Authors: Dmitry Glukhovsky
—¿Cuándo van a llegar?
—Pronto —le prometió Homero.
—La Serpukhovskaya amenaza insurrección. —El jefe se secó el sudor de la cara y salió al recibidor—. Alguien ha ido contando lo de la epidemia. Nadie sabe lo que puede ocurrir y ahora, encima, también están diciendo no sé qué cuentos de que las máscaras de gas no protegen contra la enfermedad.
—Eso no son cuentos —le objetó Leonid.
—En uno de los túneles meridionales que llevan a la Tulskaya, un destacamento de guardia entero ha abandonado su puesto. ¡Cerdos cobardes! En el otro túnel, donde se encuentra el tren de los sectarios, la guardia aún no se ha movido, aunque los fanáticos los acosan, y les gritan no sé qué sobre el Juicio Final. Y en mi propia estación podría estallar en cualquier momento el caos. ¿Dónde están los de la Orden? ¡Son nuestra única salvación!
De repente, alguien gritó un insulto en la estación. Otro vociferó, y a continuación se oyeron los ladridos de los guardias. Como nadie respondía a su pregunta, Andrey Andreyevich se metió de nuevo en su despacho.
Poco después se oyó desde fuera el débil sonido de un cuello de botella contra un vaso. Como si hubiera esperado a que el jefe se marchara de la antesala, la lucecita roja de uno de los teléfonos que se hallaban sobre la mesa del ordenanza empezó a parpadear. Era el aparato con la tira de esparadrapo que decía: TULSKAYA.
Homero vaciló un segundo, dos segundos, pero luego se acercó a la mesa, se lamió los labios resecos y respiró hondo.
—¡Dobryninskaya al habla!
***
—¿Qué tengo que decirles? —Artyom miraba como alelado a su comandante.
Éste aún no había recobrado la consciencia. Sus ojos vidriosos, opacos como si hubiera descendido sobre ellos un telón, iban de un lado para otro y apuntaban repetidamente hacia arriba. Un acceso de tos le sacudió todo el cuerpo. «Perforación pulmonar», pensó Artyom.
—¿Aún estáis con vida? —gritó al receptor—. ¡Los infectados han escapado!
Entonces se le ocurrió que al otro extremo de la línea nadie tenía ni idea de lo que sucedía en la Tulskaya. Había que contárselo y explicárselo todo.
Oyó en el andén el chillido de una mujer, y luego una ráfaga de ametralladora. Los sonidos se colaban por el hueco de la puerta entornada. No era posible escapar de ellos. Al otro extremo de la línea le respondió alguien, que le preguntó algo, pero le costaba mucho entenderlo.
—¡Tenéis que cerrar la entrada! —se apresuró a decirle Artyom—. Acribilladlos. ¡Y manteneos a distancia!
Pero ellos no sabían cuál era el aspecto de los enfermos. ¿Cómo podía describirlos? ¿Como criaturas hinchadas, reventadas, apestosas? Pero los que se habían contagiado hacía poco tenían un aspecto completamente normal.
—Disparad a matar —dijo mecánicamente.
¿Y qué pasaría si él mismo trataba de abandonar la estación? ¿Tirarían a matar también contra él? ¿Acababa de dictar su propia sentencia de muerte? No, no iba a salir de allí. No quedaba nadie sano. De pronto, Artyom sintió una soledad infinita.
—Por favor, no cuelgue —suplicó.
Artyom no sabía muy bien qué podía decirle al desconocido que se hallaba al otro extremo de la línea. Pero le contó sus muchos y vanos intentos de contactar, y de su temor de que no quedara en toda la red de metro ni una sola estación con vida. Llegó a pensar que tal vez estuviera telefoneando a un futuro en el que nadie había sobrevivido. También eso se lo contó al desconocido. No tenía por qué temer al ridículo. No tenía por qué temer a nada. Lo importante era que hubiese alguien con quien hablar.
