Bueno, no podía permitirlo, así que me convertí en miembro activo de Mensa de nuevo. Para ser sincero, tenían cosas buenas. Cuando la Convención Nacional de Mensa se celebraba en Nueva York, por lo general me obligaban a hablar en el banquete o en alguna otra función y podía tratar sobre temas profundos que no eran adecuados para el público en general. Incluso dediqué una de mis colecciones de ensayos,
The Road to Infinity
(1979) a la audiencia de Mensa.
No obstante, las viejas dificultades surgieron de nuevo y, a menos que estuviera hablando a un grupo numeroso de mensa, evitaba todas sus reuniones. Era difícil darse de baja, ya que Victor me indicó que me habían elegido como uno de los dos vicepresidentes internacionales de Mensa, puesto que tenía que ocupar durante quince años. Aparecí en las publicidades de Mensa ocupando este cargo sin que me hubieran consultado ni yo lo quisiera. Era puramente honorario, pero dificultaba mi renuncia.
Por supuesto, había muchos mensa agradables e inteligentes, como por ejemplo Margot Seitelman, que prácticamente dirigía la sección de Nueva York y era una infatigable anfitriona y excelente cocinera. Cuando Victor estaba en la ciudad, Margot y yo cenábamos con él, y por lo general se nos unía Marvin Grosswirth, el más simpático de todos los mensa. Podía contar chistes mejor que yo y con un acento yidis todavía más auténtico.
Seguí con los mensa durante años, cada vez más harto de ellos. Ni siquiera podía ignorar mi calidad de miembro. Aparte de pagar las cuotas todos los años, siempre recibía muchas cartas de gente que empezaba por anunciarse a sí misma como mensa y por lo tanto, como quien dice, eran hermanos de sangre. Casi sin excepción todos querían que hiciera algo por ellos que yo no quería hacer: escribir un artículo, colaborar en un libro, leer un manuscrito, conseguir alguna información para ellos y cosas así. Me sentía en una posición desagradable, totalmente ridícula.
Por fin, después de la muerte de Marvin y Margot, me di de baja.
Ralf Daigh, que se parecía un poco a Alan Hale, el que hacía de Little John en la película
Robin Hood
de Errol Flynn, era director jefe de Fawcett Publications, una importante editorial de libros en rústica. Me invitó a almorzar en abril de 1971 y me dijo:
—Pagaremos a escote.
Quedé con Ralph en el hotel Regency el martes siguiente. Cuando saqué la cartera para pagar, Ralph me anunció:
—Eres mi invitado.
—Pero me dijiste que pagaríamos a escote —repliqué yo.
Estaba horrorizado.
—¿Crees que te voy a invitar a comer y te voy a hacer pagar? Éste es el Dutch Treat Club
[17]
y tú eres mi invitado.
Unas semanas después, me uní al club como miembro.
El Dutch Treat Club fue fundado en 1905 por un grupo de periodistas que se reunían todos los martes para almorzar y cada uno pagaba lo suyo (de ahí lo de Dutch Treat). Con el tiempo, el club se amplió para acoger a cualquier persona del mundo de las artes. Nos reunimos a mediodía para los aperitivos y para conversar, nos sentamos a almorzar a las doce y media, y a la una y diez el moderador se pone en pie, da los avisos, presenta a los invitados y después empieza la función; por lo general hay un cantante, seguido de un orador que da una charla sobre un tema interesante. A las dos se levanta la sesión.
Todo es muy agradable. Al principio, mi asistencia era esporádica, pero me divertía tanto cuando iba que empecé a ser uno de los habituales. Cuando canto
Give My Regards to Broadway
en mi ducha matinal (soy un tenaz cantante de ducha) y llego a las frases “
Tell them my heart is yearning / To mingle with the oldtime throng
” (Diles que mi corazón siente anhelo / de volver a unirme a la multitud de los viejos tiempos), esa multitud es, en realidad, la gente del Dutch Treat Club.
Cuando me uní a ellos, su presidente era William Morris, el conocido lexicógrafo, un hombre jovial, rechoncho, encantador y con una espesa barba blanca que le hacía parecer increíblemente distinguido. Tuvo que dimitir porque su mujer estaba muy enferma y no podía asistir con regularidad. (Vive en Connecticut.) Tras la muerte de su cónyuge volvió a asistir con regularidad pero no recuperó su antiguo cargo. Es presidente honorario.
El sucesor de Bill Morris fue el famoso Lowell Thomas, el miembro más distinguido del club durante los años setenta. Tenía más de ochenta años (aunque nadie lo diría por su porte, su vida tan ocupada y su mente tan activa, por no hablar de su joven y atractiva mujer). Insistió en que sería sólo presidente temporal hasta que el club encontrara otro, pero nadie tenía intención de buscar a otro. Fue presidente hasta que murió, a la edad de ochenta y nueve años.
