Memorias del tío Jess (22 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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El tiempo pasaba a velocidad de rayo. Yo perdí la noción de las fechas. Y además había una campaña electoral. Oí por primera vez a Miterrand, y el hecho de que nadie disparara contra él, que no hubiera grises irrumpiendo porra en ristre, me fascinó tanto como las palabras del joven líder. Yo había cambiado varias veces de oficio, siempre bajo la batuta de aquellos santos de la Unesco. Pinté puentes, en un andamio colgado sobre el Sena, vendí periódicos, escribí millones de sobres y de vez en cuando no me quedaba más remedio que volver a la sorda y feroz lucha con las porteras, en mi bici. Ahí tuve algunos éxitos sustanciosos a la par que efímeros. En una misma mañana, le saqué cinco carros de papel a las escuelas pías y seis al sindicato comunista. Coincidió que los dos tenían oficinas o delegaciones en el mismo cachito de plano de París que me tocó en suerte. Como ya sabía algo más de política, les hice el mismo discurso sobre mí, España y la libertad, cambiando sólo el nombre de Karl Marx por Jesucristo. Y funcionó de perlas. Y es que hay que reconocer que en abstracto, las ideas básicas de Cristo y de Marx no andan muy alejadas. William Saroyan escribió que, en teoría, todas las doctrinas son buenas y propugnan la igualdad y la justicia. Es su aplicación la que las hace divergentes.

Un día, de repente, como si me hubiera caído de la cama tras un sueño largo y reparador, me di cuenta de que habían pasado casi dos años desde mi llegada a Francia. No me lo podía creer. Ni tampoco que mi familia no hubiera rechistado durante tanto tiempo. De súbito, me sentí preocupado por ellos, sobre todo por mi madre.

Estoy convencido de que nuestras vidas están mediatizadas por conexiones y rupturas, magnéticas o algo así, que unen o separan, cuando llega el momento. Esa misma tarde, al volver a la residencia, encontré una nota oficial de la Unesco. Mi proyecto para decorar la capilla del castillo de Olivet había sido elegido. Debía ponerme en contacto con el delegado, para ultimar todos los detalles. Di un salto de felicidad, pero mientras bajaba fui consciente de que habían elegido, en verdad, a Paredes Jardiel y a Lago, a Pinto, a cualquiera menos a mí, pero yo tenía que dar la cara. También tenía un telegrama. Estuve a punto de no abrirlo, porque ya se sabe que los telegramas tienen mal fario. Pero la curiosidad fue más fuerte. Era de la Embajada española, citándome —ordeno y mando— para la mañana siguiente en su sede, en el barrio más caro y chic de París. En principio, yo no debía hacer ni puñetero caso de un requerimiento franquista, puesto que allí no tenían autoridad y yo era un hombre libre. Pero fui.

Y enseguida tuve que afrontar la cruel realidad. En el despacho de un tal Muñoz Seca, hijo, creo, del dramaturgo, que era agregado de no sé qué, me esperaba, impoluto y recién afeitado, o sea como siempre, Julián Marías, mi cuñado, que venía a por mí.

Qué estúpido es el destino, a veces. Dos años por libre, y de golpe, una doble amenaza: ¿debía nuestro héroe volver a Madrid con el rabo entre las piernas dejándose sojuzgar, vilipendiar y martirizar por sus mayores, o debía mandar a éstos al carajo y lanzarse a la vorágine, intentar mantener el tipo y jugar a émulo de Miguel Ángel, en un andamio, la pintura goteando sobre el rostro? Esta perspectiva era mucho más tentadora, pero estaba convencido de que llegaría el momento de pintar los frescos, y entonces se descubriría mi engaño. Aun así, me resistía a renunciar. Decidí improvisar, como hacía con la trompeta. Me salió un solo fantástico. Le dije a Marías que no me podía ir, porque tenía un contrato para decorar una capilla en Orleans. Se quedó estupefacto. Si algo no esperaba él, es enfrentarse a un pintor contratado por la Unesco.

—¡Ah! No sabía que pintaras.

—Claro que no. Ni tú ni nadie de la familia sabéis ni una palabra sobre mí. Hace más de cuatro años que el Concilio de Trento me anatemizó, condenándome al ostracismo. Afortunadamente, hay otras personas, en París, que tienen otra opinión de mí.

