Metro 2034 (40 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
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—No ha habido mala intención por parte de nadie. —Leonid se frotó la mejilla dolorida.

—Espero que se quede usted entre nosotros. —La voz metálica del oficial masculló estas palabras en tono conspirador.

—Verá usted, estoy interesado en facilitarle la entrada a una persona. —El músico se volvió hacia Sasha—. ¿Podría usted arreglárnoslo?

—Se solucionará prontamente —dijo Albert Mikhailovich.

Dejaron al guardia en la celda. El oficial corrió el cerrojo y los llevó por un estrecho corredor.

—No pienso ir a ninguna parte contigo —le dijo Sasha.

Leonid dudó, y luego le dijo en voz casi inaudible:

—¿Y si te dijera que estamos de camino hacia la Ciudad Esmeralda? ¿Y si resulta que, por pura casualidad, estoy mucho mejor enterado que tu abuelo? ¿Y si la he visto con mis propios ojos, y he estado allí, y no sólo eso…?

—Mientes.

—¿Y si resulta que ese de ahí —el músico señaló con la cabeza al oficial que caminaba más adelante— es tan sumiso conmigo porque sabe de dónde provengo? ¿Y si, una vez en la Ciudad Esmeralda, pudiéramos encontrar con seguridad el antídoto? Nos faltan tan sólo tres estaciones para llegar allí.

—¡Mientes!

—¿Sabes una cosa? —exclamó Leonid, irritado—. Si quieres un milagro, tienes que estar dispuesta a creer en él. Si no, se te escapará de las manos.

—Hay que saber distinguir entre los verdaderos milagros y los hechizos falsos —le espetó Sasha—. Lo aprendí de ti.

—Yo sabía desde el principio que nos iban a soltar. Sólo que prefería… no adelantarme a los acontecimientos.

—¡Has estado jugando!

—¡Pero no te he mentido! ¡El antídoto existe de verdad!

Llegaron a un puesto fronterizo. El oficial, que se había girado varias veces hacia ellos lleno de curiosidad, le entregó al músico sus efectos personales y le devolvió cartuchos y documentos. Luego lo saludó a la manera militar.

—¿Y ahora qué vamos a hacer, Leonid Nikolayevich? ¿Llevamos con nosotros la mercancía de contrabando o la dejamos en la aduana?

Sasha se estremeció.

—La llevamos con nosotros.

—Bueno, pues entonces os deseo una vida de amor y concordia —dijo Albert Mikhailovich en tono paternal, y luego atravesó con ellos tres barreras sucesivas, tres empalizadas hechas con rejas y trozos de raíl. Los soldados de guardia se cuadraban ante ellos.

—Entiendo que no tendrá usted ningún problema para entrar…

Leonid sonrió con malicia.

—Sí, podremos pasar. Usted lo sabe muy bien: en ninguna parte se encuentran funcionarios íntegros. Cuanto más severo es el régimen, más barato es el precio. Basta con saber quién manda en cada sitio.

El oficial carraspeó.

—A usted tendría que bastarle cierta palabra mágica.

—Por desgracia, no funciona con todo el mundo. —Leonid se acarició una vez más la mejilla—. Ya conoce usted esa frase tan bonita: «Aún no soy mago, estoy aprendiendo».
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—Sería un honor para mí tener trato con usted cuando sus años de educación hayan terminado. —Albert Mikhailovich inclinó la cabeza, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.

El último de los soldados les abrió una portezuela en una gruesa reja de hierro que cerraba el túnel de arriba abajo. Al otro lado se extendía un trecho vacío, pero bien iluminado. Algunos tramos de pared estaban cubiertos de hollín, y otros de orificios, como si hubiera tenido lugar un prolongado tiroteo. Al otro extremo se divisaban nuevas fortificaciones, así como enormes banderas que colgaban desde el techo hasta el suelo.