—¡Popov! —gritó de repente, a sus espaldas, la voz ronca del comandante—. ¿Has contactado con el puesto del norte? ¿La puerta… está cerrada?
Artyom se volvió y negó con la cabeza.
—¡Idiota! —El comandante escupió sangre—. No sirve para nada… ahora escúcheme bien: la estación está minada. He descubierto unas tuberías en el techo. Por ellas circulan aguas subterráneas. Les he puesto unas cargas… en cuanto las hagamos estallar, esta estación de mierda se inundará. Los conmutadores están aquí, en la sala de comunicaciones. Pero antes habrá que ir a cerrar la puerta norte… y controlar que la del sur siga cerrada. La estación tiene que quedar totalmente aislada, ¿lo entiende? Para que no desaparezca la red de metro entera. Cuando todo esté a punto, me avisa… ¿el enlace con la guardia aún funciona?
—Sí, señor. —Artyom asintió con la cabeza.
—Y procure salir a tiempo. —El comandante trató de esbozar una sonrisa atormentada, pero un nuevo acceso de tos se lo impidió—. No sería justo…
—Pero ¿qué va a ser de usted? ¿Se va a quedar aquí?
El comandante arrugó la frente.
—¡No sufra por mí, Popov! Cada uno de nosotros ha nacido con un destino. El mío es ahogar a esos cerdos. El suyo, cerrar las escotillas y morir como un hombre de verdad. ¿Queda entendido?
—¡Sí, señor!
—Entonces, dése prisa.
***
El auricular quedó de nuevo en silencio.
Había que darles las gracias a los dioses del teléfono de que Homero hubiese entendido bastante bien la mayoría de las palabras del soldado de la Tulskaya. Las últimas frases, sin embargo, no se oían con claridad, y, al fin, se había interrumpido la conexión.
El viejo levantó la mirada. Frente a él se erguía la panza de Andrey Andreyevich. El uniforme azul del jefe de estación tenía manchas oscuras en las axilas. Sus gruesas manos temblaban.
—¿Qué sucede allí? —preguntó con voz inexpresiva.
—La situación se encuentra fuera de control. —Homero tragó saliva—. Envíe a todos los hombres disponibles a la Serpukhovskaya.
—No servirá de nada. —Andrey Andreyevich se sacó una Makarov del bolsillo de los pantalones—. Aquí reina el pánico. Los pocos hombres fiables que me quedaban los he apostado en los túneles que conducen a la Línea de Circunvalación. Así, por lo menos, nadie saldrá de aquí.
—Pero ahora pueden tranquilizarse. Hemos… la fiebre se cura. Con radiactividad. Dígaselo…
—¿Radiactividad? —El jefe de estación hizo una mueca—. ¿Y usted se lo ha creído? ¡Bueno, pues, vaya usted con mi bendición!
Andrey Andreyevich le hizo un saludo militar en plan de burla, cerró la puerta a sus espaldas y se encerró en su despacho.
¿Qué hacer? Homero, Leonid y Sasha no podrían salir de allí. Y, por cierto, ¿dónde estaban los dos jóvenes? ¡Se habían largado!
Homero salió al corredor con la mano sobre su acelerado corazón. Corrió hasta el andén y gritó el nombre de los dos jóvenes. Habían desaparecido.
En la Dobryninskaya reinaba el caos. Mujeres con niños y hombres cargados con grandes sacos se encaraban con el mal pertrechado cordón militar. Entre las tiendas derribadas por el suelo merodeaban individuos sigilosos, nada fiables, pero no había quien les prestara atención. Homero había presenciado situaciones semejantes: los soldados empezarían por arrear patadas a quienes los pisaran sin querer, y acabarían por disparar contra personas desarmadas
De súbito se oyó un gemido en el túnel.
