Authors: Dmitry Glukhovsky
El ordenanza, rojo de vergüenza, cerró la puerta tras de sí, se sentó de nuevo en su puesto, a la entrada del despacho, y enterró el rostro en una hoja de noticias impresa en papel de embalar. Vio que Homero, totalmente decidido, pasaba al lado de su mesa y entraba en el despacho del jefe de estación, y entonces se escondió aún con más descaro tras la hoja de las noticias, como si todo aquello no fuera con él.
Sólo entonces, al arrojarle una mirada triunfante al desconcertado perro guardián, Homero pudo ver bien sus teléfonos. Uno de ellos, el mismo que parpadeaba sin cesar, estaba marcado con un esparadrapo blanco y sucio sobre el que alguien había garabateado una única palabra con bolígrafo azul: TULSKAYA
***
—Estamos en contacto con la Orden. —El sudoroso jefe de la Dobryninskaya hacía crujir los puños y no perdía de vista ni un instante al brigadier—. Nadie nos había informado de esta operación. No puedo tomar por mí mismo una decisión como ésta.
—Pues entonces, llame a la Central —le replicó el otro—. Aún está a tiempo de coordinarse con ellos. Pero no espere más.
—No me van a conceder la autorización. Una operación de ese tipo pondría en peligro la estabilidad de la Hansa. Usted sabe muy bien que eso es más importante que todo lo demás. Por otra parte, tenemos la situación bajo control.
—Pero ¿de qué control me está hablando? Si no adoptamos medidas…
Andrey Andreyevich negaba pertinazmente con la cabeza.
—La situación es estable. No sé qué es lo que quiere usted. Todas las salidas se hallan bajo control en todo momento. Por ahí no pasa ni un ratón. Esperemos a que esto se resuelva por sí mismo.
—¡No hay nada que se resuelva por sí mismo! —le dijo Hunter en tono imperioso—. Con eso tan sólo conseguirá que los que se encuentran allí traten de escapar por la superficie, y habrá alguno que consiga volver a entrar. Hay que descontaminar la estación de acuerdo con los protocolos. No entiendo los motivos por los que no lo ha hecho usted.
—Pero es posible que queden personas sanas. ¿Usted qué cree? ¿Que voy a ordenar a mis muchachos que quemen la Tulskaya entera? ¿Junto con el tren de los sectarios? ¿Y quizá también la Serpukhovskaya? ¡La mitad de los hombres que viven aquí tienen allí a sus putas y sus hijos ilegítimos! No, ¿sabe usted una cosa? Nosotros no somos fascistas. La guerra es la guerra, pero esto… masacrar a unos enfermos… incluso en la Belorusskaya, cuando estalló la fiebre aftosa, separaron a los cerdos para poder matar a los enfermos y dejar vivir a los sanos. No los mataron a todos sin más.
—Eran cerdos. En este caso se trata de seres humanos —dijo el brigadier con voz inexpresiva.
—No, y mil veces no. —El jefe de estación negó una vez más con la cabeza y, con el gesto, salpicó unas gotas de sudor—. No puedo. Eso sería inhumano. ¿Cómo puedo poner ese peso sobre mi conciencia? ¿Para que luego me persiga en mis pesadillas?
—Usted no tiene que hacer nada. Existen otras personas que no sufren pesadillas. Permítanos tan sólo que pasemos por su estación. Nada más.
—He enviado correos a la Polis. Preguntarán si existe alguna vacuna. —Andrey Andreyevich se enjugó la frente con la manga—. Tenemos la esperanza de que…
—No existe ninguna vacuna. Y tampoco ninguna esperanza. Deje de esconder la cabeza bajo la arena. ¿Cómo es que no he visto por aquí a ningún equipo de enfermeros de la Central? ¿Por qué se niega usted a llamarlos y a solicitar luz verde para las cohortes de la Orden?
El jefe de estación calló. Trató de cerrarse los botones del abrigo, los manoseó con sus dedos sudorosos y finalmente se rindió. Luego se acercó a un armario de cocina deteriorado, se sirvió un vasito de un licor que olía muy fuerte y se lo bebió de un trago.
