Mi amado míster B. (15 page)

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Authors: Luis Corbacho

BOOK: Mi amado míster B.
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—¡Martincito! ¡Tanto tiempo! —dijo cuando me vio en su mesa.

—¡Marco! ¿Cómo estás? —lo saludé entre abrazos efusivos potenciados por la calentura y el alcohol.

—Ahí andamos, tirando. ¿Cómo va el periodismo?

—Bien, tranquilo. ¿Seguís de novio? —pregunté, bien puto.

—No, eso no es para mí. Estoy solito y feliz. ¿Y vos? Me enteré que estabas saliendo con una cantante, ¿la hija de Larreta puede ser?

—Sí, pero no, ya fue.

—¡Bienvenido al club de los solteros entonces! —gritó dándome palmadas en la espalda.

—No, no estoy soltero —dije bien borracho, mirándolo a los ojos, buscando quién sabe qué—. Tengo novio.

—... ¿Cómo?

—Que tengo novio —repetí

—¿En serio me decís? —preguntó nervioso, con la cara desencajada.

—Sí, es escritor, vive en Miami.

—¡No, tu viejo se muere! —dijo, llevándose las manos a la cara, tan apenado como si le hubieran informado de alguna muerte importante.

—Y bueno... ¿qué querés que haga?

—No sé, mirá lo que es esta fiesta, tu familia es bastante tradicional, ¿viste?

—Puede ser —dije resignado.

—Pero conmigo todo bien, a mí los putos me parecen re copados, mientras no se metan conmigo, claro.

Yo me re metería con vos, sos el tipo con el que más ganas tengo de meterme, pensé, sin perderle la mirada, sin darle aire, un respiro.

—Y decime una cosa, ¿hay amor entre dos tipos, digo, es como con las minas, o sólo les interesa coger? —preguntó, tan borracho como yo.

—Sí, es todo igual, supongo. Yo a mi novio lo extraño, ¡no sabés cómo lo extraño!

—¿Y vos, nunca probaste?

—¿Cómo?

—Digo, con un tipo, ¿nunca te dio curiosidad? —dije, con mi mano acariciando uno de sus bien formados muslos.

—¡Qué hacés, pendejo, no te equivoques! —dijo empujándome, como si mi cuerpo le diera asco.

—Sorry, estoy muy borracho, no quise...

Antes de intentar una disculpa, salí corriendo de esa mesa. No podía creer lo que acababa de hacer. El alcohol me saca, no puedo tomar, no voy a tomar más, nunca más, pensé arrepentido mientras caminaba hacia la salida. Entre el tumulto de gente me detuvo mi otra prima, no la quinceañera, sino la hermana del novio, un año más joven que yo. Estaba con su grupito de amigas top de San Isidro, todas borrachas. Me encerraron en una ronda y empezaron a cantar como porristas en celo «Dame la P, dame la O», hasta formar «POTRO» y tocarme el culo una por una, como queriendo afirmar su estatus de chicas modernas. «Ahora me toca a mí», dije todavía contrariado por el episodio con Marco, que en todo caso era el que merecía que lo llamasen potro, mi potro, un potrazo. «Dame la P», les grité al oído tratando de que me escuchasen a pesar de la música que me reventaba los tímpanos. «Te doy la P», respondieron a coro las cinco boluditas, incluida mi prima, y yo «Dame la U», y ellas «Te doy la U», y otra vez yo «Dame la T», y ellas, ahora confundidas y menos eufóricas «Te doy la T», y yo, con todo el cinismo que pude «Dame la O, ¡PUTO!». Las chicas se rieron, divertidas por la confesión, y cuando procesaron la noticia me abrazaron y me dijeron: «¡Qué desperdicio!». Mi prima, seria pero resignada, sentenció: «Siempre lo supe», y yo, arrepentido, sólo alcancé a decir: «No se lo digas a nadie», y corrí a buscar el auto. La fiesta, para mí, había terminado.

Quince

—¡Me voy a Miami!

—¿Cómo así?

—¡Sí, Felipe, me voy a Miami! —repetí excitadísimo en el teléfono—. Viaje de trabajo, me manda la revista.

—¡Qué bueno mi amor, te felicito! ¿Cuándo vienes?

