Authors: Dmitry Glukhovsky
Creyó en lo que ella le diría antes de que le hubiese dicho una sola palabra. Porque la muchacha, aparte de los cabellos rubios mal cortados y revueltos, las orejas puntiagudas, las mejillas tiznadas, los hombros frágiles, desnudos, sorprendentemente blancos, y el labio inferior destrozado por sus propios mordiscos, tenía una belleza peculiar. Se ganó la curiosidad y la compasión del viejo, así como su espontánea y cariñosa simpatía.
Homero se le acercó y se agachó a su lado. La muchacha se encogió y cerró los ojos. «Una niña asilvestrada», pensó el hombre. Como no se le ocurrió nada que le pudiera decir, se contentó con darle unas suaves palmadas en el hombro.
—Tenemos que seguir adelante —masculló Hunter.
—¿Y qué pasará con…? —Homero señaló a la muchacha con una mirada interrogadora.
—Nada. A nosotros no nos interesa para nada.
—¡No podemos dejarla sola aquí!
—Pues entonces le pegaremos un tiro —fue la áspera respuesta del brigadier.
—No quiero ir con vosotros —dijo la muchacha con voz sorprendentemente clara—. Me bastará con que me quitéis las esposas. Seguramente las llaves las tiene él. —Señaló al cadáver que yacía de bruces sobre el suelo.
Hunter registró rápidamente al difunto y le sacó de un bolsillo interior un manojo de llaves. Se las arrojó a la muchacha, se volvió hacia Homero y le preguntó:
—¿Estás satisfecho?
El viejo trató de ganar tiempo.
—¿Qué te ha hecho ese cerdo? —le preguntó a la pequeña.
—Nada —respondió ella, a la vez que, con gran esfuerzo, hacía girar la llave dentro del cerrojo—. No tuvo tiempo para hacer nada. No era un monstruo. Era un ser humano normal y corriente. Cruel, imbécil y rencoroso. Igual que todos los demás.
—No todos —le objetó el viejo, pero su voz no delataba una gran convicción.
—Sí, todos —repitió la muchacha. Hizo una mueca de dolor, pero logró sostenerse sobre sus pies hinchados—. Qué más da. No siempre es fácil seguir siendo humano.
¡Con qué rapidez se había despojado de su miedo! No tenía ya los ojos vueltos hacia el suelo, sino que arrojaba a los dos hombres una mirada severa y desafiante. Se agachó sobre uno de los cadáveres, lo volvió hacia arriba con gran delicadeza, le puso bien los brazos, y besó la frente del muerto. Luego se volvió hacia Hunter y parpadeó. Se le contrajo una de las comisuras de los labios.
—Gracias.
No tomó ningún arma, ni nada. Bajó a la vía y se marchó, cojeando ligeramente, hacia el túnel.
El brigadier la miró con ojos sombríos. Se acariciaba el cinturón, sin acabar de decidirse entre el cuchillo y la cantimplora. Al fin, eligió entre las dos opciones, se enderezó y le gritó:
—¡Espera!
La jaula estaba en el mismo lugar donde el gordo había dejado a Sasha. La puertecilla estaba abierta, la rata se había marchado… «Ya está bien así», pensó la muchacha. Las ratas también tienen derecho a la libertad.
No había manera de evitarlo: Sasha tendría que ponerse la máscara de gas de su raptor. Creyó sentir todavía un resto de su pútrido aliento, pero de todas maneras podía dar gracias de que el gordo no la hubiera llevado puesta en el momento de recibir el disparo.
De pronto, a la mitad del puente, los niveles de radiactividad volvieron a subir.
Era como un milagro que la joven pudiera moverse con aquel gigantesco traje aislante. La muchacha temblaba como una larva de cucaracha dentro del capullo. La máscara se había dilatado sobre la gruesa cara del gordo, pero encajaba bien en su rostro. Sasha espiraba con todas sus fuerzas para expulsar por los filtros y conducciones el aire previsto para el muerto. Pero, cuando miraba por los cristales redondos y empañados de los visores, la asaltaba la sensación de hallarse atrapada dentro de un cuerpo ajeno. Hacía tan sólo una hora que aquel horrendo demonio se había metido en ese mismo traje. Y si quería pasar el puente tendría que meterse dentro de él y contemplar el mundo con sus ojos.
Con sus ojos, y con los de los hombres que los habían desterrado a ella y a su padre a la Kolomenskaya, que les habían dejado vivir tantos años sólo porque su codicia había sido más fuerte que su odio. Para perderse entre la masa de humanos, ¿tendría que seguir llevando esa máscara de goma negra? ¿Debería hacerse pasar por otra persona? ¿Por una persona sin rostro ni sentimientos? ¡Si eso la ayudara, por lo menos, a transformarse por dentro! ¡A olvidarse de todo lo que había sufrido, y a creer con firmeza que podría volver a empezar desde el principio!
