—¿De qué?
Me lo contó todo, mientras nos comíamos juntos unas judías pintas en una tasca vecina, invitado por él, claro.
La policía había sospechado de mí desde que hice aquella insólita declaración; habían indagado, seguido mis pasos, habían hablado con mi hermano Enrique, quien los mandó a la mierda —nunca me lo dijo—. Yo saqué dos conclusiones ante aquel plato de alubias: tu carrera, tu libertad, tu vida, en suma, han estado pendientes de un hilo —magnetofónico, en mi caso—. La otra es que Zuasti era, de veras, un vasco. Sólo un vasco, en España, es capaz de permanecer impertérrito ante los dimes y diretes sobre un compañero. Todo aquello me asqueó y decidí marcharme de aquella emisora de mierda. Mi breve experiencia radiofónica me había servido, empero, para conocer a gente estupenda, músicos sobre todo, y para asistir a
shows
bastante audaces, como el de Blanquita Amaro, una rumbera cubana con un cuerpo espléndido y un culo eléctrico, electrónico, más bien. Comprendí que la censura tenía dos raseros de medir diferentes: mientras los señoritos del franquismo podían asistir a esos
shows
, darles whisky y champán a las artistas e incluso follárselas en reservados y camerinos, el pobre españolito de a pie tenía que cascársela con dos piedras, y, si era más pudiente, irse a la cuesta de Moyano a que una puta impresentable y casi siempre al borde de la senectud le hiciera una paja al amparo de las sombras entre las casetas de madera de la feria del libro viejo, en un intento involuntario de que la sombra de Areusa, o la Montespin, o la mismísima Esmeralda te inspiraran para conseguir una erección, allí, de pie, mientras rezabas para que el gris no apareciera de pronto emergiendo de las sombras y te la aflojara de golpe.
—¿Qué hacen aquí? ¡La documentación, vamos!
Y tú, buscándote el carné, con la bragueta abierta, sin saber si ibas a ir a la celda fría o el guardia te la iba a chupar, que de todo había en la viña del Señor.
Había algunos privilegiados, incluso dentro de este mundo de caspa. Esos hacían cola, en la calle Jardines o San Marcos, a veces durante media hora, para entrar en una casa de putas. Era mucho más caro, pero tenías tu habitación, tu cama, tu bidé plegable de metal con jarra de agua
incorporated
, tu toallita y hasta personal de servicio, casi siempre una
loca
vieja que canturreaba copla andaluza, aunque fuera de Huesca, y que iba y venía y salía sin pedir permiso, al que había que pagar antes del acto y dar una propina después del acto. Y, por fin, estaba el «oscuro objeto del deseo», que solía ser una pobre tía escuchimizada o exuberante, pero talludita siempre. Las putas flaquitas eran más amables y hablaban más bajito, nunca sabías si por timidez o por conmiseración.
—Bonito, ponte pronto, que hay cola.
Las obesas, en cambio, eran como unas promesas del Jabba galáctico, con más tetas, y te trataban como a un insecto.
—¡Venga, nene! ¿No estás empalmado aún?
A los diez minutos te daban el primer aviso, aporreando la puerta con sadismo. Al tercero, el mundo se hundía para ti. Tu dama se lavaba en el bidé mascullando algo hiriente.
No dabas propina, pero te ibas peor que habías entrado, seguido por algún sarcasmo del servicio: «¡Hasta luego, machote!». Fueron muy pocas mis incursiones en aquel mísero y siniestro Madrid
by night
del franquismo, y no me hicieron mella alguna. Renuncié a aquella
dolce vita
con la misma sencillez que el garito del viejo cuento alemán. Varios gatos, en un callejón, de noche. Un garito los interpela: «¿Adonde vais?».
—A follar. Ven si quieres.
El garito los sigue hasta un rincón donde hay una preciosa gata de angora, subida en lo alto de un tonel. Los gatos dan vueltas alrededor del
trono
de la gata, maullando. Por fin, el más audaz da un salto para alcanzar a la bella. Esta le larga un zarpazo de muerte y un amenazador bufido. Los gatos dan vueltas alrededor del tonel de nuevo, hasta que el gato audaz se atreve a intentar el asalto, otra vez. Nuevo bufido y nuevo arañazo. Y vuelta a girar alrededor del tonel, una y otra vez. Una hora después, el garito dice a los mayores: «Yo doy una vuelta más con vosotros y me voy a mi casa, porque ya estoy harto de follar».
