Read Mi amado míster B. Online
Authors: Luis Corbacho
—¡Hey! ¡Estaba preocupado! ¿Dónde te habías metido?
—Fui al shopping —respondí, seco.
—¿A esta hora? ¿Estás loco?
—Me encanta ir a la mañana, siempre está vacío.
—¿Estás molesto? —preguntó culposo.
—No.
—Perdona si anoche fui un poco rudo contigo, pero no estoy durmiendo bien y a mí la falta de sueño me mata, me deja de un humor terrible. Esto de compartir la cama con alguien me resulta un tanto complicado.
—No te preocupes, perdóname vos —le dije abrazándolo por atrás y dándole besitos en el cuello—. No soy quién para criticar lo que hacés, como si lo mío fuera mejor... Fui un desubicado, ¿me perdonás?
—No hay nada que perdonar. Olvídalo, ¿ya? —me dijo girando la cabeza y buscando mi boca con sus labios.
El beso fue largo, delicioso.
—Te traje un regalito —dije buscando la bolsa—. Mirá.
—No, mi niño, no deberías haber gastado tu plata —dijo abriendo el regalo—. Está preciosa, gracias, eres un amor.
—De nada. A ver, probátela, quiero ver cómo te queda. Vos te probás la tuya y yo la mía, ¿sí?
—Lo que usted diga.
Los dos nos sacamos la remera y quedamos con el torso desnudo. Antes de ponernos la ropa nueva, lo abracé acariciando suavemente su espalda. Lo besé, primero en la boca y luego en el cuello, cada vez más abajo, hasta llegar al pecho para seguir bajando. Desabroché sus pantalones y lo besé entre las piernas. Se la chupé suavecito, sin ninguna clase de técnica. Me dijo: «Sigue, por favor, sigue». Y yo seguí, feliz con la reconciliación.
El lunes a la mañana partimos a Buenos Aires. Partimos, digo bien, porque Felipe vino conmigo. Le habían mandado un mail de la producción de Chiche Gelblung invitándolo para el programa de esa noche y decidió aceptar. «¡Cómo vas a ir a lo de Chiche, es una grasada!», le dije, y me respondió: «Chiche es un amigo, yo sé que es un personaje extraño, pero a mí me cae bien». «Ok», dije. «Mejor, así estamos juntos un día mas.»
Tomamos el LanChile bien temprano, él en Ejecutiva y yo en Turista. A los cinco minutos, con el avión todavía en tierra, vino Felipe con los diarios y una copa de champagne. El avión entero nos miró de reojo. Me dijo en secreto que iba a tratar de pasarme a Ejecutiva, porque adelante estaba vacío y todas las azafatas lo conocían y mimaban. Después del despegue vino una de las chicas de uniforme y me dijo discretamente: «El señor Brown lo espera adelante». Me fui para Ejecutiva y todos me volvieron a mirar, esta vez con una envidia y rencor evidentes. Me senté al lado de Felipe y lo tomé de la mano. Nos acostamos juntos, sin que nos importara lo que dijeran los imbéciles mirones. Al poco rato de estar así, felices, con la ilusión de saber que nuestro encuentro se prolongaría un día más, vino la misma azafata que me había hecho pasar adelante y, con una expresión de culpa y vergüenza, me dijo: «Lo siento, va a tener que regresar a Turista. Ha habido quejas de otros pasajeros», y yo: «No hay problema», y volví a mi asiento clasemediero. ¿Por qué se habrán quejado? ¿Porque me pasé para adelante o porque les molestó ver que nos hacíamos cari-ñito en Ejecutiva? ¡Váyanse a cagar, envidiosos mal cogidos del orto!, pensé mientras trataba inútilmente que mis rodillas no se clavaran en el asiento de adelante.
