Afluían los mensajes. Pancratés me envió su poema, por fin terminado. No pasaba de un mediocre centón de hexámetros homéricos, pero el nombre que se repetía casi a cada línea lo tornaba más conmovedor para mí que muchas obras maestras. Numenio me hizo llegar una Consolación escrita conforme a las reglas del género, cuya lectura me llevó toda una noche; no faltaba en ella ninguno de los esperados lugares comunes. Aquellas débiles defensas alzadas por el hombre contra la muerte se desarrollaban conforme a dos líneas de argumentos. La primera consistía en presentarla como a un mal inevitable, recordándonos que ni la belleza, ni la juventud, ni el amor, escapan a la podredumbre, y a probarnos por fin que la vida y su cortejo de males son todavía más horribles que la muerte, por lo cual es preferible perecer que llegar a viejo. Estas verdades están destinadas a movernos a la resignación, pero lo que realmente justifican es la desesperación. La segunda línea de argumentos contradice la primera, pero nuestros filósofos no miran las cosas demasiado cerca; ahora ya no se trata de resignarse a la muerte, sino de negarla. El tratado sostenía que sólo el alma contaba; arrogantemente daba por sentada la inmortalidad de esa vaga entidad que jamás hemos visto funcionar en ausencia del cuerpo, antes de tomarse el trabajo de probar su existencia. Yo no estaba tan seguro; si la sonrisa, la mirada, la voz, esas realidades imponderables, habían sido aniquiladas, ¿por qué no el alma? No me parecía ésta más inmaterial que el calor del cuerpo. Me apartaba de los restos donde ya no habitaba esa alma; sin embargo era la única cosa que me quedaba, mi única prueba de que ese ser viviente había existido. La inmortalidad de la raza se consideraba como un paliativo de la muerte de cada hombre, pero poco me importaba que las generaciones de los bitinios se sucedieran hasta el final de los tiempos al borde del Sangarios. Se hablaba de gloria, bella palabra que dilata el corazón, pero con miras a establecer entre ella y la inmortalidad una confusión falaz, como si la huella de un ser fuese lo mismo que su presencia. En lugar del cadáver me mostraban al dios deslumbrante; yo mismo había hecho ese dios, creía a mi manera en él, pero el más luminoso de los destinos póstumos en lo hondo de las esferas estelares no compensaba aquella breve vida; el dios no me pagaba al viviente perdido. Me indignaba el apasionamiento que pone el hombre en desdeñar los hechos en beneficio de las hipótesis y en no reconocer sus sueños como sueños. Entendía de otro modo mis obligaciones de sobreviviente. Aquella muerte sería vana si yo no tenía el coraje de mirarla cara a acara, de abrazar esas realidades del frío, del silencio, de la sangre coagulada, de los miembros inertes, que el hombre cubre tan pronto de tierra y de hipocresía; me parecía mejor andar a tientas en las tinieblas sin el socorro de lámparas vacilantes. Sentía que en torno a mí empezaban a ofuscarse frente a un dolor tan prolongado; su violencia causaba mayor escándalo que su causa. Si me hubiera abandonado a las mismas lamentaciones por la muerte de un hermano o de un hijo, lo mismo me hubieran reprochado que llorara como una mujer. La memoria de la mayoría de los hombres es un cementerio abandonado donde yacen los muertos que aquellos han dejado de honrar y de querer. Todo dolor prolongado es un insulto a ese olvido. Las barcas nos trajeron otra vez al lugar donde empezaba a levantarse Antínoe. Eran menos numerosas que a la partida; Lucio, a quien había visto muy poco, se volvía a Roma, donde