—Salgo el 15 de noviembre, en unas dos semanas. En realidad la revista no me manda a Miami, me mandan a Honduras, ¿no es rarísimo? La Secretaría de Turismo de Honduras invitó a varios medios argentinos para promo-cionar el país, o algo así, no sé, da igual, lo importante es que para ir a Honduras tengo que pasar sí o sí por Miami para cambiar de avión —le expliqué, todavía acelerado.

—Qué bueno, no sabes lo feliz que me haces con esta noticia. ¿Y cuánto tiempo piensas quedarte?

—Voy a tratar de estar una semana en Miami. Tengo que pedir permiso en la revis porque supuestamente sólo tenía que hacer escala y seguir para Honduras, pero la idea es cambiar el pasaje y a la vuelta quedarme una semanita con vos, si te parece.

—Claro que me parece, tontín, me hace mucha ilusión que vengas a mi casa.

—El único tema es la visa, está re difícil sacarla, pero como voy por la revis supongo que me darán la de periodista sin problema, ¿no te parece?

—Sí, a ti te la van a dar, no te preocupes... Mi amor, no sabes la buena noticia que me has dado.

—¿Seguro?

—Ay, claro, estoy muy orgulloso de ti.

—Gracias, no es para tanto...

—Sí, lo es. ¿Que más me cuentas?

—Que te extraño, mucho, cada día más. ¿Vos, no?

—Yo también, yo también. No creas que para mí es fácil tenerte tan lejos, lo que pasa es que soy más viejo y estoy acostumbrado, pero claro que te extraño, no sabes cuánto.

No, la verdad que no sé, pensé. Si me extrañaras tanto no estaríamos tan lejos y no sería yo el que tiene que armar un viaje, sacar la visa y hacer diez millones de trámites para verte una puta semana, sólo eso, una mísera semanita. Me tragué las palabras.

—Tengo muchas ganas de abrazarte —alcancé a decir.

—Lindo, eres tan amoroso. ¿Quién te quiere más que nadie?

—Felipito, mi Felipito. Yo también te quiero. Mucho.

—Yo sé, mi amor, yo sé. Bueno, te dejo porque tengo que ir a la tele.

—¿Cómo va el programa?

—Bien, todo bien. Te mando muchos besos. ¿Vas a estar bien?

—Sí, besos.

—Estoy feliz de que vengas, te felicito.

—Gracias, yo también, chau.

—Chau mi amor.

Corté y me quedé tirado en la cama, feliz de pensar en lo que me esperaba. No podía creer que en dos semanas dejaba esa fucking rutina y me tomaba un avión para irme a la mierda. Iba a estar tirado en una playa de Honduras, en pleno Caribe, sin hacer nada, o haciéndome el que trabajaba, que es casi lo mismo. Iba a conocer las ruinas mayas y después a Miami, a ver a Felipe. Moría por ir a Miami, siempre estuve a punto y nunca se dio. Me puse a pensar en lo que me faltaba: mañana mismo tengo que llamar a la embajada por el tema de la visa... ¿Y si no me la dan? ¡Me corto las bolas! Si no me dan la visa se va todo a la mierda, ahí sí que chau Felipe, imagínate, ni siquiera poder entrar a Estados Unidos. ¡Es un quemo! ¡Es lo menos! Ay, please, Dios, no me cagues con la visa, yo a Felipe lo amo, en serio. ¿No merezco estar con él aunque sea una semanita? ¿Es mucho pedir? Si mi hermana está todo el día chuponeándose con el nabo de su novio, ¿por que yo estoy tan lejos del mío? Sí, ok, no puedo ser tan marica, no me puedo andar comparando con mi hermana, eso sí que es de loca traumada, envidiosa y llena de rencor porque no le tocó a ella ser la nena de la familia. Bueno, mejor me dejo de pensar boludeces, ya son las once, y hoy empieza la nueva temporada de
Sex and the City,
ni en pedo me la pierdo...

