Authors: Dmitry Glukhovsky
Los soldados no osaban dirigirse a los pasajeros. Tan sólo se oía un rítmico gimoteo cada vez que accionaban la palanca.
—¿Cómo lo has conseguido? —le preguntó Sasha a Leonid.
—Con hipnosis. —El muchacho le guiñó el ojo.
—¿Y qué es esa documentación que llevas? —Lo miró con desconfianza—. ¿Cómo puede ser que te dejen entrar en todas partes?
—Existen pasaportes distintos para cada situación —fue su vaga respuesta.
Sasha se acercó mucho a Leonid para poder hablarle sin que los soldados la oyeran.
—¿Quién eres?
—Un Observador —le susurró él.
Si Sasha no hubiese mantenido la boca cerrada, sus preguntas habrían brotado como un torrente. Pero los soldados los escuchaban disimuladamente. Incluso parecía que los chirridos de la palanca se hubieran vuelto más suaves.
La muchacha tuvo que esperar hasta la Frunzenskaya, una estación desolada y sin color, cuyo pálido rostro estaba adornado con banderas rojas. El mosaico que cubría el suelo estaba estropeado, las anchas columnas habían sufrido los estragos del tiempo y, en lo alto, las bóvedas parecían estanques de aguas negras. Lámparas de escasa potencia colgaban sobre las cabezas de sus habitantes, a lo largo de cables tendidos entre las columnas. La luz era valiosa y no se permitía el despilfarro de un solo destello. Y reinaba por doquier una sorprendente pulcritud: varias mujeres se afanaban en limpiar el andén.
La estación estaba abarrotada pero, cada vez que Sasha miraba a sus habitantes, éstos se sobresaltaban y hacían como que estaban atareados, sólo para abandonar la labor y ponerse a cuchichear tan pronto como la muchacha les daba la espalda. En cuanto Sasha se volvía de nuevo hacia ellos, los susurros cesaban y todo el mundo volvía a su trabajo. No parecía que nadie quisiera mirarla a los ojos, como si la cortesía lo hubiera prohibido.
Sasha miró a Leonid.
—¿Aquí no suele haber forasteros?
El músico se encogió de hombros.
—Yo lo soy.
—Entonces, ¿dónde está tu hogar?
—En cualquier sitio donde no reine esta seriedad. —Sonrió con malicia—. Donde se comprenda que el hombre no vive solamente de comer. Donde no se olvide el ayer, aun cuando el recuerdo duela.
—Háblame de la Ciudad Esmeralda —le dijo Sasha en voz baja—. ¿Por qué se ocultan… por qué os ocultáis?
—Los dueños de la Ciudad Esmeralda desconfían de los habitantes de la red de metro… —Leonid tuvo que interrumpirse para negociar con los vigilantes que se hallaban a la entrada del túnel. Luego, Sasha y él se adentraron en la penumbra. Leonid prendió fuego a la mecha de una lámpara de aceite y siguió explicándole—: Desconfían de ellos, porque los habitantes de la red de metro pierden poco a poco su rostro humano. Además, aún viven aquí algunos de los hombres que empezaron aquella terrible guerra. Aunque ninguno de ellos lo admitirá, ni siquiera ante sus mejores amigos. Los seres humanos que viven en la red de metro son incorregibles. Lo único que se puede hacer es temerlos, mantenerse a distancia de ellos, observarlos. Si tuvieran noticia de la Ciudad Esmeralda, la devorarían y luego la vomitarían. Eso es lo que hacen con todo lo que pueden agarrar. Los cuadros de los grandes maestros arderían. Ardería el papel, y todo lo que está impreso sobre él. El edificio de la universidad, que ya está muy deteriorado, se vendría abajo. La única sociedad que ha alcanzado la justicia y la armonía dejaría de existir. La gran Arca llegaría a su fin. Y no quedaría nada.
Sasha se sintió ofendida.
—¿Por qué pensáis que no podemos cambiar?
