Read Mi amado míster B. Online
Authors: Luis Corbacho
—Bueno, da igual —dije resignado—. ¿Te parece que almorcemos mañana sábado? Me dijo el señor «carne fresca» que estás invitada a comer con nosotros acá, en el hotel.
—¡Ay! ¡Buenísimo! ¿Te parece bien una y media?
—Mejor a las dos, Felipe duerme hasta tarde.
—Ok, mañana a las dos. Besos.
—Chau.
Me quedo pensando, ¿carne fresca? ¿Pero qué le pasa a esta mina? ¿Y si tiene razón? No, nada que ver, si Felipe me viera como carne fresca, me hubiera querido coger el primer día. Aunque sí, en realidad quiso cogerme el primer día. Pero, claro, no pudo porque nos cagamos de risa con el porro y terminamos muertos de sueño. La segunda vez tampoco cogimos y, sin embargo, me invitó de viaje. Además, si es por eso, este tipo se puede coger a pendejos mucho mejores que yo, chicos carilindos, musculocas de gimnasio, lo que quiera. De última, si sólo quiere carne, llama a un taxi boy y chau.
Claro, que no joda Anita, Felipe me quiere, de eso estoy seguro.
Esa noche era la fiesta de cumpleaños de Julio Santamaría, un escritor y guionista de la televisión chilena. Felipe me dijo para ir, así conocía a su amiga María Paz, a quien tanto le había hablado de mí. Yo acepté sin dudar, tenía muchas ganas de conocer a la famosa María Paz y, según me dijo Felipe, en la fiesta estaría la créme de la créme santiaguina, cosa que me pareció irresistible. No sabía qué ponerme, así que opté por lo más seguro: jean gastado, zapatos negros, remera negra y campera de cuero, también negra. Eso no podía fallar. Felipe se vistió igual que siempre, no dedicó ni un segundo a pensar en su vestuario. Era Felipe Brown, podía vestirse como le cantara el orto que siempre iba a acaparar todas las miradas. Y así fue. Cuando llegamos al departamento del homenajeado y su novio, Maxi, un argentino que era comisario de a bordo y se enamoró del chileno y dejó su trabajo y se fue a vivir del otro lado de la cordillera con su nuevo amor, todos los presentes clavaron las miradas en Felipe y, esporádicamente, en el pendejo que lo acompañaba, o sea, yo. Me sentí un poco intimidado, pero a la vez me gustó saber que la gente se fijaba en mí, se preguntaba quién carajo era, de dónde había salido y qué diantres hacía yo con Felipe Brown. El departamento era divino. La gente, lo más freak y top de Santiago: actores, modelos, escritores, fotógrafos, periodistas... todo el ambiente artístico representado por una turba de personajes pintorescos. Yo, feliz con la escena, no dejaba de observar cada cosa rara que pasaba ahí adentro, en especial a un chico rubio que estaba bárbaro. Felipe me presentó a María Paz (divina, súper sexy y sofisticada), al cumpleañero y su novio (una parejita adorable), a un par de actrices y a los directores de una revista fashion. Todo el mundo me sonreía y preguntaba cosas tipo: «¿Cuándo has llegado? ¿Te gusta Santiago? ¿Y tú a qué te dedicas? ¿Y cómo lo conociste a Felipe?». Yo respondía entusiasmado, sintiéndome como pez en el agua en esa fiesta frivolona.
Mientras Felipe hablaba con el homenajeado, María Paz me pidió que la acompañara a la barra a servirnos un trago. Llevaba puesto un vestido negro bien ajustado que se adhería al contorno de su increíble figura. Tendría unos treinta años, el pelo castaño, ojos color miel y una belleza que te paralizaba al primer encuentro. Olía riquísimo.
—Cuéntame, Martín, ¿cómo van las cosas con Felipe? —preguntó en tono confidente.
—Bien, tranquilos, recién nos estamos conociendo —respondí, feliz con su complicidad.
—Qué bueno. Felipe necesitaba un hombre hace rato, te lo digo por experiencia.
No supe qué contestar. Me quedé callado, la miré y sonreí.