Sasha sentía el deseo de que los dos hombres no la hubieran recogido por casualidad, sino que hubieran ido hasta allí tan sólo por ella. Pero sabía muy bien que no era así. No comprendía por qué se la habían llevado: si por placer, por piedad, o para demostrarse algo el uno al otro. En las pocas palabras que le había dicho el viejo alentaba cierta compasión, pero éste tenía siempre en cuenta a su compañero en todo lo que hacía, hablaba poco, y parecía preocupado por no aparentar excesiva humanidad.
El otro, por su parte, la había autorizado a acompañarlos hasta la siguiente estación habitada, pero luego no se había dignado a mirarla ni una sola vez. Sasha se había quedado atrás a propósito para, al menos, poder contemplarlo desde atrás sin que se diera cuenta. Pero el hombre debió de advertirlo, porque al instante se crispó y movió la cabeza. Con todo, no se volvió, quizá porque la curiosidad de la joven lo complacía o, quizá, para no demostrarle ningún tipo de atención.
La poderosa constitución del calvo y su comportamiento animal, los mismos que habían dado ocasión a que el gordo lo confundiera con un oso, lo marcaban como un guerrero solitario. Pero esa imagen no se debía tan sólo a la fuerza física. Emanaba de él un vigor que habría sido el mismo aun cuando se hubiera tratado de un sujeto pequeño y flaco. Era uno de esos hombres que se hacen obedecer, y que habría matado sin vacilaciones a todo el que osara oponerse a sus dictados.
Y mucho antes de que hubiese logrado controlar el temor que le inspiraba, mucho antes, incluso, de que tuviera claras sus respectivas posiciones, Sasha oyó una voz interior que aún no conocía, la voz de la mujer que moraba dentro de ella, y que le decía que iba a seguir a aquel hombre.
***
La dresina avanzaba con sorprendente velocidad. Homero no halló casi ninguna resistencia en la barra, porque era el brigadier quien hacía todo el trabajo. El viejo subía y bajaba los brazos al ritmo del otro, pero no tenía que hacer casi ningún esfuerzo.
El achaparrado puente reposaba sobre un gran número de pilastras. Vadeaba aguas viscosas y oscuras. El recubrimiento de hormigón se había desprendido del esqueleto de hierro por varios puntos, y las pilastras se habían torcido de tal manera que una de las dos vías se había roto y venido abajo.
Era un puente meramente funcional, un modelo estándar, de vida breve, como todas las construcciones nuevas de aquella zona y todos los suburbios de la capital que en otro tiempo se habían diseñado sobre el papel. No tenía ningún elemento, absolutamente ninguno, que se hubiera concebido con finalidades estéticas. Y, sin embargo, Homero miraba en todas direcciones con entusiasmo, y se acordaba de los mágicos puentes levadizos de San Petersburgo, y del elegante Puente de Crimea
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y sus cadenas de hierro colado.
Durante sus más de veinte años de vida dentro del metro, Homero había salido a la superficie sólo tres veces. En cada ocasión había tratado de ver todo lo que le permitiera su breve recorrido. Para avivar el recuerdo, para fijar en la ciudad, cual sendas lentes, sus ojos cada vez más débiles, y tirar del gatillo, ya oxidado, de su memoria visual. Para recoger, en la medida de lo posible, impresiones que pudiera legar al futuro. Tal vez no tuviera nunca más la oportunidad de ascender a lugares tan bellos como la Kolomenskaya, la Rechnoy Vokzal y la Tyoply Stan: tres estaciones periféricas que él mismo, igual que muchos otros moscovitas, había menospreciado antaño.
Moscú envejecía a ojos vista un año tras otro, se desmoronaba, se pudría. Homero sentía la necesidad de tocar los puentes que poco a poco se venían abajo, igual que la joven se había sentido obligada a acariciar por última vez al otro cadáver. Los puentes, los saledizos grises de los edificios de las fábricas, las colmenas abandonadas que habían sido edificios de apartamentos. Disfrutar de su visión. Tocarlos, para sentir que existían de verdad, que no fueron un sueño. Y para despedirse de ellos… por si acaso.
No se veía bien. La luz plateada de la luna no lograba atravesar la gruesa capa de nubes. El viejo, más que contemplar lo que tenía en derredor, lo adivinaba. Pero le daba igual: estaba acostumbrado a suple- mentar la realidad con la imaginación.
Y, con todo, Homero tenía los pensamientos puestos tan sólo en lo que en ese momento se encontraba ante sus ojos. Olvidadas quedaban las leyendas que se había propuesto crear. Había olvidado también el misterioso diario que durante las últimas horas había mantenido ocupada a su fantasía. Se sentía como un niño en una excursión escolar: sorbía las imágenes que le brindaban las siluetas desdibujadas de los edificios, volvía la cabeza de un lado para otro sin cesar y hablaba consigo mismo en voz alta.
Los otros dos gozaron mucho menos del viaje. El brigadier miraba al frente. Sólo de vez en cuando se detenía para mirar hacia abajo, cuando se oía algún ruido. Por lo demás, estaba pendiente del punto lejano, invisible para los otros dos, en el que las vías se enterraban de nuevo en el subsuelo.
