Metro 2034 (37 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
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No parecía, sin embargo, que la muchacha quisiese colaborar con ellos. Mientras que Homero se había acomodado a la idea de que la Tulskaya y la Serpukhovskaya se habían transformado en Sodoma y Gomorra, Sasha persistía en agarrarse a un clavo ardiendo. Homero no creía que fuera posible encontrar unas píldoras, o una vacuna, un suero, antes de que Hunter pusiera fin a la epidemia a sangre y fuego. Sasha, por el contrario, buscaría un medicamento hasta el final.

Homero no era soldado, ni médico, y, por encima de todo, era demasiado viejo para creer en milagros. Con todo, una parte de su corazón soñaba apasionadamente con la salvación, y era esa misma parte la que había arrancado de sí y había dejado marchar… junto con Sasha.

Le había cedido a la muchacha la misión que él mismo no se atrevía a emprender. Y en la renuncia a seguir su propio camino había encontrado la paz.

Todo terminaría en veinticuatro horas. Entonces, Homero desertaría, se buscaría una celda solitaria y acabaría de escribir el libro. Por fin sabía de qué iba a tratar.

De cómo un animal racional devoraba una estrella mágica que había caído del cielo, un destello celeste, y se transformaba en ser humano. De cómo el ser humano robaba el fuego de los dioses, pero no lograba domesticarlo, y el mundo entero se abrasaba. De cómo, cien siglos más tarde, se le arrebataba el destello de lo humano a modo de castigo.

Yde cómo entonces no se transformaba de nuevo en animal, sino en algo mucho más terrible, algo que no tenía nombre.

El jefe de guardia se metió el puñado de cartuchos en el bolsillo y le estrechó la mano al músico para sellar el acuerdo.

—Por un pago adicional y simbólico, puedo hacer que os lleven —explicó.

—Prefiero los paseos románticos —le respondió Leonid.

El jefe de guardia no desistió y le susurró al músico:

—Mira, yo no puedo permitir que vosotros dos entréis en nuestro túnel sin ninguna compañía. Tendréis que viajar con escolta, porque tu chica no lleva documentación de ningún tipo. Pero si me pagas un extra me encargaría de que os llevaran enseguida a un lugar donde estuvierais solos y pudierais pasar un buen rato.

—¡Eso no nos hace ninguna falta! —dijo Sasha, muy resuelta, interponiéndose entre ambos.

El músico se inclinó ante ella.

—Haremos como si los guardias fueran nuestro séquito. El príncipe y la princesa de Mónaco salen a pasear.

—¿La princesa de qué? —exclamó Sasha.

—De Mónaco. Es un principado que existió hace tiempo. En la Costa Azul…

—Escúchame —lo interrumpió el jefe de guardia—. Si estás decidido a ir a pie, tendréis que poneros en marcha ahora mismo. Tu cargador es fantástico, pero los muchachos tienen que estar en la base al anochecer. ¡Eh, Muleta! —le gritó a uno de los soldados—. Acompaña a estos dos a la Kievskaya. Cuando os encontréis con la patrulla, les dices que se trata de una deportación. Llévalos hasta la línea radial, y luego para casa. —Se volvió hacia Leonid—. ¿Estamos de acuerdo?

—A sus órdenes —le respondió él, y le hizo un saludo militar en plan de broma.

El jefe de guardia le guiñó el ojo.

—Siempre que usted quiera, a su disposición.

¡Qué distintos eran los dominios de la Hansa y el resto de la red de metro! En todo el trecho que unía la Paveletskaya y la Oktyabrskaya no había ni un solo lugar en el que reinara la absoluta oscuridad. Cada cincuenta pasos había una lámpara colgada de un cable sujeto a la pared y su luz bastaba para llegar hasta la siguiente. Incluso los túneles de emergencia y pasadizos conectados al túnel estaban tan bien iluminados que todos los terrores se desvanecían.

De haber podido, Sasha habría echado a correr, para ganar unos preciosos minutos. Pero Leonid la convenció de que no tenían ningún motivo para darse prisa. También se negaba a explicarle adonde irían desde la Kievskaya. El joven caminaba a buen ritmo, pero sin premura, visiblemente aburrido. Se notaba que había transitado a menudo por los túneles de la Línea de Circunvalación, inaccesibles a los mortales ordinarios.

—Estoy contento de que tu amigo siempre actúe de la manera que le parece correcta —dijo Leonid al cabo de un rato.

Sasha arrugó la frente.

—¿De qué me hablas?

—Si se preocupara por la población civil igual que te preocupas tú, habríamos podido traerlo. Pero nos hemos dividido en parejas, y cada uno hace lo que le dicta su entendimiento. A él, matar y a ti, curar…

—¡Él no quiere matar a nadie! —le dijo ella con aspereza y alzando la voz.

—Sí, claro. Es su trabajo. —Exhaló un suspiro—. ¿Quién soy yo para juzgarlo?

—¿Y a qué te dedicarás tú cuando seas mayor? —le dijo ella sin disimular su tono burlón—. ¿Al juego?

Leonid sonrió.

—Lo único que haré será estar contigo. ¿Qué más necesito para ser feliz?

