Apenas cinco minutos más tarde, una marchita militar inglesa me despertó de modo cruel. Eran las siete de la mañana, o sea que había dormido unas quince horas, que habían pasado como un suspiro. El dormitorio estaba lleno de gentes variopintas, en general eran jóvenes y altos, y habían dormido a mí alrededor sin que yo me diera cuenta de nada. Me puse bajo una ducha común y ahí me di cuenta de que no había visto ni a una sola mujer. Pero aparecieron misteriosamente en la cantina. Las chicas parecían eslavas. Eran rubias y con pies y manos más grandes de lo normal. Estaban excitadas y felices. Eran polacas, húngaras, checas, y venían a trabajar. Casi todas vestían monos y lucían insignias comunistas. Comían con más voracidad que yo, que ya es decir. Café, pan y mantequilla componían nuestro desayuno. Pero sin limitación de cantidades. Cuando yo iba por mi cuarta rebanada, aparecieron Rafaela y su hermana, que acababan de llegar, después de un viaje aún más largo que el mío. Las acompañaba un compañero de la Facultad que yo conocía de vista. Se llamaba Pascual y tenía un aspecto lamentable. Mientras en Madrid vestía con su chaqueta y su corbatilla, allí llevaba una especie de impermeable con capucha, pantalones cortos y botas, no se sabe por qué misteriosa razón. Era un tipo muy peludo, y aquella indumentaria, completada por un macuto de escalada y una barba de tres días, le daban un aspecto repugnante. Enseguida supe que el macuto era su intendencia: estaba lleno de latas de sardinas. Cuando tenía hambre, compraba pan, se sentaba en el primer asiento que encontraba, ya fuera un banco de los Campos Elíseos, una butaca de la cinemateca o la escalinata de la Tumba de Napoleón, sacaba su abrelatas, se preparaba un bocata que chorreaba aceite y se lo cepillaba tan campante. Llevaba una lista de películas que quería ver, y parecía dispuesto a dejar un tufillo a aceite en todos los cines de París. Cuando terminaba su refrigerio, si le quedaba alguna sardina, envolvía la lata en un papel de periódico y se paseaba tan tranquilamente por el Louvre con la lata en la mano. «Cuidado con no echarle aceite a
La Gioconda
, le dije yo una vez. El se paró ante el cuadro, decepcionado: «¿Esta es
La Gioconda
? ¡Qué pequeñita es!». La gente nos miraba, extrañada, ofendida casi, por el olor a sardinas. «A mí me gusta más la Silvana Mangano». Le dije que no fuera bestia. Le dije que no fuera bestia, pero lo cierto es que aunque miré y remiré, aquella vez y otras muchas, el cuadro, nunca le he visto el misterio, ni el embrujo equívoco a aquel rostro, sino más bien la sonrisa de compromiso de una tía medio imbécil. Claro que el cuadro está muy bien pintado, sobre todo el fondo, pero yo me quedo con Giotto, con Fra Angélico, con Tintoretto. Las comparaciones son idiotas, pero los culpables son los que mitifican, casi siempre por esnobismo, un concierto, un cuadro o una persona. Yo he intentado toda mi vida ser independiente, ser un
tramposo
a lo Sartre. Olvidarme de las informaciones recibidas desde la más tierna infancia, que te van condicionando y reducen tu libertad. No seas
nauseabundo
: hazle la peseta a los supuestos previos, a los axiomas, a todo, y decide por ti mismo tus preferencias. Cuidado. Nuestro mundo está lleno de lo que yo llamo «las falsas bahianas». Ese es el título de una hermosa canción de Geraldo Pereira que conozco desde mis tiempos de Brasil, cantada, sobre todo, por Joao Gilberto. Habla de la gracia con que las
garotas
, las chavalas de Bahía, bailan en la rueda de samba, de sus movimientos de caderas, que dejan a la
mocedade
loca. Pero cuando ella es una falsa bahiana, la gente ya no jalea, y se queda parada y la rueda de samba, contaminada, se convierte en una danza sin gracia, sin vida. ¡Santo Cielo! El arte y con él, el cine, esa expresión artística compendio de todas las artes, y dominada las más de las veces por ignorantes y mercachifles, cuando no por esnobs y publicistas, está y ha estado siempre plagado de «falsas bahianas» que lo echan todo a perder.
