—Ganarás más dinero y no tendrás que huir de las porteras.
Y probé. Al lunes siguiente, a las 7 de la mañana, yo estaba con Romano en Montparnasse, poniéndole tapones a unos frascos que pasaban ante mí en un rodillo parecido al de las maletas en Barajas. La cosa requería una concentración similar a la de un cirujano extirpando el peritoneo, o un portero en las tandas de penaltis. El puto frasco pasaba ante tus narices una sola vez y tú tenías que taponarlo en tres segundos. Si fallabas, todo el mecanismo se iba al carajo porque el maldito robot apretaba un tapón inexistente, la crema de día salía por los aires y tú te ibas a la mierda. Sólo aguanté una semana aquella tortura que parecía mucho más cruel que la de Chaplin en
Tiempos modernos
, o la de Jerry Lewis en
Los grandes almacenes
. Y encima, me pagaron con frascos y tarros.
—¿Qué coño hago yo con estos frascos? —le pregunté a Romano. El me dijo adonde había que llevarlos, y tuvo la gentileza de llevarme hasta la perfumería que le compraba a él. Me dieron una pasta bastante maja. Me dijo que, por mi bien, me pensara lo de abandonar aquel trabajo. Estaba medio enfadado conmigo.
—Yo ahorro la mitad de mi sueldo y pronto tendré una Mobylette —me soltó con tono de superioridad. Yo no quería herirlo, pero le solté que no quería una Mobylette y que además, no sabría qué hacer con ella. A mí las motos, los coches y hasta los helicópteros me la sudaban.
—¿Eres rico por tu casa?
—Soy pobre y no tengo casa, pero tampoco quiero ser esclavo de un cacharrito que suena a rayos. En Madrid hay un dicho: «¿Sabes qué es un motorista? Pues un imbécil montado en un pedo».
Un calabrés, un andaluz o un marsellés me habrían reído la gracia, seguro. Aquel italiano adusto, no.
Esa noche me pagué el lujo de irme a un local que no estaba lejos. Yo había oído música cojonuda desde la calle y necesitaba respirar. Era el conjunto de Robert Mavounzy, un criollo de Martinica, que tocaba con un
swing
muy especial, pero soberbio. Me sentía de nuevo en mi casa y hasta toqué un poco el piano, a pesar de que después de tanto tiempo tenía lo que en el argot de los músicos de jazz se llama
«wooden fingers»
(«dedos de madera»). Me invitaron a un ron de las islas, heladito. Cuando vi el precio, baratísimo, me pagué otra ronda. Les conté que era medio cubano, se pusieron encantados y estuve tocando y haciendo coros con ellos hasta las tantas. El local se había llenado, y conocí a una trigueña que bailaba como Dios. Cuando cerraron el local, de madrugada, nos fuimos a la casa de Mavounzy, hasta bien entrada la mañana. Me quedé frito en una hamaca. Cuando volví a la vida eran las dos de la tarde y yo estaba en una camita con la trigueña. Se llamaba George, y cantaba muy bien, con esa cadencia perezosa de la gente antillana. Hablaban una jerga mezcla de francés y de ñáñigo, como los cubanos pobres. Era, esencialmente, una sonoridad medio francesa, pero con
swing
. Estas razas mestizas de Europa y África consiguen que lenguas tan poco cadenciosas como las nuestras —francés, español, portugués— se llenen de una gracia y una energía de la que carecen, casi siempre. ¡Viva el mestizaje!
Pasé unos días en casa del saxo antillano. Allí había siempre unas gentes locas y divertidísimas, que iban y venían, cocinaban o hacían música. Fui acogido al cien por cien. Me llamaban El Guachinango —una mezcla de mulato y oriental—. Sergio, el batería negro de Mavounzy me lo demostró ante el espejo —el único que tenían—; dijo que era de tez blanca, pero que mi nariz y mi boca eran de negro africano, y que mis ojos saltones eran orientales. Me tapaba trozos de la cara para demostrármelo, y tuve que admitir que llevaba razón. Los otros, George, Robert y su chica, un negro americano que resultó ser un saxo cojonudo, George Johnson, y su novia, que era una rubita brasileña de ojos verdes —la hostia—, llamada Margarida, todos apoyaron la teoría de mi curioso mestizaje. (Mi madre me confesó más tarde la veracidad de estos supuestos). Nunca me lo habían dicho en España pero yo tenía sangre india y sobre todo negra, por mi abuela materna. Ellos me lo dijeron desde el primer día.
—Chico, tú tienes
swing
. Seguro que tienes sangre negra.
A mí esto me parecía de un racismo indignante, pero después de oírlo una centena de veces, empecé a creerlo también. Les preparé un picadillo cubano que había aprendido de mi madre y que les pareció a todos de chuparse los dedos. No era una clientela difícil pero Sergio —luego supe que era Sergio Barreto, el percusionista de una saga célebre de músicos— sí entendía de cocina. Dictaminó con gesto de experto:
—Es un buen picadillo oriental. ¿De dónde viene tu madre?
