—¡Eh, guiri, ya estamos listos!
Tenía en sus manos dos manojos de cables en punta, amenazantes. Sin el menor entusiasmo, Kramer pidió: «¡Acción!». Jesús unió los cables. Nunca se ha visto una muralla más destrozada. Desde luego toda la falsa saltó a tomar por culo, y estoy seguro de que algo de la auténtica también. Los guerrilleros salieron como jabatos, y la escena quedó formidable, mientras las cámaras seguían rodando. Fue una buena lección. A partir de aquel día, los técnicos españoles empezaron a gozar de una sólida reputación.
Ese era nuestro jefe de eléctricos en
Cómicos
. Y ése era el equipo. Gente llena de entusiasmo, que se cepillaba dos bocatas de chorizo y un anís seco como desayuno, y en vez de caer muertos, tenían gas para currar doce horas sin parar. Así se pudo hacer un film en apariencia normalito que Bardem complicó, con su idea de tener foco desde 50 cm hasta infinito, en interiores. Pudo rendirse más de una vez, cuando el tiempo apremiaba y el equipo estaba al borde de la extenuación. ¿Y qué hacía yo allí, cargado de listas, croquis y otras zarandajas? Empujar a Bardem, empujarle a seguir adelante, a no dar su brazo a torcer. El estaba rodeado de gentes del viejo cine, de la vieja escuela, con más restricciones formales que la escolástica tomista. Juan era un hombre moderno, tenía el gran cine en sus venas, y un grupo de ayudantes y colaboradores del «oficio» que no le seguían. Yo ejercí, en aquel rodaje, a ojos de todos, de niño pijo, de incordio. Terminamos el rodaje casi solos. Pasaron dos ayudantes de prestigio, un par de
scripts
, pero iban dimitiendo cuando Juan no les hacía ni puñetero caso. Sólo los obreros y los de la cámara le siguieron a muerte. Y por supuesto, los actores. No porque fueran conscientes de estar participando en una obra que rompía con los moldes, sino porque ellos se dejan siempre llevar por la intuición y ésta les arrastraba detrás de Bardem, de su sereno entusiasmo, de su energía sin límites. La película, a pesar de las cargas soterradas de T.N.T. que contenía, se llevó el primer premio del cine español de ese año y fue premiada en Cannes. Fue una explosión en el cine español como la de mi amigo El Manitas, y abrió el muro de la estupidez circundante hacia un cine mejor. Dos hombres más colaboraron en la calidad de
Cómicos
: un personaje encantador, llamado León Klimonsky, un dentista judío argentino, escapado del Peronismo, loco por el cine, que pronto abandonó las caries y la prótesis con las que vivía muy bien por este puto oficio nuestro, con el que vivió bastante mal hasta el final de sus días. Leíto, como lo llamábamos, era un intelectual vanguardista y cultísimo. Vino a España para una coproducción, y se quedó. Después de unas conversaciones con Bardem, éste le mostró
Cómicos
, recién terminada. La opinión de Leo fue decisiva para perfeccionar y aligerar el film, con algunos toques muy inteligentes. El, además, trajo a Isidro Maiztegui, otro argentino huido de la quema, que era un compositor excelente. Uno de los dramas de nuestro cine era que la música casi siempre estaba en manos de unos hombres quizá válidos para componer zarzuelas, operetas de Celia Gámez o pasacalles de la tuna, pero que, aparte de haberse quedado en la escuela de mi «maestro» Conrado del Campo, no sabían nada de cine. Bardem se citó con Maiztegui, auspiciado por Klimonsky y, después de hablar un rato sobre Bela Bartok y Stravinsky —¡Oh, cielos! Los dos sabían un huevo sobre estos genios entonces casi proscritos del panorama musical español—, Bardem le hizo componer la partitura del film. Bardem, además, debía comenzar su película siguiente:
Felices Pascuas
, un film aparentemente más amable que
Cómicos
—un film menor, como decía algún crítico carroñero— pero que contenía una carga de mala leche realmente gratificante. La historia era de Alfonso Paso y José Luis Dibildos; Bardem pronto se deshizo de ellos. Eran dos buenos escritores, pero desgraciadamente no resultaban el ideal para Juan. Esta vez, yo fui ayudante de dirección casi legal. A pesar de no haber hecho las setecientas películas de meritorio, auxiliar, etcétera, que exigía la ley franquista, Femando Blanco, abogado y asesor jurídico del sindicato vertical, visó mi contrato y esto sentó jurisprudencia para mis siguientes incursiones en la ayudantía, si es que las había. Bardem, entre tanto, se estaba convirtiendo en la estrella de los directores españoles. Estoy convencido de que, si hubiera podido, no habría hecho
Felices Pascuas
, para no despistar al personal que veía en él a un nuevo King Vidor o un Mankiewicz mediterráneo, y que le hubiera gustado no lanzarse a un mundo más cerca, en principio, del cine de Berlanga, o Monicelli, o alguien así. Hizo el film sin el entusiasmo de
Cómicos
, pero a mí me gustó, le salió una farsa estupenda, más cerca del mejor René Clair que de Dino Risi. La película no funcionó: no llegaba a tener impacto popular —el protagonista era el excelente Bernard Lajarrigue, un habitual de los films de René Clair, poco creíble como peluquero de Chamberí; ni Julita Martínez, estupenda actriz, podía hacer milagros en un papel gris, de mujer de Bernard—. Lo más destacado eran los secundarios de lujo, como siempre en nuestro cine —Ozores, Alexandre, Beni Deus—. He vuelto a ver
Felices Pascuas
hace poco, y me sorprendieron su frescura y su encanto, más cerca del cine de Berlanga que del de Juan Antonio. Fue un rodaje más profesional, con un equipo más reputado, desde el operador, Paniagua, uno de los mejores del cine español, hasta los decoradores, Gil Parrondo y Espinosa. Madame Ochoa, ayudada por Alfonso Santacana, hizo el montaje, Isidro Maiztegui compuso la música de nuevo. Si menciono todos esos nombres no es sólo para hacerles justicia. Son algunos de los mejores técnicos que ha tenido el cine español. Estaba, por fin, naciendo
