Con la pasta que gané me permití un dispendio: hacer autoestop para conocer más sitios, los que fueran. Me ilusionaba ir a Brujas y a Bruselas, pero decidí no forzar la cosa. Me vestí un poco más correctamente, me merqué unos zapatos negros y me puse a la salida de Orleans, con el pulgar listo, para apuntar en cualquier dirección. Todas me valían en principio, y tenía dinero para aguantar un mes y poder volver a París, e incluso a España, donde el autoestop era aún una práctica exótica. Cuando un coche, furgoneta o camión me paraba, siempre me preguntaban adonde iba. Yo respondía con otra pregunta: «¿Y usted?». «A Le Mans». «Yo también. ¡Qué suerte!». Llevaba una insignia con la hoz y el martillo del PC húngaro, regalo de una camarada, preciosa por cierto, de mis campos de trabajo de la Unesco. Si daba la casualidad de que me paraba un coche de señoritos ricos, ocultaba mi insignia detrás de la solapa, con rapidez de trilero. Fui con el prefecto de Provenza hasta Salón, la ciudad de Nostradamus, discutiendo finamente de las ventajas del franquismo como transición pacífica a la democracia; despotricando amenazante contra los fascistas junto a un chófer sindicalista hacia Borgoña. Me emborraché de sidra con un camionero bretón, camino de Brest, que paraba en todos los pueblos y me hacía probar la sidra del lugar. El acabó mucho más bebido que yo, aparcado en una cuneta donde durmió la mona durante dos horas. Gracias a este personal variopinto pero igualmente acogedor, me recorrí Francia de cabo a rabo, parte de Bélgica y un cantón o dos de Suiza. Y por fin, estuve en Brujas, que era una ciudad encantada, serena y hermosa, surcada de canales, como una Venecia auténtica, sin gondoleros parlanchines ni olores nauseabundos. Allí recé una breve oración a la salud de George Simenon y me paseé por los muelles brumosos, y no me fumé una pipa porque no tenía pipa. Si no, la habría probado y a lo mejor le habría encontrado el gusto. Allí, o en Amsterdam, presiento que fumar una pipa de aquel tabaco fresco y meloso debe de ser otra historia. Comí lo que comían mis chóferes, comida popular y riquísima en general, y les invité, cuando pude, a una copita del alcohol de la región, armagnac, calvados, orujo de champán, y comprendí por qué los franceses eran tan borrachos. Es difícil resistirse a semejantes delicias, si las tienes tan a mano. No obstante, tuve tiempo de echar un ojo a catedrales y castillos, a ciudades bellísimas como Poitiers, con su románico pintado, o Chartres o Blois, maravillas góticas que los salvajes nazis nunca se atrevieron a bombardear y demoler —lástima que no tuvieran el mismo respeto con las personas—. Y me volví a París.
Mi reencuentro con el jazz fue una gozada. Yo tenía siempre conmigo mi boquilla y hacía
labio
en mis esperas de carretera. O sea que, en cuanto me prestaron una trompeta, pude volver a tocar. Lo extraño es que tocaba mejor que antes, y tenía más
swing
, pensé que porque estaba madurando como ser humano. Volví a la cinemateca y me tragué un ciclo de Kurosawa —que adoré— y de Mizoguchi —que me dejó frío—. Hablé con Langlois y con
frau
Lotte, tan sencillos y cariñosos como siempre. La maravillosa Lotte Eisner me dio una carta que habían recibido para mí. Era de Margarita Lozano, la maravillosa actriz de Murcia que seguía luchando por abrirse camino en Madrid, una lucha desigual en la que sólo contaba con la ayuda de un jovencísimo Miguel Narros, que dirigía teatro de cámara, y de un jovencísimo diseñador —entonces los llamaban modistos—, llamado Elio Bernhayer que le daba trabajo como modelo. Nuestro cine y nuestro teatro estaba llenos de murcianas cojonudas, anatemizadas desde que Carlos III, en un bando que mostraba a las claras su clarividente estupidez, prohibió a murcianos y murcianas la entrada en la villa y corte, considerándolos una comunidad tan indeseable como la de los gitanos, los mendigos y otras gentes de mal vivir. ¡Olé!