La presencia de Rafaela Cristóbal lo llenó todo de alegría. No era para nada una mujer bella: rostro pecoso, nariz grande, ojos glaucos, manos largas y huesudas, pero emanaba una simpatía, una vitalidad que volvían loca a toda la
mocedade
, y además era inteligente, libre y moderna. Su presencia me llenó de entusiasmo. No nos dejaron ni un minuto para arrumacos. El oficial inglés nos reunió en el jardín y nos explicó brevemente que nuestra misión era restaurar lo restaurable y demoler el resto. En general, las chicas hacían el trabajo fino —jardinería, pintura— y los tíos, el duro. Durante las tres semanas que siguieron me convertí en una especie de
Demolition Man
. Pico en mano, y en compañía de un chaval turco que era una muía parda y de un noruego altísimo, nos lanzamos a la destrucción. Y le cogimos gusto enseguida. La verdad es que derrumbar paredes y sobre todo suelos, avanzando y reculando sobre las vigas maestras, haciendo equilibrios, puede producir un placer casi salvaje. Como no nos entendíamos —mis conocimientos de turco y de noruego eran nulos y ellos sólo parecían conocer su propia lengua— no perdíamos tiempo en chácharas y destrozábamos a placer, hasta tal extremo que si el capataz no nos hubiese confiscado los picos, nos habríamos cargado el edificio entero.
Al final de nuestra jornada comíamos en el gran comedor. Desde luego a Bocusse o a Troisgros no los vi yo por allí. Era cocina inglesa —¿por qué le llamaran a eso «cocina» los ingleses?—. Pero lo cierto es que nos daban cantidades enormes de unas carnes gris oscuro con unas judías gris claro y toneladas de pan —francés, gracias a Dios, o a God, o al que estuviera de guardia— con agua o unos pozos de café inglés. Sólo una vez tuvimos otro chef, que nos dio de comer lo mismo, claro, pero con mucho
curry
. Era un hindú correturnos. Pero currábamos tanto, los tíos, al menos, que dejábamos los platos más limpios que al llegar.
Las chicas aparecían para la comida, más tarde, porque solían acabar llenas de tierra o pintura. Luego, los cuatro españoles nos íbamos juntos al cine. Pascual iba siempre de cabo de gastadores, lata de sardinas en mano. Pronto empezaron a llamarnos «La brigada de la sardina». Rafaela tenía embobados a tíos y tías, con su simpatía y su vitalidad, y además, el tufillo a sardinas tenía cada vez más prosélitos. íbamos a la
cinémathèque
, una institución que ya era un lujo en aquellos tiempos. Si tenías algún carné de estudiante —aunque fuera de la Academia Miky, bailes de salón— te hacían unos descuentos fantásticos. Al principio íbamos a tumba abierta, con la seguridad de que la programación nos depararía algún film interesante, es decir, desconocido en España o mutilado por la censura y, además, en versión original. La sala de proyección, bastante pequeña, estaba en una zona fina, y siempre llena. Había que llegar con antelación y hacer cola. Según la película, podías acabar sentado en un escalón o en el santo suelo. Aquel era el reino de Lotte Eisner, una especie de rolliza Madre Coraje que tuvimos los amantes del cine, excelente escritora y musa del expresionismo, siempre con pantalones y abrigo de paño. Ella fue el alma motriz de esa institución que Francia nos legó, con su museo, gracias a su diaria lucha por conseguir copias de todo el cine interesante, y haciendo una labor educativa sin parangón; y luego estaba el gran jefe, Henri Langlois, un tipo maravilloso, culto sin pamplinas, sencillo y acogedor. En aquellos días había un ciclo sobre la comedia francesa. A mí me pareció muy interesante, sobre todo porque me permitió conocer algunos actores magníficos, como Louis Jouvet, Michel Simon o Raimu. Pero eran las suyas películas muy parlanchínas y «La brigada de la sardina» empezó a desinflarse. No comprendían nada y se aburrían, y algunos, como Pascual, sufrían. De los magníficos diálogos de Jacques Prévert, Pagnol, o Henri Jeanson no le llegaba casi nada más que la música. Rafaela soportó mejor aquella prueba de fuego gracias a su hermana, que sabía francés de verdad. Yo sobreviví porque empecé a descubrir aquel mundo sencillo, cínico y popular, que llenaba de felicidad al público franco-parlante, y de tedio y angustia a los demás.
