Memorias del tío Jess (19 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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—Me tenía que marchar pasado mañana.

—No importa. Si te vas, consérvala y te la cambiaré cuando vuelvas.

Aquella noche esperé el regreso de Rafaela, que había ido con su hermana a una visita misteriosa. Luego resultó que habían ido a una reunión de Benjamín Peret. Le llevaban un recado del poeta Blas de Otero, que era muy amigo de las dos, y que estaba en la cárcel. Apareció Pascual y cambiamos de conversación, porque no le conocíamos lo bastante como para tratar de esos temas con él. El pobre tío me dio doscientos francos que le «sobraban», unos billetes de metro y las dos últimas latas de sardinas. Yo me permití una chufla, con las latas en la mano.

—Siempre que coma sardinas, lo haré en tu memoria.

El se iba en el mismo tren que Rafaela. Ella y yo nos perdimos en el jardín oscuro. Sólo habíamos tenido cuatro ratos de cierta intimidad durante todo el mes, siempre en aquel jardincillo recoleto y acogedor. En España no habríamos llegado a nada, por culpa del cardenal Cisneros y los picoletos. Allí, en las afueras de París, aquel militar inglés nos había pillado la primera vez que tuvimos un cuerpo a cuerpo. Nos quedamos petrificados. El iba en bicicleta. Pasó ante nosotros sin detenerse y canturreó
Lovers
, de una vieja opereta americana que yo había tocado mil veces.

Se fueron muy temprano, a la mañana siguiente. Rafaela me besó con una mirada de reproche. Pero yo no podía hacer otra cosa que quedarme. Los acompañé al tren y me quedé en la estación. Me habían dicho que si devolvía el billete me pagarían el importe de la vuelta. Lo pregunté en la taquilla y me dijeron que sí. Me anularon la parte vigente con cien tampones y me dieron un recibo nuevo. El empleado me informó:

—Con este resguardo, cuando llegue a Madrid, se lo abonan.

¡Maldición! De un solo golpe me había quedado sin billete y sin pasta. Y no había nada que hacer. Expliqué, rogué, pedí que me devolvieran al menos, la posibilidad de irme. Pero todo fue inútil. Cuando un funcionario francés pone un sello, ¡pam, pam!, te jodiste, hermano. Es más fácil conseguir que cambie sus convicciones políticas o que cambie de mujer, a que te anule un sello o te haga un papel nuevo.

—Es que nos odian —suele decir el español medio.

Y es cierto. El hombre del tampón nos odia, a los españoles, a los franceses, y al género humano, en su totalidad. Es un hastío nacido de la terrible injusticia que significa el que tú estés de este lado de la taquilla y él esté dentro, prisionero, sirviéndote. Probablemente, él tiene razón, pero no suele tener en cuenta que tú no has hecho el reparto de papeles y que puede que él sea menos esclavo que tú. Le jode profundamente que tú puedas irte a Rangún, Albacete o Antofagasta, sitios exóticos que a él le están vedados, y que con menos añitos, entres y salgas sonriente. Debo aclarar enseguida que hablo de los hombres. En las mujeres, en cambio, encontrarás más atención, más compasión. Si pueden ayudarte, en general, lo harán y sin perder su tonillo vagamente amistoso. Yo, lo reconozco, soy un feminista total. Creo que las mujeres son más sensibles, más intuitivas, más inteligentes y más sinceras que nosotros, los gilipollas de los hombres, y creo que si no hemos llegado aún al matriarcado global es porque los hombres, acomplejados y pérfidos, se las han apañado por todos los medios para relegarlas a un papel secundario.

¡Santo Cielo! ¿Quién nos lleva en su seno, quién nos pare, quién nos amamanta, quién nos acuna, quién nos enseña con paciencia y generosidad? ¿Y cómo pagamos los hombres esta epopeya de poner a un ser en el camino de la vida? ¿Qué coño hacemos mientras ellas soportan los dolores del parto? Esperamos inquietos a que nos muestren el resultado del polvo echado nueve meses antes, y entonces le tocamos la barbilla con aprensión, embargados por los sentimientos contrapuestos del asco físico por aquella cosita peluda y llorona, y el orgullo metafísico del
creador
. «Mi hijo», decimos, como Miguel Ángel ante los frescos de la Capilla Sixtina.

Y olvidamos que nuestra participación en esa obra ingente ha sido apenas un poco de pintura blancuzca. Yo me pregunto a menudo, aterrado, ¿cómo sería el mundo, la vida, si quienes pariéramos fuéramos los hombres, los cobardes de los hombres? Afortunadamente, las mujeres, lenta y trabajosamente, van recuperando ese perdido poder, van equilibrando un poco la situación. Por esto y por mil razones más, yo, siempre que puedo, ante cualquier problema de cualquier orden, pido ayuda a una mujer por lejos que la hayan sentado en la oficina, y por fea, bajita o gorda que sea. En la Francia de aquellos tiempos, la mujer empezaba sus primeros logros, mientras en España seguía siendo una pobre súbdita de tercera división.