Al ver todo aquello, a Sasha se le aceleró el corazón. Se detuvo y le preguntó a Leonid:

—¿Cuál es esa frontera?

—¿Disculpa? —La miró asombrado—. Es la frontera de la Línea Roja, por supuesto.

***

¡Cuánto tiempo llevaba Homero soñando con regresar allí! ¡Cuánto tiempo hacía que no había estado en aquella maravillosa estación!

En la culta Borovitskaya, que desprendía aquel olor tan fuerte a creosota
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, con los pequeños y confortables alojamientos bajo los arcos, la sala de lectura para los monjes brahmánicos en el centro, los largos anaqueles repletos de libros y las lámparas forradas en tela que colgaban muy bajas. Cuán desconcertante era la nitidez con la que aún se percibía allí el espíritu de las tertulias filosóficas de los años de crisis y de preguerra.

En la majestuosa Arbatskaya, que había preservado su blancura y sus bronces, casi comparable a los palacios del Kremlin, con su estricta disciplina y las intrigas de sus militares, que actuaban todavía con arrogancia, como si no hubieran tenido nada que ver con el Apocalipsis.

En la venerable Biblioteka imeni Lenina, sobre la que se alzaba, en la superficie, la Biblioteca de Lenin, a la que no le habían cambiado el nombre cuando aún habría tenido algún sentido hacerlo, y que ya era tan antigua como el mundo cuando el joven Kolya había entrado por vez primera en la red de metro. Tenía un acceso controlado muy peculiar, una especie de romántico puente alzado sobre el andén. Se habían restaurado incluso los estucos del techo, aunque el resultado no fuera óptimo.

Y en la Alexandrovsky Sad, aquella estación que se veía como flaca, angulosa, perpetuamente a media luz, como un jubilado casi ciego, atormentado por la gota, que recuerda su juventud en el Komsomol.

Homero se había preguntado siempre, con fascinación, si las estaciones se parecerían a quienes las habían construido. ¿Acaso serían, en cierta medida, autorretratos de los arquitectos que las concibieron? ¿Habrían absorbido pequeñas partículas de sus constructores? El viejo estaba seguro de algo: las estaciones marcaban a sus habitantes, su carácter se contagiaba a las personas, y éstas de su particular ambiente y sus específicas dolencias.

De acuerdo con su naturaleza, el sitio más apropiado para Homero, sus inacabables cavilaciones y su incurable nostalgia, no era la severa Sevastopolskaya, sino más bien la Polis, que resplandecía con la luz del pasado.

Pero el destino no lo había querido así.

Y, aunque hubiera regresado, no tenía tiempo para pasearse por sus salas deslumbrantes, para admirar sus estucos y molduras de hierro, para fantasear. No podía detenerse ni un instante.

Hunter había logrado, con grandes esfuerzos, encadenar y encerrar a la terrible criatura que albergaba dentro de sí, y que de tiempo en tiempo salía a alimentarse de carne humana. Pero bastaría con que el monstruo lograra doblar los barrotes de su celda interior: al momento, quedaría destruida la gastada reja que le impedía adueñarse del cuerpo del brigadier. Homero tenía que darse prisa.

Hunter le había rogado que buscara a un tal Melnik. ¿Se trataría de un apodo? ¿De una contraseña? Cuando les preguntó a los guardias por aquel nombre, éstos cambiaron repentinamente de actitud. Dejaron de hablarle del tribunal que amenazaba al cautivo brigadier y el obeso jefe de los guardias se prestó a acompañarlo en persona.

Subieron por una escalera y siguieron un pasillo hasta llegar a la Arbatskaya. Una vez allí, se detuvieron frente a una puerta, vigilada por dos guardias de paisano. Su rostro no dejaba lugar a dudas: eran asesinos profesionales.

Detrás de las anchas espaldas de éstos se abría un angosto pasillo con pequeños cuartos a ambos lados. El gordo le ordenó a Homero que esperase y anduvo pesadamente por el pasillo. Apenas habían pasado tres minutos cuando regresó, contempló al viejo con extrañeza y le ordenó que lo siguiera.

