Metro 2034 (42 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
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Artyom volvió los ojos hacia los otros guardias. ¿Las manos y las rodillas le temblaban sólo a él? Nadie decía ni una sola palabra. Incluso el comandante callaba. Tan sólo se oía la pesada respiración de los seres humanos que aún se encontraban en el tren abarrotado. Hacían tremendos esfuerzos por contener su tos sanguinolenta. El último moribundo, enterrado en el montón de cadáveres, escupía sus maldiciones:

—Monstruos… cerdos… aún estoy vivo… no puedo soportarlo…

El comandante buscó con los ojos al infortunado y, en cuanto lo encontró, apoyó una rodilla en el suelo y vació el resto del cargador sobre su cuerpo, hasta que el arma emitió tan sólo chasquidos. De todos modos, aún apretó varias veces el gatillo.

Luego se levantó, contempló la pistola y tuvo el extraño capricho de frotársela contra los pantalones.

—¡Los demás, mantened la calma! —gritó con voz ronca—. Todo el que intente salir de ahí sin autorización sufrirá el mismo castigo.

—¿Qué vamos a hacer con los cadáveres? —le preguntó alguien.

—Volveremos a meterlos en el tren. ¡Ivanenko, Aksyonov, encárguense!

Se había restablecido el orden. Artyom podría regresar a su puesto y trataría de dormir de nuevo. Faltaban todavía unas horas hasta su próximo turno. Podría dormir un buen rato, y así aguantaría bien cuando estuviera de servicio…

Pero no pudo ser.

Ivanenko dio un paso atrás, negó con la cabeza y dijo que se negaba a tocar aquellos cadáveres purulentos y medio descompuestos. Sin dudarlo, el comandante levantó la pistola contra él —al parecer, había olvidado que no le quedaban cartuchos—, siseó lleno de odio y apretó el gatillo. No se oyó nada más que un chasquido. Ivanenko pegó un grito y se marchó corriendo.

De repente, uno de los soldados, en pleno acceso de tos, levantó el rifle de asalto y, con un movimiento torpe y desviado, le clavó la bayoneta por la espalda al comandante. Éste, sin embargo, no se desplomó, sino que volvió lentamente la cabeza y contempló al atacante.

—¿Qué has hecho, hijo de puta? —le preguntó en voz baja, asombrado.

—¡Dentro de poco nos hará matar también a nosotros! —le gritó el otro— ¡Aquí ya no queda nadie que esté sano! ¡Hoy los matamos, y mañana nos va a meter con ellos en los vagones!

El hombre le pegaba tirones al arma en un intento de arrancarla del cuerpo del comandante, pero no lo conseguía.

Nadie se atrevió a intervenir. El propio Artyom, que había dado un primer paso hacia ellos, se detuvo, como hechizado. Por fin, la bayoneta se soltó. El comandante trató en vano de tocarse la herida, luego cayó de rodillas, se sostuvo con ambas manos sobre el suelo mugriento y meneó la cabeza. Parecía como si tratara de sobreponerse a la fatiga.

Nadie se atrevió a darle el tiro de gracia. Incluso el rebelde que lo había herido retrocedió atemorizado. Pero, entonces, este último se arrancó del rostro la máscara de gas y se puso a gritar de tal modo que lo oyeron en toda la estación:

—¡Hermanos! ¡Poned fin a este tormento! ¡Dejadlos marchar! ¡Morirán de todos modos! ¡Y nosotros también! ¿Es que no somos humanos?

—No os atreváis… —masculló el comandante, que seguía de rodillas.

Los guardias se pusieron a discutir a gritos. En un lugar habían empezado a arrancar las rejas de un vagón, y en otro… de pronto, uno de los soldados le disparó al instigador en pleno rostro. Este cayó de espaldas y se quedó inmóvil al lado de los otros cadáveres. Pero era demasiado tarde: con un aullido triunfal, los enfermos salieron en masa del tren, caminaron torpemente sobre sus piernas hinchadas, les arrebataron las armas a los indecisos guardias y se dispersaron en todas las direcciones. Sus vigilantes también empezaron a actuar: algunos de ellos dispararon descargas aisladas contra los enfermos, mientras que otros, por el contrario, se mezclaron con ellos y huyeron también por el túnel: unos hacia el norte, en dirección a la Serpukhovskaya, y otros hacia el sur, hacia la Nagatinskaya.