La joven negó con la cabeza.

—Eso es lo que dices tú. No me conoces de nada. ¿Cómo te voy a hacer feliz?

—Yo ya sé cómo. A mí me basta con ver a una muchacha linda, y al instante me pongo de buen humor. Y además…

—¿Me estás diciendo que entiendes de belleza? —La joven lo miró de reojo.

Él asintió.

—Es lo único de lo que entiendo.

La muchacha desarrugó el entrecejo.

—¿En qué soy tan especial?

—¡Es que brillas! —En esta ocasión parecía que hubiera hablado en serio. Pero, al instante, el músico dejó que la muchacha se adelantara, y sus ojos se deslizaron sobre ella—. Lástima que vistas ropa tan burda.

—¿Qué es lo que no te gusta? —También ella aminoró la marcha. Le molestaba que el joven la mirara desde atrás.

—Tu vestido no deja pasar la luz. Y yo soy como una polilla. —Aleteó con las manos y puso cara de imbécil—. Siempre vuelo hacia la llama.

Una ligera sonrisa afloró a los labios de la joven. Decidió seguirle el juego.

—¿Tienes miedo de la oscuridad?

—¡De la soledad! —Leonid puso cara triste y cruzó las manos sobre el pecho.

No habría tenido que decirlo. Mientras tocaba las cuerdas, había valorado mal su resistencia, y cuando estaba a punto de hacer sonar la más frágil y delgada, ésta se rompió con un feo chasquido.

La débil corriente de aire del túnel, que se había llevado por delante todos los pensamientos serios y había empujado a Sasha a juguetear con las insinuaciones del músico, perdió fuerza. De golpe, el humor alegre que le habían inspirado las frívolas indirectas de Leonid desapareció como arrastrado por el viento. La muchacha volvía a estar seria y se hacía reproches por haberse dejado llevar por el joven. ¿Sería tan sólo por esa atractiva frivolidad por lo que se había marchado con él y había abandonado a Hunter y al viejo?

—Como si tú supieras lo que es eso —murmuró Sasha, y apartó la cara.

***

La Serpukhovskaya, pálida de terror, se había hundido en la oscuridad.

Soldados, provistos con máscaras antigás, bloqueaban los accesos a los túneles y al corredor que la conectaba con la Línea de Circunvalación. Se oía como un rumor que se anticipaba a la catástrofe, como cuando alguien sacude una colmena. Una escolta acompañaba a Hunter y Homero por la sala como si fueran dos altos dignatarios, y los habitantes de la Serpukhovskaya trataban de leer en sus ojos si se hallaban al corriente de la situación, y, si era así, cuál podía ser el destino que les aguardaba. Homero miraba al suelo. No quería que todos aquellos rostros se le quedaran en los ojos.

El brigadier no le había revelado hacia dónde se dirigía, pero el viejo lo sabía. Iban a la Polis. Cuatro estaciones de metro unidas por corredores, una ciudad con miles de habitantes. La secreta capital de aquel imperio subterráneo que desde hacía mucho tiempo se había dividido en docenas de estados feudales enfrentados entre sí. Un baluarte del conocimiento y un refugio de la cultura. Un santuario que nadie habría osado atacar.

Nadie salvo Homero, el viejo medio loco que andaba esparciendo la infección por el metro

Con todo, durante las últimas veinticuatro horas se había encontrado mejor. Las náuseas se habían suavizado, y la tos de tuberculoso que le había obligado una y otra vez a lavarse la sangre de la máscara de gas había cesado. ¿Acaso su organismo había derrotado por sí solo a la enfermedad? ¿O quizá no había llegado a contagiarse? Quizá se había dejado llevar por su imaginación. En realidad, lo había sabido desde el primer momento pero, de todas maneras, se había dejado dominar por el miedo…

***

El túnel oscuro y silencioso que se extendía después de la Serpukhovskaya tenía mala fama. Homero lo sabía: no encontrarían a nadie en el camino hacia la Polis. Con todo, la Polyanka, la única estación desierta que se encontraba entre las dos habitadas —la Serpukhovskaya y la Borovitskaya— deparaba de vez en cuando alguna sorpresa. Circulaban por el metro no pocas leyendas acerca de ella. Por lo general, los viajeros que la visitaban no habían de temer por su vida. Pero la estación sí podía causar serios daños en su entendimiento…

Homero había estado allí en varias ocasiones, pero nunca se había topado con nada especial. También había explicaciones plausibles para las leyendas que circulaban sobre aquel lugar, y que el viejo, por supuesto, conocía en su totalidad. Homero abrigaba la esperanza de hallar la estación, una vez más, abandonada y muerta, como en tiempos mejores.

Pero unos cien metros antes de llegar a la Polyanka el viejo vislumbró el lejano fulgor de una luz eléctrica, percibió unos primeros ecos, y se adueñó de él un mal presentimiento. Distinguió con nitidez unas voces humanas. Y eso era imposible. Aún peor: Hunter, que habitualmente descubría cualquier traza de vida a cientos de pasos de distancia, no pareció oír nada ni reaccionó de ninguna manera.

