compañeros. Enseguida pregunté si había Internet, y el boludo de recepción, que hablaba a dos por hora, tardó cinco minutos en explicarme que a tres cuadras había un ciber. Me quedaban solo veinte minutos y la disyuntiva de bañarme o ir a ver mails y arriesgarme a perder la excursión. Limpio y responsable, como todo buen puto, me quedé con la primera opción. Intenté llamar a Felipe a Miami, pero cuando estaba marcando me acordé que siempre desconectaba el teléfono hasta la una y dejarle un mensaje me podía costar unos cuarenta dólares, mínimo.

Entonces me resigné a disfrutar de mi día de turista cultural, después de todo estaba a unos pocos kilómetros de las Ruinas Mayas, pero en vez de pasarla bien, me comía la cabeza pensando en Felipe. Salí en la combi con la productora y el fotógrafo, dos chicas italianas, un matrimonio inglés y un grupo de cuatro holandeses que no estaban nada mal. Vimos las pirámides, las esculturas religiosas, las canchas de pelota con sus gradas, las tumbas... Nada dejaba de sorprenderme, todo lo que había estudiado en el colegio, en esos aburridos libros de historia, lo tenía ahí, en vivo y en directo, podía tocarlo, sentirlo. Tomé nota de mis impresiones, entrevisté a un par de arqueólogos del Parque y me quedé charlando con los holandeses. Noté que dos de ellos eran pareja porque iban de la mano como dos tortolitos. Los otros dos también pertenecían al club, saltaba a la vista, pero al parecer no pasaba nada entre ellos. Uno era divino, rubio, alto, más o menos de mi edad, con una remera sin mangas que mostraba la buena calidad y frescura de su carne y unos ojos verdes que se cruzaron con los míos en más de una oportunidad. Hablamos de la magia de esas ruinas, de la crisis argentina y de mis ganas de visitar Holanda.

De regreso en el hotel, a las cinco de la tarde, dejé mis cosas y corrí a buscar el ciber. Las callecitas de Copán eran realmente pintorescas, muy parecidas a las de Cusco en Perú, con una plaza principal y varias arterias de edificaciones bajas y rústicas. Me llamó la atención esa mezcla arquitectónica colonial e indígena y el choque racial entre la gente del lugar y los repetidos grupos de turistas europeos que se hacían notar. Los bares y cafés, regentados por rubias alemanotas u holandesas que dejaron el viejo continente en busca de una vida más espiritual y aventurera, despedían luces de colores, música hindú y olor a sahumerio. En esas pocas cuadras de recorrido amé la pequeña ciudad de Copán. Finalmente llegué a donde quería. «Tienda La Ponderosa. Comidas. Bebidas. Artículos para el hogar. Cabinas telefónicas. Internet», leí en el cartel de entrada. Pedí una computadora, la más rápida, y me senté a leer mis tan ansiados correos. Tenía veinte mails, pero sólo me detuve en los seis de Felipe.

acabo de despertar, es mediodía, dormí raro, desperté como a las tres y estuve un par de horas desvelado, me encantó verte, perdona mi impuntualidad. eres adorable, me dio pena verte partir pero estarás de regreso en una semana, me alegro de que estés en un hotel divino con un cuarto bonito para vos. espero que las playitas sean deliciosas y las disfrutes, cuídate y tómalo todo con calma y trata de disfrutar el viajecito, que no te hará mal respirar otros aires y descansar de tu ciudad, te quiero siempre, anoche te llamé pero nadie contestaba el teléfono del hotel, me pareció muy raro, te llamaré más tardecito, que ahora salgo a tomar desayuno, besos, te quiero.

mi niño: lo he llamado varias veces pero el teléfono de su hotel es una miseria, nadie contesta, lo recuerdo con amor, besos.

estoy pésimo, no puedo dormir, tengo un incendio en la garganta y el cuerpo descompuesto, el momento para enfermarme no podría ser peor porque el viernes tengo un programa especial, el sábado por la tarde, después de besarte, ya me sentía mal. me enfermo tan fácilmente, maldición, espero recuperarme antes del viernes, si no, va a ser terrible, tus besos me han salido caros, lamento decirte esto, pero no puedo evitar pensarlo, estoy seguro que me enfermé esa mañana, vos no tenés la culpa de nada, obviamente, pero ahora me siento pésimo y no quiero ver a nadie y no sé si podré hablar el viernes y, lo siento, tampoco sé si realmente podré verte el lunes, buen viaje, pásala bien.

acabo de mandarte un mail horrible, no me hagas caso, cuando estoy mal dormido o enfermo puedo ser muy cruel, por favor, olvídalo, te amo.