En nuestros días, me siento muy feliz de poder establecer esa relación de la Francia de hace más de cuarenta años con la España de hoy, aunque aquí el machismo cerril se resista aún a la inevitable caída del falo rey en el saco de los desperdicios.

En aquella siniestra mañana, yo reaccioné todo lo rápido y lo bien que pude. Me fui a buscar a mi viejo amigo el transportista de cadáveres (una ternera muerta es un cadáver tan respetable como el mío y seguro que más sabroso).

«Los animales», explicaba una Muñoz Sampedro en una inefable comedia de Mihura, «Los animales son seres como usted o como yo, pero sobre todo como usted».

Mi hombre, mi primer cicerone en París, ya no estaba por allí. Desde hacía días no iba al tajo. Me preocupé por su suerte, y por la mía, seamos sinceros. En el bar me explicaron, por fin, que había acertado un pleno de las carreras de caballos, había invitado a champán a todo Dios y había desaparecido, loco de contento. Me alegré por él, aunque su felicidad me llenaba de inquietud. Entonces me acordé del Ejército de Salvación. Tenía las señas, y no estaba demasiado lejos. Al pasar cerca de los puestos de salchichas y patatas fritas no pude refrenar el impulso y me compré un cucurucho
frites
y una salchicha. La vida me estaba enseñando que con el estómago lleno se piensa mucho mejor y se tiene una visión más optimista de todo. Una hora más tarde, entraba en un edificio anónimo y feo, pero muy lejos del albergue que acogió a Charlot,
Emigrante
. Había alguna gente variopinta haciendo cola ante un mostrador limpio y con algunos búcaros de flores frescas. Un par de señoras de uniforme iban y venían canturreando en latín versos de la Biblia. Frené como pude mi primer impulso de salir corriendo y esperé mi turno, que llegó enseguida. Una de las viejecitas amables y cantarinas me dedicó una dulce sonrisa y me preguntó, con un acento tipo Stan Laurel:

—¿En qué puedo serte útil, querido?

Yo empecé a contarle mi batallita, pero ella me interrumpió enseguida.

—¿Quieres asilo o trabajo?

—Las dos cosas.

Me miró como solía mirarme mi abuelita, cuando yo hacía una travesura venial. Empezó a consultar un archivador mientras canturreaba sus latinajos. De golpe, se detuvo y me miró, como sopesando mis aptitudes para el trabajo:

—Tú eres un artista, ¿verdad querido?

Respondí con entusiasmo que sí. Ella marcó un número de teléfono. Pensé por un momento que me buscaba algo en el taller de algún pintor o decorador, quizá un constructor de decorados, ¿por qué no León Barsacq? Oí su voz, mientras me miraba con simpatía.

—Sí, sí… es el ideal. Es muy distinguido. Muy, muy joven. Muy espigado y muy chic, con un toque bohemio.

Yo llevaba en aquel momento el pelo muy largo y descuidado y una barba negra hasta el pecho, y vestía mi vieja zamarra. Pensé que no podía estar hablando de mí. Seguía al teléfono con su acento inglés y su vocecilla dulce y cantarina.

—No, señor Dupont. Puede que no tenga quince años, pero los aparentará si le arreglamos un poco el pelo. Bien, se lo mando enseguida.

Colgó, alegre.

—Querido, creo que ya tenemos trabajo.

Una zapatería de señoras en la Ópera. Buscaban un botones.

Le dije que si aparecía con mi aspecto de bolchevique en una zapatería de la Opéra, llamarían a la policía. Ella pareció decepcionada. Por fin, me ofreció un trabajo eventual.

—Son sólo dos días, pero bien remunerados, y además, en tu mundo de artista.

Me eché a temblar. Ella había decidido que yo era artista, pero ¿artista de qué? ¿Pintor, funambulista, mimo, escultor? Pronto salí de la duda. Me dio la tarjeta de una fábrica de muebles. No estaba lejos del albergue. Me preguntó si me guardaba sitio para la noche y si quería comer allí. Yo dije a todo que sí. Ella me advirtió que la cena era hasta las nueve. Le di las gracias y salí rápido y bastante preocupado. Cuando llegué a la fábrica, un establecimiento de lo más casposo, me dieron una brocha y pintura. En un pequeño patio, con su fuente, me sentí un personaje cutre de Jean Renoir (había visto unos días antes esa maravilla que es
El crimen de Mr. Lange
). Había un par de viejos pintando sillas de un estilo entre Luis XV y Robespierre. Yo tenía que hacer lo mismo, o sea, darles una mano de purpurina y ponerlas a secar en el cobertizo vecino. Respiré más tranquilo.

Me puse a pintar con un empuje que mis compañeros encontraron excesivo. Después de la cuarta silla, empezaron a hacerme gestos de que no tuviera tanta prisa. Eran un catalán y un italiano, hechos unos guarros y con las manos llenas de pintura, lo cual no les impidió estrecharme la mía, como un pacto de sangre de dorada pintura. Yo me presenté. Y seguimos hablando en esa lengua de los emigrantes latinos, mezcla de italiano, español y portugués, que todos entendíamos más o menos, siempre que se trataran temas sencillos.

