Unos días antes de que comenzara el curso, Agustín me llevó de nuevo a recorrer la pinacoteca y el «hostiario» como él llamaba al tesoro. Antes de abrir la última puerta, me dijo:
—Fíjate bien en las pinturas que te voy a enseñar. Quiero tu opinión.
Yo no sabía de qué hablaba, pero dije que bueno. Me fue mostrando una serie de cuadros.
—No quiero saber si te gustan, sino su valor en el mercado.
—No creas que yo sé mucho de eso.
Recorrimos las desiertas salas. Allí había dos Caravaggios, un Piero della Francesca, varios Holbein (padre e hijo) y dos retratos de la escuela flamenca, extraordinarios. En pintura española, me pareció ver algún Zurbarán, algún Ribera. Luego, en un cuartito, me mostró un par de cuadros enormes que me sonaron a Claudio Coello y a los Madrazo.
—Estos no me gustan.
—A mí tampoco, pero valen un huevo.
Luego me enseñó los tesoros, copones de oro macizo y otras
fruslerías
.
—En estas cosas no hay duda. Valen su peso en oro.
Nos salimos al puente cubierto. Encendimos un cigarrillo de los mejores: «Ideales al cuadrado».
—A finales del curso que viene, seré mayor de edad y me iré de aquí.
—Sin terminar la carrera.
—Me importa una mierda la carrera. Vendré un día como el de hoy, que no haya nadie, y voy a robar todo lo que te he enseñado.
Yo lancé un silbido, no sé sí de admiración o de alarma.
—Lo llevo preparando desde hace años. Fundirán los cacharros en barras.
—¿Y los cuadros?
—A coleccionistas privados. Tengo un contacto aquí, en la universidad. No puedo decirte quién.
—Ni quiero saberlo. Dormiré mejor.
Agustín me hizo, entonces, la pregunta clave.
—¿Tú crees que podré vivir decentemente con lo que saque?
—Creo que podrás vivir como un rey el resto de tu vida, aunque vivas doscientos años.
—¿Tú, en mi lugar, lo harías?
—Seguro que sí. Aunque sólo fuera para tomarme la revancha de tantos años de cautiverio. Pero ¿por qué me lo has contado?
—Cuando alguien hace algo tan gordo, es muy jodido no poderlo compartir, tragárselo toda la vida. Llega el día que lo largas, y casi siempre la jodes. En cambio si se lo dices a alguien de confianza, es como una vacuna. Ya no necesitas contarlo, al menos, durante mucho tiempo.
Yo me quedé pensativo. Nunca se me había ocurrido aún lo terrible que debe de ser la soledad obligada del creador de este tipo de hazañas. Pero pregunté otra cosa mucho más banal:
—¿Has pensado adonde te irás?
—A un sitio con calorcito y chicas guapas. Estoy hasta los cojones de la pipera y del puto viento de la lonja.
Un año y pico más tarde salió en todos los periódicos la noticia del misterioso robo selectivo en la pinacoteca y el tesoro del monasterio de El Escorial. La lista de cuadros y objetos robados era básicamente la misma, aunque mucho más extensa. Supongo que alguien debió de arramblar con el resto. Sé que no fue Agustín porque el resto de la selección no era tan brillante como la de mi compañero. Supongo que alguien debió hacer una
limpia
más indiscriminada y aleatoria. Seguro que nunca cogieron a Agustín, más bien le hicieron un favor. Poco tiempo después, cuando yo había recuperado la libertad, leí una noticia, anunciando el hallazgo, en la celda del fraile intendente, que acababa de morir, de «Gran parte del tesoro y los cuadros robados». Me agencié la lista preocupado por mi compañero, pero no había nada de la selección de Agustín. Otro compañero de nuestra
trena ecuménica
, bastante misterioso él, que recibía frecuentes visitas tan notables como la del escritor López Rubio, se convirtió tiempo después en un
marchand
de mucho prestigio. Un día, en el café Gijón, me contó, sin que yo se lo pidiera, que Agustín estaba en un país tropical, que había heredado una enorme fortuna de un pariente y que vivía como un pachá.
Yo hice mi curso mal que bien. Fui mucho al cine, escapándome con Agustín al pueblo. Algún festivo llegamos, incluso, a ir a Madrid, donde tuve la felicidad de ver, sobre todo,
La dama desconocida
, de Robert Siodmak, con Ella Raines, basada en una novela de William Irish, que me fascinó y me sigue fascinando. Como mi rimbombante familia seguía ignorándome, tuve también horas muy bajas. Mientras la mayor parte de los compañeros recibía visitas, paquetes y cartas, yo supe que podía desaparecer de este mundo sin que nadie se conmoviera. Intenté cartearme con algunas de las chicas que me gustaban, en Madrid, pero tampoco funcionó, a pesar de que llegué incluso a declararme a más de una. No puedo culparlas por su indiferencia, sobre todo porque no eran precisamente especialistas en el estilo epistolar. Además, yo estaba menos salido. Cuando cumplí veintiún añitos las dosis de bromuro en la comida estaban ya a punto de convertirme en un asexuado. Esperé unos días, hasta que pude telefonear a mi casa. Tuve la suerte de que mi tía María cogiera el teléfono. Le dije que me iba del monasterio y volvía a casa. Ella estuvo muy cariñosa y me pareció que le gustaba ser la depositaría de la noticia. Algunos días después salí de Alcatraz para siempre con mi maletita y un montón de libros.