Margarita me anunciaba que Bardem iba, por fin, a dirigir una película y que, si me volvía a Madrid, estaba dispuesto a llevarme en el equipo como último mono. Mira por dónde, gracias a Margarita, el tiovivo de mi corta vida podía dar un giro esencial. No lo dudé ni un instante. De nuevo una mujer me tendía la mano. Yo conocía muy poco a Juan Antonio. Creía que habíamos conectado bien, pero seguro que sin el coñazo persuasivo y maternal de Margarita no me habría llamado a sus filas. Ella siempre fue así, maternal y protectora desde su más tierna infancia, al menos con las gentes que intuitivamente había seleccionado, con generosidad, sin esperar ninguna compensación.
Podría haber regresado haciendo autoestop, al menos hasta España, pero era tal mi impaciencia que me fui a una oficina de ferrocarriles francesa y compré el billete más barato para el día siguiente, hasta Madrid. Gracias a mi intrusión en la pintura sacra, podía permitírmelo. Mandé un telegrama a mis padres, anunciando el regreso del hijo pródigo y me fui, bocata de paté en ristre, a la cinemateca. Le conté a Lotte mi buena nueva y ella se alegró sinceramente, sobre todo cuando supo que iba a trabajar con Bardem, premio de Cannes por el guión de
Bienvenido Mr. Marshall
. Además, Juan hablaba muy bien francés (e inglés) y empezaba a simbolizar el nuevo cine español junto con Berlanga. Langlois me recibió en su despacho. Estuvo encantador y me deseó lo mejor del mundo. Me preguntó si me iba frustrado por no haber visto algo que yo considerara esencial. Le dije que no había visto nada de Erich von Stroheim, y que tampoco había tenido oportunidad de ver ninguno de los diferentes montajes de
¡Que viva México!
de Eisenstein. Me preguntó a qué hora salía mi tren. Al saber que me iba a las seis de la tarde, habló un momento por teléfono y me citó a las ocho de la mañana, me deseó lo mejor, esperando que mi próxima visita fuera para presentar una película mía, y me largó del despacho. La gorda Lotte me despidió con dos sonoros besos y me anunció que ella no vendría al día siguiente porque estaba trabajando con Fritz Lang. A las ocho en punto de la mañana yo estaba allí. Un ayudante que conocía de vista me pasó a una salita de pruebas. Entre las ocho y las tres de la tarde, y para mí solo, aquellos santos me proyectaron
Esposas frívolas, Avaricia
, y los montajes de la obra inacabada de aquel creador maldito y perseguido por todos, desde los capitalistas de Hollywood a los conservistas de Moscú, que fue Serge M. Eisenstein. Fue una jornada excesiva e inolvidable. Allí estaban las fuentes de las que el cine ha bebido y sigue bebiendo aún, desde Orson Welles a Peter Jackson, desde Ernst Lubitsch a David Lynch.
Cuando siete horas más tarde se cerró la ventanilla y se apagaron los proyectores, yo salí borracho de belleza de aquella salita, con la lágrima en el ojo, y me juré que un día volvería con mis películas. Y así ha sido, treinta y tantos años más tarde. Hace algunos años —pocos—, la
cinémathèque
ofreció un ciclo de algunas películas mías, y una sesión de homenaje. La gorda Lotte ya no está con nosotros, ni Langlois, ni muchos más. Las salas de proyección son otras, mucho más grandes y cómodas. En la mayor, Jean François Rauger, el actual director de programación de la
cinémathèque
hizo mi presentación y aquellos jóvenes, que eran moralmente los mismos de entonces, aplaudieron tanto rato, que yo me quedé estupefacto, llorando a moco tendido. Rauger dijo unas palabras de presentación, y yo no puedo, ni quiero resistir la tentación de reproducir aquí, por la importancia que tuvieron para mi vida, después de haber sido ignorado por todos durante tantos años, vilipendiado por fariseos e iconoclastas, prohibido por los censores, o despreciado por la «crema de la intelectualidad», del chotis y hasta por muchos de mis colaboradores más allegados, o hasta por el mismísimo Vaticano. He estado, y aún lo estoy, muy solo o mínimamente acompañado por grupos de jóvenes más o menos marginados, que son, poco a poco, más numerosos, incluso en España.
