Memorias (61 page)

Read Memorias Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

BOOK: Memorias
4.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

No me pagaban y habría rechazado la invitación sin pensarlo dos veces. Pero esta vez reflexioné con atención. La sede estaba en Rensselaerville, un pequeño pueblo en el norte del estado de Nueva York, cerca de Schenectady. Me habían descrito el instituto como un lugar rústico, y aunque soy un “urbanita”, sabía que a Janet le encantaba el campo. Se enfrentaba a una experiencia penosa, incluso probablemente a la pérdida de un pecho, y deseaba que disfrutara de unos días agradables, en caso de que sucediera lo peor. Por tanto, acepté ir.

Pasamos el fin de semana del Día de la Independencia allí y me alegré por ello, ya que a Janet le extirparon el pecho tres semanas después y no me habría perdonado nunca el haberla privado de ese fin de semana.

El lugar era rústico y bello, y a Janet le encantó. Estaba situado en una zona de verdes y suaves colinas, rodeado de bosques, y había un lago y un arroyo que formaba cataratas espectaculares.

No obstante, los edificios que albergaban los salones de conferencias eran modernos y estaban equipados con agradables instalaciones, incluido el aire acondicionado. Contaba con un buen restaurante y se podían ver ardillas listadas, liebres y otras criaturas. A Janet esto también le encantó. Me felicité mil veces por mi acertada decisión.

Janet y yo pedimos habitaciones separadas (pero adyacentes) por decoro, ya que todavía no estábamos casados. No obstante, esto resultó ser muy incómodo. Estar separados por la noche resultó doloroso y fue la última vez que lo hicimos. Después de esto, tiramos las apariencias por la ventana. ¿Por qué no? De todas maneras, al cabo de un año y medio íbamos a estar casados.

Por supuesto, tuvimos que asistir al acto de clausura de mi conferencia, una charla comercial que nos divirtió y que incluía la proyección de una cinta de video que necesitaba dos voluminosos aparatos para que funcionara. (Recuerde que fue en 1972.) Dichas cintas, aseguró el orador, serían el futuro, y reemplazarían a los libros, así que la gente como Isaac Asimov (y sonrió hacia donde estaba sentado en la primera fila), se moriría de hambre. En ese momento, la audiencia, enfrentada a la posibilidad de que muriera de hambre, empezó a reírse a carcajadas.

Para la tarde siguiente estaba programada la conferencia principal, pero dio la casualidad de que el orador fue retenido en Gran Bretaña y no pudo llegar. Me pidieron que les echara una mano. Protesté diciendo que no tenía nada preparado y me contestaron:

—Venga, Isaac, todo el mundo sabe que no necesitas preparación.

Puesto que enseguida sucumbo al halago, acepté.

En mi conferencia recogí el tema de las cintas de vídeo y señalé lo voluminoso e incómodo que era el equipo, pero insistí (con bastante exactitud) que sería simplificado en poco tiempo. Después especulé sobre hasta dónde podría llegar la simplificación: hacerlo pequeño y transportable, independiente, sin fuente de energía y con mandos que pudieran hacer que empezara, se detuviera, avanzara o fuera hacia atrás con poco más que un esfuerzo mental, y muchas cosas más. Y, fíjese bien señalé, todo eso es un libro.

También indiqué que la televisión proporcionaba tanta información que el espectador se convertía en un receptor pasivo, mientras que el libro daba tan poca que el lector tenía que ser un partícipe activo: su imaginación suplía todas las imágenes, sonido y efectos especiales. Esta participación, añadí, proporcionaba tanto placer que la televisión no podía erigirse como un buen sustituto.

La conferencia tuvo tanto éxito que me pidieron que volviera en 1973 a dar mi propio seminario. Quería que Janet disfrutara otra vez de aquel lugar, así que acepté. Fue igual de agradable. El 19 de agosto de 1973 estábamos de nuevo en el Instituto Rensselaerville,. Janet se recuperó de su mastectomía y de su hemorragia cerebral y yo de la muerte de mi madre.

En realidad, hemos vuelto todos los años desde entonces. También vuelve un grupo recalcitrante de “asiduos” y algunos nuevos asistentes, aunque no hay manera de que quepan más de unas sesenta personas.

El grupo siempre trata de algún problema relacionado con la ciencia ficción: la llegada de alguna catástrofe, la creación de una colonia espacial y cosas así. Se divide en varios subgrupos que realizan una tarea concreta, por supuesto con la máxima seriedad, elaborando trabajosamente procedimientos, soluciones, conclusiones, discutiendo intensamente con los demás y todo ello sin prestar atención al maravilloso clima del exterior.

Una vez pronuncié una charla y dije que deberíamos estar sentados fuera poniéndonos morenos, jugando al tenis o nadando en el lago. En vez de eso, estábamos dentro discutiendo y pensando. Después esperé unos minutos y añadí:

—¡Que suerte tenemos!