—No corras tanto, que vas a acabar con todas las sillas de Francia.

Nos fumamos un cigarrillo. Yo, para hacerme el simpático, le dije al catalán que me alegraba de trabajar con otro español, pero él sentenció:

—Español por obligación, catalán de corazón, castellano nunca.

Le dije que a mí me daba igual, y que además, tampoco entendía muy bien su problema.

—En España no te cuentan nada.

—Claro que no, los cabrones.

—Barcelona es la Sagrada Familia, la sardana y la
Bella Dorita
.

—¡Los cabrones!

—¡Ah! Y Salvador Dalí.

—Otro cabrón. Yo soy del POUM, y me fusilaron.

—Pues te fusilaron muy mal.

—Ni para eso sirven. Nos fusilaron a diez o doce, sin juicio ni hostias. Yo me tiré al suelo y me di un buen puñetazo en la nariz. Sangré como un cabrito espanzurrado. Me dieron por muerto y me echaron a la fosa común. Por la noche me escapé.

—Le felicito. No debe de haber muchos que puedan contarlo.

—De mi familia, ninguno. Mis padres y mis dos hermanos cayeron.

El italiano, que se llamaba Franco y era siciliano, escuchaba atentamente.

—España es un bello país. Los españoles, la mitad son como hermanos, la otra mitad, hijos de la gran
puttana
.

Yo le respondí que su porcentaje era inexacto. Que como mataban a los que no pensaban como ellos, ahora había, por lo menos, un sesenta por ciento de cabrones.

—Habría que hacer otra guerra —dijo el siciliano con naturalidad.

—Sí, pero lo malo es que yo no sé qué guerra hay que hacer.

Durante dos días, que fueron tres, pinté sillas, gané una caspa y comí y dormí en el albergue del Ejército de Salvación. Entre ellas —sé que también había
salvadores
masculinos, pero yo no vi a ninguno— se trataban con corrección castrense: señora coronela, señorita teniente. Los dormitorios estaban más o menos limpios, pero los camastros se adjudicaban por orden de llegada de los «asilados». La gente dormía vestida y a veces calzada y, a pesar de que los mandos estaban limpios y repeinados, la clientela olía a sobaquina, en el mejor de los casos. En cuanto a la comida, era esa cosa británica del pastel casero con grasa de pato, en el que mezclan todos los restos de los últimos quince días con una masa que recuerda lejanamente a la pizza, eso sí, la peor pizza que hayan comido jamás. Todo eso regado con un agüilla con pretensiones de té. De todos modos era mucho mejor que no comer nada. Alguien me habló de un trabajo en Lille, bien remunerado, en una pesquería. Pero yo decliné la amable oferta. Yo quería seguir en París y devorar cine, y si podía, ver teatro, conciertos y cosas que, en Lille, debían de escasear. Me fui a mi residencia de «Juventud y reconstrucción».

El militar inglés estuvo encantador y me dio muchos formularios para rellenar sobre mis conocimientos y posibilidades en diversas materias. A cada pregunta tipo ¿tiene conocimientos de cartografía? —o de dibujo industrial o de los nuevos métodos de pinturas murales—, yo contestaba que sí o que El simpático oficial, que me recordaba a Ralph Richardson en
Las cuatro plumas
, pareció no creerse alguna de mis respuestas.

—Ya veo que sabe de todo, es usted un pocito sin fondo de la cultura.

Yo no manifesté la menor reacción ante su tonillo burlón. De pronto, su expresión cambió. Cogió un papel oficial y leyó en voz alta:

—Asumir la responsabilidad de… capilla… Olivet.

Me miró con severidad.

—Usted es pintor.

Yo asentí con cinismo.

—¿Tiene conocimientos de pintura mural?

Sonreí con suficiencia.

—Claro, señor.

Extendió ante mí unos planos complicadísimos.

—Esta es la capilla de Olivet, que ha sido reconstruida recientemente por nuestros equipos.

Miré los planos, poniendo cara de experto. No me enteré de casi nada, pero respondí.

—Muy interesante.

—El joven decorador británico Jean d’Eaubonne iba a decorarla pero, a última hora, otras obligaciones le han impedido aceptar el trabajo. ¿Usted podría presentar un proyecto, rápidamente?

Dije que sí, con gran seguridad.

—¿Podría hacernos algunos bocetos, presentar un proyecto serio en menos de un mes?


Of course, sir
.

—¿Usted es español, verdad? Presente algo que sea brillante, alegre como el sol de Sevilla.

—Yo soy de Madrid.

—Es casi lo mismo, ¿no?

Me dio un golpecito en la espalda, dando por terminada la entrevista. Pero yo no.

—Oiga, vamos a suponer que presento el proyecto. ¿Qué pasa después?

—Si la dirección lo aprueba, se marcha enseguida a Olivet, ¡y a trabajar!

Me entregó una página mecanográfica, como un proyecto de contrato.

—Léasela. Las condiciones son magníficas. Una gran oportunidad para un joven de talento. Todos sus gastos pagados, más 150.000 francos de gratificación.

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