El brigadier tampoco prestó atención a las miradas de inquietud de Homero. Se había encerrado en sí mismo y no parecía que estuviera viendo nada de lo que ocurría. ¡La estación estaba habitada! ¿Desde cuándo? Homero se había preguntado no pocas veces por qué los habitantes de la Polis, a pesar de la falta de espacio, nunca habían intentado colonizar la Polyanka y anexionársela. ¡Era su leyenda lo que hasta entonces se lo había impedido! La habían considerado motivo más que suficiente para no acercarse a la extraña estación.

Pero, según parecía, alguien había logrado superar el miedo y había levantado allí una ciudad de tiendas de campaña, y había instalado la necesaria iluminación. ¡Y con qué generosidad malgastaban el fluido eléctrico! Aun sin haber salido del túnel, Homero tuvo que cubrirse los ojos con la mano, para protegerse de las deslumbrantes lámparas de mercurio que colgaban del techo.

¡Era asombroso! Ni siquiera la propia Polis estaba tan limpia y aseada. El polvo y el hollín de los años pasados habían desaparecido de las paredes, los mármoles relucían, y el techo parecía blanqueado el día anterior. Homero contempló el interior de la estación a través de los arcos, pero no alcanzó a ver ni una sola tienda. ¿Acaso no las habían plantado todavía? ¿O quizá lo que querían instalar allí era un museo? Los tíos raros que gobernaban la Polis eran perfectamente capaces de tener ideas como ésa.

Poco a poco, el andén se llenó de gente. No se interesaron por el militar armado hasta los dientes y con la cabeza protegida por el casco de titanio, ni por el viejo cubierto de mugre que andaba al trote a su lado. Es más: Homero, al verlos, se dio cuenta de que no podría ir más allá. Era como si las piernas le hubieran dejado de funcionar.

Todas aquellas personas que se estaban juntando en el borde del andén iban vestidas como si se hubiera rodado en la Polyanka una película sobre los primeros años del tercer milenio. Elegantísimos abrigos y capotes, holgadas chaquetas de varios colores, pantalones vaqueros… la ropa que se llevaba antes de la gran catástrofe. ¿Dónde estaban los anoraks acolchados, el basto cuero de piel de cerdo, el omnipresente color marrón de la red de metro, la tumba de todos los colores? ¿De dónde había salido toda aquella riqueza?

Y los rostros: no eran los rostros de personas que en un solo día hubieran perdido a toda su familia. Parecía que hubieran contemplado poco antes el sol, daban la impresión de haber empezado el día con una ducha caliente, que para ellos no era excepcional. Homero habría jurado que era así. Y además… tuvo la sensación de conocer a muchos de ellos.

Las extraordinarias personas se congregaban en número cada vez mayor, se amontonaban al borde del andén, pero sin descender a las vías. Al cabo de poco tiempo, la abigarrada muchedumbre copaba la estación entera, desde un túnel hasta el otro. Parecía como si todos ellos hubieran salido de fotografías de un cuarto de siglo antes.

Ninguno de ellos miró directamente a Homero en ningún momento. Volvían los ojos en todas direcciones. Contemplaban las paredes.

Leían periódicos. Se miraban disimuladamente los unos a los otros, con admiración o con curiosidad, con desprecio o con simpatía… pero no se fijaban en el viejo, como si de un espectro se hubiera tratado.

¿Por qué se habían reunido en aquel lugar? ¿Qué esperaban?

Tuvo que pasar un rato para que Homero recobrara el control sobre su cuerpo. ¿Dónde estaba el brigadier? ¿Qué explicación podía darle a lo inexplicable? ¿Por qué no había dicho nada?

Hunter se había detenido un poco más atrás. La estación abarrotada de seres humanos no le interesaba en lo más mínimo. Con torva mirada, clavaba los ojos en el vacío, como si hubiese encontrado algún tipo de obstáculo. Parecía que hubiera algo suspendido en el aire unos pasos más adelante, a la altura de sus ojos. Homero se acercó al brigadier, lo miró con precaución… y de repente Hunter arreó un golpe.

Su puño cerrado surcó el aire, trazó una curiosa trayectoria de izquierda a derecha, como si el brigadier hubiese querido herir a una invisible víctima con un cuchillo imaginario. A punto estuvo de golpear a Homero, pero éste se apartó de un salto, y Hunter siguió luchando. Golpeaba, se echaba para atrás, se defendía, parecía que tratara de agarrar a alguien con sus manos de acero, gimoteaba como si alguien le apretara la garganta, se liberaba y atacaba de nuevo. Poco a poco se le acabaron las fuerzas, y pareció como si su invisible adversario fuera a derrotarlo. El brigadier tenía dificultades cada vez mayores para mantenerse en pie bajo los golpes inaudibles, pero apabullantes, que recibía. Sus movimientos se volvían cada vez más lentos e inseguros.

El viejo tenía la sensación de haber visto algo parecido en otra ocasión, no hacía mucho tiempo. ¿Dónde, y cuándo? ¿Y qué diablos le ocurría al brigadier? Homero lo llamó por su nombre, pero él parecía un poseso y no reaccionaba a sus fuertes gritos.

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