Authors: Dmitry Glukhovsky
—Ah, estás ahí. Cuánto tiempo ha pasado, ¿verdad?
El hombre respiró aliviado, y luego pateó… no, más bien pisoteó un bulto sin vida, una cosa pesada. ¿Tal vez un saco lleno?
Entonces, la certeza atravesó a Sasha como un rayo. Trató de ocultar el rostro entre sus sucios harapos y se puso a sollozar. Por fin sabía adónde la había llevado el gordo del traje aislante, y comprendió con quién estaba hablando.
***
La mera idea de dejar atrás a Hunter había sido absurda. El brigadier dio alcance a Homero con un par de saltos de animal de presa, lo agarró por el hombro y lo sacudió violentamente.
—¿Qué es lo que te pasa?
—Vayamos sólo un poco más allá —farfulló el viejo—. Se me ha ocurrido algo. Existe un corredor que va directo hasta la Línea Samoskvoretskaya. Se encuentra antes de llegar a la Kashirskaya. Si vamos por ese corredor, saldremos al túnel sin necesidad de pasar por la estación. Así podremos evitarla y pasar directamente por la Kolomenskaya. No puede estar muy lejos. Por favor…
Homero aprovechó el momento de vacilación de Hunter para zafarse de éste, pero se enredó con los holgados pantalones del traje aislante y se cayó sobre la vía. Se puso en pie como pudo y siguió caminando tozudamente. Hunter lo agarró con la misma facilidad con que hubiera atrapado a una rata y lo obligó a darse la vuelta para que lo mirara de frente. Agachó el rostro hacia él hasta que los visores de sus máscaras quedaron a la misma altura. Aguardó unos segundos con la mirada fija en Homero y luego le soltó.
—Está bien… —rezongó.
A partir de entonces, el brigadier arrastró a Homero tras de sí sin detenerse ni un solo instante. A este último le latía la sangre en las sienes con tal fuerza que no alcanzaba a oír el contador Géiger. Sus rígidas piernas apenas lo obedecían. Parecía que los pulmones le fueran a estallar por el esfuerzo.
Poco faltó para que pasara por alto la angosta entrada del corredor, un manchón negro como la brea. Lograron meterse dentro y anduvieron largos minutos hasta que salieron a otro túnel. El brigadier echó una ojeada, se metió de nuevo en el corredor y riñó al viejo:
—Pero ¿dónde me has traído? ¿Habías estado aquí alguna vez?
A unos treinta metros a la izquierda, en la misma dirección que tenían que seguir, el túnel estaba obstruido en su totalidad por algo que recordaba vagamente a una telaraña.
Homero no tenía resuello para decir nada y se limitó a negar con la cabeza. Era la pura verdad: nunca había estado allí. Sí había oído historias sobre ese lugar, pero sería mejor no contárselas a Hunter.
El brigadier empuñó el rifle de asalto con la mano izquierda, sacó de la mochila una especie de machete de fabricación propia e hizo un corte en aquella gasa blanca y pegajosa. Los caparazones resecos de las cucarachas voladoras que se habían quedado adheridas vibraron y repiquetearon como campanillas oxidadas. Al instante, los bordes rotos de la telaraña empezaron a juntarse, como si cicatrizara.
El brigadier arrancó un trozo de telaraña medio transparente, metió la linterna por el agujero e iluminó el ramal. Necesitarían varias horas para abrirse paso: las pegajosas hebras se entretejían en varias capas. El rayo de luz no llegaba al otro lado.
Hunter echó una ojeada al contador Géiger, emitió un extraño sonido gutural y se lanzó, como loco, a desgarrar el tejido que colgaba entre las paredes. Las telarañas no cedían fácilmente y eso les robó más tiempo del que disponían. No lograron más que avanzar unos treinta metros en diez minutos y, para empeorarlo, la maraña se volvía cada vez más densa. Parecía que obturase el túnel como una bola de algodón.
Cuando por fin llegaron al pie de un pozo de ventilación lleno de hebras, con un feo esqueleto bicéfalo atrapado en la entrada, el brigadier arrojó su cuchillo al suelo.
Estaban presos en la telaraña exactamente igual que las cucarachas, y, aunque la criatura que había tejido la gigantesca red pudiera estar muerta, la radiación daría buena cuenta de ellos en poco tiempo.
Mientras Hunter buscaba una salida, Homero se acordó súbitamente de algo que le habían contado sobre aquel lugar. Apoyó una rodilla en el suelo, sacó un par de cartuchos de su cargador de reserva, los abrió con la navaja y recogió la pólvora en la mano.
Hunter lo comprendió al instante. Al cabo de poco se encontraban de nuevo al inicio del túnel de enlace. Habían preparado un montoncito de pólvora, basta y gris, sobre un poco de algodón, y le acercaron un mechero.
La pólvora siseó, se puso a humear y, de repente, sucedió lo impensable: la pequeña llama creció simultáneamente en todas las direcciones, subió por las paredes, llegó hasta el techo y, al fin, se extendió por la totalidad del túnel.