su joven esposa acababa de dar a luz a un niño. Su partida me libraba de no pocos curiosos e importunos. Los trabajos de construcción alteraban la forma del ribazo; el plano de los futuros edificios se esbozaba entre montones de tierra removida. Pero ya no pude reconocer el lugar exacto del sacrificio. Los embalsamadores entregaron su obra; el delgado ataúd de cedro fue puesto en un sarcófago de pórfido, de pie en la sala más secreta del templo. Me acerqué tímidamente al muerto. Parecía disfrazado; el rígido tocado egipcio cubría los cabellos. Las piernas, ceñidas por las vendas, no eran más que un paquete blanco, pero el perfil del joven halcón no había cambiado; las pestañas vertían sobre las mejillas pintadas una sombra que reconocí. Antes de terminar el vendaje de las manos, quisieron que admirase las uñas de oro. Empezaron las letanías; por boca de los sacerdotes, el muerto declaraba haber sido perpetuamente veraz, perpetuamente casto, perpetuamente compasivo y justo, jactándose de virtudes que, de haberlas practicado, lo hubieran puesto al margen de sus semejantes para siempre. El rancio olor del incienso llenaba la sala; a través de una nube trataba de lograr la ilusión de una sonrisa; el hermoso rostro inmóvil parecía temblar. Asistí a los pases mágicos mediante los cuales los sacerdotes obligan al alma del muerto a encarnar una parcela de sí misma en el interior de las estatuas que conservarán su memoria; asistí a otros exorcismos aún más extraños. Cuando todo hubo terminado, ajustaron la máscara de oro moldeada sobre la mascarilla de cera que coincidía exactamente con las facciones. Aquella hermosa superficie incorruptible no tardaría en reabsorber sus posibilidades de irradiación y de calor, yaciendo para siempre en la caja herméticamente cerrada, símbolo inerte de inmortalidad. Pusieron sobre su pecho un ramillete de acacias. Doce hombres colocaron en su sitio la pesada tapa. Pero yo vacilaba todavía acerca del emplazamiento de la tumba. Recordaba que al ordenar por doquiera las fiestas apoteósicas, los juegos fúnebres, la acuñación de monedas, las estatuas en las plazas públicas, había hecho una excepción con Roma, temiendo aumentar la animosidad que en mayor o menor grado rodea siempre a un favorito extranjero. Me dije que no siempre estaría allí para proteger su sepultura. El monumento previsto en las puertas de Antínoe me parecía igualmente demasiado público, y por tanto poco seguro. Acepté el consejo de los sacerdotes. Me indicaron, en el flanco de una montaña de la cadena arábiga, a unas tres leguas de la ciudad, una de las cavernas que los reyes de Egipto utilizaban antaño como pozos funerarios. Un tiro de bueyes arrastró el sarcófago por la pendiente. Con ayuda de cuerdas se lo hizo resbalar por los corredores subterráneos, hasta dejarlo apoyado contra la pared de roca. El niño de Claudiópolis descendía a la tumba como un faraón, como un Ptolomeo. Lo dejamos solo. Entraba en esa duración sin aire, sin luz, sin estaciones y sin fin, frente a la cual toda vida parece efímera; había alcanzado la estabilidad, quizá la calma. Los siglos contenidos en el seno opaco del tiempo pasarían por millares sobre esa tumba sin devolverle la existencia, pero sin agregar nada a la muerte, sin poder impedir que un día hubiera sido. Hermógenes me tomó el brazo para ayudarme a remontar el aire libre; sentí casi alegría al ,volver a la superficie, al ver de nuevo el frío cielo azul entre dos filos de rocas rojizas. El resto del viaje fue breve. En Alejandría, la emperatriz se embarcó rumbo a Roma.