Durante el viaje, de hora y media de duración en aquellos tiempos, pude de sobra hacer balance de mi estancia en la universidad, y me sorprendió constatar que era altamente positivo: había aprobado dos años de una carrera inútil; había aprendido los rudimentos del órgano musical y del reproductor; y, sobre todo, mis creencias religiosas se habían desmoronado con la ayuda de una Biblia y de un fraile de lo más respetable. Por fin, había aprendido a liberarme de modo consciente de mis amores familiares, y de los otros. Sólo dos cosas me habían ayudado siempre, habían estado acompañándome allí, con fidelidad casi exasperante: el cine y la música, y como por casualidad, ninguna de las dos era humana. El cine me llegaba porque en unos emocionantes locales se apagaban las luces y durante unas horas convivía con unos seres entrañables u odiosos, pero siempre atractivos. Tú podías volver a ver a Nick Adams intentando hacer escapar a El Sueco (Burt Lancaster) de los
Forajidos ( The Killers)
, o rogarle a Shane
(Raíces profundas)
que vuelva para comprobar, tan consternado como Charlie Brown, que Shane no va a volver nunca más. La música, la mía: el
blues
, el jazz, porque permitían a Bessie, a Sarah, a Louis, a Chet ponerse de mi parte y emocionarme con su discurso. Lo demás, la mierda reinante, la patochada internacional o interior, la mentira y la crueldad, también lo aprendí allí, en aquel internado. Nunca agradeceré lo bastante a quienes me confinaron y me mantuvieron allí el haber contribuido a alimentar y moldear el caos cósmico que alberga mi cabeza y que, me temo mucho, me acompañará hasta el final de mis días.
Christina, princesse de l'erotism
(1973).
Bagdad Café
Encontré Madrid bastante cambiado. Como más activo y movedizo, aunque no sabía bien en qué consistía ese cambio. Por fin me di cuenta de lo que pasaba: toda la ciudad estaba en obras. Nuestros prebostes habían decidido cambiarlo todo sin ton ni son. En la plaza donde Velázquez estaba, el hombre, con sus pinceles en la mano, ponían a Goya, sin pinceles, a Castelar o a Quevedo, que tanto da. Se intentaba, al tiempo, suprimir bulevares, ensanchar las calzadas. Madrid había quedado seriamente dañado después de la guerra y, además, a nuestros prohombres se les habían perdido los planos de la ciudad. Las estructuras subterráneas, las conducciones de luz, de agua, de residuos eran un caos, y te encontrabas con cuadrillas de trabajadores en todos los rincones. Empezaba una vandálica especulación del suelo. Calles con trazado tan lamentable y tercermundista como el paseo de La Habana se daban por definitivas. Todo, por supuesto, sin señalizar. Cualquiera con unos buenos mazos y una cuerda para cerrarte el paso podía destrozar el pavimento, abrir zanjas o boquetes. Nacieron o se actualizaron palabras, como socavón, drenaje, escape. Se escapaba el gas, el agua, todo se escapaba en medio de la chapuza. Necesitabas hacer equilibrios sobre un tablón para poder atravesar la calle. «¿Qué te parece Madrid?», le preguntaron al forastero, al regresar a su tierra. «Cuando lo terminen te lo diré». Hoy siguen sin terminarlo. Hubo estafas célebres, falsos trabajadores que empezaban a abrir siniestras zanjas justo a la entrada de la boutique de moda, o el salón de té selecto. «¿Qué están haciendo aquí?», preguntaba alarmado el propietario a los supuestos trabajadores que, bocata de sardinas en mano, se aprestaban a comer un tentempié. «Estamos abriendo unos retretes públicos». Era la ruina. Se rogaba, se sobornaba al capataz, quien no atendía a los ruegos pero sí a una suculenta mordida. «Chicos, nos vamos. Abriremos la zanja delante de Lhardy, o de Denis, o de Alexandre». Y se marchaban tan frescos dejando tras de sí boquetes y destrozos. Estoy convencido de que en Madrid se inició la decadencia del franquismo. El pueblo llano demostró la ineficacia de la represión o el «Esto por huevos», igual que en el Dos de Mayo de 1808, cuando Daoiz y Velarde, y Goya y todo eso. La diferencia es que los antiguos estaban encabronados por lo de Napoleón y se les subió la sangre a la cabeza. Estos socavaban lentamente las entrañas del franquismo sin saberlo siquiera. Sólo por una mezcla de necesidad y chulería, sin un puto ideal, ni siquiera «al cuadrado».