—No sabes lo amoroso que es. Se la pasa hablando de ti, se nota que le has pegado fuerte —siguió.
—¿A qué viene eso de «te lo digo por experiencia»? —la interrumpí.
Se puso un poco incómoda, como arrepentida de sus palabras.
—No te preocupes, Felipe me contó de ustedes, todo —dije para tranquilizarla.
—Ah, menos mal, pensé que había hablado de más. Bueno, entonces sabrás por qué te digo que necesitaba un hombre, porque conmigo las cosas no funcionaron, y yo siempre le decía: «Tú tienes que estar con un hombre». Por eso me hace tan feliz que haya dado contigo. Y ahora que te conozco, más todavía.
—Gracias, sos divina. ¿Y ahora, vos y Felipe son muy amigos, no?
—Somos hermanos, siempre está cuando lo necesito, a pesar de que vivimos tan lejos. No sabes lo buena persona que es.
—¿Molesto? —interrumpió Felipe.
—No mi amor, usted nunca molesta. Venga, siéntese, voy a buscar a Julito —dijo María Paz.
—¿Todo bien? —me preguntó Felipe.
—Sí, bárbaro. María Paz es una copada.
—¿Has visto? Es genial. Y parece que le has caído bien. ¿No te molestaría que vayamos saliendo? El humo del cigarrillo y la música tan fuerte me matan, y no he dormido bien. No te molesta, ¿no?
—No, para nada, vamos —respondí mientras por adentro pensaba: ¡Mierda! La fiesta está buenísima, ¿por qué no se va solo y me deja, que me estoy cagando de risa?
—¿No quieres quedarte y nos vemos luego en el hotel?
—¿Cómo te voy a dejar solo? No, en serio, vamos. Bancáme un minuto que voy al baño, si querés anda despidiéndote.
—Gracias, eres un amor.
Enfilé para el pasillo que daba a los dormitorios y me metí en el primer baño que encontré. Cuando tuve el pantalón ya desabrochado y las partes al aire, alguien abrió la puerta con fuerza. Sólo alcancé a gritar «¡ocupado!», pero ya era demasiado tarde: un tipo se metió y cerró la puerta. Era el rubio que tanto me había gustado.
—¿Así que tú eres el noviecito de Brown? —preguntó, sarcástico.
—¡No ves que está ocupado! —contesté, nervioso.
—Conmigo no te hagas el enamorado, que vi cómo me mirabas desde que llegaron —dijo, acercándose cada vez más.
—¡Qué te pasa! ¿Estás loco? —le grité subiéndome los pantalones.
En realidad, el tipo me encantaba y me sentía halagado de que se hubiera metido al baño conmigo, pero no daba.
—Vamos, no te hagas el santo, que yo ya me conozco a los putitos como tú. Toma, jala un poco para animarte —dijo echando una línea de coca sobre la mesada del lavatorio.
—¡No me jodas! Y ahora salí de acá, que se van a dar cuenta.
Aspiró el polvo con violencia y me empujó contra la pared. Comenzó a besarme. No me pude resistir, el tipo me volvía loco. Respondí, lo abracé, le toqué el culo y empecé a subirle la remera.
—Martín, ¿estás ahí? ¿Estás bien?
Era la voz de Felipe. Se me paró el corazón.
—¡Sí, ya voy! ¡Esperame en la puerta! —grité en pánico.
—Bueno, no te demores, ¿ya?
—¡Ya!
Angustiado, empujé al tipo a la ducha, vi cómo se le caía la coca al piso y se agachaba desesperado a recogerla. Salí espantado, caminé rápido hasta la entrada y busqué a Felipe.
—¡Vamos! —le dije
—Estás agitado, ¿pasa algo?
—No, vamos, ¡dale! —insistí.