En el extremo opuesto del pasillo se encontraba una habitación sorprendentemente espaciosa, cuyas paredes estaban cubiertas de mapas y planos. Entre éstos colgaban anotaciones, mensajes en clave, fotografías y dibujos. Tras una mesa grande de madera de roble se sentaba un hombre flaco, de mediana edad y espalda de anchura inusitada. En un primer momento, Homero pensó que vestía una burka
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caucásica. Se cubría el cuerpo con un abrigo del ejército, del que sobresalía únicamente el brazo izquierdo. Al verlo más de cerca, Homero se dio cuenta de que el derecho se lo habían amputado cerca del hombro. Era extraordinariamente alto. Sus ojos estaban casi a la misma altura que los de Homero, que permanecía de pie frente a él.

—Gracias —dijo, e hizo salir al gordo, que cerró la puerta a sus espaldas con visible pesar. Luego, se volvió hacia Homero—. ¿Quién es usted?

—Nikolayev, Nikolay Ivanovich —le respondió el confuso anciano.

—¡Déjese de imbecilidades! Si es usted capaz de acudir a mi presencia y de decirme que ha venido con mi camarada más querido, el mismo que enterré hace un año, es que debe de tener serios motivos para hacerlo. ¿Quién es usted?

—Nadie. Yo aquí no pinto nada. Su camarada está vivo, créame. Tiene usted que venir conmigo en cuanto le sea posible.

—A decir verdad, tengo la sensación de que esto es una trampa. O una tomadura de pelo. O simplemente un error. —Melnik lió un cigarrillo y le echó el humo en la cara a Homero—. Está bien. Usted conoce su nombre. Pero si lo ha acompañado hasta aquí, debe conocer también su historia. Ha de saber que lo hemos estado buscando a diario durante más de un año. Que hemos perdido a varios hombres durante la búsqueda. Usted debe saber perfectamente cuánto significaba para nosotros. Quizá sepa usted, incluso, que ese hombre era mi mano derecha. —Una sonrisa amarga afloró a su rostro.

—No, no sé nada de todo eso. Nunca me ha hablado de sí mismo. —Homero había bajado la cabeza—. Vayamos corriendo a la Borovitskaya, por favor. No tenemos tiempo…

—No pienso ir corriendo a ninguna parte. Por motivos evidentes. —Melnik apoyó la mano en la mesa y se empujó a sí mismo hacia atrás junto con la silla, sin levantarse. Homero tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba sentado sobre una silla de ruedas—. Ahora hablémoslo sin ponernos nerviosos. Quiero saber por qué ha venido usted hasta aquí.

—¡Dios mío! —Homero no sabía qué más decirle a aquel hombre tan testarudo—. Créame, por favor. Está vivo. Lo tienen encerrado en una mazmorra de la Borovitskaya. Es decir, tengo la esperanza de que aún esté allí…

—Me gustaría creerlo. —Melnik hizo una pausa y le dio una larga calada al cigarrillo. Homero oyó crujir el papel que se quemaba—. Pero los milagros no existen. Lo que está haciendo usted es volver a abrir viejas heridas. Bueno. Creo que ya sé quién es el que ha organizado este juego. Pero tenemos personal con la formación necesaria para confirmarlo. —Descolgó el auricular del teléfono.

—¿Por qué les tiene tanto miedo a los negros? —dijo entonces Homero, para sí mismo, sin saber muy bien por qué.

Melnik se detuvo. Con aire circunspecto, colgó el auricular. Echó una última calada, escupió la colilla en el cenicero y dijo:

—¡Diablos! Voy ahora mismo a la Borovitskaya.