Cuando llegamos a Ezeiza nos estaba esperando una productora de
Edición Chiche
para llevar a Felipe al hotel. Me quedé helado al verla. Pensé: seguro que esta periodistucha de cuarta va a desparramar el chisme, y si mis viejos se enteran de que no fui a Chile por laburo sino a ver a Felipe, flor de quilombo se me arma en casa. La saludé con un gesto seco y no dije una palabra en todo el viaje. La mina, que me miraba pero no se animaba a preguntar nada, nunca supo si yo era chileno, peruano o yanqui, y se tuvo que quedar con la intriga. De todas formas, fue evidente que Felipe y yo éramos algo más que amigos, porque en la puerta del Sheraton, en Retiro, la productora se bajó para asegurarse de que no hubieran problemas con la suite que tenía reservada el programa, y vio con cara de perra malvada cómo subíamos juntos al cuarto de una sola cama.
Esa noche hubo soft porno. Tocaditas mutuas y placer asegurado, sin que nadie sufriera por quién se la mete a quién. También mimos, caricias, besos apasionados y, sobre todo, amor, mucho amor. Reposar en la cama con Felipe era lo más parecido al paraíso; podía pasar horas sólo mirándolo y sintiendo su respiración y sus palabras dulces en mi oído. ¿Será esto el amor?, pensé antes de quedarme dormido.
Al día siguiente tuve que ir a la revista, así que Felipe aprovechó para ver una peli en el Village. Hablé por teléfono con mamá y le dije que seguía en Chile, que el clima estaba divino, que hoy hacía la última nota turística para la
Soho
y mañana martes estaría de vuelta en casa. Odié mentirle tanto, pero no daba para decirle la verdad, no daba para decirle que me había ido un fin de semana romántico con Felipe Brown y ya estábamos de vuelta para visitar a su íntimo amigo Chiche... too much para mi santa madre. A la noche, Felipe se fue al programa de Gelblung y yo me quedé viéndolo por la tele, disfrutando de mi última noche de hotel cinco estrellas.
El programa empezó a las nueve en punto, con un titular al estilo
Crónica TV
que abarcaba toda la pantalla: «Insólita recaída: Felipe Brown vuelve a las drogas», decían las letras escandalosas. No podía creer lo que estaba leyendo. ¿Era una joda? Más o menos, porque luego de ser presentado y de que Chiche le preguntara sobre su supuesto regreso a las drogas, Felipe contó entre risas el episodio del tarrito de marihuana que encontró en la suite del Plaza y fumó conmigo. Obviamente, nadie le creyó, todo el mundo pensó que era un drogón incurable o que simplemente contaba este tipo de cosas para hacer prensa. La gente llamaba y opinaba, pero nadie se tragó la versión oficial y yo, sin que nadie me escuchase, decía: «Es verdad, yo estuve ahí». Felipe contó que había fumado la marihuana con un amigo y Chiche le preguntó: «¿Quién era ese amigo?», a lo que respondió: «Un chico argentino muy lindo que me acompañó esa noche». Chiche insistió: «¿Es el mismo que estaba con vos en el hotel anoche?», y Felipe, de lo más tranquilo, remató: «Sí, no sabes el orgasmo delicioso que acabo de tener con él antes de venir a tu programa». Todo el mundo celebró con risotadas esa provocación de niño malo. Felipe los hizo cagar de risa, como siempre, y su aparición en
Edición Chiche
fue muy comentada en los programas de chimentos al día siguiente. Antes de que mi chico llegara de vuelta a la habitación, el teléfono empezó a sonar. Atendí. Era una periodista de la revista
Paparazzi,
preguntándome cómo me llamaba o qué edad tenía. Los nervios me hicieron cortar y dejar el tubo descolgado. Se va a enterar medio país, pensé aterrado.
Al poco rato llegó Felipe y me tranquilizó.
—Nadie va a saber tu nombre, es imposible que lo averigüen. Mañana yo salgo bien temprano para el aeropuerto, tú te quedas hasta el mediodía y sales por la puerta lateral, por si llegan a mandar a algún fotógrafo, ¿ok?
—Ok.
—¿Te gustó el programa?
—Estuviste genial, muy gracioso, no sabés cómo me cagué de risa.
—Qué bueno. ¿No fue muy fuerte lo del orgasmo?