«Señoras y señores:
»Buenas noches.
»Nos sentimos muy orgullosos de recibir esta noche a Jess Franco en la cinemateca francesa. Los habituales de las sesiones del viernes noche de la otra sala conocen, ahora, su obra, y creo que nos podemos enorgullecer —gracias a las sesiones de cinema bis— de haber ampliado el círculo de los amantes de sus películas, más allá del grupo de fans incondicionales. Sus películas, en efecto, se habían convertido en algo de difícil acceso, el primer deber de la
cinémathèque
era mostrarlas de nuevo, para que se impongan por sí mismas. Simplemente.
»Debuta al final de los años cincuenta con, principalmente,
L'horrible Docteur Orloff (Gritos en la noche)
, convertido en un clásico del cine de terror, y ha realizado, hasta hoy, más de ciento cincuenta films. Esto quiere decir hasta qué punto cuenta para él, sobre todo, esa devoradora necesidad de rodar que atestigua de un plano a otro su sentido innato del cine. Su obra constituye una empresa radical de subversión sui géneris, pues ataca la idea misma de una sacralización cultural del cine. Sus films han sido rodados en pocos días, a veces varios simultáneamente, montados y remontados diferentemente según el tipo de explotación, eterno
trabajo en progreso
donde lo ínfimo del presupuesto convive, engendra lo sublime de la inspiración. Su talento fue advertido por Fritz Lang, que fue elogioso con
Necronomicon
, y por Orson Welles, que lo contrató como realizador de la segunda unidad para
Falstaff (Campanadas a medianoche)
. Es el cineasta emblema de las salas populares de barrio. Ha abordado los géneros más diversos: el terror, el
thriller
, la ciencia-ficción, contrapuestas cada vez más a lo que será el envite esencial de su cine: el erotismo. Jess Franco es un cineasta contemporáneo y moderno. Sus films llegan en un momento en que el espectador ha perdido sus credos primitivos y fundamentales. Sin preocuparse de inventar nuevas mitologías se contenta con analizarlas, desnudarlas, con reducirlas a figuras de retórica pura. No se puede comprender su cine sin tomar conciencia de que aquello que los lugares comunes consideran defectos, en él son cualidades muy particulares. Los
zooms
se convierten en figuras de estilo destinadas a desestabilizar la mirada del espectador, las escenas eróticas que suspenden el relato se trasforman en largas playas melódicas. Hay un lirismo sorprendente en el cine de Jess Franco.
Jean François Rauger, París, 19 de octubre de 1998».
Yo respondí a la nueva, interminable ovación, con unas breves palabras, más o menos, éstas: «He estado esperando durante más de treinta años que llegara este momento. Todo ese tiempo he hecho películas para vosotros, que sois para mí el verdadero espíritu audaz y libre del cinema. Gracias por haber esperado conmigo».
Y aquí sigo erre que erre, sin desviarme ni un ápice ni bajar la guardia. Como cantaba Fred Astaire, uno de los más grandes creadores del cinema mundial, en aquella maravilla que es
The band wagon
: «I go my way by myself… alone».