Pinilla había llegado a París y, como habíamos convenido antes, nos encontramos en la
cinémathèque
. Le acompañaba un señor muy elegante y encorbatado, Roca Rey, que era el motor de la AAA, que nunca supe bien qué coño era, salvo que eran los paganos de la beca de Pinilla y otras muchas gentes. El admiraba a Pinilla y le ayudaba en su formación, seguro de que, en el futuro, Paco sería reconocido como un gran músico —cosa que ocurrió— y como un gran escritor —cosa que no ocurrió—. No sé cómo, pero Pinilla consiguió un aumento de su beca. Anduvo aún un par de días por la
cinémathèque
, pero luego se marchó. Antes se despidió de mí, y me dio un dinero diciendo que ya se lo devolvería. Había adelantado su partida porque «en este momento todo París apesta a sardinas de un modo increíble. Hasta luego, pues». No le volví a ver durante mucho tiempo. Meses más tarde llegó hasta mí una postal de Oslo con una foto de una especie de ría. Era de Paco, y su texto decía así: «La contemplación de los fiordos noruegos está cambiando mi concepción de casi todas las estructuras vitales». Firmaba Paco, y había una breve posdata: «La única vaina es que aquí también huele a sardinas».
A todo esto, yo no había escrito a mi casa. No debían de saber ni siquiera dónde estaba, pero supuse que les daba igual. Me habían tenido dos años en El Escorial a tiro de piedra —nunca mejor dicho lo de la piedra—, y no me habían hecho ni puto caso. Imaginaba la existencia de una conjura familiar en contra mía, liderada por Julián Marías, que nunca me pudo tragar, y secundada por Ricardo, el médico —
Savonarola
—. Los otros, más débiles e inmaduros, tragarían demostrándome así su indiferencia. Sólo mi madre no cuadraba en este siniestro juego. En sus idas y venidas por la casa puede que ni se hubiera enterado de que yo no estaba. A lo mejor había preguntado por mí a mi tía María, su hermana, y ésta le había soltado tal batallita, que había perdido el
match
por abandono. Además, se había integrado de tal forma en el mundo surrealista que la rodeaba, que aceptaba cualquier respuesta sin rechistar. Me acordé de ella en varios de sus momentos de esplendor. Cogía el teléfono: «¿Javier? Sí, un momento». Iba con naturalidad a su alcoba, levantaba una punta de la colcha de la cama. «Javier, te llaman al teléfono». Y se iba tan campante. Javier salía de su escondite para responder. La primera vez que yo presencié esta operación le pregunte: «¿Cómo sabías que Javier estaba debajo de la cama?».
—Lo hace a menudo. El dice que se mete ahí a pensar… Si él está ahí, le aviso ahí.
En otra ocasión, al llegar a casa, me encontré a mi madre ante la mesa del comedor. Intentaba escribir una carta, pero había un niño, desconocido para mí, a su lado, que le tiraba del papel e intentaba quitarle la pluma. Mi madre le regañaba de vez en cuando:
—¡Quita, niño! ¡No seas pesado!
Le pregunté quién era aquel crío.
—No lo sé. Lleva mucho rato aquí, incordiando. Tendré que darle un azote, si sigue así.
Era el hijo de unos vecinos nuevos, que le buscaban desesperadamente desde hacía rato.