El barullo y los gritos cesaron, y en su lugar hubo exclamaciones de perplejidad. Se oyó de nuevo el desacostumbrado y estentóreo sonido, como si se hubiera tratado de la trompetería de una legión romana que se hubiese equivocado de milenio y marchara sobre la Dobryninskaya…
Los soldados se apresuraron a desmontar las barreras. De las fauces del túnel emergió una criatura gigantesca: un vehículo blindado. Su pesado cráneo —la cabina del piloto—- estaba protegido por planchas de acero sujetas con remaches. No había otra abertura que unas estrechas aspilleras. Sobre esa misma cabina se habían montado dos ametralladoras de gran calibre. Detrás de la cabeza venía un tronco estrecho y largo. Finalizaba en una segunda cabeza astada que miraba en la dirección opuesta. Homero no había visto en toda su vida un monstruo semejante.
Ídolos sin rostro se sentaban sobre el acorazado, negros como cuervos. Todos ellos eran semejantes, vestían trajes aislantes completos y chalecos de kevlar, máscaras de gas de un tipo desconocido y mochilas militares especiales. No parecía que pertenecieran a aquel tiempo, y ni a aquel mundo.
El tren se detuvo. Los recién llegados saltaron al andén con sus pesadas armas, sin prestar atención a la masa humana que se había congregado, y formaron en tres hileras. Entonces dieron media vuelta y marcharon como un solo hombre, como una máquina, con pasos acompasados, estruendosos, hacia el corredor que enlazaba la Dobryninskaya con la Serpukhovskaya. Sus fuertes pisadas se imponían tanto a los temerosos murmullos de los adultos como al llanto de los niños. Homero corrió tras ellos y trató de identificar a Hunter entre las docenas de soldados. Pero la mayoría medían casi lo mismo y sus impenetrables trajes parecían encajar como un molde sobre sus anchos hombros.
Todos ellos portaban un mismo y terrorífico armamento: lanzallamas y rifles Vintorez
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con silenciador. Nada de escarapelas, ni de blasones, ni de insignias.
¿Sería uno de los tres que iban al frente?
Homero le tomó la delantera a la columna, hizo gestos con la mano, observó los visores de las máscaras de gas. Pero siempre descubría la misma mirada pétrea e indiferente. Ninguno de los recién llegados reaccionó, ninguno de ellos reconoció a Homero. ¿Seguro que Hunter se encontraba entre ellos? Tenía que estar allí. ¡Tenía que encontrarlo!
Homero no había conseguido localizar ni a Sasha ni a Leonid en el pasillo. ¿Tal vez se había impuesto el buen sentido y el músico había llevado a la muchacha a un lugar seguro? Sí, ojalá se hubieran alejado del baño de sangre que iba a tener lugar. Homero procuraría luego negociar un arreglo con Andrey Andreyevich, si es que éste aún no se había pegado un tiro en la cabeza.
Cual martillo de atleta, la formación se abrió paso entre la muchedumbre a paso acelerado. Nadie se atrevía a interponerse en su camino. Incluso los guardias fronterizos de la Hansa se apartaban a un lado. Homero se decidió a seguir a la columna. Tenía que asegurarse de que no le sucediera nada a Sasha.
Ninguno de los soldados se lo impidió. Para ellos era como un perro que ladrase y corriera en pos de una dresina.
Cuando hubieron entrado en el túnel, los tres lanzallamas de la primera línea empezaron a vomitar fuego, brillantes como mil candelas, y abrasaron la oscuridad que los envolvía. Ninguno de los soldados hablaba. El silencio era opresivo, antinatural. Debía de ser consecuencia de su entrenamiento. Con todo, Homero no lograba liberarse de la sensación de que sí, los cuerpos de aquellos hombres eran duros como el acero, pero sus almas habían muerto. Estaba contemplando una perfecta máquina de matar, cuyas piezas carecían de voluntad. Sólo uno de ellos, que en su apariencia no se distinguía de los demás, llevaba dentro de sí el plan de acción: cuando pronunciara la orden «fuego», los demás, sin pensarlo, pegarían fuego a la Tulskaya y a cualquier otra estación, junto con todos los que vivieran dentro.