Volví por tierra a Grecia. El viaje fue largo. Tenía razones para pensar que aquélla sería mi última gira oficial por Oriente, y quería más que nunca verlo todo por mis propios ojos. Antioquía, donde me detuve algunas semanas, se me apareció bajo una nueva luz; ya no era tan sensible como antaño a los prestigios de los teatros, las fiestas, las delicias de los jardines de Dafné, el amontonamiento abigarrado de las multitudes. Advertía con mayor fuerza la eterna ligereza de aquel pueblo maldiciente y burlón, que me recordaba al de Alejandría, la necedad de los pretendidos ejercicios intelectuales, el trivial despliegue de lujo de los ricos. Casi ninguno de aquellos notables comprendía la totalidad de mis programas de obras y reformas en Asia; se contentaban con aprovecharse de ellos para su ciudad, y sobre todo para su propio beneficio. Me encantaba la idea de trasladar la capital de la provincia a Esmirna o Pérgamo, pero los defectos de Antioquía eran los de cualquier gran metrópolis; no hay ciudad de esa importancia que no los tenga. Mi repugnancia hacia la vida urbana me indujo a consagrarme aún más a las reformas agrarias; completé la larga y compleja reorganización de los dominios imperiales en Asia Menor, por la cual los campesinos lograron mejoras y el Estado también. En Tracia fui a visitar Andrinópolis, donde los veteranos de las campañas dacias y sármatas se habían congregado atraídos por donaciones de tierras y reducciones de impuestos. Un plan análogo debería aplicarse en Antínoe. Hacia mucho que había concedido exenciones análogas a los médicos y profesores de todas partes, con la esperanza de favorecer el mantenimiento y el desarrollo de una clase media seria e instruida. Conozco sus defectos, pero un Estado sólo se mantiene gracias a ella.
Atenas seguía siendo la etapa preferida; me maravillaba que su belleza dependiera tan poco de los recuerdos, ya fueran míos o históricos; la ciudad parecía nueva cada mañana. Esta vez me instalé en casa de Arriano. Iniciado como yo en Eleusis, había sido adoptado luego de ello por una de las grandes familias sacerdotales del territorio ático, la de los Kerikés, tal como yo fuera adoptado por la de los Eumólpidas. Se había casado con una joven ateniense, fina y orgullosa. Ambos me rodeaban de discretos cuidados. Su casa se hallaba situada a pocos pasos de la nueva biblioteca que yo había donado a Atenas y en la que no faltaba nada de lo que puede ayudar a la meditación o al reposo que la precede: asientos cómodos, calefacción adecuada durante los inviernos con frecuencia rigurosos, escaleras para llegar a las galerías donde se guardan los libros, el alabastro y el oro de un lujo discreto y sereno. La elección y el emplazamiento de las lámparas habían sido objeto de particular cuidado. Cada vez sentía mayor necesidad de recopilar y conservar los volúmenes antiguos, y encargar a escribas concienzudos de que hicieran copias nuevas. Tan bella tarea no me parecía menos urgente que la ayuda a los veteranos o los subsidios a las familias prolíficas y pobres; me decía que bastarían algunas guerras, con la miseria que las acompaña, y un pendo de grosería o salvajismo bajo el reinado de algún príncipe perverso, para que los pensamientos conservados con ayuda de aquellos frágiles objetos de fibras y de tinta perecieran para siempre. Todo hombre lo bastante afortunado para beneficiarse en mayor o menor medida de aquel legado cultural se me antoja responsable de él, su fideicomisario ante el género humano.
Mucho leí durante aquel periodo. Había convencido a Flegón para que compusiera, con el nombre de Olimpíadas, una serie de crónicas que continuarían las Helénicas de Jenofonte y que terminarían en mi reino; plan atrevido, en cuanto convertía la inmensa historia de Roma en una simple continuación de la de Grecia. El estilo de Flegón es enojosamente seco, pero de todas maneras vale la pena reunir y dejar sentados los hechos. El proyecto me despertó el deseo de releer a los historiadores de antaño. Su obra, comentada por mi propia experiencia, me llenó de ideas sombrías. La energía y buena voluntad de cada estadista parecían poca cosa frente a ese acaecer fortuito y fatal a la vez, ese torrente de sucesos demasiado confusos para admitir una previsión, una dirección o un juicio. También me atraían los poetas; amaba evocar desde un lejano pasado esas pocas voces plenas y puras. Llegué a sentirme amigo de Teognis, el aristócrata, el exiliado, el observador sin ilusión ni indulgencia de las acciones humanas, siempre pronto a denunciar esos errores y esas faltas que llamamos nuestros males. Aquel hombre tan lúcido había saboreado las punzantes delicias del amor; a pesar de las sospechas, los celos, los agravios recíprocos, su relación con Cirno se prolongó hasta la vejez del uno y la edad madura del otro; la inmortalidad que prometía al joven de Megara era algo más que una palabra vana, puesto que su recuerdo llegaba hasta mí desde más allá de seis siglos. De todos los poetas antiguos, Antímaco fue empero el que más me atrajo; estimaba ese estilo oscuro y denso, las frases amplias y a la vez condensadas al máximo, grandes copas de bronce llenas de un vino espeso. Prefería su relato del periplo de Jasón a los Argonautas de Apolonio. Antímaco había comprendido mejor el misterio de los horizontes y los viajes, la sombra que proyecta el hombre efímero sobre los paisajes eternos. Había llorado apasionadamente a su esposa Lydyé, dando el nombre de la muerta a un extenso poema donde figuraban todas las leyendas de dolor y de duelo. Lydyé, a quien quizá yo no habría mirado en vida, se me convertía en una figurilla familiar, más querida que muchos personajes femeninos de mi propia existencia. Aquellos poemas, casi olvidados sin embargo, me devolvían poco a poco la confianza en la inmortalidad.