Hunter cayó en la cuenta de lo que ocurría.
—¡Usted no les ha dicho nada… ellos no tienen ni idea! En una estación vecina ha estallado una epidemia, y la Central no sabe nada…
—Lo hago para salvar la cabeza —le respondió el otro con voz ronca—. Una plaga en una estación vecina… sería el fin para mí. Porque lo he permitido… porque no he hecho nada por impedirlo… porque he puesto en peligro la estabilidad de la Hansa…
—¿En una estación vecina? ¿Se refiere a la Serpukhovskaya?
—Allí, por ahora, reina la calma, pero he reaccionado demasiado tarde. ¿Cómo íbamos a saber nosotros…?
—¿Y cómo le ha explicado sus acciones a la gente? ¿Cómo ha justificado el envío de unidades militares a una estación independiente? ¿Y el cierre del túnel?
—Bandidos… insurrecciones… por todas partes hay problemas de ese tipo. Nada especial.
El brigadier asintió.
—Y ahora es demasiado tarde para reconocer la verdad.
—Ahora ya no se trata tan sólo de que pueda perder el puesto. —Andrey Andreyevich se sirvió un segundo vaso y se lo bebió también de un trago—. Podrían condenarme a la pena capital.
—Y entonces ¿qué va a hacer?
—Voy a esperar. —El jefe de estación se apoyó en la mesa—. Puede que aún ocurra algo que…
—¿Por qué no responde usted a las llamadas? —dijo de repente Homero—. Su teléfono suena sin cesar. Lo llaman desde la Tulskaya. Quién sabe en qué situación se encontrarán.
—No, ya no suena —le respondió el jefe de estación con voz apagada—. Le he quitado el timbre. Sólo la lucecita sigue encendiéndose. Mientras siga así, es que aún viven.
—Pero ¿por qué no habla usted con ellos? —le repitió Homero, furioso.
—¿Y qué le voy a decir a esa gente? —le ladró el jefe de estación—. ¿Que tengan paciencia? ¿Que les deseo una rápida mejoría? ¿Que la ayuda está en camino? ¿Que se tendrían que disparar todos ellos una bala en la sien? ¡Ya he tenido bastante con las conversaciones que he sostenido con los fugitivos!
—Cállese de una vez —le dijo Hunter en voz baja—. Mejor será que me escuche a mí. Dentro de veinticuatro horas me presentaré con un destacamento. Quiero que nos dejen pasar por todos los puestos de vigilancia sin oponernos ninguna objeción. Mantendrá la Serpukhovskaya cerrada. Iremos hasta la Tulskaya y haremos nuestro trabajo. Si es necesario, intervendremos también en la Serpukhovskaya. Pondremos en marcha una pequeña guerra. No será necesario que informe a la Central. De hecho, no tendrá que hacer nada. Yo mismo me encargaré… de que la estabilidad se restablezca.
El jefe de estación asintió débilmente. Sin fuerzas ya, se vino abajo, como una rueda de bicicleta pinchada. Se sirvió otro aguardiente, lo husmeó y, antes de vaciar el vaso, preguntó en voz baja:
—Se va a revolcar en charcos de sangre. ¿Eso no lo asusta?
—La sangre se lava con agua —le respondió el brigadier.
***
Cuando Hunter y Homero hubieron salido del despacho, el jefe de estación respiró hondo y llamó con voz atronadora al ordenanza. Éste entró a toda prisa y la puerta se cerró chirriando a sus espaldas.
Homero dejó que Hunter se adelantara un poco, luego se inclinó sobre el pupitre del ordenanza y descolgó el auricular del aparato cuya luz parpadeaba, y se lo llevó al oído.
—¡Dígame! ¡Dígame! ¡Estoy a la escucha! —susurró al auricular.