El 3 de mayo de 1981, Janet y yo asistimos a una de las celebraciones que tuvo lugar con motivo de su octogésimo noveno cumpleaños. Me dijo que estaba cansado de todo el follón por los ochenta y nueve años y que se temía que sería peor cuando cumpliera los noventa. Comentó que se iría de viaje para que nadie le encontrara. Y eso fue lo que hizo, aunque no como él esperaba, ya que murió tranquilamente en la cama el 29 de agosto de 1981, después de un día muy activo, como cualquier día normal para él, y ése fue un buen final.
A Lowell le sucedió Eric Sloane, el gran pintor de la herencia cultural estadounidense. Nadie lo hubiera dicho por su plácido aspecto, pero se había casado siete veces. Era un tipo estupendo, que de vez en cuando invitaba a vino a todas las mesas del club, y pagaba de su bolsillo. El único problema era que pasaba mucho tiempo en el suroeste y rara vez presidía las reuniones.
Vio las dificultades que esto planteaba y propuso que yo fuera presidente interino cuando él estaba ausente, pero siempre pensé que bromeaba. Presidí alguna que otra vez, aunque por lo general quien le sustituía era Walter Frese, el secretario del club.
Eric también era bastante mayor y llevaba un marcapasos. El 6 de marzo de 1985, poco después de su octogésimo cumpleaños, visitó una galería de arte en la calle Cincuenta y siete en la que se exponían cuadros suyos. Después fue a la Quinta Avenida y su corazón debió de fallarle, ya que se desplomó y murió en la acera. Aunque parezca increíble, iba sin documentación, pero llevaba una tarjeta de la galería. La policía fue allí, donde alguien le identificó.
En ese momento, Janet decidió que debíamos tener un cuadro de Eric Sloane en casa. En la galería eligió tres posibles cuadros y me pidió que seleccionara uno. Lo hice, elegí el que más me gustaba. Ahora cuelga en la pared de nuestro salón.
En el funeral de Eric, Janet y yo estábamos sentados tranquila y tristemente en nuestro banco cuando Emery Davis, un miembro del club, conocido director de orquesta, muy jovial y muy calvo, se inclinó y me susurró:
—Tú harás el elogio.
No me avisaron previamente, pero me levanté e improvisé. Salió bien, pero no pude prever las consecuencias. Había sido miembro de la junta del club desde el 12 de enero de 1982 y, como resultado del elogio, todos los miembros de la junta decidieron por unanimidad que sería el nuevo presidente. Después de algunas dudas me rendí y asumí el mandato el 16 de abril de 1985.
En cierto modo, el Dutch Treat Club cambió la rutina de mi vida. Puesto que siempre almorzaba fuera los martes, lo convertí en mi día de visita a las editoriales. En concreto, iba a Doubleday, y todo el mundo estaba tan acostumbrado a ello que cuando no podía ir se decía que no parecía un martes.
Muchos miembros del club se han convertido en grandes amigos míos (y algunos de ellos han muerto desde que me uní a él). Dudo en citarlos porque estoy seguro de que olvidaría a alguno sin querer. Sólo diré que el miembro más pintoresco es Herb Graff. En su presencia, incluso yo tiendo a desvanecerme.
Herb Graff es un hombre bajo y calvo; cuando le conocí llevaba peluquín, pero más tarde se lo quitó y se dejó crecer una poblada barba, lo que le daba el aspecto de un rabino excéntrico. Su especialidad son las películas de los años treinta.
Herb y yo nos llevamos muy bien. Durante diez años nos sentamos juntos, como espíritus afines, y fuimos la mesa más bulliciosa del lugar. Eric Sloane la llamaba la “mesa judía”, aunque era Herb y no yo, el que merecía, según Eric, el título de “judío jefe”. En cierta ocasión, simulando una queja durante el crucero del eclipse en el Canberra, dije que siempre me sentaba en la mesa más ruidosa. Walter Sullivan, el alma más amable que jamás haya existido, estaba sentado en la misma mesa que yo, me tomó en serio y me dijo asombrado:
—Pero Isaac, eres tú el que organiza el follón.
Bueno, lo hago, pero no siempre. Cuando Herb está en la mesa, él es el que organiza el follón. Claro que yo también soy bastante hablador. No hace mucho, Robyn le dijo despreocupadamente a un amigo: “Conversar con mi padre es como escuchar un monólogo.” Pero cuando Herb está presente, suelo permanecer callado y la conversación se convierte en un monólogo de Herb Graff. Conoce todos los chistes e historias divertidas y las cuenta con gran maestría, una tras otra.
Una de las muchas anécdotas sobre el club tuvo lugar cuando uno de los miembros habituales faltó a una o dos comidas con la ridícula excusa de que su mujer estaba en el hospital. Altivamente y con la típica (falsa) grandiosidad machista solté:
—La única razón por la que faltaría a una comida sería por estar en la cama con una nena maravillosa.