Artyom aún estaba como paralizado y tenía los ojos fijos en el comandante, sin comprender nada. Éste, simplemente, se negaba a morir.

Primero gateó, luego se puso en pie y avanzó tambaleante. Era obvio que tenía un objetivo muy determinado.

—Os vais a llevar una sorpresa —murmuraba—. No se acaba tan fácilmente conmigo…

Sus ojos crispados se detuvieron en Artyom. Primero lo miró como si no lo reconociera y luego le ladró, en su tono imperioso habitual:

—¡Popov! ¡Lléveme a la sala de comunicaciones! Los centinelas del puesto del norte tienen que cerrar la puerta…

El comandante se apoyó sobre el hombro de Artyom y así, cojeando penosamente, pasaron de largo ante el último vagón vacío, ante los hombres que luchaban y los montones de cadáveres, hasta que por fin llegaron a la sala de comunicaciones, donde se hallaba el teléfono. La herida del comandante no parecía mortal, pero había perdido mucha sangre. Por ello, las fuerzas lo abandonaron y se derrumbó.

Artyom bloqueó la puerta por dentro con una mesa, descolgó el auricular de la línea interna y marcó el número del puesto de vigilancia del norte. El aparato hizo un clic, y luego se oyó un ruido como de alguien que hubiera respirado con dificultad, y, al fin… un pavoroso silencio.

Así pues, era demasiado tarde. No sería posible cerrarles el paso. ¡Pero, al menos, tenía que advertir a la Dobryninskaya! Se arrojó sobre el teléfono, pulsó uno de los dos botones, aguardó unos segundos… ¡Gracias a Dios, el aparato aún funcionaba! Primero oyó sólo un ruido, después una especie de musiquilla y luego, por fin, la señal de la línea.

Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis…

¡Que respondieran de una vez, por Dios bendito! Si aun vivían, si aún no estaban infectados, tenían que responderle, porque así les quedaría una oportunidad de salvarse. Que alguien descolgara el auricular antes de que los enfermos llegasen a las fronteras de la estación… Artyom habría vendido su propia alma con tal de que alguien descolgara el auricular al otro extremo del cable…

Entonces sucedió lo imposible. El séptimo tono se interrumpió a la mitad, se oyó como un crujido, unos nerviosos retazos de palabras al fondo, y entonces una voz rota, sin aliento, se sobrepuso al ruido.

—¡Dobryninskaya al habla!

***

La celda estaba a media luz, pero a Homero le bastó para reconocerlo: la silueta del preso era la de un hombre demasiado débil y apático para tratarse del brigadier. Parecía como si detrás de la reja hubiera un muñeco de paja, privado de voluntad, abatido. Probablemente era uno de los guardias… muerto. Pero ¿dónde estaba Hunter…?

—Empezaba a pensar que no vendríais —gritó a sus espaldas una voz cavernosa—. Allí dentro estaba demasiado… estrecho.

Melnik se dio la vuelta con la silla de ruedas, tan rápido que Homero tardó unos momentos en seguirlo. En medio del pasillo que llevaba a la estación se encontraba el brigadier. Cruzaba los brazos con fuerza, como si cada uno de ellos no se hubiera fiado del otro y hubiera temido dejarlo libre. La mitad deformada de su rostro quedaba a la vista.

Melnik contrajo una mejilla.

—¿Eres tú?

—Sí, aún soy yo. —Hunter carraspeó de manera extraña. Si no hubiera sabido que era imposible, Homero lo habría interpretado como una especie de carcajada.

—¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué le ha ocurrido a tu rostro? —Sin duda, Melnik querría preguntarle también otras cosas. Les indicó con la mano a los guardias que se alejaran. A Homero le permitió quedarse.

—No es que tú estés en muy buena forma. —El brigadier carraspeó de nuevo.

—Nada especial. —Melnik hizo una mueca—. Pero es una lástima que no pueda abrazarte. Al diablo… ¡Cuánto tiempo pasamos buscándote!

—Lo sé. Tuve que… pasar un tiempo solo —dijo Hunter con su típico
staccato
en la voz—. No… no quise volver entre los seres humanos. Quise desaparecer para siempre. Pero entonces tuve miedo…

—¿Qué te ocurrió con los negros? ¿Fueron ellos los que te dejaron así? —Melnik señaló con la cabeza la cicatriz violácea que Hunter tenía en el rostro.

—No me ocurrió nada. No conseguí exterminarlos. —El brigadier se tocó la herida—. No pude. Me… me destrozaron.

—Eras tú quien tenía razón —le dijo Melnik de pronto, con inopinada vehemencia—. ¡Perdóname! Al principio no les di importancia, y no te creí. En ese momento… bueno, tú ya lo sabes. Pero los encontramos y los aniquilamos por completo. Creímos que habrías muerto. Y que ellos te habrían… por eso los… por ti… ¡no quedó ni uno!

—Lo sé —le respondió Hunter con voz ronca. Era obvio que se le hacía difícil hablar de ello—. Sabían que todo terminaría así… por culpa mía. Lo sabían todo. Tenían el poder de ver a los seres humanos, de contemplar el destino de cada uno. ¡Si supieras contra quién alzamos la mano! Fue entonces cuando nos sonrió por última vez… nos los envió para que tuviéramos una última oportunidad. Y nosotros… yo los condené, y vosotros ejecutasteis la sentencia. Porque así somos nosotros. Los verdaderos monstruos…

—¿Qué estás diciendo?

—Cuando estuve con ellos… hicieron que me viera a mí mismo. Me contemplé como en un espejo y lo vi todo tal como era. Lo comprendí todo acerca de mí mismo. Acerca de los seres humanos. El porqué de todo esto…

—¿De qué me estás hablando? —Melnik miró con preocupación a su camarada, y luego se volvió bruscamente hacia la puerta. ¿Acaso lamentaba haber hecho salir a los guardias?

—Escucha lo que te digo… me vi a mí mismo con sus ojos, como en un espejo. No desde fuera, sino por dentro. Lo que se esconde detrás de la máscara… lo sacaron de dentro de mí y lo pusieron en el espejo para enseñármelo. El monstruo. El devorador de hombres. Lo que entonces vi no era un ser humano. Y tuve miedo de mí mismo. Me había mentido a mí mismo… me había dicho que vivía para proteger a las personas, para salvarlas… ¡todo era mentira! He saltado a la yugular de todo el mundo como un animal hambriento. Aún peor. El espejo desapareció, pero… eso… siguió ahí. Había despertado y no volvió a dormirse. Ellos pensaban que me suicidaría. Y es verdad… ¿Para qué quería vivir más? Pero no lo hice. Tenía que luchar. Al principio yo solo, para que nadie lo viese. Bien lejos de los seres humanos. Pensé que podía castigarme a mí mismo para que ellos no lo hicieran. Pensé que el dolor me liberaría… —El brigadier se tocó las cicatrices—. Pero luego me di cuenta de que no podría triunfar solo. Una y otra vez me olvidaba de mí mismo… por eso regresé.

—Te lavaron el cerebro —dijo Melnik—. Eso es lo que te hicieron.

—¡Da igual! Ya ha pasado. —Hunter apartó la mano del rostro y su voz se transformó: sonaba de nuevo apagada e inexpresiva—. Por lo menos, casi ha pasado. Esa historia ya me queda lejos. Lo que ocurrió, ocurrió. Ahora estamos solos. Tenemos que luchar por la supervivencia… por eso he venido hasta aquí. Ha estallado una epidemia en la Tulskaya. Podría extenderse por la Sevastopolskaya y por la Línea de Circunvalación. La fiebre del aire. Igual que la otra vez. Es la muerte.