Silencio… pero no era un silencio absoluto, como si el cable hubiera estado cortado, sino más bien un silencio hueco, como si hubiera alguien al otro extremo de la línea con el receptor descolgado, pero no hubiese podido responder. Como si hubiera esperado durante largo tiempo una respuesta, y al final hubiese perdido la paciencia. Como si el viejo y su voz quebrada hubiesen hablado al oído de un muerto.
Hunter se había vuelto en el umbral y miraba con mala cara al viejo. Éste tuvo la prudencia de colgar el teléfono y siguió obedientemente al brigadier.
***
—¡Popov! ¡Popov! ¡En pie! ¡Dése prisa!
El poderoso rayo de luz de la linterna del comandante atravesó los párpados de Artyom, traspasó sus pupilas y le quemó el cerebro. Una mano fuerte le sacudió el hombro y luego hizo un vigoroso gesto sobre su cara sin afeitar.
Artyom abrió los ojos, fatigado, se frotó sus ardientes mejillas, saltó del camastro, se puso firmes y saludó.
—¿Dónde tiene el arma? ¡Agárrela y sígame!
Llevaban varios días durmiendo todos ellos con el uniforme puesto. Artyom sacó el Kalashnikov que había envuelto en jirones de tela para que le sirviera como almohada y corrió exhausto tras el comandante. ¿Cuánto rato debía de haber dormido? ¿Una hora? ¿Dos? La cabeza le retumbaba y se sentía seca la garganta.
Sin detenerse, el comandante volvió la cabeza y le gritó:
—Ya ha empezado.
El aliento impregnado de alcohol del comandante impregnó a Artyom.
—¿Qué ha empezado? —preguntó éste, angustiado.
—Dentro de muy poco lo verá. ¿Lleva un cargador de repuesto? Lo va a necesitar.
La espaciosa Tulskaya, la gigantesca estación sin columnas, se hallaba casi por completo a oscuras. Tan sólo en algunos lugares brillaban linternas de escasa potencia. Se movían de aquí para allá sin orden ni concierto, como si hubieran sido niños o simios quienes las manejaban. Pero ¿cómo podía haber simios en aquel lugar?
Por fin, Artyom despertó del todo. Comprendió lo que ocurría y revisó febrilmente su rifle. ¡No habían logrado resistir! ¿O tal vez aún no sería demasiado tarde?
Otros dos soldados, medio borrachos y con voz ronca, salieron del cuarto de guardia y se unieron a ellos. Por el camino, el comandante convocó a los últimos efectivos, a todos los que aún se sostenían en pie y podían empuñar un arma. Algunos de ellos habían empezado ya a toser.
Un ruido extraño y siniestro llegó a sus oídos a través del aire cargado. No era un chillido, ni un alarido, ni una orden. Era el gimoteo de cientos de gargantas, un gimoteo torturado, lleno de desesperación y de horror. Un gimoteo acompañado por golpes rítmicos sobre metal y por los chirridos que se oían a un tiempo en dos, tres, diez lugares distintos.
Sobre el andén se había erigido una gigantesca barricada de tiendas de campaña desgarradas y hechas jirones, trozos de chapa, piezas de vagones, maderas y algún que otro utensilio doméstico. El comandante se abría paso sobre el montón de chatarra como un rompehielos. Artyom seguía su estela con pasos inseguros, y también los demás.
Sobre la vía derecha, en la penumbra, se recortaba la silueta de un convoy de metro ya deteriorado. La luz de ambos vagones se había extinguido, los huecos de las puertas se habían cerrado improvisadamente con trozos de reja clavados. Pero, en su interior, tras los cristales oscuros de las ventanas, bullía y se agitaba una tremenda masa humana. Docenas de manos se habían agarrado a los lisos barrotes, tiraban y se colgaban de ellos, con tremendo griterío. Frente a cada una de las entradas se habían apostado tiradores con máscara de gas. De vez en cuando se plantaban frente a las bocas negras, las fauces abiertas de los prisioneros, y levantaban las culatas, pero sin llegar a golpearlos. Y aún menos a dispararles. Al otro lado, los guardias trataban de tranquilizar a la agitada masa.