***

—¡Yo no pienso ir! ¡Suéltame! Prefiero quedarme aquí…

Sasha no se distinguía por su sentido del humor, y tampoco sabía coquetear. Pocas personas debía de haber a quienes su padre hubiera odiado tanto como a los rojos. Le habían arrebatado su poder, lo habían destrozado pero, en vez de quitarle la vida, movidos por la piedad, o tal vez porque pensaban que la muerte no sería castigo suficiente, lo habían condenado a muchos años de humillación y tormentos. Su padre no había perdonado a los que se alzaron contra él, y tampoco a los que habían instigado y espoleado a los traidores, y les habían proporcionado armas y octavillas. La mera visión del color rojo le provocaba accesos de cólera. No obstante, hacia el final de su vida afirmaba que no sentía ningún rencor contra nadie, ni deseaba vengarse, Sasha se quedó con la impresión de que tan sólo quería justificar su propia impotencia.

—Es el único camino —le respondió el sorprendido Leonid.

—¡Nosotros queríamos ir a la Kievskaya! ¡Me has engañado!

—La Hansa está en guerra con los rojos desde hace décadas. No podía decirle al primero con el que me tropezara que íbamos hacia territorio comunista. Tenía que inventarme otra cosa.

—¿Eres incapaz de hacer nada sin mentir?

—La puerta se encuentra más allá de la Sportivnaya, ya te lo he dicho muchas veces. La Sportivnaya es la última estación de la Línea Roja antes de llegar al puente derruido. Eso es así y no puedo cambiarlo.

—¿Y cómo vamos a llegar hasta allí? ¡No tengo papeles! —Le dijo mirándolo directamente a los ojos.

El músico sonrió.

—Confía en mí. Todo se soluciona hablando. ¡Viva la corrupción!

Sin prestar más atención a las objeciones de Sasha, la agarró por la muñeca y tiró de ella.

Vieron desde lejos, a la luz de los reflectores de la segunda línea de defensa, las enormes banderas de algodón rojo que colgaban del techo. La brisa que soplaba sin cesar en el túnel las agitaba de tal modo que Sasha creyó hallarse ante dos cataratas rojas. Tal vez fuera una señal…

Si todo lo que había oído acerca de esa línea era cierto, los coserían a balas a ambos en cuanto estuvieran a tiro. Pero Leonid caminaba al frente, sin inmutarse, con su inalterable sonrisa de engreimiento en los labios. A unos treinta metros del puesto fronterizo, el resplandeciente rayo de luz de un reflector le dio en el pecho. El músico dejó el estuche de su instrumento en el suelo y levantó ambos brazos. Sasha siguió su ejemplo.

Dos guardias fronterizos se les acercaron, estupefactos y medio dormidos. Parecía como si no se hubiera presentado nunca nadie por aquel lado de la frontera.

En esta ocasión, Leonid se llevó a un lado al que tenía más rango, sin darle tiempo a que le pidiera la documentación a Sasha. Le susurró algo al oído e hizo tintinear, de manera apenas audible, unos objetos de metal. El oficial volvió sobre sus pasos, apaciguado, los acompañó en persona por todos los puestos de guardia, los llevó hasta una dresina que aguardaba y ordenó a los soldados que los llevaran hasta la Frunzenskaya.

Éstos agarraron la palanca y, entre jadeos y resoplidos, pusieron en marcha la dresina. Sasha contemplaba con expresión triste los vestidos y los rostros de los hombres que su padre le había descrito siempre como enemigos. Nada especial: chaquetas acolchadas, gorras manchadas y descoloridas adornadas con estrellas, mejillas flacas y huesudas… No tenían rostros radiantes como los guardias de la Hansa, pero centelleaba en sus ojos una curiosidad juvenil que parecía ajena a los habitantes de la Línea de Circunvalación. Por otra parte, aquellos dos no debían de saber nada de lo que había ocurrido casi diez años antes en la Avtozavodskaya. Entonces, ¿eran enemigos de Sasha? ¿Se podía odiar desde lo más profundo del corazón a unos desconocidos?

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