Melnik lo miró con desconfianza.

—Nadie me ha informado de ello.

—Nadie ha informado de nada a nadie. Son demasiado cobardes. Por eso mienten. Y lo esconden. No comprenden lo que van a provocar.

Melnik se acercó al brigadier con su silla de ruedas.

—¿Qué quieres de mí?

—Ya lo sabes. Hay que eliminar la amenaza. Dame una ficha. Dame hombres. Lanzallamas. Tenemos que cerrar la Tulskaya y descontaminarla. Si es necesario, también la Serpukhovskaya y la Sevastopolskaya. Espero que no haya llegado aún más lejos.

—Quieres arrasar tres estaciones… ¿para evitar riesgos?

—Para salvar a todos los demás.

—Después de una carnicería como ésa, odiarán a la Orden.

—Nadie se va a enterar de nada. Porque no quedará con vida nadie que haya podido contagiarse… o que haya podido ver algo.

—¿Vamos a pagar un precio tan alto?

—¿Es que no lo entiendes? Si ahora dudamos, muy pronto no quedará nadie a quien podamos salvar. Nos han informado demasiado tarde sobre la plaga. No nos queda ninguna otra manera de detenerla. Dentro de dos semanas, la red de metro entera será un barracón de apestados, y dentro de un mes… un cementerio.

—Primero tendría que convencerme…

—¿Ahora no me crees? ¿Piensas que me he vuelto loco? Créete lo que quieras, me da igual. Voy a ir yo solo. Como siempre. Pero ahora, por lo menos, tengo la conciencia limpia.

Hunter se volvió sin dignarse a mirar ni una sola vez al petrificado Homero, y anduvo hacia la salida. Sus últimas palabras se habían clavado en Melnik como un arpón, un arpón que lo arrastraba tras los pasos del brigadier.

—¡Espera! ¡Llévate la ficha! —Melnik buscó en los bolsillos de su abrigo militar, sacó un sencillo disco y se lo entregó a Hunter—. Tienes… mi autorización.

El brigadier tomó la ficha de la mano huesuda que se lo ofrecía, se la metió en el bolsillo, asintió en silencio y le dirigió a Melnik una mirada larga, sin parpadeos.

—Luego regresa. Estoy fatigado —dijo este último.

Hunter carraspeó otra vez de aquella manera extraña y le digo:

—Yo, en cambio, no había estado nunca en mejor forma que ahora.

Y se marchó.

***

Pasó mucho tiempo antes de que Sasha se atreviera a llamar de nuevo, por miedo a irritar a los guardias de la Ciudad Esmeralda. Indudablemente la habían oído, pero tal vez necesitaran tiempo para observarla con detenimiento. Si aún no habían abierto la puerta, que parecía fundirse con la propia tierra, sería que estaban discutiendo si tenían que dejar entrar a una extraña que, obviamente, había descubierto su código secreto por casualidad.

¿Qué les diría cuando abriesen la puerta?

¿Tendría que hablarles sobre la epidemia de la Tulskaya? ¿Se arriesgarían a intervenir en aquella historia? ¿Qué ocurriría si la calaban en seguida, igual que Leonid? ¿Acaso tendría que hablarles de ese otro tipo de fiebre que se había adueñado de ella? ¿Tendría que confesarles a otros lo que aún no se había confesado a sí misma?

¿Sería capaz de conmover su corazón? Si era cierto que habían derrotado mucho tiempo atrás la terrible enfermedad, ¿por qué no habían intervenido, por qué no habían enviado ningún correo con el medicamento a la Tulskaya? ¿Sólo porque temían a los seres humanos ordinarios? ¿O acaso abrigaban la esperanza de que la enfermedad acabara con todos ellos? Al fin y al cabo, quizá fueran ellos quienes habían introducido la fiebre en el metro…

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