Por suerte, no fueron por el túnel en el que estaba parado el tren de los sectarios. Así, los desgraciados tendrían algo más de tiempo hasta que los alcanzara el fuego de la expiación. Primero había que acabar con la Tulskaya, y luego les tocaría a ellos…
De repente, como en respuesta a una señal invisible, la columna aminoró la marcha. Al cabo de un minuto, Homero comprendió el porqué: se hallaban cerca de la estación.
El silencio transparente, casi cristalino, permitía oír los gritos.
Y entonces algo salió al encuentro de los recién llegados, tan ligero e inesperado que el viejo llegó a dudar de su propio entendimiento: una música maravillosa.
***
Homero escuchaba como hechizado. No prestaba atención a nada, salvo a la voz nasal que se oía en el auricular. Y de pronto, Sasha comprendió que había llegado el momento de separarse de él.
Se escabulló del despacho, esperó fuera a que saliese Leonid y se marchó con él. Primero tomaron el pasillo de la Serpukhovskaya y luego el túnel que llevaba hasta el lugar donde su ayuda podía ser necesaria. Donde aún podría salvar vidas.
El mismo túnel que la llevaría hasta él. Hasta Hunter.
—¿No tienes miedo? —le preguntó a Leonid.
El joven le sonrió.
—Desde luego que sí. Pero también tengo la ligera sospecha de que, por fin, voy a hacer algo importante.
—No hace falta que me acompañes. Podría ser que allí nos aguardara la muerte. También podríamos quedarnos aquí y no ir a ninguna parte.
—Nadie sabe lo que el futuro nos puede deparar —le respondió Leonid, al tiempo que levantaba el dedo índice e hinchaba los carrillos burlonamente para darse aires de enterado.
—Pues yo pensaba que lo decidía uno mismo.
—Déjalo ya. —Una sonrisa irónica afloró a los labios de Leonid—. Todos nosotros somos como ratas en un laberinto. Tiene portezuelas corredizas, y los investigadores que nos observan las abren en ocasiones, y otras veces las cierran. Si encuentras cerrada la puerta de la Sportivnaya, puedes arañarla cuanto quieras: no se va a abrir por nada del mundo. Y si detrás de la puerta siguiente te acecha una trampa, caerás igualmente en ella, aun cuando la hayas presentido. En realidad, no existe otro camino. Tenemos una sola alternativa: seguir adelante, o morir en señal de protesta.
Sasha arrugó la frente.
—¿No te da rabia tener que vivir así?
—No, lo que me da rabia es la estructura de mi columna vertebral.
No puedo estirar la cabeza lo suficiente para mirar a la cara al autor de este experimento.
—Esto no es ningún experimento. Si es necesario, las ratas pueden abrirse camino a mordiscos incluso en el cemento.
Leonid se rió.
—Eres una rebelde. Yo, en cambio, soy un oportunista.
Sasha negó con la cabeza.
—Eso no es cierto. Tú también crees que es posible transformar a los seres humanos.
—Me gustaría creerlo.
Leonid y Sasha pasaron junto a un puesto de guardia. Era obvio que sus ocupantes lo habían abandonado con toda precipitación. Entre los rescoldos humeantes de la hoguera todavía brillaban algunas brasas. A su lado había una revista con fotos de mujeres desnudas. Tenía las páginas manchadas y rotas. Sobre la pared colgaba un estandarte de campaña casi hecho jirones.
Al cabo de unos diez minutos tropezaron con el primer cadáver.
A primera vista no parecía humano. Tenía los brazos y piernas muy abiertos, y se le habían hinchado de tal modo que la ropa se le había rasgado. Y su rostro superaba en monstruosidad a todo lo que Sasha hubiera visto en su vida.