Dieciséis

Domingo a la tarde. Primavera a full en Buenos Aires. Las calles de San Isidro apestan de «Shinny happy people», como dice mi adorado Michael Stipe, el pelado de REM, que se merece toda mi admiración porque canta y baila como nadie y siempre anda diciendo que es bisexual y que se enamora del alma de las personas y no de sus cuerpos, o algo así que suena re cool y es una manera muy glamorosa y espiritual de decir que uno es puto. En fin, como decía, todo el mundo sale brillante y feliz a disfrutar del sol o se queda en los jardines de las súper casas que rodean la mía o va al CASI (Club Atlético San Isidro) a ver el partido de rugby o a jugar tenis o a chusmear y no mover el culo de la silla, el deporte preferido de mamá. En casa no hay nadie. Todos están haciendo lo que acabo de describir, menos yo, que no soy ni brillante ni feliz ni miro rugby ni juego tenis ni tengo amigos en el CASI para ir a chusmear porque no encajo en ese ambiente. Yo estoy solo en casa, leyendo, extrañando a Felipe, mirando una tras otra las series de tele yanqui en el cuarto de mamá, chequeando mails cada hora para ver si me escribió mi novio desde Miami, escuchando los discos de mis divas pop, contando los días para viajar. En eso suena el celular. ¿Será Felipe?, pienso ilusionado antes de mirar la pantalla del teléfono. Mala suerte.

—¿Hola? —contesto desganado.

—¡¡¡Martín!!!

—¡Vic! ¿Qué haces?

—¿¡Hooolaaaa, cómo estáaaas!? —pregunta ella con la misma euforia de siempre.

—Bien, tranquilo, ¿vos?

—Re bien, ¡tengo nuevo novio!

—Qué bueno, te...

—Pará, pará, ¿estás en tu casa?

—Sí, ¿por?

—Salí en cinco y vamos a tomar algo, que yo también ando por San Isidro.

—Listo.

Parece que yo también voy a tener un shinny happy day, pensé, y corrí a ponerme las bermudas azules de Bensimon y una remerita blanca de Levi's, un look bien marinerito, niño bonito. Cuando salí, Vic esperaba en la puerta con su Beetle verde manzana descapotable, una nueva maravilla de la mecánica moderna, ideal para un chico como yo, una versión más sofisticada de mi modesto y económico putomóvil. Fuimos a uno de esos bares top del río que los domingos se llenan de grasas que no viven en San Isidro pero manejan una hora para, al menos en su día de descanso, creer que pertenecen. Nos sentamos frente al río y pedimos un par de licuados. El día estaba divino.

—¿Viste que me dieron la visa? —empecé hablando de mí mismo, como siempre.

—¡Bien! ¿Entonces te vas?

—Claro, salgo este viernes a la noche —respondí orgulloso.

—¿Directo a Honduras?

—No, es un garrón, tengo que volar a Miami, esperar seis horas, y después enganchar el vuelo para Tegucigalpa.

—¿Pero entonces vas a estar sólo unas horas en Miami?

—No, me quedo una semana laburando en Honduras, y después vuelvo, cinco días, sólo para estar con Felipe. ¡Pará! Antes de que me olvide, ¿cómo es eso de tu nuevo chico?

—Ay, no sabés, estoy a full. Es el guitarrista de mi banda... Pero no, después te cuento lo mío, empezá vos que lo tuyo es más importante. ¿Cómo te fue en Lima?

—Digamos que con altibajos.

—¿Qué? Ah, sí, ya me acuerdo, te peleaste con Felipe. Algo me contaste por mail.

—¿Sabés qué me dijo? Que él estaba muy loco para comprometerse, que tenía muchas responsabilidades, que no quería un novio, que no me haga ilusiones, que lo primero son sus hijas, que la ex mujer lo tiene loco...

—¡Pará! ¿Qué onda ese pibe? ¿Está mal de la cabeza? ¿Y todo esto te lo dijo allá, cuando vos viajaste sólo para verlo? Me imagino que lo habrás mandado a la mierda.

—Pará que te termine de contar...

—Ah, seguro que lo perdonaste. Mirá, yo con mi ex siempre hacía lo mismo, él me decía cosas horribles y yo como una boluda lo terminaba perdonando. Era una relación enfermiza, me tenía súper dominada...

—¿Me vas a dejar que te cuente?

—Ok, sorry, seguí.

—Me dijo todo eso, un hijo de puta, es verdad. Pero fue una explosión: la ex le tenía las bolas hinchadas, no había dormido un carajo, venía de tomarse veinte aviones... a él eso lo deja de cama, siempre tiene miedo de resfriarse, de enfermarse...

—Eso no justifica nada.

—No, pará, dejame seguir. Después de eso me puse a llorar, y él también, y me pidió perdón, me explicó que me decía estas cosas porque me quería y no era su intención lastimarme. No sabés lo que fue verlo así...

—¿Así cómo?