A los pocos días de mi regreso, Pinilla me acompañó al examen de ingreso en la escuela de cine. Esta se encontraba, provisionalmente, en la Escuela de Ingenieros Industriales, que prestaban algunas aulas por la tarde, al lado de un vetusto museo lleno de restos de bichos antiguos —creo que había hasta un diplodocus como el de
La fiera de mi niña
—, y de máquinas inservibles mucho más antiguas aún. Este elegante complejo industrial y docente asentaba sus posaderas en los altos del Hipódromo, nombre enigmático y surrealista para un lugar en cuesta, con algunos pinos, en el que ni siquiera había un tiovivo. En una de aquellas aulas frías y tan sucias y apolilladas como el resto, discurrió mi examen. Bueno, digamos que la convocatoria no había atraído a las masas juveniles. Eramos apenas una docena de insensatos. Sólo cuatro o cinco tuvimos el honor de ser aprobados, entre ellos Ricardo Muñoz Suay, que ya estaba calvo y que era una especie de incipiente líder de la
gauche divine
, pero también el irunés José María Zabalza, y un pintor delgado y casposo vestido de perdedor de film de Douglas Sirk, y Juan García Atienza, valenciano como Ricardo, que llegó a dirigir alguna película pero pronto abandonó el cine, o sus miserias, para dedicarse, con fortuna, a la literatura esotérica. El jurado estaba compuesto por Carlos Serrano de Osma y otros tres, que parecían figurantes. Carlos era un hombre afable e inteligente, un verdadero vocacional del cine que, en un país normal, podría haber llegado a ser un director importante. El se perdió entre alardes técnicos y empanadas mentales que no superó jamás. En cuanto a mi examen, quedó claro que los maestros no querían aprobar a nadie, porque las preguntas, aún hoy, tumbarían a la mayoría de los profesionales del cine. A mí me pidieron que hablara sobre «la utilización estética de las lámparas en el cine de Paul Czinner». Serrano formuló la pregunta con una leve sonrisita, esperando que yo dijera: «¿Quéeee?».
Pero yo venía de París y había visto dos films de Czinner, magníficos, por cierto:
Catalina de Rusia
y
Una vida robada
, ambos con su mujer, Elisabeth Bergner como estrella. Así que hablé durante veinte minutos del tema, un tema idiota, por otra parte: por más que Czinner se hubiera regodeado con la grúa entre las arañas del Ermitage en San Petersburgo, Petrogrado, Leningrado, o como hostias le tocara llamarse, no pasaba de ser un detalle de nada en el contexto de una narración cinematográfica, salvo si se tratara de una publicidad de una casa de decoración. Pero ni eso, porque los
spots
publicitarios no existían aún. Sólo en los descansos de los cines proyectaban unas placas fijas anunciando almacenes o bodas y bautizos, mientras un niño con chaquetilla blanca ofrecía entre las butacas: «¡Bombón helado, caramelos, patatas fritas!», cestillo en ristre. Yo hice tal derroche de sabiduría que conseguí que el segundo hombre, otro calvo estilo Anasagasti, que resultó ser un catedrático de Literatura reciclado, abriera la boca por primera vez, para decirme: «Muy bien». Serrano asintió, con gesto de comprensión, a mi perorata. Estaba en el mejor momento de su extraña carrera. Había codirigido junto a Daniel Mangrané —curioso industrial catalán— un film desigual, pero interesante, sobre los guanches, rodado en Canarias, con el canario Cecilio Paniagua como operador jefe, y que hizo una fotografía magnífica. Era una producción ambiciosa y cara, cuyo rodaje duró muchísimo. Durante meses fue la comidilla de las tertulias del café Gijón. El reparto era magnífico —encabezado por Marcello Mastroianni y Silvana Pampanini, en la plenitud de su arte y de sus tetas— y medio cine nacional. El proyecto era demencial. Lo inició Mangrané con Serrano como supervisor técnico, lo siguió Serrano solo, y lo acabó el coproductor italiano Paolo Moffa, al que yo conocí algún tiempo después. Era él más profesional de todos ellos, pero su ambición era dirigir, y eso acabó con su carrera. Tuve ocasión de hojear el guión técnico porque José María Rodero y su mujer, Elvira Quintillá, tenían papeles importantes y me leyeron los pasajes más enloquecidos. El guión comenzaba con un plano secuencia descrito con minuciosidad y cuyos detalles técnicos omitiré para no angustiar a mis eventuales lectores. La acción ocurría en una playa salvaje y desierta, al amanecer. Un joven guanche, vestido con un taparrabos y armado con arco y flechas, caminaba