—¿Entonces, qué piensas hacer?

—No lo sé aún. De momento, irme a Orleans, y cumplir mi contrato.

—Estás loco.

—Puede que sí. ¡Qué pronto te han domado!

Se enfadó. Me dijo que él pensaba como el primer día, pero que no era un irresponsable, un veleta como yo. El, aunque yo no lo creyera, me había defendido ante todos, y había conseguido que mi padre aceptara lo de estudiar en la escuela de cine.

—Si apruebas el ingreso, claro.

Yo le dije que sabía más de cine de lo que él se imaginaba, si es que se imaginaba algo. Podía preguntarle a Lotte Eisner o a Langlois.

—¿Los conoces?

—Desde luego. Lo que me extraña es que los conozcas tú.

Le eché a la cara mi pase a la cinemateca. Lo estudió sin ocultar su sorpresa.

A mí me había impresionado la noticia de que no se opusieran a lo de la escuela de cine, pero procuré mantener mi cara de sello. El estaba tocado. Esperaba encontrar a un
clochard
borracho, vestido de harapos y bebiendo vino tinto bajo los puentes, y yo le había roto los esquemas. Después de una larga pausa, me preguntó:

—Eso de la capilla… ¿Tienes para mucho tiempo?

—Tres meses.

En realidad eran dos, pero yo tema mis planes. Prosiguió:

—¿Y luego?

—Volveré a Madrid, e ingresaré en el IIEC que, por si no lo sabes, es el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas.

No pudo reprimir el sarcasmo.

—No admites la posibilidad de que te suspendan, a pesar de tu sabiduría.

—Me aprobarán.

—Bien. Vamos a darte una última oportunidad. Cumple tu compromiso y vuelve, inmediatamente después.

Sacó unos billetes de una cartera de señorito burgués vallisoletano:

—¿Me prometes no gastártelo?

Yo lo dejé con la mano extendida.

—No quiero vuestro dinero. Y me molesta sobremanera que me hables diciendo nosotros esto, nosotros aquello, como si fueras el prior de los capuchinos descalzos dirigiéndose a un seminarista díscolo. Tú y tu cohorte no pintáis nada para mí. Sólo mis padres, por razones obvias. ¡Ah! Toma.

Saqué teatralmente mi viejo billete invalidado.

—Dale esto al padre prior. Te devolverán el dinero.

En un decir Jesús —no Franco, sino el de arriba—, me encontré en un tren, camino de Orleans. Estaba seguro de que en cuanto me vieran coger una brocha, me mandarían al carajo. Pero no me mandaron, por fortuna para mí. En la estación de Orleans había tres personas esperándome: un delegado de Unesco —otro
british
— y dos jóvenes holandeses, chico y chica, con aspecto de artistas contestatarios. Y eso es lo que eran. El inglés nos presentó enseguida. Ellos eran mis ayudantes, dos pintores especializados en pinturas murales. Hablaban mucho inglés y muy poco francés —justo al contrario que yo— pero, aun así, empecé a vislumbrar un trazo de cielo azul en medio de los nubarrones de mi torpeza pictórica. Esa impresión se acrecentó cuando supe que tenía un tercer ayudante, un joven francés que nos esperaba fuera, en el coche, que incluso sabía algo de español. Mi moral empezó a crecer a velocidad del rayo, y antes de llegar a Olivet, mi imaginación recuperó la imagen soñada: yo, tumbado en el andamio, pintando como Miguel Ángel estrellas doradas en el azul profundo de aquel cielo semicordobés de mi capilla manuelina en el corazón de Francia.

Todo ocurrió más o menos así. Yo era el jefe y daba órdenes que mis ayudantes cumplían sin rechistar: «Aclárame ese ocre, por favor». «Dale otra mano de purpurina, en cuanto el hierro seque». Mi conocimiento de la lengua inglesa mejoró notablemente. Yo dirigía a mi eficiente equipo diccionario en mano y enseguida supe decir pincelada, brocha, y casi todos los colores. Mi
Hable inglés en diez días
no poseía estas infrecuentes especificaciones: «The sky is blue or cloudy», sin más. «The teacher is on the window», solía decir Fernán Gómez cuando le presentábamos a un angloparlante. Era la única frase que recordaba de su curso de inglés en diez discos, al que pronto renunció, consciente de su incapacidad para otras lenguas que no fueran el castellano. Claro que él, grandísimo escritor, no necesita otras lenguas. Para algo están los traductores.