Llegamos al hotel y al ratito nos quedamos dormidos en la misma cama. No games, no sex. La noche fue incómoda: no me moví temiendo despertarlo, no me rasqué, no di vueltas, evité los malos olores, traté de levantarme lo menos posible para tomar agua o ir al baño. Él no dijo nada, pero al día siguiente amaneció con un humor de perros. Fue la primera vez que lo vi con cara de orto. Se levantó, salió a correr y regresó justo a la hora del almuerzo con Anita Correa. Luego de terminar los postres, pagar la cuenta y hacerme quedar como un rey frente a mi amiga argentina, Felipe pidió permiso para ir a dormir la siesta y nos dejó «para que puedan hablar sus cosas con toda libertad», dijo.
—¡Qué envidia, nene, quién pudiera tener un novio así! —suspiró Ana, una vez que Felipe atravesó la puerta del ascensor—. ¿Cómo lo enganchaste?
—Bueno, el amor todo lo puede —respondí entre risas—. ¿Seguís pensando que sólo me ve como un pedazo de carne fresca?
—Mira, no sé, ahora tengo mis dudas, pero da igual. Lo importante es que es súper agradable, inteligente, generoso... ¡Y está bárbaro! ¿Qué más se puede pedir? Te digo una cosa, tiene mucha más onda personalmente que en la tele.
—¿Viste? A mí me pasó lo mismo, cuando lo fui a entrevistar no quería saber nada, pero después lo conocí y me mató —le expliqué alzando la tacita de café.
—Bien por vos, te felicito.
—Gracias... ¡Ah, pará! Me olvidé de contarte lo que me pasó anoche, ¡no me lo vas a creer!
Tras detallarle el episodio del coquero sexópata en el baño, nos quedamos hablando de trabajo una hora más, para luego despedirnos con besos y abrazos. Cuando subí al cuarto estaba todo apagado, las cortinas cerradas, y Felipe oculto tras las sábanas, con dos almohadas cubriéndole la cabeza. Está durmiendo, qué hago, pensé. Antes de alcanzar a salir escuché su voz:
—¿Estás bien? No te vayas, sólo estaba tratando de dormir un poquito. No he tenido una buena noche.
—Todo bien, me voy al bar, cuando estés despierto me llamás.
—No, quédate, igual no me puedo dormir. Tengo dolor de cabeza y ya debo empezar a prepararme para ir al canal.
—¿No es temprano?
—Sí, pero antes del programa tengo reunión de producción, un coñazo. ¿Qué hora es?
—Las cinco.
—¡No! A las seis tengo que estar en el canal. ¿Tú que vas a hacer? ¿Quieres venir a la tele?
—No sé, como quieras.
—Yo te recomiendo que te quedes tranquilito disfrutando del hotel, porque en el canal no vas a estar cómodo. Puedes ir a la piscina, al gym, a darte un masaje... Y pide lo que quieras en el restaurante, en el bar o a room service, y lo cargas a la habitación. No se te ocurra pagar nada, ¿de acuerdo?
—Ok —respondí mientras buscaba mi traje de baño—. Me voy a nadar un rato. ¿Te veo a la noche entonces?
—A las once estoy acá. ¿Vas a estar bien?
—Seguro, nos vemos, chau.
—Chau, cuídate.
No hubo besos ni abrazos ni nada. Felipe no intentó y yo, si él no quiere, que se joda, no pensaba ir a buscarlo. Pasé una tarde estupenda haciendo uso y abuso de los servicios del hotel. A las nueve en punto prendí la tele. Empezaba
Con mucho cariño,
el programa en el que Felipe haría de conductor invitado por dos semanas.
Qué nombre mas ridículo, pensé, y me acomodé en la cama. Lo que vi me pareció horrible, un show para viejas chismosas que no tienen nada que hacer un sábado a la noche. Cuando llegó, cansado y con toda la cara maquillada, exhausto por esas dos horas de adrenalina pura frente a las cámaras, sin una gota de energía porque lo poco que le quedaba se lo había chupado la maldita pantalla, tuve la puta idea de hacerme el cool, y con aire sobrador le dije:
—La verdad que el programa me pareció de cuarta. Vos estás para otra cosa, ¿no te parece?
—Sí, puede ser, pero bueno, es lo que hay —dijo de lo más tranquilo mientras se metía en la cama—. ¿Qué fue lo que no te gustó?
—No sé, los temas que trataron, la gente que opinaba... ¡Eran todos unos grasas! Muy chato para mi gusto.