—No todo el mundo lo piensa. —Leonid la miró de reojo—. Los hay que tratan de hacer algo.
—Pero no parece que se esfuercen mucho. —Sasha suspiró—. Ni siquiera el viejo sabía nada sobre ellos.
—Y, con todo, sí que ha oído algo —dijo el joven en tono enigmático.
—¿Te refieres a… la música? —adivinó Sasha—. ¿Tú eres uno de los que tratan de cambiarnos? Pero ¿cómo?
—Mediante el poder de la belleza —bromeó el músico.
***
Un ordenanza empujaba la silla de ruedas, y Homero se esforzaba por no quedarse atrás. A duras penas podía seguirle el paso. De vez en cuando volvía la mirada hacia el gigantesco guardia que lo acompañaba.
—Por si de verdad no conoce usted la historia —decía Melnik—, se la voy a contar. Así, si en la Borovitskaya no encuentro al hombre que usted me dice, tendrá algo con que entretener a sus compañeros de celda. .. Hunter fue uno de los mejores combatientes de la Orden, un verdadero cazador. Tenía el olfato de un animal, y se entregaba en cuerpo y alma a nuestra causa. Fue él quien hace un año y medio se puso sobre la pista de los negros. En la VDNKh. ¿Le suena?
—¿En la VDNKh? —repitió Homero, pensativo—. Sí, allí había unos mutantes invulnerables que leían el pensamiento y se volvían invisibles, ¿verdad? Yo creía que se llamaban «oscuros».
—Qué más da… fue el primero en tener noticia de los rumores y dio la alarma, pero no disponíamos de hombres ni de tiempo suficiente. Por ello, le negué mi apoyo. Estaba ocupado con otros asuntos. —Melnik gesticuló con el muñón—. Hunter se puso en camino sin que nadie lo acompañara. La última vez que contactamos, me hizo saber que esas criaturas eran capaces de dominar las voluntades ajenas e inspirar en todo el mundo miedo y pavor. Era un guerrero increíble, sí, un guerrero nato. Por sí solo, valía tanto como una unidad entera…
—Lo sé —murmuró Homero.
—Y no sabía lo que era el miedo. Nos envió a un joven con el mensaje de que saldría a la superficie para liquidar a los negros. Si no regresaba, tendríamos que llegar a la conclusión de que el peligro era mayor de lo que habíamos supuesto al principio. Desapareció. Entendimos que lo habían matado. Tenemos un sistema propio para transmitirnos mensajes: todo el que sigue vivo, está obligado a informar una vez por semana. ¡Obligado! Pero él no nos ha dicho nada durante más de un año.
—¿Y qué sucedió con los negros?
Melnik contrajo el rostro en una sonrisa sardónica.
—Arrasamos todo su territorio con misiles Smertsch
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. Desde entonces, no hemos tenido más noticias sobre ellos. Ni una carta, ni una llamada. Las salidas de la VDNKh están selladas, la vida ha vuelto a su curso. El joven aquel no resistió la presión psicológica pero, según he oído, luego se recobró. Ahora lleva una vida normal, e incluso se ha casado. Pero Hunter… pesa sobre mi conciencia. —El ordenanza empujó la silla de ruedas por una rampa de acero. Los bibliotecarios que estaban reunidos abajo se llevaron un sobresalto. Esperó al viejo, que estaba casi sin aliento, y añadió—: Esto último no debería contárselo a sus eventuales compañeros de encierro.
Al cabo de un minuto llegaron a la celda. Melnik ordenó que no se abriera la puerta. Se apoyó en el ordenanza, apretó los dientes, se levantó y observó por la mirilla. Le bastó una fracción de segundo.
Luego, exhausto, como si hubiera hecho a pie todo el camino desde la Arbatskaya, se dejó caer sobre la silla de ruedas, volvió hacia Homero sus ojos apagados y dictó sentencia:
—No es él.