¿cómo vas? sigo resfriadísimo, cuídate.

no sé nada de vos. espero que estés bien, cuando puedas, escribe una línea, besos.

No podía creer lo que acababa de leer. Lo repasé una y mil veces, sobre todo las frases que más dolían, esas que me dejaron en estado de shock frente a la computadora. «Tus besos me han salido caros.» «Estoy seguro que me enfermé esa mañana.» «No sé si podré verte el lunes.» Quedé pasmado, pero no lloré. Lo primero que sentí fue rabia, ira, ganas de putearlo por ser tan pelotudo, por jugar con mis ilusiones, por dejarme plantado después del esfuerzo que había hecho para viajar a verlo. Puse «responder» y me descargué.

recién ahora logro conectarme y me encuentro con tus mensajes, me dejaste helado, nunca pensé que serías tan hijo de puta, así que yo te contagié? me parece raro, porque estoy más sano que nunca, cómo es eso de que mis besos te han salido caros? cuando me la mamabas en ese hotelucho del aeropuerto que VOS elegiste no parecías ser tan higiénico ni estar tan pendiente de las alergias, si te enfermás por cualquier cosa como un bebé es porque de joven tomaste tanta coca que las defensas te quedaron por el piso, así que no me echés a mí la culpa de tus enfermedades, ok? y cómo es eso de que no vas a poder verme el lunes? claro, otra invitación y otro arrepentimiento, veo que sos un experto en esas cuestiones, bueno, gracias por cagarme el viaje, y antes de despedirme una última cosa: ANDATE A LA MIERDA.

Sin releer lo que había escrito puse «send», salí de hotmail, pagué y caminé hasta el hotel, con la mirada perdida, el corazón latiendo fuerte y la misma angustia en el pecho que sentí en Lima cuando me dijo que jamás íbamos a poder ser novios. Caía la tarde y las calles de Copán regalaban coloridas postales de artesanos, vendedores ambulantes, puestos de comida al paso y europeos de caras y cuerpos perfectos disfrutando de una cerveza en las mesitas de los bares que se acomodaban en plena vereda. Me hubiera encantado estar de ánimo para formar parte de esa foto, pero me sentía perdido, descolocado. Había borrado a Felipe de mis planes, porque al parecer yo nunca estuve en los suyos, y esa idea me golpeaba fuerte, me resultaba muy reciente para digerirla. Pero al margen del tema amoroso, me preocupaba saber qué pasaría conmigo en los próximos días. Me había gastado gran parte de la poca plata que tenía en los bares y restaurantes de la isla paradisíaca (que yo, como un tarado, pensé que era «all inclusive») y las excursiones resultaron ser más caras de lo que creí. El hecho es que sólo me quedaban trescientos dólares, un pasaje Miami/Buenos Aires para dentro de seis días, y mi estúpida manía de haberme negado a sacar una tarjeta de crédito por odiar los trámites bancarios. Entré en pánico, pensé en soluciones, soluciones prácticas, y mientras tanto me juré sacar a Felipe de mi vida. En realidad, pensé después, el problema no podía ser tan grave: una vez en el aeropuerto de Miami iría al counter de Aerolíneas, pagaría la multa de cien dólares y cambiaría el pasaje. ¿Y si no hay lugar?, me dije. Bueno, me voy al día siguiente, de última duermo en el aeropuerto, qué se yo, o le pido plata a los chicos que viajaron conmigo, aunque apenas los conozco, es un papelón... Divagué durante tres cuadras, angustiado, confundido, odiando y maldiciendo a Felipe, sintiéndome traicionado, abandonado. En el cuarto del hotel me tiré a la cama y sentí ganas de llorar, pero preferí pensar en el escape más rápido, la salida más fácil. Antes de derramar una lágrima, busqué en mi bolso el blíster de Alplax que me había dado mamá para el avión y me tomé dos calmantes de un solo trago. Prendí la tele, puse MTV y esperé a dormirme. Pensé que al día siguiente tendría las cosas más claras.

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