ágilmente a la orilla del mar. De pronto se detenía mirando hacia arriba. La cámara seguía su mirada hasta descubrir a un águila que volaba majestuosa sobre la costa. La cámara volvía al joven aborigen que, rápido, armaba su arco y disparaba hacia arriba. La cámara seguía a la flecha en su ascensión hasta que atravesaba el cuerpo del ave, la cual caía herida de muerte a la playa, junto al guanche que se agachaba, tomaba el cuerpo del bicho, le arrancaba la flecha y se iba tan campante con su presa. ¡Todo, en un plano! Elvira leyó aquel disparate, conteniendo la risa, y me miró, preguntándome mi opinión sobre la escena. Yo le dije que se llevaran mucho equipaje, porque podían pasarse seis meses en la playa aquella hasta que: a) el actor consiguiera acertar a la supuesta águila; b) el águila quisiera sobrevolar la playa en vez de pirarse en otra dirección; c) el bicho cayera junto al actor; d) no le arrancara dos o tres dedos al actor al sacarle la flecha, etcétera, etcétera. En otra escena, los guanches atacaban el campamento español durante la noche, sorprendiendo a las tropas del Emperador. ¿Y cómo lo hacían? Soltando sobre ellos una jauría de perros azules, con teas encendidas atadas a la cola, que incendiaban las tiendas de campaña de los invasores, haciéndolos huir. Un plano, sin duda, magnífico. Para lograrlo se necesitaba tan sólo reunir un buen número de esa raza de perros autóctonos, que dieron origen al nombre del archipiélago —Canarias viene de canes, no de canarios, como casi todos creen. Los isleños mismos alimentan esa falsedad dada la facilidad de la cría del canario y de su comercialización, y la dificultad de encontrar perros azules por aquellos pagos; yo sólo he conseguido ver uno, y era grisáceo, más bien… —. Pero supongamos que se consigan reunir dos docenas de canes azules, que se les ata a la cola unas teas bien resinosas, y se pide: «Cámara. Acción». Se prenden las teas y se suelta a los perros, que salen a toda hostia en todas direcciones intentando huir de la quema, nunca mejor dicho. ¿Cómo los convence un director de que prendan fuego con la cola a las tiendas de campaña, de que ataquen como la «Brigada ligera» en lugar de revolcarse, buscar un arroyo, correr hacia el mar? Y aun suponiendo que, con esa suerte que a veces nos acompaña a los insensatos que ejercemos este oficio, logremos una toma más o menos buena, ¿cómo se rueda la siguiente toma? ¡Imaginen a todo un equipo de cineastas recuperando pobres perros tostados y enloquecidos por todos los rincones de la isla! Aun con la ayuda de la Legión podría llevar algunos meses. Con mis amigos Rodero y Quintillá llegamos a la conclusión que debían contratarse por semanas y hacerse millonarios. Serrano era, a pesar de todo, el maestro más valido e interesante que tuve en aquella misteriosa escuela. Los otros profesores, Carlos Fernández Cuenca, Entrambasaguas, Sáenz de Heredia… podrían haber sido buenos maestros en sus diferentes asignaturas, pero no les veíamos casi nunca por allí. Mandaban a unos subalternos mucho más ignorantes que nosotros mismos. Creo que sólo Serrano se tomaba aquello en serio, en Dirección, mi especialidad, y Antonio del Amo, en Interpretación. Antonio era una extraña mezcla de vanguardista de izquierdas y mozo de muías reciclado. Había hecho durante nuestra guerra un par de films interesantes que la cinemateca francesa solía programar junto otros sobre el mismo tema como
L’espoir
, de André Malraux. Antonio estuvo en la cárcel y después consiguió dirigir. Al principio hizo algunas películas soterradamente sociales, como
Día tras día
, o
Sierra maldita
. Pero cometió el gratificante error de descubrir a Joselito y de dirigir todos sus grandes éxitos, lo cual le llevó a la ruina moral y a la riqueza material. Como director era bastante mejor que la mayoría de los que ejercían, pero como maestro de actores era un desastre. Pinilla y yo, cuando podíamos, asistíamos a sus clases, porque eran un perfecto ejemplo de cómo NO HAY que dirigir a los actores. El quería ser una mezcla del Stanislavsky más genuino y el Actor’s Studio. Sacaba a una pareja de futuros actores y les pedía que improvisaran una escena, diálogos incluidos, sobre el tema que él proponía: «María, tú eres un putón». María se ponía a temblar ante el anuncio. Ella era una tímida joven de Orense, procedente de las Escuelas Pías, con aspecto de no haber roto un plato en su vida. Y el maestro seguía: