Estaba a punto de volverme loco, ¿cómo podía convencerla de que lo que amaba de ella no era algo que se pudiera ver o que un bisturí pudiera cortar? Por fin, desesperado, le dije:
—Escucha, no es tan grave como si fueras una corista. Si lo fueras y te hubiesen quitado el pecho izquierdo, te caerías hacia la derecha. Así que, con tus pequeños pechos, ¿a quién le importa? Dentro de un año te miraré y preguntaré: “¿Cuál es el pecho que te quito el cirujano?”
Era muy cruel, pero funcionó. Janet rompió a reír a carcajadas y se sintió mucho mejor.
Los dos sabíamos lo aprensivo que era, y Janet temía que la primera vez que viera las cicatrices de su pecho me quedaría sin respiración, me diera media vuelta y no volviera jamás. Y yo temía que, aunque sabía que no me iría, de todas maneras me quedara sin respiración y la hiciera sentirse desdichada para siempre.
Así que hice que Carl me explicara con detalle exactamente cuál sería el aspecto de su pecho y ensayé fingiendo que lo veía. Más adelante, unas semanas después de la operación, cuando pensé que había estado ocultando el asunto durante el tiempo suficiente, esperé a que se hubiera duchado y le quité suavemente la toalla del pecho. No me quedé sin respiración, y ella se sintió infinitamente aliviada.
Hasta hoy día la ataca la pena y la preocupación por el pecho perdido y me pregunta si estoy seguro de que no me importa. Yo le digo la verdad:
—Janet, sabes que no soy una persona observadora, ni siquiera lo noto.
Y no lo noto.
Incluso fui capaz de bromear sobre ello con otras personas. Judy-Lynn y Lester del Rey vinieron a visitarnos durante la convalecencia y hablaron de cualquier tema excepto de perder un pecho. Después Judy dijo algo sobre bares “de ligones solitarios” y le dijo a Janet:
—¿Has estado alguna vez en uno?
Los interrumpí y dije:
—¿Estado en uno? Ella tiene uno solitario, al que yo me siento muy ligado.
Judy-Lynn se puso furiosa y estaba a punto de lanzarme uno de sus improperios, pero intervino Janet:
—No le hagas caso —le dijo—. Sólo está presumiendo. El mío no es lo bastante grande como para ligar a nadie.
Una revista de divulgación médica me pidió que escribiera sobre alguna emergencia médica a la que yo, o algún pariente próximo, se hubiera enfrentado con valor. Les hablé de la mastectomía de Janet pero les dije que no quería escribir sobre el tema hasta que no estuviéramos casados, para que los lectores supieran que había habido un “final feliz”.
Después de nuestra boda escribí el artículo. Por supuesto, pedí permiso a Janet, y al principio no quería proclamar su desgracia para que todo el mundo la supiera. Pero le dije:
—¿Sabes, Janet?, puede que sea el único artículo que se escriba nunca sobre un tema como éste en el que el escritor no atribuya el mérito a Dios por haberle dado la fuerza para superar el desastre.
Gracias a este razonamiento Janet aceptó de inmediato y el artículo se publicó.
He compensado mi animadversión hacia los aviones con mi afición a los grandes trasatlánticos. Me encantan, debe de ser una cuestión de tamaño. Cuando voy en un trasatlántico no me siento como si estuviera dentro de un vehículo sino como en un hotel, pero construido en horizontal.
Mis primeras experiencias navales fueron involuntarias. Viajé desde Riga (Letonia) a Brooklyn, Nueva York, en 1923, pero no tengo más que un recuerdo muy vago e incierto. También fue en barco desde San Francisco a Hawai en 1946, pero entonces estaba en el ejército, así que el viaje no fue muy alegre. No obstante, este último trayecto fue muy útil. Me las arreglé para no marearme a pesar de que el barco cabeceaba y se balanceaba mucho y los camarotes olían a vómito, porque otros no tenían mi resistencia. Esto me ayudó a convencerme de mis aptitudes marineras. Lo cierto es que por propia iniciativa jamás habría realizado un crucero, porque para ello necesitaba tiempo y yo odiaba pasar ese tiempo fuera de casa.
Sin embargo, al compartir la vida con Janet, la atracción del mar se hizo mucho más fuerte, porque a Janet le encantaba. Había viajado en sus tiempos mucho más que yo, y esto incluía viajes por mar a Escandinavia, durante los años sesenta, y antes a Europa, en mercantes. Ella atribuía esta atracción a su “ascendencia vikinga”, de la que está muy orgullosa. (También cree que ha conservado algunos genes de Neandertal, porque según ella, tiene nariz de Neandertal, pero yo prefiero la teoría de que desciende, de alguna manera misteriosa, de los ángeles.)