Fueron unos días fantásticos, aquellos de la capilla. La región del río Loira es una de las más bellas que conozco. Hacía buen tiempo y se respiraba una placidez y una serenidad como raramente se encuentran en el mundo. Los sábados y los domingos mi equipo y yo hacíamos autoestop y visitábamos las ciudades y los castillos de la región. Aquellos años, la gente paraba, y con que no tuvieras aspecto de asesino, y tras comprobar que no eras alemán o americano, te llevaban. Solíamos ir los dos holandeses y yo, sobre todo porque el tercero del equipo, que era francés —Guillaume— prefería quedarse en Olivet y ligarse a alguna rara de la Europa del Este. Se disculpaba, diciendo con sonrisa de suficiencia que él ya conocía aquel sitio —el que fuera—. Una vez, de regreso de una de esas escapadas artístico-culturales, pasamos ante el salón de baile del pueblo. Un acordeonista, un batería y un saxo tocaban sin piedad valses
moussette
y pasodobles, a velocidad de rayo. La gente bailaba y se divertía, vete a saber por qué. Y allí estaba nuestro Guillaume en plan
playboy
de ciudad, condescendiente, dejándose querer por un par de lolitas locales. A mis holandeses les divirtió verlo allí, y dijeron no sé qué. Yo les había enseñado algo de español: cojones, cojonudo, la hostia, pero como eran todas ellas expresiones laudatorias tuve que enseñarles a decir «no». Al verlo allí, me dijeron, tras un esfuerzo mental que les hizo enrojecer: «Guillaume
no
cojonudo». Yo asentí, añadiendo que era un gilipollas. Esta palabra les encantó y la aprendieron enseguida. No hay que olvidar que la lengua flamenca, quizá desde tiempos de la dominación española, tiene esos sonidos duros de la jota o la ge. A partir de aquel día, usaron la palabra todo el tiempo. Ante el románico de Poitiers o el gótico de Chartres, quedaba muy claro que «esto
no
gilipollas, esto cojonudo». No quedaba muy correcto, sobre todo dicho a gritos en el interior de una catedral, pero sí evidenciaba sus opiniones artísticas. Estaban aún muy lejos los tiempos de Johan Cruyff o Louis Van Gaal, que nos han hecho el oído a la
música
de su lengua, y resultaba gratificante de cojones poder comunicarse con aquella pareja que eran «no gilipollas». Gracias a su eficiencia tuvimos la capilla lista antes de tiempo. Yo subí al andamio y retoqué unas estrellas del techo con tan mala fortuna que algunas gotas me cayeron sobre el pelo y la cara. Ellos rieron y me dijeron: «Tú, Michel Ángelo». O sea, que mi sueño se había cumplido, de modo casposo, pero se había cumplido. El resultado era horroroso, abigarrado, un pastiche de taberna flamenca y decorado de
El asombro de Damasco
, pero ahí estaba. Nos hicimos unas fotos con el fondo de nuestra creación. La chica, que no hablaba mucho, sí dijo claramente que el resultado era: «Gilipollas muy cojonudo». Los de la Unesco estaban encantados, lo que me confirmó lo exacto de la opinión de mis amigos, los pintores de París, sobre la ignorancia y el mal gusto de ese tipo de gentes. Lo que sí debo admitir es que el resultado correspondía a lo horrible y hortera del proyecto. Nadie podía quejarse.