—No sé, tan entregado, tan amoroso... Eso me dio una ternura que me partió, entonces empezamos a besarnos, cada vez más, y pasó lo que tenía que haber pasado hace rato.

-¿Qué?

—Bueno, es obvio, ¿hace falta que entre en detalles? Me da un poco de vergüenza.

—¿Qué pasó? ¿Cogieron? ¿Eso es lo que te da vergüenza?

—No, bueno, sí, me la metió... Para los hombres, o al menos para mí, no es algo tan fácil. En realidad, era la primera vez que me la metían.

—¿Mirá vos? —preguntó sorprendida—. Yo pensé que los gays eran más rápidos, que cogían al toque.

—Bueno, no sé, hablás como si todos los putos fuéramos iguales.

—Sorry, tenés razón. Entonces, terminaron cogiendo, ¿te gustó?

—Más o menos, la verdad que es un quilombo todo el operativo. Y duele, al principio no sabés cómo duele, pero después pasa y una vez que está adentro se siente como una especie de intensidad muy loca que... no sé, está buena.

—¿A qué te referís con todo «el operativo»?

—A las posiciones, las cremas, los lubricantes...

—Ah —dijo sin poder evitar una leve expresión de disgusto—. Me imagino que habrás usado forro.

—No daba, fue todo muy rápido, una especie de violación te diría. Pero con mi consentimiento, obvio.

—¡No te puedo creer que no usaste forro! —dijo aterrada.

—Bueno, hay confianza, no lo acabo de conocer.

—¿¡Confianza!? —interrumpió, indignada—. ¡Andá a saber con quién se acostó ese tipo! ¿No me contaste que la noche anterior a conocerte se había garchado a una «equis» que apenas conocía?

—Sí —respondí con una mezcla de duda y temor.

—Y eso de los resfríos, que se está cuidando todo el tiempo para no enfermarse... ¡Eso es típico de una persona que tiene sida! —Esta última palabra no llegó a pronunciarla, sólo alcanzó a mover los labios como si se estuviera dirigiendo a un sordo.

—¡Bueno, calmate! Te estás zarpando, yo sé muy bien lo que hago.

—Me pongo mal porque te quiero y me preocupo por vos, nene. Prometéme que nunca más vas a hacer una cosa así —dijo mirándome a los ojos, con una expresión grave.

—Tenés razón, prometido.

—Y que te vas a hacer los análisis para quedarte tranquilo.

—Ok, listo —dije solo para que se calmase—. ¿Podemos cambiar de tema? Contame de tu chico, please.

Vic habló y habló de su bendito guitarrista, pero yo dejé de escucharla. Sólo podía pensar en la desesperante posibilidad de estar enfermo.

Diecisiete

Llegué a Miami un sábado a las ocho de la mañana, muerto de cansancio, calor, hambre y sueño. El fotógrafo y la productora que viajaron conmigo decidieron aprovechar las seis horas de espera para salir a dar una vuelta a donde sea, cualquier cosa con tal de permanecer el menor tiempo posible en el aeropuerto. Yo estaba feliz de no acompañarlos, de saber que Felipe me estaría esperando del otro lado de los controles de inmigración y aduana para vernos, aunque sea unas horitas como habíamos quedado. Mis acompañantes se fueron corriendo a tomar un taxi. Yo busqué a Felipe, a un chofer con mi nombre, a alguien que me dijera: «¿Usted es Martín Alcorta, el amigo del señor Brown?», pero nada. Estaba solo, en un aeropuerto que no conocía, en una ciudad que nunca había visitado, terriblemente desilusionado porque mi chico no estaba ahí esperándome como me había prometido. Di un par de vueltas, me asomé a todas las puertas posibles, esperé media hora parado con mi valijita, pero no, no estaba. Lo odié, aunque entendí que era muy temprano, que a esa hora estaba durmiendo y que tal vez se le había hecho un poco tarde, pero llegaría en cualquier momento. Lo tengo que llamar, pensé. Seguro se quedó dormido. Me acerqué a un teléfono público que funcionaba con monedas, pero yo sólo tenía billetes de veinte. Me senté en una cafetería olorosa que despedía grasa por las paredes, llena de gordos yanquis comiendo huevos revueltos con bacon, donuts y salchichas a las ocho de la mañana. Sentí ganas de vomitar. Pedí un capuccino y un croissant con la única esperanza de que me diesen monedas para llamar a Felipe. El cambio fue en billetes.

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