—No, estuvo buenísimo.
—Qué bien. No sabes el hambre que tengo. Mejor pidamos room service, ¿ya?
—Dale.
A las seis de la mañana del martes me desperté bruscamente con Felipe listo para irse. Me moría de la tristeza. Esta vez sí que no sabía cuándo lo volvería a ver, y la idea no me había dejado dormir tranquilo. ¡Cómo lo voy a extrañar!, pensé. ¿Por qué no se queda unos días más? ¿Por qué no acordamos un nuevo encuentro? ¿Me querrá tanto como yo a él? Si es así, ¿por qué no me pide que nos vayamos juntos? ¿Por qué no me secuestra y me lleva con él?
—Bueno, me espera el chofer. ¿Vas a estar bien? —me preguntó con la voz suave.
—Sí —dije con lágrimas en los ojos—. Te voy a extrañar.
—No llores, mi bebé. Yo también te voy a extrañar. Te prometo que nos vamos a ver pronto, ¿ya?
Me abrazó y lloré más fuerte. Salieron un par de lágrimas de sus ojos que me partieron el corazón. Me dio un beso en la boca y se fue. Me quedé solo, sin ganas de nada.
que hacés tincho? cómo va la vida de periodista fashion? alguna modelito en vista? alguna fiesta para compartir con tus amigotes? me contaron que andás muy cerquita de la columnista de sexo... yo que vos le pido que me haga una demostración de lo que escribe, aunque sea una mamaditaü! Jajajajaü! che, boludo, hoy es el cumple de manuel, nos juntamos en su casa a las nueve, te prendés?
un abrazo,
matías
Matías era uno de mis amigos del colegio de curas, i el grupo con el que me seguía viendo éramos cuatro:
Matías, Manuel, Miguel y yo. Ellos eran mis amigos de siempre, antes de la facultad, antes de la revista y antes del mundillo fashion gay. Unos cinco, seis años atrás, yo mantenía sus mismos usos y costumbres: iba a misa todos los domingos, tenía una noviecita linda, estudiaba para ser abogado, jugaba al rugby, usaba camisas polo, pantalones pinzados y zapatos náuticos, y con sólo veinte años ya sufría de un principio de úlcera. Ése era mi mundo, y ellos mis amigos de todos los fines de semana. En aquel ambiente yo podía encajar si me lo proponía; me iba bien, tenía futuro y sentía que todo era más fácil. Las cosas ya estaban hechas, sólo había que respetar la fórmula, adherirse al patrón, seguir las reglas del juego y no pensar demasiado. No alterarse ni distraerse. No dejarse llevar por el mal camino. Cerrar los ojos o mirar para otro lado cuando mis compañeros del gimnasio se sacaban la remera, cuando en la caja de los calzoncillos Calvin Klein veía ese cuerpo sin cara que me decía «¡sos maricón!», o cuando en el scraum de un partido de rugby todos los culos con pantalones cortos y ajustados me apuntaban directamente a los ojos para hipnotizarme. Si uno miraba para otro lado, estaba todo bien, se podía ser relativamente feliz, o al menos mantenerse tranquilo gracias a las pastillas para la acidez.
A Matías, Miguel y Manuel, mis cambios les resultaron divertidos. Les gustaba que usara ropa más loca, que me hubiera ido a estudiar Letras a la universidad de los hippies fumones, que les convidase a porro de vez en cuando, que me cagara en la misa de los domingos y que me codeara con modelos y actrices mientras ellos sufrían como abogados o ingenieros en unas oficinas grises y minúsculas. «Lo tuyo es pura joda», me decían. Y pensaban que yo era un winner con las mujeres, que por mi trabajo me resultaba más fácil conseguir chicas, que las tenía a todas muertas y que era un experto en la cama, porque yo siempre les detallaba las historias que me contaba Lola, la columnista de sexo, haciéndoles creer que las ponía en práctica.