Para mí también, la bella gata era inalcanzable. Dicen que el cine es —o era, más bien— una fábrica de sueños. Es una frase primitiva, como un eslogan de la Paramount. Después de muchos años de vida, de
Días de vino y rosas
, pasados entre
Los gozos y las sombras
, he llegado a la conclusión de que el cine es
una fábrica de sueños
. Yo siempre amé a Gilda —Rita Hayworth—, a Sherezade —María Montez—, y a Ingrid Bergman y Judy Garland. Pero yo no era Glenn Ford, ni Bogart, ni siquiera John Hall. Ellos, ahora, están muertos pero —¡oh, magia!— ellas siguen ahí. Sólo tengo que apretar un botón y están ahí de nuevo, tan bellas y seductoras como la primera vez. En aquellos tiempos del cuplé, yo intenté separar lo espiritual de lo carnal: enamoraría a unas jovencitas vascas para ir con ellas de la mano o bailar
Dancing in the dark
en La Concha, al atardecer, y a unas cachondas tropicales para follar como un loco. Lo intenté todo, con pobrísimos resultados. Y me negaba a aceptar la realidad, a dejarme comprar, por una eyaculación. Además eso de eyacular no me parecía nada del otro jueves. Unos segundos, ¡aaaaah!, y basta; como los santones en la India, que se masturban en plena calle de Benarés, por ejemplo, para que la llamada de la carne les aparte el menor tiempo posible de la meditación. Nunca me ha gustado ese sistema. En el fondo es de un machismo odioso. Para esos tíos lo importante del acto es su propia satisfacción. Para mí, lo más importante ha sido siempre la mujer, no mi pene, en reposo o en erección, tanto da. Nunca he querido dominar y siempre fui
outsider
en esto, como en otras tantas cosas. Un tío en erección ofrece un aspecto lamentable, como bien nos lo enseñó Rodin con sus estatuas de Balzac. Yo prefería pasarme los días enteros cachondo perdido. Hasta que una noche, soñando con Ella Raines —acababa de ver
La dama desconocida
—, eyaculé como un bestia y me desperté inundado de esperma. Me aterré. Pensé que «aquello» era pus, y que yo estaba enfermísimo. Por esa razón se lo dije, horas después, a mi madre. Había oído hablar de «las purgaciones», y me creía sifilítico, blenorrágico o yo qué sé. Su sonrisa me tranquilizó, que no sus enigmáticas palabras:
—Hijo, esto pasa en la vida.
—¿Pero qué es?
—Es lo que es, pero no te preocupes.
—¿Y me va a pasar más veces?
—Espero que sí, mi niño.
Eso fue todo, y acabé comprendiendo. Aquello era como un truco de la naturaleza, para no tener que meneármela. Me apetecía mucho más soñar con Ella Raines.
Una vez, en mis últimos tiempos del Ramiro de Maeztu, nos llevaron, en viaje de fin de curso, a Tánger y Xauen.
—Por ahí se va al cachondeo —nos dijo un conserje del hotel señalándonos la puerta de la calle con gesto picarón.
Como es lógico íbamos con tres o cuatro profesores pero, ¡oh sorpresa!, se despidieron de nosotros a eso de las nueve de la noche. Pronto desaparecieron de nuestra vista. Cinco minutos más tarde, todos los chicos salíamos por la puerta «del cachondeo», que era un local cercano donde había un montón de chavalas, cada una más preciosa que la otra, que bailaban la danza del vientre, medio desnudas. Yo me puse a cien por hora, pero todos los demás también. Y cuando me decidí, en compañía de otro imbécil como yo, a probar el coito estándar, las chicas ya estaban todas ocupadas. Todas menos su jefa que, compadecida, aceptó acostarse con los dos. Nos decía esto en un español repugnante mientras nos hacía muecas lascivas y nos tocaba el pito con manos gordas y sudorosas. Yo le dije amablemente que preferiríamos volver al día siguiente y tener dos chicas. Ella nos soltó el pito y nos volvimos al hotel. Allí nos largaron unos
arrak
que nos tumbaron. Al día siguiente mi compañero y yo nos escapamos del hotel a la hora que la mujer nos indicó como ideal para volver. Los dos llevábamos una resaca de espanto. El
arrak
es una especie de anís fortísimo y cabezón. La jefa estaba lavando vasos en el bar. Todo parecía vacío y silencioso. Ella nos recibió sonriente y preguntó qué deseábamos. El imbécil de mi amigo dijo, con cierta timidez, que queríamos «unas niñas». La tía, que era más imbécil aún, se lo tomó al pie de la letra:
—¡Ah, hijos de puta! ¡Eso es lo que queréis! Por eso no quisisteis follar conmigo. Desde hace más de veinte años soy la favorita de los grandes jefes de la Legión. Pero vosotros, ¡malditos!, sólo queréis «niñas».
Yo quería interrumpirla, explicarle el malentendido, pero no me dejó meter baza.
—Aquí hay mujeres, no criaturas indefensas. Fuera de aquí, pervertidos, o llamaré a la Legión, ¡para que os fusile! ¡Rechazarme a mí! ¡Canallas! Para que lo sepáis, hasta el propio general Millán Astray ha estado aquí y he tenido el honor de que me tocara el culo, y bien que le gustaba a él. Me daba unos pellizcos que me hacían saltar las lágrimas.