***
—Yo no creo que mi música me pertenezca —dijo Leonid, que de repente estaba muy serio—. No tengo ni idea de cómo me llega a la cabeza. Me veo a mí mismo como el cauce de un río. Sólo soy el instrumento. Si quiero tocar, me llevo la flauta a los labios. Pero es como si hubiera otro que se adueñara de mis labios… y es así como brota la melodía…
—Eso se llama inspiración —le susurró Sasha.
El joven abrió los brazos.
—Sea como fuere, no es mía, me viene desde fuera. Y no tengo ningún derecho a mantenerla oculta en mi interior. Se comunica de un ser humano a otro. Empiezo a tocar, y veo que todo el mundo se reúne a mi alrededor: ricos y pobres, los que tienen el cuerpo cubierto de costras y los que tienen la piel lustrosa, los locos, los tullidos, los pudientes… todo el mundo. Mi música mueve algo en su interior, de tal manera que todos ellos coinciden en una única tonalidad. Digamos que yo soy el diapasón. Soy capaz de ponerlos en armonía, aunque sea por poco tiempo. Entonces, su sonido es tan puro… todos ellos cantan… ¿cómo voy a explicártelo?
—Lo explicas muy bien —le dijo Sasha, pensativa—. Yo misma lo he observado.
—Tengo que esforzarme por… plantar en ellos una semilla. En un caso se agostará, pero puede que en otro germine. Aunque no redimo a nadie… eso no lo puedo hacer.
—Pero ¿por qué no quieren ayudarnos los otros habitantes de la Ciudad Esmeralda? Y tú, ¿por qué no quieres admitir que es eso lo que estás haciendo?
***
Leonid calló hasta que hubieron llegado a la Sportivnaya. La estación se veía enfermiza y pálida, exageradamente solemne y sumida en el desconsuelo, igual que las otras. Y, además, se veía baja y estrecha, opresiva como una venda en el cráneo. Olía a humo, pobreza y orgullo. Tan pronto como estuvieron en ella, una sombra se les pegó a los talones. Dondequiera que fuesen, los seguía siempre a una distancia exacta de diez pasos.
La muchacha aceleró, pero el músico la detuvo.
—Ahora no. Tenemos que esperar. —Se sentó sobre un banco de piedra y abrió los cierres del estuche de su flauta.
—¿Por qué?
—La puerta se abre sólo a horas convenidas.
—¿Cuándo? —Sasha volvió los ojos hacia las cifras del reloj de la estación. Si eran correctas, les quedaban sólo doce horas.
—Te lo diré cuando llegue el momento.
—¡Siempre lo estás retrasando todo! —Lo miró de arriba abajo y se alejó de él—. ¡Primero me prometes que me vas a ayudar y, luego, una vez más, tratas de retenerme!
—Sí. —El joven respiró hondo y la miró a los ojos—. Quiero retenerte.
—¿Por qué? ¿A causa de qué?
—No estoy jugando contigo. Puedes creerme: si quisiera jugar, ya habría encontrado a alguien. No me dan calabazas a menudo. Creo que me he enamorado de ti. Dios mío, qué banal ha sonado…
—¡Eso no te lo crees ni loco! Son palabras, nada más que palabras.
El joven siguió hablando con extrema seriedad.
—Existe un método para distinguir entre el amor y el juego.
—¿Cuando se engaña para conseguir a alguien, se puede hablar de amor?
—El juego se puede adaptar siempre a las circunstancias del momento. Pero el amor pone fin a la vida que se había vivido previamente. Para el amor de verdad, las circunstancias son del todo indiferentes.
—Con eso no tengo ningún problema. Nunca he vivido una vida de verdad. Ahora, llévame hasta la puerta.
Leonid contempló a la muchacha con ojos tristes, se recostó en la columna y cruzó los brazos sobre el pecho. Tomó aliento varias veces, como para iniciar la frase con la que mandaría a paseo a Sasha, pero luego se relajaba de nuevo sin haber dicho palabra. Al final se derrumbó y confesó, desconsolado:
—No puedo ir contigo. No me permiten regresar.