Debido a esta afición marinera de Janet, estaba más que dispuesto a escuchar a un joven que hablaba muy deprisa, llamado Richard Hoagland, cuando vino a exponerme sus planes para organizar un crucero en el mismísimo
Queen Elizabeth 2
. En diciembre de 1972, iba a dirigirse a las costas de Florida para ver el lanzamiento del
Apolo XVII
, el último viaje planeado para la Luna y el único cuyo despegue iba a ser nocturno. Nunca había presenciado algo así y sabía que a Janet le encantaría viajar en el
Queen
, así que acepté. (A Janet, desde luego, la idea la entusiasmó.)
Como suele ocurrir con los planes de un hombre joven que no pone límites a su imaginación, la realidad acaba por no coincidir con la fantasía. No fuimos en el
Queen Elizabeth 2
sino en el
Statendam
, más pequeño (y sin embargo, bastante apropiado). No estuvimos en un barco lleno de participantes entusiastas sino en otro que estaba vacío en su mayor parte (lo que significa que el servicio fue impecable).
Estuvieron presentes unas pocas celebridades. Entre los escritores de ciencia ficción (aparte de yo mismo) estaban Robert y Virginia Heinlein, Ted Sturgeon y su mujer de entonces, Fred y Carol Pohl y Ben y Barbara Bova. Estaban también Norman Mailer, Hugh Downs (que era el maestro de ceremonias) y Ken Franklin (un astrónomo del Planetarium Hayden, que había descubierto la emisión de ondas de radio desde Júpiter). Un gravísimo error fue la inclusión de Katherine Anne Porter. No hizo nada de particular durante el viaje pero consiguió un éxito de ventas en 1962 con su libro
La nave de los locos
, así que ya se imagina cómo nos llamaron los periodistas.
Más tarde se unieron a nuestro viaje Carl Sagan, el astrónomo, y su segunda mujer, Linda. Conocí a Carl en 1963, cuando sólo tenía veintiocho años. Era un aficionado a la ciencia ficción e iniciamos una gran amistad, y de hecho firmé como testigo de su boda con Linda. No es necesario describirle; todo el mundo sabe qué aspecto tiene. Él y Fred dieron las mejores conferencias del viaje.
Vimos el lanzamiento en la noche del 6 al 7 de diciembre de 1972. Era bellísimo y muy impresionante incluso once kilómetros mar adentro. Vimos al
Apolo XII
ascender por el cielo e iluminar la noche con un color cobre que hacía parecer que casi fuera de día, y un minuto después de contemplar esto, las ondas de sonido nos alcanzaron y el mundo tembló.
Sólo esto ya hizo que el viaje mereciera la pena, aunque no nos hubiéramos divertido, pero sí lo hicimos.
Al año siguiente, se presentó la oportunidad de realizar un crucero todavía más rebuscado. Estaba organizado por Phil y Marcy Sigler; Phil era increíblemente reservado y por lo general hablaba con sus ojos fijos en el suelo, mientras que Marcy era muy dinámica y sus grandes ojos oscuros te traspasaban. El crucero se realizaría en el trasatlántico australiano
Canberra
, que viajaría a las costas occidentales de África para observar un eclipse total de sol el 30 de junio de 1973. Recordando lo que habíamos disfrutado Janet y yo en el
Statendam
, acepté de inmediato, aunque me obligaba a dar cuatro conferencias sobre astronomía, y cada una dos veces si lograban llenar el barco.
La fecha de salida del crucero era el 22 de junio, pero cinco días antes Janet sufrió una hemorragia cerebral. ¿Qué podía hacer? Sabía muy bien que iba a ser la estrella del viaje con mis conferencias, pero de cualquier manera tenía que cancelarlo. Era un golpe terrible para los Sigler, que me pidieron que lo reconsiderara, pero, tal y como estaba la situación, me sentía impotente.
A no ser que el estado de Janet cambiara. La hemorragia había anulado temporalmente parte de su mente, pero le quedaba la suficiente para gemir:
—Lo he estropeado todo, lo he estropeado todo.
—Tendrás que irte al crucero, Isaac —me dijo Paul Esserman.
—No puedo ir y dejarla en el hospital –le respondí.
—No hay ninguna razón para que no lo hagas. No habrá ninguna operación. Lo único que tenemos que hacer es esperar a que se recupere, pero no estoy seguro de que lo haga si sólo piensa en el crucero. Tienes que ir y podré asegurarle que te has ido.
Así que, sumido en la desesperación, y con el suficiente sentimiento de culpa judía como para ahogar a todas las huestes del faraón, llamé a los Sigler para decirles que iría, lo que les llenó de alegría. No obstante, les hice aceptar que lo arreglaran todo para que pudiera llamar al hospital, del barco a tierra, todos los días.
Eso es lo que hice exactamente, subía todos los días al locutorio de radiofonía y esperaba mi turno. Calculé que en el curso de los dieciséis días de crucero pasé alrededor de doce horas en ese habitáculo. Hablé con ella todos los días menos uno y me aseguré de que estuviera contenta por mi estancia en el crucero. Ese día, en vez de hablar con ella, lo hice con Paul Esserman para comprobar que Janet no me estaba mintiendo. Al final, vi el eclipse y me alegré de haberlo hecho, ya que fue el único eclipse total que he visto en mi vida, pero todo lo que anhelaba era volver con Janet (quien, dicho sea de paso, nunca ha visto un eclipse total de sol hasta el momento).
Para pasar el tiempo y ahogar mi desesperación mientras estaba en el barco, me convertí en un
tummler
. Es una palabra yidis que quiere decir “el que organiza tumulto o ruido”. Hay
tummlers
en los lugares de veraneo judíos y su función es contar chistes, organizar la diversión y los juegos, flirtear con las señoras mayores poco atractivas y, en general, crear la ilusión de que por la noche todo el mundo se divierte en la ciudad.
Me convertí en el
tummler
de las dos mil personas de a bordo y, además de mis ocho conferencias, conté chistes, canté canciones, besé a las señoras, participé en los espectáculos organizados por la tripulación y, en general, alboroté por cincuenta. Todo fue un éxito. Años después, la gente que me encontraba y que había ido en el
Canberra
me decía lo bien que se lo había pasado.
Me recuerda a una de mis narraciones favoritas que, no se por qué, nunca incluí en
Isaac Asimov’s Treasury of Humor
. Es la siguiente:
A principios del siglo XX, un caballero que pasaba por Viena, se sentía tan profundamente deprimido que incluso pensaba en suicidarse, así que fue a ver a Sigmund Freud.
Freud le escuchó durante una hora y después le dijo:
—Su estado es grave, está profundamente arraigado, y no se puede tratar en una tarde. Debe buscar ayuda profesional y prepararse para años de tratamiento. Pero, mientras tanto, puede encontrar un final para su tarde de hoy. El gran Grimaldi, el payaso, está en la ciudad y su público se muere de risa. Asista a su actuación. Seguro que se divertirá durante dos horas y puede que el alivio que le produzca dure varios días.
—Lo siento —dijo el caballero deprimido—, no puedo hacerlo.
—¿Por qué no? —preguntó Freud.
—Porque soy Grimaldi, el payaso.
Tal vez parezca que yo sentía pena de mí mismo durante el crucero (una emoción que detesto, como ya sabe), pero no es así. Me persuadí de que me estaba divirtiendo, simplemente actuando como si fuera cierto. Sólo después, cuando estuve a salvo con Janet de nuevo, recordé el viaje y me identifiqué a mí mismo con Grimaldi, el payaso. Ese mismo año, poco después de que nos hubiéramos casado, tuvimos la oportunidad de ir de crucero de nuevo, esta vez de luna de miel, y en el
Queen Elizabeth 2
. Era un “crucero a ninguna parte”. Simplemente salíamos de Nueva York, navegábamos por el océano sin tocar tierra y volvíamos a Nueva York. Perfecto para alguien de mis gustos.
Subimos al barco el 9 de diciembre de 1973, y me sentía muy feliz porque esta vez Janet estaba conmigo. En ciertos aspectos, el crucero fue un fracaso, ya que nos disponíamos a ver el Kohoutek, que se pregonaba como un cometa que iba a ofrecer un magnífico espectáculo. Por desgracia, llovió y estuvo nublado todas las noches; pero incluso con buen tiempo el cometa habría resultado decepcionante, pues apenas se distinguía a simple vista. ¿Pero porqué nos debíamos preocupar Janet y yo? Éramos nuestro propio cometa.
Lajos Kohoutek, el descubridor del cometa, estaba en el barco y tenía que pronunciar una conferencia. Janet y yo nos instalamos cómodamente en nuestros asientos y Janet dijo:
—Es tan agradable ir en un viaje contigo cuando no eres el que tiene que dar una conferencia.
Y en ese momento el maestro de ceremonias nos dijo que Kohoutek, por desgracia, no se sentía muy bien, estaba encerrado en su camarote y la charla quedaba cancelada. La audiencia respondió suspirando con tanta desilusión que Janet (siempre bondadosa) se puso de pie y dijo:
—Mi marido, Isaac Asimov, dará una conferencia.
Asegura que no hizo eso, sino que sólo me dio el codazo que todas las mujeres utilizan para decir “no hay réplica” y después me comunicó por lo bajo que debería presentarme voluntario. No creo que haya mucha diferencia. En cualquier caso, avancé tambaleándome hasta el estrado e improvisé una charla para una audiencia que esperaba oír hablar de otra cosa.
Lo logré. En realidad, lo hice tan bien que el director del crucero me invitó después a ir como conferenciante en otros cruceros, y Janet y yo hicimos varios viajes en el
QE2
con todos los gastos pagados.
Hubo otro efecto secundario muy peculiar de la hemorragia cerebral de Janet, pero para explicarlo tengo que remontarme un poco al pasado.
Las primeras experiencias de Janet eran en algunos aspectos extrañamente paralelas a las mías. Como yo, desde niña quería ser escritora, pero, también como yo, se percató de que sería difícil ganarse la vida de esta manera. Se decidió por una carrera científica. Se sobreentendió que asistiría a la universidad, ya que su entorno familiar no excluía la educación superior para las mujeres, así que no tuvo que abandonar sus estudios como Gertrude o Marcia.