—¿Y qué es lo que te gusta? —preguntó levantando levemente el tono de voz.
—¿Estás enojado? ¿Qué? ¿Preferís que te mienta, que te diga que el programa está buenísimo cuando en realidad me pareció una mierda? —reaccioné enseguida.
—¿Así que te pareció una mierda? Bueno, esa mierda, como tú dices, pagó tu pasaje, este hotel y hasta el almuerzo con tu amiguita argentina. Yo sé que el programa no es súper cool ni tiene la onda de tu revistita fashion, pero, que yo sepa, la plata que ganas ahí no te sirve para mucho, ¿o me equivoco?
—No, tenés razón. Está bien que lo hagas por la plata, pero no era para que te enojes —dije arrepentido.
—No me enojo, simplemente digo las cosas como son. —Ok.
—¿Ya te vas a dormir?
—Sí, buenas noches —dijo, y apagó la luz.
Se acabó el sábado. Primera pelea. Nada de besos ni abrazos. Nada de nada. Otra noche incómoda, otra noche sin poder movernos, sin dormir con la libertad que sólo se consigue estando solo. No fue fácil conciliar el sueño. Me sentía pésimo. La cabeza no paraba de darme vueltas y hacerme preguntas. ¿Qué hago acá, tan lejos de casa, en el cuarto de un tipo que apenas conozco y resultó ser un egocéntrico de mierda que no se banca que le critiquen las bostas que hace en televisión? ¿Para qué vine? ¿Por qué no me quedé en Buenos Aires y salí a un boliche gay, donde tal vez conocía un chico más parecido a mí? ¿Qué futuro tengo con este tipo? ¿Cuándo lo volveré a ver? ¿Me pedirá perdón? ¿Tendré que ser yo el que se disculpe? ¿Qué voy a hacer mañana? ¿Me levanto como si nada hubiera pasado? ¿Me fugo, bien temprano, sin que sé de cuenta?
Al otro día me levanté a las nueve y, tratando de hacer el menor ruido posible, bajé a desayunar. Era muy temprano para Felipe, quien hasta después del mediodía no daría rastros de vida. Decidí salir a recorrer un poco la ciudad, lo que para mí significa visitar el shopping más grande y moderno, así que me subí a un taxi y enfilé para el Alto Las Condes. Me sentía mal por la pelea con Felipe, no sabía cómo seguiría la cosa, si valía la pena ser amable o si lo mejor era mandarlo a la mierda. Tampoco sabía si no era él quien me mandaría a la mierda por ser tan desagradecido. Mientras pensaba todo esto, caminando por los pasillos del shopping vi un local de Zara y supe que mis conflictos existenciales podían esperar: había llegado la colección primavera/verano, ¡y en Buenos Aires todavía seguían con las liquidaciones de invierno! Sin pensarlo dos veces me zambullí en la tienda y empecé a agarrar ropa, sólo para ver cómo me quedaba, porque no pensaba comprar nada hasta llegar a mi ciudad, donde el peso argentino todavía era aceptado con cierta dignidad. Me probé pantalones, remeras, camisas y hasta zapatos. Todo me gustaba, todo me quedaba bien, porque en Zara la ropa está hecha a mi medida, por eso amo tanto esa tienda. Mientras recorría los percheros, analizaba mis opciones: esta remerita es increíble; el fondo naranja, los dibujos en verde y los bordes de las mangas y el cuello también en verde. ¡Qué buena combinación de colores! Es perfecta, me queda pintada. ¿A ver el precio? Quince mil pesos, eso son... veinte dólares, o sea, unos setenta mangos. Saladito, pero vale la pena, tal vez esta remera nunca llegue al Zara de Buenos Aires. Listo, me la llevo. Y esa, azul marino de manga larga, es ideal para Felipe. Claro, le llevo un regalito y ya, nos reconciliamos y todos felices comiendo perdices.
Luego de estas profundas meditaciones con mi conciencia fui hasta la caja, pagué, y volví al hotel. Felipe estaba en el cuarto, tomando su juguito de naranja.