—¿Y cómo ha entrado?
—¡Vete tú a saber! ¿Crees que me lo va a contar?
Otra tarde, tres o cuatro de nosotros estábamos estudiando, sin duda porque los exámenes se nos venían encima. Llamaron a la puerta y mi madre fue a abrir. Al instante, vino corriendo por el pasillo, gritando:
—¡Hay un gángster horrible en la entrada!
Mi hermano Pepe, que era el mayor de los presentes, preguntó, lívido:
—¿Cómo sabes que es un gángster?
—Me ha dicho: «¡Arriba las manos!».
Mi hermano, haciendo un alarde de heroicidad, se armó con una estatuilla horrorosa que había por allí y fue hacia la puerta, con la misma determinación que John Wayne al final de
La diligencia
. Los hermanos le seguimos, acojonadísimos. El hombre seguía allí. Iba mal trajeado y sucio. Al vernos, repitió su terrible y amenazadora petición:
—Una caridad, hermanos.
Mi madre le sacó cinco pesetas y un trozo de pastel.
Luego se disculpó como pudo con nosotros.
—Parecía un ñáñigo. Son muy peligrosos.
Los ñáñigos eran una secta de medio brujos, a principios del siglo XX. Le pregunté a mi vieja cubanita.
—¿Cómo puede un ñáñigo llegar hasta aquí?
Mi madre respondió con aquel candor que la caracterizaba:
—Son brujos, mi niño.
Le escribí una postal, no pude resistirme.
«Querida mamá: si ibas a preocuparte por mí, no vale la pena. Estoy muy bien. Jesús». Por supuesto, ni remite, ni fechas. Faltaría más.
El mes pasó a la velocidad del rayo. Yo tenía algún callo en las manos, por culpa del puto pico, había visto algunas películas cojonudas, pintura inesperada —también fui con «La brigada» al Museo de Arte Moderno y quedé absolutamente subyugado por los surrealistas: De Chirico, Delvaux, Masson, Dalí sobre todo, y Chagall, Tanguy, Miró, Picasso—. También estuve en el Louvre, claro, pero me perdí entre los cuadros mastodónticos de Delacroix o David. Me deslumbró la
Victoria de Samotracia
, sólo por echarle un ojo vale la pena ir a París. Pero, sobre todo, aquellos días me sirvieron para atisbar lo que era la libertad, una libertad que se respiraba en cada calle, en cada rincón. No existía el miedo. Todos éramos (yo también)
ciudadanos libres
. Un día hice un gran descubrimiento en la
cinématheque
. Ponían un medio y un largo de un director prematuramente fallecido, Jean Vigo.
Y me encontré, de golpe, con el nuevo cine, con otra concepción, mucho menos conceptuosa y teatral de lo que yo había visto. No sabía entonces que de aquella fuente iba a brotar la
nouvelle vague
, de la mano de un escritor, André Bazin, que iba a derribar de sus pedestales a los cientos de «falsas bahianas» y a cimentar el orden nuevo de valores. Yo estaba jodido por tener que marcharme, ahora que se me dejaba atisbar lo que había detrás de la cortina, y que era lo que yo estaba esperando sin saber. No quería marcharme, quería seguir allí. Se lo dije a Rafaela, que me llamó insensato y me pidió en todos los tonos posibles que volviera con ella. Al día siguiente ponían dos películas de Clouzot; una de ellas,
El cuervo
, estaba prohibida en España. Reconocí ese mismo estilo, esa misma
dejadez
que me subyugaba. Al salir de la proyección Lotte Eisner me preguntó mi opinión, y hablamos un instante junto al mostrador que le servía también de oficina anexa. Me pregunto quién era y qué hacía, y qué tal andaba de pasta. Esperaba sin duda mi respuesta: ni un duro, «pas un sou», porque antes de oír mi respuesta, empezó a preparar una tarjeta que me dio a continuación. Era un pase gratuito para tres meses de proyecciones. Me pareció una clara llamada del destino.