La muchacha estaba sentada detrás de él y se sujetaba con ambas manos la máscara robada. Era evidente que allí arriba no se sentía muy bien. En el túnel, Homero había llegado a verla grande pero, tan pronto como salieron, se volvió pequeña, como si se hubiera acurrucado dentro de una invisible concha de caracol. Ni siquiera el holgado traje aislante que le habían quitado al cadáver le prestaba mayor volumen. No parecía que le interesaran las fascinantes figuras que alcanzaban a ver desde el puente. Apenas si hacía nada más que mirar al suelo.
Dejaron atrás las ruinas de la estación Tekhnopark. La habían terminado a toda prisa poco antes de la guerra, y su lamentable estado no se debía tanto a los bombardeos como a los estragos del tiempo. Entonces, por fin, llegaron al túnel.
En contraste con la pálida oscuridad de la noche, la entrada del túnel parecía cubierta por la más absoluta negrura. Homero se imaginó que su traje aislante era una armadura de verdad, y que él mismo venía a ser un caballero de la Edad Media, a la entrada de una cueva de dragón envuelta en leyendas.
Los sonidos nocturnos de la ciudad se quedaron en el umbral, en el mismo lugar donde Hunter les hizo bajar de la dresina. Lo único que se oyó entonces fueron las cautelosas pisadas de los tres, así como sus lacónicas palabras y los ecos de éstas en los segmentos del túnel. Los ecos eran extraños allí. Homero percibió con nitidez que se trataba de un espacio cerrado. Como si hubieran avanzado por el cuello de una botella hasta llegar a su interior.
—Esto está cerrado.
Parecía que Hunter quisiera confirmar sus temores. La luz de su linterna fue la primera en encontrar el obstáculo: se alzaba ante ellos una puerta hermética, cual impenetrable pared. En el lugar donde la puerta tocaba a las vías, éstas tenían cierto brillo. Por las gigantescas bisagras brotaban grumos parduscos de grasa. Había por allí un montón de viejos tablones, ramas secas y leña carbonizada, como si alguien hubiese encendido una hoguera poco antes. Indudablemente, la puerta estaba en uso, pero se accionaba desde dentro. No se veían trazas de ningún timbre, ni de otro medio para llamar.
El brigadier se volvió hacia la muchacha:
—¿Esto está siempre así?
—A veces alguno de ellos sale y se dirige a la otra orilla, donde estábamos nosotros. Para comerciar. Yo pensaba que hoy… —Parecía que quisiera justificarse. ¿Era posible que hubiera sabido que no podrían entrar por allí y que se lo hubiera ocultado a los dos hombres?
Hunter golpeó la puerta con el puño del machete, como si hubiera querido hacer sonar un gigantesco gong de metal. Pero el acero era demasiado grueso, y en vez de un sonido fuerte y estentóreo se oyó un apagado eco. Difícilmente los oirían desde el otro lado, si es que había alguien con vida.
No hubo respuesta. El milagro no se produjo.
***
Sasha, contra toda esperanza racional, había confiado en que los dos hombres sabrían abrir la puerta. No los había advertido de que el acceso estaba cerrado, por miedo a que se marchasen por otro camino y la abandonaran.
Pero no les aguardaba nadie, y era imposible descerrajar la puerta. El calvo buscó puntos débiles y cerrojos ocultos, pero Sasha sabía que no existía ningún mecanismo que la abriera desde aquel lado. La puerta se abría tan sólo desde dentro.
—Vosotros dos os quedaréis aquí —les dijo torvamente Hunter—. Yo iré a mirar si el túnel de al lado está cerrado, y si hay conductos de ventilación. —Calló por unos breves instantes, y añadió—: Volveré.
Y acto seguido se marchó.
El viejo recogió ramas y tablones, y logró encender una patética hoguera. Luego se sentó sobre las traviesas de la vía y se puso a buscar algo dentro de la mochila. Sasha se sentó a su lado y lo miró por el rabillo del ojo. Homero daba un raro espectáculo, quizá para la muchacha, pero quizá también para sí mismo.
Sacó de la mochila un bloc de notas estropeado y lleno de manchas. Entonces miró a Sasha con desconfianza, se apartó de ella y encorvó el cuerpo sobre las páginas del bloc. A continuación, se levantó con sorprendente agilidad y se cercioró de que el calvo no se hubiera quedado en las cercanías. Dio un total de diez pasos, muy lentos, hasta la salida del túnel, y no se quedó satisfecho hasta que se hubo asegurado de que allí no había nadie. Se recostó contra la puerta, interpuso la mochila entre Sasha y él, y se abstrajo en la lectura.
Leía intranquilo. Murmuraba para sí palabras incomprensibles. Se quitó los guantes, agarró la cantimplora y vertió unas gotas de agua sobre el cuadernillo. Luego siguió leyendo. Al poco empezó a secarse el sudor de las manos con las perneras del pantalón, a golpearse la frente, a tocarse, por el motivo que fuera, la máscara de gas. Y siguió leyendo con afán. Sasha se contagió de su agitación, se olvidó de sus propios pensamientos y se acercó a Homero. El viejo estaba demasiado concentrado para darse cuenta.