Después de lo cual, Joe Coggins afirmó con voz sepulcral:
—Lo que justifica el récord de perfecta asistencia de Isaac.
Me di cuenta de lo que se avecinaba nada más hacer la observación, pero era demasiado tarde para tragarme mis palabras. No me quedó más remedio que unirme a las carcajadas de los demás.
Los Baker Street Irregulars (BSI) son un grupo de entusiastas de Sherlock Holmes. El nombre es el mismo con el que Holmes llamaba a un grupo de chicos de la calle que trabajaba para él en algunas de sus primeras aventuras.
La organización celebra un banquete anual uno de los primeros viernes de enero, el más próximo al día 6, que se supone que es el cumpleaños de Holmes. Allí, después de la conversación y las copas, nos sentamos para un festín. Después de esto, se celebran varios rituales tradicionales y “ponencias”.
Todos jugamos a imaginar que los casos de Sherlock Holmes son reales, que el doctor John H. Watson los escribió de verdad y que Arthur Conan Doyle era un simple agente literario.
En realidad, Conan Doyle era un escritor chapucero y descuidado que acabó odiando las aventuras de Sherlock Holmes porque anularon por completo sus otros trabajos literarios e incluso le obligaron a retirarse. Probablemente las escribió tan rápido como pudo para librarse de él. Al final, intentó matar a Sherlock, pero la presión de los lectores lo obligó a resucitarlo. Después de esto escribió nuevos relatos todavía con mayor resentimiento.
En consecuencia, los casos están llenos de contradicciones, algo que a Conan Doyle no le importaba en absoluto. No obstante, los BSI suponen que los relatos no tienen errores y el propósito de las “ponencias” es explicar las contradicciones de una manera retorcida y proponer todo tipo de teorías profundas e improbables para justificar una cosa u otra.
En 1973 fui propuesto como miembro de los BSI por Edgar Lawrence, un antiguo miembro (ahora ya muerto) de los Trap Door Spiders. Uno de los requisitos para serlo es que los candidatos preparen y presenten una ponencia sobre los relatos. No lo hice. Es más, no pude hacerlo porque no conocía lo suficiente los casos de Holmes y no tenía intención de hacer la investigación. Parece que en mi caso se pasó por alto este requisito.
Por fortuna, después de algunos años, me pidieron que contribuyera a un libro de escritos sobre Holmes. Cuando dije que no tenía los conocimientos suficientes, Banesh Hoffman (un físico ya fallecido que había trabajado con Einstein, de cara fea pero simpática y un alma encantadora e igual de simpática) sugirió que analizara el libro
Dinámica de un asteroide
.
En una de las narraciones se dice que el libro es obra del gran matemático y archicriminal James Moriarty. No alude al contenido del libro por la sencilla razón de que Conan Doyle no sabía nada de astronomía. Inventé una idea magníficamente razonada sobre su contenido —algo que encajaba a la perfección con el terrible demonio de Moriarty— y escribí el artículo para la colección. Más tarde lo amplié y lo convertí en un relato de los viudos negros bajo el título
The Ultimate Crime
. No lo envié a ninguna revista, pero lo incluí como un “original” en
Más cuentos de los viudos negros
.
Después de esto, por fin me sentía como un verdadero Irregular.
Con todo, debo admitir (ya que en esta autobiografía sólo digo la verdad) que no soy un verdadero entusiasta de Sherlock Holmes. Hace unos años escribí (porque me lo pidieron) una crítica del relato de Sherlock Holmes
The Five Orange Pips
y señalé los errores de su lógica que me llevaron a pensar que Conan Doyle lo había escrito mientras dormía.
Uno de los ritos del banquete es hacer los seis “brindis canónicos” por determinados caracteres definidos en los relatos. Un año me pidieron brindar por el propio Sherlock Holmes y lo hice con tanta habilidad que, a partir de entonces, todos los años di la charla de clausura de la reunión. También me aficioné a escribir versos sentimentales a Sherlock Holmes y a cantarlos con melodías conocidas. Canté el primero con la melodía de
Believe Me, If All Those Endearing Young Charms
, el 8 de enero de 1982.
No obstante, no todo era maravilloso en los BSI. Puesto que Sherlock era un fumador empedernido, los Irregulars pensaban que debían fumar. El aire estaba siempre cargado de humo durante el banquete y eso me ponía enfermo. Había bastantes fumadores en los Trap Door Spiders y en el Dutch Treat Club, pero fueron disminuyendo, en parte a causa de mis críticas constantes, pero no pude hacer nada con los Irregulars.
Señalé sarcásticamente que Holmes también era adicto a la cocaína. ¿Deberíamos unirnos a la cultura de la droga también? No obtuve respuesta alguna. Exigí, y conseguí, una mesa de no fumadores, pero ¿de qué servía cuando el efluvio de las otras mesas situadas a un metro contaminaba el aire? Así que estaba furioso, pero me aguanté.