Devoró la telaraña con avidez y se propagó rápidamente hacia el fondo. Avanzó imparable cual tumultuoso anillo de fuego, iluminó las mugrientas juntas del túnel y sólo dejó, aquí y allá, puntas de hebra abrasadas en el techo. En el camino hacia la Kolomenskaya, el círculo de fuego se estrechó a ojos vista, y, lo mismo que un gigantesco émbolo, succionó todo el aire. Al fin, la llama desapareció tras un recodo y quedó fuera del alcance de sus ojos, aun cuando dejó tras de sí un trémulo rastro de color purpúreo.
A Homero le pareció oír en la lejanía, entremezclado con el constante fragor de la llama, un chillido inhumano, desesperado, y un ronco siseo. Pero el viejo había quedado tan hipnotizado con el espectáculo que no confiaba en sus propias percepciones.
Hunter se guardó el cuchillo en la mochila y sacó de ésta dos filtros nuevos, aún sellados, para la máscara de gas.
—Los había traído para el viaje de vuelta. —Se cambió el filtro y le dio a Homero el otro—. Pero ahora, después de este incendio, la radiación habrá alcanzado niveles semejantes a los de aquellos días.
El viejo asintió con la cabeza. La llama había esparcido el polvillo radiactivo que a lo largo de los años se había asentado sobre la telaraña y estaba incrustado en sus hebras. En el negro vacío del túnel debían de revolotear millones de moléculas venenosas. Un número incalculable de minúsculas minas flotaba en el vacío y les cerraba el camino. Y no había manera de esquivarlas.
Tendrían que pasar entre ellas.
***
—Si ahora te viera tu papaíto… —le reprochaba burlonamente el gordo.
Sasha estaba sentada frente al cadáver de su padre, tendido de bruces sobre su propia sangre.
El raptor le había bajado el mono hasta el pecho. Debajo de este llevaba una camiseta con un dibujo medio borrado de un animalito sonriente y alegre. Cada vez que levantaba los ojos, su raptor la enfocaba con la linterna, para que la muchacha no le viera el rostro. Le había quitado la mordaza, pero Sasha no tenía ninguna intención de suplicar.
—No te pareces en nada a tu madre. Qué lástima, yo tenía la esperanza de que sí… —Sus piernas de elefante, embutidas en botas de goma altas y manchadas de color rojo oscuro, empezaron a dar una nueva vuelta en torno a la columna en la que Sasha estaba recostada. Su voz se oyó desde el otro lado—: Tu papaíto debía de pensar que esto ya estaba olvidado. Pero algunos crímenes no prescriben… por ejemplo, la calumnia. La traición. —El contorno borroso de su cuerpo emergió de la oscuridad por el otro lado de la columna. Se detuvo frente al cadáver del padre de Sasha, lo pisoteó y le arrojó un grueso escupitajo—. Qué pena que el viejo haya estirado la pata sin que yo pudiera contribuir. —El gordo recorrió con su linterna la estación tenebrosa y gélida, en la que yacían, esparcidos por aquí y por allá, montones de inútil botín. Se detuvo ante un cuadro de bicicleta, sin las ruedas—. Qué lugar más cómodo para vivir. Creo que tu papaíto se habría ahorcado hace mucho tiempo si tú no hubieras estado con él.
Mientras el gordo paseaba la luz de la linterna por la estación, Sasha trató de escapar arrastrándose por el suelo, pero al cabo de un segundo la linterna la alumbró.
—Y lo entiendo. —El raptor sólo tuvo que dar un paso para ponerse a su lado—. Tenía a mano a una chica guapa. Pero, lo que te decía, lástima que la niña no se pareciera a su madre. Seguramente eso le sabía mal. ¡Ah!, pero qué más da. —Le arreó con la punta de la bota en las costillas, para obligarla a darse la vuelta—. De todos modos, he tenido que atravesar la red de metro entera para llegar hasta aquí.
Sasha se estremeció, y empezó a mover la cabeza de un lado para otro.
—¿Lo ves, Petya? Qué fácil es predecir el futuro. —Se había vuelto de nuevo hacia el padre de Sasha—. En otro tiempo llevabas a los otros pretendientes de tu mujer ante el tribunal. ¡Y muchas gracias por el destierro de por vida en lugar de la ejecución! Ah, la vida es larga de verdad, y las circunstancias cambian. Y no siempre como querría uno. He vuelto, aunque me haya costado diez años más de los que imaginaba.
—Nunca vuelve uno a ningún sitio por casualidad —susurró Sasha. Las palabras de su padre.
—Ciertamente —le respondió el gordo, burlón—. Eh, ¿quién anda ahí?
Al otro extremo del andén sonó un crujido, y algo pesado cayó al suelo. Se oyó una especie de siseo, y un sonido como el de las patas de un animal grande que se moviera con sigilo. El silencio que se hizo luego era engañoso y frágil, y tanto Sasha como su captor se percataron de que alguna criatura había salido del túnel.
El gordo quitó ruidosamente el seguro del arma, se apostó al lado de la muchacha con una rodilla en el suelo, apoyó la culata en el hombro y proyectó una trémula mancha de luz entre las columnas. El túnel meridional llevaba décadas vacío, y que algo se moviera en él era tan extraño como que las estatuas de una de las estaciones centrales cobraran vida.