la industria
. El cine necesita una base profesional, sólida, para pasar de ser la aventura de un grupo de amigos, a una producción de una calidad
standard
impecable. Los americanos, que de eso saben un huevo, tienen ese barómetro corporativo, gordo como la guía de teléfonos de Tokio, llamado
Variety
, en el que se estudian, critican y califican casi todas las películas que se producen en el mundo. Y ¡atención! Ellos no juzgan, si no es de pasada, la inspiración de un guionista o la creatividad de un director. Ellos juzgan la calidad del producto como tal —los medios técnicos, la fotografía, el sonido, el montaje—. El
cómo
cuenta más que el
qué
. Un film sobre la relación de un paraguayo y su tío, pastor en Minessotta, puede estar mejor calificado que una adaptación de Durrell o Carlos Fuentes, siempre que el producto esté mejor elaborado, la música de fondo esté bien grabada y los primeros planos bien enfocados, sean de Helen Mirren o de Britney Spears, y les importa un comino hacer pensar al espectador o entontecerle del todo, siempre que se le idiotice bien idiotizado. El producto medio queda, así, protegido por la envoltura, y además, y esto es lo esencial, cuando a ese alto
standard
se le añade la genialidad no buscada de
Salvar al soldado Ryan
o
El señor de los anillos
, mejor que mejor, porque films así ayudan a respirar al cine del mundo entero, crean afición, y devuelven al cine su condición de espectáculo mágico y de milagro industrial. Yo, personalmente, prefiero a Bresson o a Robert Altman. Pero yo soy un loco marginado y excéntrico, y ellos, los «reyes del mambo», que es mucho mejor que ser el príncipe de la sesión de medianoche en Dusseldorf o Kiev.
Aquellos hombres maravillosos estaban, puede que sin saberlo, abriendo caminos serios y productivos a nuestra industria. Sin Bardem y Berlanga es muy posible que nuestro cine anduviera por
El pequeño ruiseñor
, treinta,
El ultimo cuplé
, cuarenta o
El vecino del quinto
, cincuenta. Por supuesto que, después de su aparición, una variopinta legión pretendió imitarles, sin mucha fortuna. Es lógico, porque ellos no habían inventado una fórmula mágica, ni un estilo de valores transferibles. Sus cualidades son personales. Tenían talento, formación cultural seria y amaban el cine. Se trataba más bien de un relevo que de un hallazgo especial. Y es curioso que por razones obvias y nada serias, se les haya comparado entre sí todo el tiempo. Es cierto que eran amigos y compañeros de fatigas, pero eso no imprime carácter. Ni siquiera políticamente eran afines. Yo creo haberlos conocido bastante bien. Me ha gustado y me gusta su cine, hasta el menos afortunado, y creo saber más que casi nadie de sus altos y sus bajos, de sus afinidades y desencuentros. Bardem, al menos el joven realizador que yo conocí, era un hombre vigoroso, extravertido, optimista, seguro de sí mismo. Culto y entusiasta, seguía muy de cerca —todo lo que le permitía la mugre y la carroña del país— el devenir artístico de su tiempo, no sólo en lo referente al cine —su verdadera pasión— sino también en literatura, teatro, ballet, música (incluyendo el jazz). Tenía una gran facilidad de palabra —en varios idiomas— y un arrollador poder de convicción. Era limpiamente ambicioso, y estaba listo para conquistar el mundo. Tenía éxito con las mujeres, y creo que de las que conocimos al mismo tiempo, casi todas se convirtieron en sus amantes, esporádicas o duraderas. No significa esto que fuera un cabeza loca, mariposeando con ésta y aquélla y la de más allá al mismo tiempo. Era fiel a sus parejas, y estoy seguro de que prefería la continuidad al capricho pasajero, aunque esta continuidad durara sólo unos pocos días. A veces me daba la impresión de arrepentirse de sus entregas amorosas, como si fuera un catolicón como había tantos, que se lanzaban a la vorágine y luego se iban a pie a Zaragoza, para alcanzar el perdón de la Pilarica. Llegué a conocer a algún pelotudo destacado, que fue miembro de nuestra censura, que se daba golpes de pecho con una mano, mientras se la meneaba con la otra. Pero éste no era el caso de Juan Antonio, que era agnóstico antes de que esa palabra fuera de uso común. En su vida sólo había un amor secreto, tan profundo como tempestuoso, por una mujer misteriosa a la que nunca me presentó, aunque la viera muchas veces como una sombra bella y oscura. El le había escrito un guión, que nunca realizó, que se llamaba
Carta a Sara
. Me dijo que el personaje central tenía mucho que ver con esa mujer secreta. Yo lo leí. Era tan interesante y bien escrito como inverosímil. Algo así como hacerte leer el guión de
Vértigo
—la de Hitchcock— diciéndote: es la historia de mi prima Paquita, la de Embajadores. Pobre Juan, siempre con el corazón dividido entre su imaginación de escritor anglosajón y su obcecación marxista, y lo malo es que ambas eran igualmente sinceras, no como postura estética —en ésta primaban Faulkner, Dos Passos, Arthur Miller—, sino como inamovible circunstancia ética, que yo admiraba pero no compartía. El nunca intentó convertirme en uno de sus prosélitos, y si lo hizo fue de una forma tan sutil que nunca llegué a enterarme de esas secretas intenciones docentes. Su lucha interior debió de ser terrible: entre Gromiko y Fred Astaire, entre el
My funny Valentiney
y
A las barricadas
.