—Santiagueña.
—Pues eso. Una oriental.
En efecto, Santiago está en la zona más oriental de Cuba. Resulta que los isleños tienen más en cuenta que nadie los puntos cardinales, y por pequeña que sea la isla, las Canarias por ejemplo, enseguida te dicen: «Mañana me voy al sur» —unos cuarenta kilómetros—. «No te fíes de ese sureño. Son muy fantasiosos, o sea, media hora de coche», «más fantasiosos que los de Las Palmas», diría cualquiera. Falso. Las islas son resúmenes,
trailers
de los continentes. En Madeira, una isla pequeñísima, encontrarás casi todas las plantas de Mato Grosso y zonas escarpadas cubiertas por la niebla o soleadas y llanas. En fin, un lío. Yo intenté que la orientalidad de mi madre no me afectara mucho, sólo lo justo para poder anunciar, la próxima vez, que había preparado un picadillo oriental, sólo para fardar.
En aquellos días probé algún que otro porro. Pero la verdad es que nunca me gustó. «Tocarás mejor», me decían. Pero yo tocaba fatal y me mareaba. Siempre preferí tomarme un par de copas, las justas para atreverme con dificultades que en situación normal no me habría atrevido a afrontar. Tú estás tocando y pasándolo de puta madre. Llega tu solo y piensas: «Voy a largarme una escala descendente desde el la sobreagudo». Si estaba sobrio, pensaba: «La vas a cagar», y no me atrevía. Si tenía un par de copas dentro, me decía: «Y si la cagas, ¿qué?». Y tiraba para adelante, y a veces salía bien. Sólo los músicos se enteraban de la hazaña, pero ni siquiera lo hacías para ellos, sino para ti mismo. Siento que la mayoría de los humanos se pierdan esa eyaculación cromática, rabiosa y casi cósmica que te permite reírte de todas las mierdas del mundo durante unos segundos. Era el tiempo de la rebeldía, del pesimismo después de la Segunda Guerra Mundial, y tuvo, para mí, dos líderes, dos referencias claves: James Dean y Chet Baker. Chet Baker fue el verdadero James Dean de mi generación, el que puso las cosas en su sitio y le quitó al jazz ese punto circense e inmaduro que tanto ayudó a sus detractores; Dean, en cambio, fue sólo una «falsa bahiana», un intento de consumismo enfermizo e inútil. «¿Por qué les gusta tanto ese niño amariconado que se retuerce en los trigales?», le preguntó nuestro padre Buñuel en mi presencia a Nicholas Ray, que le dirigió en
Rebelde sin causa
. Nick, que admiraba a don Luis más que yo aún, bajó la mirada y guardó silencio. Chet, en cambio, era el menos exhibicionista, la negación del
showman
. Tocaba y cantaba sentado en una banqueta alta, en posición fetal, sin moverse, con los ojos cerrados, sin hacer el menor alarde o la menor concesión a la galería. Su voz y la de su trompeta eran lo mismo, el mismo sonido, el mismo sentimiento. Yo le conocí en París. Tocaba en el club Saint Germain, el mejor de la ciudad. Un sábado le dieron su banqueta a un cliente y él se fue a un club mucho más modesto, dos calles más arriba, y les preguntó si podía tocar allí. El patrón le hizo una reverencia, pero le advirtió que no podría pagarle lo mismo que los otros. Chet respondió que no le importaba el dinero, sino la seguridad de tener siempre una banqueta alta. Y allí se quedó. Cuando yo podía iba a escucharle. Una vez en el descanso me pidió, en mi inglés que hasta yo podía entender:
—
Can I seat here?
—señalando el asiento vacío frente al mío. Yo le dije que sí. Se sentó con una copa en la mano. Bebió y pareció escuchar algo que sonaba en el tocadiscos. No dijo nada ni yo tampoco. Así pasó un cuarto de hora largo. Luego se bebió su copa y se volvió a la tarima, diciendo: «Back to work».
Varias veces más se repitió esta escena, cuando él no estaba con amigos, o con alguna chica. No solíamos decir nada más que hola y adiós, y a veces un leve saludo con la mano. Por fin, una noche en que el club estaba casi vacío, le pregunté por qué se sentaba en mi mesa y él contestó con naturalidad.
—No dices tonterías y además tienes labio de trompetista.
Yo le dije que tocaba mal y él sonrió levemente:
—Yo también.
Tuvimos tres o cuatro encuentros más de este tipo. Me dijo, en uno de los últimos, que estaba intentando no volver a las drogas. Le traían muchos líos. Chet era muy joven, y parecía recién salido de un campus del Midwest. Era como Troy Donahue, pero su mirada, su manera de moverse o de apoyarse en la pared o en la barra eran de un hombre mucho más viejo. Algo parecía atormentarlo continuamente y le impedía fijar las ideas:
—¿Tú qué haces aquí? Tú no eres francés.