Y no lo hicieron. Nos dieron un dinero en unos sobres cerrados y descorcharon una botella de champán, y brindaron a mi salud. Este suceso me abrió los ojos sobre dos o tres temas esenciales que de haber sido yo menos «gilipollas»“ y honesto me podrían haber conducido a la fama y a la fortuna: nadie sabe nada de nada. Si le echas valor, y sobre todo, cara, en este mundo seudoartístico en que nos movemos, puedes dar gato por liebre al más pintado sin que frunza siquiera el entrecejo ni un instante. Segundo, y principal, puedes lanzarte a cualquier empresa, por ajena que te resulte, si tienes buenos colaboradores técnicos que se lo curren bien. Para los mayores logros, sólo necesitarás algo de
cara
y un cierto carisma personal. ¡Cómo si no se podría admitir que un mismo individuo pueda pasar de ministro de Industria a ministro de Cultura, y de ahí, a ocupar la cartera de Agricultura y Pesca! ¿Es el que más sabe de todas esas materias? No. En principio, tanta ciencia infusa es improbable. Ese pozo de saber que dejaría en mantillas a Bertrand Russell y a Marcusse, por nombrar a dos tíos sabios de verdad, no es posible encontrarlo entre nuestros mandatarios. Para estar seguro basta mirarles un poco a la cara y escucharles dos párrafos, que ni siquiera salen de su sesera, sino de la de un mandado, un asesor o lo que sea. ¿Y por qué no ponen de ministro al autor del discurso? Quizá porque no tiene
imagen
o no es muy de fiar, o porque es bajito o del Adeti. ¿Y quién y cómo elige a estas personas? Yo he llegado a la conclusión de que es como una rifa: un bombo con los nombres previamente seleccionados y otro con los ministerios. Puede, incluso, que colaboren los niños de San Ildefonso:

—¡Don Carlos de la Mata va a…!

—¡Agricultura y Pesca!

Y enseguida llegan los asesores, que se lanzan como buitres sobre los infelices, y les enseñan a hacer la o con un canuto, o a pronunciar la ce o la ese, y a hablar seguido. También les enseñan palabrejas que ocultan en una caja, y frases como la «la incidencia del paro en las estructuras medioambientales» y cosas así, que ni ellos comprenden. Si van a La Rioja les darán un máster sobre vinos, si a Extremadura sobre alcornoques y jamón de bellota. ¡Y todos dirán que vamos bien, incluso mejor que mejor, que disminuye el paro! —ya debería estar bajo cero—. El jefe de vestuario les pondrá o les quitará la corbata y las gafas, y ensayarán emociones que no sienten ante problemas que les tocan el bolo. Serán campechanos y humildes, vestidos eso sí, por Giorgio Armani. ¿Es que, entonces, estos prohombres no creen en nada? Pues claro que no. Son actores, pero, desgraciadamente, malos actores que gesticulan como autómatas y hablan como curritos. Y consiguen ganar los comicios cuando las viejecitas de Vitigudino dicen: «¡Qué majo es!» Y si esto ocurre en tan elevadas esferas, ¿qué decir del mundo de la imagen y el sonido? La ignorancia popular es más o menos la misma, pero los procedimientos son otros, más torpes aún:

—Del ganador de un Oscar por
Almas corrompidas
, Ben Affleck…

Y la viejuca dirá: «¿Y ése quién es?» Pues no es nadie, ni siquiera un guaperas como Rock Hudson. O esos cretinos integrales como Jim Carrey o Adam Sandler. ¿Quién nos los mete hasta en la sopa? No conozco a nadie en España a quien le gusten. ¿A quién le gusta el rap? Yo vivo en Andalucía, que goza de una riqueza folclórica extraordinaria. Pues bien, más del cincuenta por ciento de la música que oigo, o que veo en los videoclips, son raps cantados en un inglés bastardo. ¿A quién le gustan? ¿Por qué tragamos con tal dictadura? ¿Y quién es el dictador? Las multinacionales americanas, que es el nombre que se han inventado, para no decir el IMPERIO DEL DÓLAR, del que todo y todos, menos mi viejuca de Vitigudino, somos tributarios por huevos. Lo malo es que yo no he tragado nunca con esas miserias y eso me ha llevado a la marginación y a la ruina. Aquí, unos listejos están usando una penosa y pobre clonación de los sistemas
made in U.S.A
. y esto sí que me destruye la felicidad de ciudadano libre. Porque yo no puedo aplaudir los diseños de Mariscal o los paraguas de Urculo o las neohorteradas de Almodóvar o de Michael Nyman, cuando Portabella, De Pablo, Pere Calders o Jordi Sabatés siguen en su confortable anonimato. Como yo.

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