—¿Qué significa eso?
—No puedo regresar al Arca. Me han desterrado.
—¿Desterrado? ¿Por qué?
—Por un asunto. —Se volvió y habló en voz muy baja, y, aunque Sasha se encontraba tan sólo a un paso de él, no lo entendió todo—. Un asunto personal. Con un bibliotecario. Me humilló delante de testigos… esa misma noche me emborraché y le pegué fuego a la biblioteca. El hombre murió abrasado junto con toda su familia. Por desgracia, se había abolido la pena de muerte. Me la habría merecido. Pero, en cambio, me desterraron. De por vida. No puedo regresar jamás.
Sasha cerró los puños.
—Entonces, ¿por qué me has traído hasta aquí? ¿Por qué me has hecho perder el tiempo?
—Tú sí puedes hacer el intento de llamar a su puerta —murmuró Leonid—. En un túnel lateral, a veinte metros de la entrada, hay una marca de color blanco. Debajo de ésta, en el suelo, se encuentra una tapa de goma, y debajo de la tapa el botón de un timbre. Tienes que hacer tres llamadas breves, tres largas y otras tres breves. Ésa es la señal de los Observadores que regresan…
Leonid ayudó a Sasha a pasar los tres puestos de vigilancia y luego regresó a la estación. En el momento de la despedida, el muchacho trató de ponerle en las manos un viejo rifle de asalto que había sacado de alguna parte, pero Sasha no lo quiso. Tres llamadas breves, tres largas, tres breves. Sólo necesitaba eso. Y una linterna.
El túnel que partía de la Sportivnaya parecía, al principio, silencioso y desolado. La Sportivnaya era la última estación habitada en aquella línea, y por ello todos los puestos de defensa por los que había pasado con Leonid parecían más bien pequeñas fortalezas. Pero Sasha no sentía ningún miedo.
Sólo pensaba en una cosa: que le faltaba muy poco para llegar al umbral de la Ciudad Esmeralda.
Y si la Ciudad Esmeralda no existía, tampoco le quedarían motivos para tener miedo.
El túnel lateral estaba en el lugar que Leonid le había indicado. Una reja muy oxidada lo cerraba, pero había un hueco suficientemente grande para pasar al otro lado. Unos cien pasos más allá, una plancha de acero cerraba una puerta de seguridad también de acero. Sasha se quedó con la impresión de hallarse ante algo eterno e indestructible.
Sasha contó otros cuarenta pasos y, por fin, descubrió en la oscuridad una marca blanca sobre una pared húmeda, que parecía transpirar. También vio enseguida la tapa de goma. Tiró de ella, encontró a tientas el botón del timbre y miró de nuevo el reloj que Leonid le había dado. ¡Lo había conseguido! ¡Había llegado en el momento justo! Tuvo que esperar todavía unos minutos que se le hicieron eternos, y luego cerró los ojos…
Tres breves.
Tres largas.
Tres breves.
Artyom bajó el cañón del arma. Estaba ardiendo. El sudor y las lágrimas le escocían en los ojos, pero la máscara de gas le impedía enjugárselos con la mano. ¿Y si se la arrancaba? Qué importaba ya…
Los gritos de los infectados eran más fuertes que el sonido de las ráfagas. ¿Cómo podía explicarse, si no, que siguieran saliendo en rebaño del vagón y se arrojaran contra la lluvia de plomo? ¿No oían el estruendo? ¿No comprendían que los matarían al instante? ¿Qué esperanzas abrigaban? ¿Acaso les daba todo igual?
Un trecho de varios metros frente a la puerta estaba cubierto de cadáveres hinchados. Algunos aún se agitaban, e incluso quedaba alguien que lloriqueaba en el horripilante túmulo. El grano de pus había reventado. Los que todavía se hallaban dentro del vagón se apretujaban, temerosos, y trataban de esconderse de las balas.