Nos fuimos sin decir palabra. No sé mi compañero, pero yo estaba muy cansado de follar.
Y todo esto me pasaba por la puta desinformación. Los profes nos llevaban a Tánger. No nos habían dicho una palabra sobre el sexo, pero ahora nos soltaban allí, para que unas marroquíes nos dieran un máster acelerado, pero sin admitirlo, claro. Era el sistema de aquella época de mierda. Mi propio padre actuaba así también. Nunca me informó, y eso que era médico. Sin embargo, nos metió en casa a un par de «chachas» jóvenes y riquísimas. Se bajaban y subían las bragas delante de Javier y de mí. La mayor era una bomba. Mi cuñado Julián y Lolita se la llevaron cuando se fueron a Estados Unidos. A él lo contrató la Universidad de Wellesley. Las estaba pasando bastante putas aquí. Aguantaban con decencia gracias a las traducciones —como ya he dicho, a él yo le había visto traducir a Aristóteles, puesto a la máquina de escribir y sin diccionario—. Además, o más bien sobre todo, aparecieron los vascos. Eran tres jóvenes filósofos —Gurruchaga, Garagorri y Masegosa— que querían ser alumnos de Julián.
Y que acabaron siendo buenos amigos de todos. A Julián, el muy cretino, seguían suspendiéndole en el doctorado, pero él seguía erre que erre. Así que aceptó la oferta y se fueron. Alguno de mis sobrinos nació allí y es más americano que español. Y se llevaron a la Feli, que era muy guapa, y ella se casó, enseguida, con un millonario de Boston. Años más tarde volvió a Madrid, a pasar unos días, elegantísima y montada en el dólar, pero quiso hacernos un homenaje a los dos y nos enseñó el culo «like in the old times», y nos mostró su ropa interior de encaje negro.
Era una chica maravillosa; fue amante de mi hermano Ricardo en los malditos años cuarenta. Se veían a escondidas, pero yo sabía cuándo, porque ella iba y venía nerviosa, y luego se encerraba en el servicio y yo la oía lavarse el coño durante horas. Estaba de verdad enamorada de él, y sufrió mucho cuando, por fin, Ricardo se casó. Yo la vi llorar, y a él le resbalaba. La había utilizado, pobre Feli. Valía ella mucho más que el doctorcito falangista e íntegro. ¿Integro con qué, con quién?
El caso es que mi padre seguía contratando a las hermanas menores de la Feli (eran cuatro o cinco, que también estaban buenas, pero que cada vez tenían menos clase). Nos habíamos mudado de nuevo y yo había dejado Radio SEU, que pronto se convertiría en Radio Juventud, ya que los símbolos y las siglas fascistas estaban cayendo en desgracia. El SEU tenía cinco flechas encima de un pato —por más que lo llamaran cisne, era un pato, y gracias—. Yo llevaba un tiempo loco por tocar la trompeta. Me había enamorado de ese instrumento y me puse a aprenderlo de la mano de un verdadero maestro, un músico valenciano, excelente trompetista, algo amiguete. Se llamaba Arturo Fornés, aunque en los medios musicales de Madrid lo llamaban
El Raspa
y en los de Barcelona
El Rasputín
, nunca he sabido por qué. Yo le conocía de las
jam sessions
y de las orquestas de la radio, donde era siempre el primer trompeta. Luego se fue a París, donde le vi años más tarde. Grababa muchos discos y tenía su propia orquesta en el Lido de París. Era un tío de puta madre y de gran generosidad. Me enseñó todo lo que sabía, aunque yo sólo pillé la décima parte. Aun así, a los pocos meses podía tocar decentemente, jazz sobre todo. Encima me regaló su trompeta vieja, una Cuesnon francesa que me acompañó durante años. Al principio, la estudiaba a escondidas, en casa. Quería convertirme en el Harry James o el Billy May de
Escuela de sirenas
o
Viudas del jazz
. Había conseguido —aunque sólo en mi cabeza, por el momento— unir la música y el cine: sería un George Sidney o un Bruce Humberstone ibérico y tendría una banda como la de Glenn Miller (fallecido años antes, pero que se convirtió enseguida en un mito) o Woody Hermán. Me fue muy fácil llegar a tocar bastante decentemente porque, y esto es fundamental, yo amaba aquella música y tenía
swing
, heredado de mi madre cubana, que rebosaba
swing
con sólo decir «buenos días». Así que me lancé de lleno. No llegué nunca a ser el Duke Ellington de Lavapiés, pero empecé enseguida a trabajar y ganar algún dinero. Fue una época surrealista y divertida en la que toqué para los socios del RACE, para sus chóferes, para los duques de Alba y otros miles de
cebollos
en las fiestas mayores de los pueblos. Y de vez en cuando ayudaba a Enrique en Radio Madrid en algunos programas totalmente enloquecidos. Además, incluso hice mis primeros pinitos como actor. ¿Quién puede pedir más, a los veinte añitos?