Con ellos nunca había hablado de mi costado (frente y reverso también, seamos honestos) gay. No les había contado del affaire con Diego ni confesado que soñaba con tener un novio como Robbie Williams. Tampoco sabían de Felipe, obviamente. ¿Para qué les iba a largar todo ese rollo? ¿Valía la pena decirles la verdad? ¿Tenía sentido que supieran quién era realmente uno de sus mejores amigos? Y si se lo contaba, ¿dejarían de verme? ¿Me darían la espalda? ¿Me cagarían a trompadas por maricón? No tenía idea de cómo podían llegar a reaccionar, pero estaba muy seguro de que sería feo quedarme solo, no ir más a jugar al fútbol los fines de semana, no festejar juntos nuestros cumpleaños, no irnos a esquiar los cuatro juntos, solos, sin ninguna mina histérica jodiendo el plan. Por otra parte, en Buenos Aires estaba de moda ser puto. Todo el mundo tenía un amigo gay. En la mayoría de los elencos de series, realitys y programas del panelistas algún chico se enamoraba de otro o se confesaba homosexual y hasta se llegó a hablar de que era un negocio para los periodistas o actores hacer pública su salida del closet. ¿Estaría todo bien con los chicos? ¿Les divertiría tener un amigo puto en el grupo, como pasaba en casi todos los shows de la tele?
Esa noche me vestí discreto (remera azul marino cuello polo y jean de corte recto) y manejé apurado hasta el centro. Era martes, las calles estaban casi vacías. A las nueve y media llegué al departamento de los padres de Manuel en Recoleta. Los chicos estaban en el living, tomando cerveza y comiendo tostaditas con queso, aceitunas y papas fritas.
—¡¡Feliz cumple!! —le dije a Manuel mientras le daba mi regalito, el último disco de los Red Hot Chilli Peppers.
—¡Gracias! ¡No, boludo, no me tenías que comprar nada!
—¿Qué hacés, Tincho, cómo te baila? —preguntó Miguel.
—Bien, y vos, ¿la facu?
—Ahí anda.
—¡Tincho! ¿Qué onda?
—¿Cómo le va, Matu?
—Ingeniero Sáenz, ¡más respeto por favor! —corrigió.
—Perdón, señor ingeniero. ¿Ya descubrió cómo funciona el motor de los consoladores? —pregunté entre risas.
—Vos siempre con la idea fija, ¿no será que te gusta el asunto? —contestó soltando una carcajada aún más fuerte que la mía.
—Sí, desde que la columnista de sexo te enseñó dónde estaba el punto «g» masculino estás como loco, siempre hablando de lo mismo —intervino Manuel.
—La próstata, chicos, ahí está la clave. ¿Les conté cómo se llega a la próstata? —dije haciéndome el experto sexual.
—¡Salí! ¡Sos un asco! ¿En serio dejaste que esa mina te metiera el dedo en el culo? —preguntó Miguel, indignado.
—Algo así... No saben lo que se pierden. Y Lola está buena, eso no me lo van a negar —dije con voz de macho.
En realidad, Lola nunca me demostró en forma práctica dónde estaba el punto g masculino, pero me dio una clase teórica maestra y yo les pasé el chisme a los chicos, aunque en el relato cambié «teórica» por «práctica», y no sé por qué, les aseguré haber probado una nueva técnica sexual, el pasaje al paraíso.
—¡Lola está buenísima! ¡Yo le doy pa' que tenga y pa' que guarde! —gritó Matías.
—¿Y vos cómo la conocés? —preguntó Manuel, celoso.
—Me la presentó nuestro amigo periodista en un cóctel de
Soho BA.
—¡Y no me invitaste, hijo de puta! ¿Por qué hacés diferencias con tus amigos? —de nuevo Manuel, ahora furioso.
—¡Sí te invité, boludo! ¿No te acordás que me dijiste que no podías porque ese viernes te tocaba salir con tu noviecita?
—¡Ah! Fue ese viernes...
—Sí, nabo, preferiste salir con la grasa de Helenita en vez de conocer a la gente top que trabaja conmigo. Vos te lo perdiste, así que no te quejés.