Una sombra borrosa apareció por breves instantes en el camino de la mancha de luz. Desde luego, ni su figura ni su agilidad eran los propios de un ser humano. Pero, cuando el rayo de luz retrocedió sobre el trecho recorrido, la enigmática criatura había desaparecido sin dejar rastro. El círculo de luz empezó a moverse de un lado para otro, arrastrado por el pánico, y durante breves segundos volvió a encontrarla, a sólo veinte pasos de ellos dos.
—¿Un oso? —susurró el gordo sin creérselo, y apretó el gatillo.
Las balas volaron hacia las columnas, se incrustaron en las paredes, pero el animal se había esfumado y ninguno de los disparos alcanzó su objetivo. De pronto, el gordo abandonó su absurdo tiroteo, dejó caer al suelo el Kalashnikov y se apretó el vientre con ambas manos. La linterna rodó a un lado. La luz siguió brillando desde el suelo e iluminó la encorvada mole de su cuerpo.
Un hombre se acercaba a ellos sin prisa alguna, a la media luz, con andares sorprendentemente suaves, casi inaudibles, a pesar de que calzaba botas muy pesadas. El traje aislante era demasiado holgado, incluso para su enorme corpulencia. Desde lejos, en efecto, habría sido posible confundirlo con un oso.
No llevaba máscara de gas. Su cabeza rapada y llena de cicatrices guardaba cierta semejanza con un desierto agostado. Una parte de su rostro tenía rasgos de hombre valeroso, aunque rudo y severo. Se le habría podido calificar de hermoso. Pero la rigidez cadavérica de sus facciones hizo estremecerse a Sasha en cuanto lo vio. En cualquier caso, la otra mitad de su cara era simplemente monstruosa: una compleja maraña de cicatrices la transformaba en una máscara de perfecta fealdad. Pero su aspecto habría resultado más repulsivo que temible de no ser por sus ojos. Una mirada que se volvía incesantemente hacia todos los lados, una mirada de hombre medio enloquecido, era lo único que insuflaba vida a su rostro inmóvil. Una vida sin alma.
El gordo trató de ponerse en pie, pero se desplomó una vez más y chilló de dolor. El gigante se agachó a su lado, le apoyó contra la nuca una pistola con silenciador y apretó el gatillo. El chillido se interrumpió, pero su eco resonó por unos instantes en la bóveda, cual criatura perdida a la que le hubieran arrebatado el cuerpo.
El disparo le había reventado el mentón. Sasha contempló el rostro de su captor: un agujero rojo y viscoso. La muchacha apartó la cabeza y sollozó en silencio. El terrible personaje volvió hacia ella el cañón del arma, poco a poco, como sumido en sus propios pensamientos.
Entonces miró en torno de sí y cambió de opinión. Volvió a meter el arma en la pistolera que le colgaba del hombro y se apartó, como si hubiera querido distanciarse de su acción. Abrió una cantimplora y se la llevó a los labios.
A continuación apareció en el pequeño escenario un nuevo personaje, iluminado por la luz cada vez más débil de la linterna del gordo: un viejo. Respiraba pesadamente y se apretaba las costillas con la mano. Vestía un traje aislante idéntico al del asesino, pero, a diferencia de éste, se movía con suma torpeza. Tan pronto como hubo dado alcance a su compañero, se dejó caer en el suelo, exhausto. No se había dado cuenta de que todo estaba lleno de sangre. Hubo que esperar a que recuperase aliento y abriera los ojos para que viera los dos cadáveres. Y, entre ambos, a la muchacha silenciosa y aterrada.
***
El corazón del viejo acababa de apaciguarse. Pero se puso a latir de nuevo con fuerza. Aun antes de encontrar las palabras para expresarlo, Homero lo supo: la había encontrado. Después de todos sus vanos intentos por lograr que la heroína de su novela se le apareciera una noche ante su ojo espiritual, por inventarse sus labios y sus manos, su vestido, su olor, sus movimientos y pensamientos, había hallado, de pronto a una persona de carne y hueso que se correspondía a la perfección con sus ideas.
Pero, no, en realidad se la había imaginado de otra manera: más elegante, mejor proporcionada… y, probablemente, con más edad. Aquella muchacha tenía demasiados ángulos y aristas, y Homero no veía en sus ojos dos lánguidas y cálidas flores, sino dos trozos de hielo compacto. Pero sabía muy bien que era él quien se había equivocado. No había sido capaz de adivinar cómo sería la joven.
Su mirada de criatura acorralada, sus rasgos preñados de angustia, sus manos encadenadas… todo ello lo fascinaba. Sin duda, Homero sabía contar bien una historia, pero sus habilidades no alcanzaban a escribir una tragedia como la que debía de haber vivido aquella joven. La indefensión de la muchacha, su impotencia, su milagrosa salvación, y la manera en que su destino se había entretejido con la historia de Hunter y la del propio Homero… todo eso sólo podía significar que el viejo había emprendido el camino adecuado.