Revisé mis propias obras: los poemas de amor, los de circunstancias, la oda a la memoria de Plotina. Llegaría el día en que alguien tuviera deseos de leer todo eso. Un grupo de versos obscenos me hizo vacilar, pero acabé por incluirlos. Nuestros poetas más honestos los escriben parecidos. Para ellos son un juego; yo hubiera preferido que los míos fuesen otra cosa, la exacta imagen de una verdad desnuda. Pero ahí, como en todo, los lugares comunes nos encarcelan; empezaba a comprender que la audacia del espíritu no basta para librarse de ellos y que el poeta sólo triunfa de las rutinas y sólo impone su pensamiento a las palabras gracias a esfuerzos tan prolongados y asiduos como mis tareas de emperador. Por mi parte no podía pretender más que a la buena suerte del aficionado; demasiado seria ya si de todo aquel fárrago subsistían dos o tres versos. Por aquel entonces, sin embargo, tuve intención de escribir una obra asaz ambiciosa, parte en prosa y parte en verso, donde quería hacer entrar a la vez lo serio y lo irónico, los hechos curiosos observados a lo largo de mi vida, mis meditaciones, algunos sueños. Todo ello hubiera sido enlazado con un hilo muy fino y habría servido para exponer una filosofía que era ya la mía, la idea heraclitiana del cambio y el retorno. Pero he acabado dejando de lado un proyecto tan vasto.
Ese mismo año sostuve varias conversaciones con la sacerdotisa que me había iniciado antaño en Eleusis y cuyo nombre debe permanecer secreto; las modalidades del culto de Antínoo fueron establecidas una por una. Los grandes símbolos elusinos seguían destilando para mí una virtud calmante; acaso el mundo carece de sentido, pero si tiene alguno en Eleusis está expresado más sabia y noblemente que en cualquier otra parte. Bajo la influencia de aquella mujer decidí trazar las divisiones administrativas de Antínoe, sus demos, sus calles, sus bloques urbanos, plano del mundo divino a la vez que imagen transfigurada de mi propia vida. Todo tenía allí participación, Hestia y Baco, los dioses del hogar y los de la orgía, las divinidades celestes y las de ultratumba. Incorporé a mis antepasados imperiales, Trajano y Nerva, para que fueran parte integrante de aquel sistema de símbolos. Plotina también estaba allí; la bondadosa Matidia quedaba asimilada a Deméter; y mi mujer, con la cual mantenía en esa época relaciones bastante cordiales, figuraba en el cortejo de personas divinas. Meses más tarde di el nombre de mi hermana Paulina a uno de los barrios de Antínoe. Había acabado querellándome con la esposa de Serviano pero, después de muerta, Paulina recobraba en aquella ciudad del recuerdo su lugar único de hermana. El triste sitio se convertía en paraje ideal de reuniones y recuerdos, Campos Elíseos de una vida donde las contradicciones se resuelven, donde todo, en su plano, es igualmente sagrado.