Esta lentísima recuperación de los valores ancestrales tuvo dos adalides: un semanario y un café. El semanario era
La codorniz
, un periódico humorístico. Como todos sabemos, el humor es más difícil de controlar por los tiranos, que además, no le prestan la menor importancia a unos monigotes medio surrealistas, ni a unos bocadillos llenos de aviesas intenciones. Aun así, la policía retiraba la revista de los quioscos cuando algún mandamás se daba cuenta a tiempo. Eran frases, viñetas sin importancia, pero que entonces producían un verdadero revuelo. Una de estas tiras causó especial conmoción. En ella se veía un tranvía en marcha, lleno hasta el trole, y diversos letreros: «Prohibido hablar con el conductor», «Prohibido vender o comprar en los coches», «Prohibido bajarse en marcha». Y por fin, un cartel mayor: «PROHIBIDO TODO». La policía retiró la edición, pero durante un mes, todo el mundo habló, exagerando al infinito, del texto y el dibujo. Había una sección fija que era seguida por todo el país: «El papelín general» con un logo similar al del Boletín Oficial del Estado. Solía empezar así: «Yo, reunido conmigo mismo y unos amigos ordeno que…». Lo más divertido e incomprensible es que este semanario había nacido durante la Guerra Civil, en la zona franquista, y que quienes lo hacían eran, esencialmente, los mismos que lo crearon: Miguel Mihura, Tono de Lara, Enrique Herreros, Edgar Neville, gentes todas honestas e inteligentes, a las que el marxismo y sus variantes no consiguieron engatusar. Ellos pretendieron que todos fuéramos comunistas, siguiendo ordenes de Moscú, y ya sabemos cómo acabó aquello, aunque el enemigo, el fascismo, tampoco salió muy bien parado que digamos. El café fue el Gijón, punto de reunión de todos los intelectuales. El lugar era como cualquier otro café de provincias, con sus mesas de mármol, sus terciopelos, sus sillas de madera. Por allí iban pasando, a horas diferentes, escritores, pintores, gente de teatro, de cine, consagrados o principiantes. En general, reinaba entre todos una total camaradería. Las tertulias se iban agrandando, abriendo, alrededor de uno de los líderes. Los más jóvenes venían a escuchar, sobre todo, a los maestros. Todos estaban allí juntos, que no revueltos. Tú entrabas a la hora del café y podías codearte en un momento con Pancho Cossío, Benjamín Palencia, Antonio Saura, Millares, Eduardo Vicente, Grandío… En otra mesa podían reunirse alrededor de Edgar Neville, Miguel Mihura, Víctor Ruiz Iriarte, Buero Vallejo, Suárez Carreño. Y en otras, José Luis Alonso, Miguel Narros, Luis Escobar, Adolfo Marsillach, José Tamayo. Toda esta élite arrastraba un número de rémoras emergentes: Agustín González, José M
a
de Prada, Pilar Laguna, Margarita Lozano, María Asquerino y muchísima gente mayor e irrepetible, todos los amores de Berlanga, desde Isbert a Félix Fernández, desde las Muñoz Sampedro —que merecerían un libro para ellas solas—, la López Silva o Lola Bremón. Este grupo de actores, y otros muchos que olvido, eran unos loquitos maravillosos que rompían completamente los esquemas sobre el método. Ni Stanislavsky ni Dullin ni hostias. Superaban cualquier previsión con su espontaneidad, su clase. Sin ellos el cine español no habría salido jamás de su infierno de cartón piedra. Procedían en su mayoría del Teatro Nacional, que fundaron Luis Escobar y Huberto Pérez de la Ossa, y que se instaló en el teatro María Guerrero, donde hicieron muy buen teatro y estrenaron a Mihura, a Buero, a Jardiel, y dieron a conocer mucho teatro clásico. Pinilla, mi amigo tartaja y yo, nos colábamos a menudo en los ensayos y nos sentábamos detrás, lo más cerca posible de ellos para oírles discutir.
—Luis, no me gusta nada la peluca que le has puesto a Guillermo Marín.
—Yo la veo muy bien.
—Ay, hijo, se parece a la reina Mercedes.
—¿Y qué? Yo la quería muchísimo.
Escobar se ocupaba más de los actores, del ritmo escénico. Yo tuve el placer de ver varias veces una comedia increíble, de Mihura y Tono. Se titulaba
Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario
. Fue la primera que estrenaron. Era el teatro del absurdo, el surrealismo, tratado con gran naturalidad, y los actores estaban magníficos. Casi todos iban al Gijón a tomar café y luego volvían a la noche, después de la función. Allí, las tres hermanas Muñoz Sampedro eran las reinas. Tres señoras gorditas y adorables, y sobre todo loquísimas. Una noche llegó Edgar Neville y le pidió a Manolo, el camarero, la cuenta de las tres hermanas —Manolo era una institución allí, fiaba y hasta prestaba dinero a los clientes, sin el menor ánimo de lucro, lo sé muy bien—. Edgar, que era un gordo elegante, añadió: «Diles que las invito yo, porque estoy en muy buena posición».