Le dije que quería ser director de cine y que estaba estudiando.
—Eso está bien. Yo tengo una idea para una película, bastante rara: tú vas a tocar
Look for the silver lining
y te fijas en alguien, hombre o mujer, alguien del público, que parecen bien dispuestos, hacia ti o tu música. En medio del barullo de las conversaciones, o los chistes, te aíslas y tocas para esa persona, que crees que puede conectar contigo, cierras los ojos y haces tu solo, y empiezan a pasar por tu cabeza imágenes vividas, o deseadas, cosas que querías hacer y no hiciste o palabras que no te atreviste a pronunciar. Todo un mundo de cosas sin principio ni final. Acabas tu solo con la sensación de que ha pasado un largo rato. Sólo al abrir los ojos y ver al tío o tía para quien tocaste, te das cuenta de que todo ha durado sólo dos minutos, casi siempre inútiles porque nadie compartió tus
feelings
. Eso podría ser una película interesante, ¿no? Mejor que las tonterías que se hacen.
Yo le dije que era una idea moderna y que, como músico, esa plenitud durante el solo, y el vacío, después, los había vivido muchas veces.
—Me alegro de que te guste. Te regalo la idea. Ojalá que la puedas hacer.
Años más tarde volví a verlo, en San Francisco. Ya había vivido el calvario de la cárcel, el sanatorio, la camisa de fuerza, ya le habían dado una paliza mortal unos camellos, en una playa, que le rompieron los dientes y la trompeta. Ya Steve Alien, gran
showman
y pianista, el padre de Tim, le había pagado la lenta recuperación y le había regalado una dentadura y una trompeta nueva; Chet volvió a cantar-tocar. Había envejecido treinta años, pero su música estaba más pura y joven que nunca. Hizo sus mejores grabaciones, y Europa —no Estados Unidos— reconoció su enorme talento, sobre todo Alemania. Yo le vi otra vez en Londres, en el club de Ronnie Scott. No sabía si acercarme a saludarle: por fin lo hice. Me recordaba vagamente. Le dije que ya era director de cine y que había hecho muchas películas. Eso pareció animarle. Le conté que había hecho un film sobre el solo de trompeta.
—¿Qué tal te salió?
—Una mierda.
—
That's life!
Poco tiempo después se tiró desde un balcón, en Amsterdam. Yo lloré como no he llorado casi nunca. Un trozo de mi persona, de mi mundo, de mi forma de sentir, había muerto con él.
Soledad Miranda en
Vampyros Lesbos
(1971).
La ley del hampa (‘Rise and Fall of Legs Diamond’)
Tengo un recuerdo caótico y maravilloso de aquella mi primera estancia en París, pero creo que fue esencial en mi formación. Me empapé de cultura, porque allí, aunque no quieras, y yo sí quería, la cultura no hay que buscarla. Te la regalan desde que sales a la calle, por la mañana. Estaba (sigue estando) en cualquier quiosco, en cualquier escaparate, en cualquier cartel. La oferta de esa ciudad supera todas las posibilidades humanas. Aunque seas rico y estés desocupado, no tienes tiempo de atender ni a un cinco por ciento de esa oferta, condensada en esos magacines como
La semana de París
o
Esta semana
. Fernán Gómez me decía un día, recién llegado allí, que lo que más le gustaba de París era sentarse en una terraza de un café y leer una de aquellas guías, marcando lo que le interesaba. Después de haber puesto entre cien y doscientas marcas, podías quedarte en aquella terraza y no ir a ningún sitio, con la felicidad que te produce el saber que tienes un mundo de posibilidades abierto ante ti, y esa sensación, para seres que vivíamos en el oscurantismo y la opresión, era como un baño benéfico y estimulante. Lo
terrible
es que cuando empezabas a integrarte, a tener tu propia guía de la ciudad, a conocer un poco sus barrios, sus foros, como me ocurrió a mí, cuando dejas, en suma, de ser un turista, aún pobre y costroso y empiezas a participar, puedes quedarte
colgado
y perder, incluso, la noción del tiempo. Un día, por ejemplo, asistes a una proyección, en el cineclub de las
Societés Savantes
que dirige Jean Cocteau. Él mismo presenta sus películas,
La sangre de un poeta
, un medio metraje mudo, y
La bella y la bestia
. Y al final hay un coloquio con el autor y sus principales colaboradores. La sala está abarrotada y aquello se prolonga hasta las tantas de la mañana. ¿Era un martes, era un jueves? ¡Qué sé yo! Hay que dormir un poco, irse a currar y correr al concierto del exilado Pablo Casals en la sala Pleyel. (A Casals no le gustaba que le llamaran Pau, porque pensaba que la gente, en el mundo, no sabría que se trataba del mismo artista).