¿Acaso las personas que se hallaban en el vagón podían entender algo de lo que les dijeran los soldados? Los habían encerrado en el tren porque algunos de ellos habían tratado de escapar de la zona de cuarentena y huir por el túnel. Ya eran demasiados… superaban en número a los sanos.
El comandante pasó frente al primer vagón, luego frente al segundo y, entonces, por fin, Artyom comprendió por qué tenía tanta prisa: en la última puerta, el grano de pus había reventado y las extrañas criaturas salían del vagón. A duras penas se aguantaban sobre las piernas, sus rostros se habían deformado a fuerza de tumores hasta volverse irreconocibles, tenían los brazos y las piernas hinchados, y abotargados por la enfermedad. Por el momento no había logrado escapar nadie: todos los guardias armados que estaban libres se habían concentrado frente a aquella puerta y les impedían marcharse.
El comandante atravesó el cerco y se adelantó.
—¡A todos los pacientes! ¡Regresen de inmediato a su alojamiento! ¡Es una orden!
Con un brusco movimiento, desenfundó la Stechkin que llevaba en la pistolera.
El enfermo que estaba delante tuvo que hacer varios intentos hasta que logró levantar su cabeza hinchada. Pesaba varios kilos. Se pasó la lengua sobre los labios agrietados y dijo:
—¿Por qué nos tratáis así?
—Sabe usted muy bien que han sido víctimas de un virus desconocido. Estamos buscando un antídoto… tengan paciencia, por favor.
—¿Que estáis buscando un antídoto? —ladró el enfermo—. No me hagas reír.
—Regresen de inmediato al vagón. —El comandante quitó ruidosamente el seguro—. Voy a contar hasta diez, y luego abriremos fuego. Uno…
—Nos dais esperanzas para no perder el control. Hasta que nos hayamos muerto…
—Dos.
—Hace veinticuatro horas que no nos dais agua. Para qué vais a darnos agua si nos vamos a morir igualmente…
—Los guardias tienen miedo de acercarse a las rejas. Dos de ellos se han contagiado… Tres.
—Los vagones están repletos de cadáveres. Cuando caminamos, pisamos caras humanas. ¿Sabéis el ruido que se oye cuando se rompe una nariz? Si es la de un niño…
—¡No tenemos más sitio! No podemos quemarlos… Cuatro.
—Y en el otro vagón hay tan poco espacio que los muertos se aguantan de pie entre los vivos. Hombro con hombro.
—Cinco.
—¡Pues dispara de una vez, maldito seas! Sé muy bien que no existe ningún antídoto. Así por lo menos moriré rápido. Ahora me siento como si alguien me estuviera raspando las vísceras con una lima y luego les echara alcohol…
—Seis.
—.. .y luego les pegara fuego. Como si tuviera la cabeza llena de gusanos y se me estuvieran comiendo poco a poco no sólo el cerebro sino también el alma… ñam ñam crec crec crec…
—Siete…
—¡Idiota! ¡Déjanos marchar! ¡Déjanos morir como seres humanos! ¿Qué derecho tienes a torturarnos de esta manera? Sabes muy bien que lo más probable es que tú mismo ya estés…
—Ocho… Estas medidas se han aplicado por mor de la seguridad. Para que los demás sobrevivan. Yo estoy dispuesto a morir, pero no permitiré que ninguno de los apestados salga de ahí. ¡Apunten!
Artyom empuñó el rifle y apuntó con la mira a uno de los enfermos que estaban más cerca. Por Dios bendito, ¿era una mujer? Bajo la camiseta, que no se diferenciaba ya en nada de una costra pardusca, se reconocía la forma hinchada de los senos. Artyom parpadeó, y volvió el arma hacia un viejo tambaleante. La multitud de criaturas deformes retrocedió entre murmullos de rabia y se apretujó para volver a entrar, pero fue en vano… seguían saliendo enfermos del vagón, como pus fresco, entre gimoteos y llantos.