Alto, flaco, desgarbado, cansino, a mitad de camino entre señorito rico de Valencia y payés de la Albufera, Luis Berlanga parecía el polo opuesto de Bardem. Mientras Juan era claro, conciso, seguro, Luis era, y es, ojalá por muchos años aún, caótico, vacilante, oscuro y refunfuñón. Si con Juan el primer plano del día podía estar en marcha a los cinco minutos de comenzar el rodaje, con Berlanga podían —pueden— pasar dos horas antes de que los de la cámara consigan saber dónde tienen que poner la máquina. Yo sólo trabajé con él de ayudante en un film, y lo pasé como Dios. Hasta aquella vez, le conocía sólo a través de los relatos de actores y técnicos, pero sobre todo a través de Bardem. La relación entre ellos ya era la de una pareja definitivamente rota, pero que guarda, almacena, y escupe cada día rencores, incomprensiones y reproches. No sé si llegaron a enfrentarse claramente alguna vez, pero mucho me temo que no; en el fondo, seguían sintiendo una mutua admiración, y respeto, y hasta un cariño sincero, pero creo que nunca se dijeron las verdades a la cara, con lo cual nunca hicieron borrón y cuenta nueva. A mí Berlanga me habló siempre muy bien de Bardem, aunque le llamara a veces, «el camarada» con cierta sorna. Bardem solía referirse a Luis como «el señorito fascista». Una vez yo le critiqué a Bardem esa expresión, pero Bardem me calló con su aplomo habitual: «Uno que ha estado en la División Azul, con los nazis, ¿no te parece un fascista?». Yo me negué a admitir que Berlanga fuera fascista. Aun sin conocerle apenas, yo estaba seguro de que era un anarquista.
—Peor me lo pones.
Pero no pensaba lo que decía, porque luego contaba anécdotas de Luis en el frente de Rusia y se mondaba, pero con simpatía.
—A los dos días de llegar al frente, tuvo que hacer una guardia de noche. Hacía un frío de muerte y la oscuridad era total. El paseó, mosquetón en manos, hasta que, oyó un ruido extraño, una especie de chirrido. Se detuvo acojonado. Le parecía percibir, ante él, a alguien que se movía. Permaneció allí, inmóvil, sin atreverse casi a respirar, pero con la impresión de que unos desconocidos le iban rodeando. Cuando empezó a amanecer vio que estaba casi pegado a un muro y que el chirrido era el ruido de su propio estomago, vacío.
Yo le pregunté a Luis, un día, mientras preparábamos
Los jueves, milagro
:
—¿Y tú, por qué te apuntaste a la División Azul?
—No me apunté. Me apuntaron.
Bardem se reconcomía de sana envidia con los primeros éxitos de Luis. Cuando se estrenó
Novio a la vista
fuimos al pase privado. Al ver las primeras secuencias, que eran una verdadera delicia, Juan murmuró: «Este cabrón ya ha hecho su película». Después, cuando vio el resto, que era mucho más desigual, se tranquilizó: «Ha hecho una buena copia de Jacques Tati. Pero no pasa nada». Cuando se veían —de Pascuas a Ramos— se dirigían ironías y sarcasmos dignos del peor Benavente, interpretado por un improbable tándem compuesto por Rafael Rivelles y Antonio Garisa. Diferentes escuelas, diferentes niveles, incomunicación total. Si yo veía a Berlanga en el café, me decía:
—¿Sigues de ayudante de Bardem?
—Sí.
—Es muy buen director. Y me han dicho que tú eres un buen ayudante, pero no te pongas tonto, porque eso no quiere decir que puedas ser un buen director tú también. Yo no habría sido un buen ayudante.