Todo el mundo estalló en aplausos.

Por supuesto, hemos hecho buenos amigos en Rensselaerville. Los mejores de todos son Isidore Adler, un químico de la Universidad de Maryland, y su mujer Annie. Izzy era otro de esos individuos que no es guapo pero que es tan atractivo que las jóvenes siempre revolotean a su alrededor. Intercambiábamos bromas sin descanso. Era el típico escocés que podía ganar al tenis y al balonmano a hombres lo bastante jóvenes como para ser sus nietos. Se levantaba al amanecer y corría varios kilómetros por la carretera atravesando el pueblo. Una joven muy atractiva, Winnie, quería perder algo de peso, así que a veces corría con él. Por supuesto, él era más rápido, así que si la gente del pueblo miraba por la ventana, podía ver un espectáculo poco frecuente: una atractiva joven persiguiendo alocadamente a un hombre mayor, bastante feo, que parecía escapar de ella.

Winnie bailaba la danza del vientre y, dicho sea de paso, era muy espectacular. Siempre reservábamos una noche para este baile cuando le tocaba el turno a ella. Y todas las noches, por supuesto, yo hacía una exhibición contando mis mejores chistes. Había algunos que (a petición popular) repetía todos los años, ya que nadie era capaz de contarlos como yo.

También conocimos a Mary Sayer, cuya naturalidad (por no hablar de su tipo) nunca perdía su atractivo. Era una mujer con la que flirtear era un placer, porque siempre acababa totalmente perpleja, lo que resultaba encantador. Además, era aficionada a la ciencia ficción. En 1983 me la encontré en la Convención Mundial de Baltimore. Janet había ido a hacer un recado pero no había vuelto, así que me estaba poniendo nervioso. Mary, con su amabilidad acostumbrada, me dijo que era absurdo buscarla entre la multitud. Me aconsejó que fuera a mi habitación y que esperara allí, ya que Janet seguramente volvería pronto. Me acompañó a la habitación y me senté sintiéndome muy desgraciado. No le hice ni caso hasta que oí la llave en la cerradura. Me puse en acción de inmediato.

—Rápido, Mary —le dije, y la arrastré hacia la puerta. Allí la abracé y me las arreglé para besarla en los labios justo en el momento en que entraba Janet.

—Hola, Mary —saludó Janet.

No prestó la menor atención al beso, que sabía que era en su honor. Además, la bondad de Mary era tan diáfana que hacía que cualquier otra cosa fuera imposible.

Durante los últimos años en el Instituto, Mark Chartrand (un astrónomo) y Mitchell Waldrop (un escritor científico) también asistieron con regularidad y participaron en el juego.

Siempre doy una conferencia introductoria de una hora de duración la primera tarde, a la que pueden asistir los habitantes del pueblo. En Rensselaerville tuve la suerte de conocer a Andy Rooney, que tenía allí una casa de veraneo.

Casi siempre me las arreglaba para escribir un relato a mano, mientras estaba en el instituto, por lo general uno de misterio de los viudos negros. También lo hacía en los cruceros. En uno escribí tres relatos y después los vendí todos.

La gente que me ve escribiendo a mano me habla de los ordenadores portátiles, pero no les hago caso. Siempre me ha gustado más escribir a mano. ¿Por qué no lo pueden entender? En realidad, la mayor parte de este libro que está leyendo lo escribí originalmente a mano, por razones que explicaré más adelante. Pero el tiempo pasa. En 1987, a Izzy Adler le descubrieron un cáncer de próstata. Siguió asistiendo aunque sufría dolores constantes y en 1989 fue en silla de ruedas. El 26 de marzo de 1990 murió, a la edad de setenta y tres años.

La noticia de su muerte me causó una gran pena, a pesar de que la esperaba. Esto, unido a los problemas médicos que se me acumularon, y que describiré más tarde, me ayudaron a decidir que la estancia de 1990 fuera la última. El grupo seguirá adelante igual de bien sin mí, o quizá mejor.

128. Mohonk Mountain House

Los padres de Janet a menudo pasaban algún tiempo en Mohonk Mountain House, un lugar de veraneo rodeado de kilómetros de soledad. Los edificios más antiguos databan de un siglo atrás y se respiraba un ambiente victoriano.

Está en New Paltz (Nueva York), frente a Poughkeepsie, justo al otro lado del río Houdson.

Iban sobre todo porque el padre de Janet era un entusiasta del golf y las instalaciones de Mohonk eran muy buenas. Janet nunca los acompañó (estaba ocupada con sus estudios y, como la mayoría de los jóvenes, no creía que ir pisándoles los talones a sus padres fuera la mejor manera de pasar unas buenas vacaciones.) Sin embargo, le hablaron mucho de la belleza del paraje y de lo agradable que era su ambiente.

En 1975, cuando íbamos hacia el sur por la autopista de Nueva York después de dar una conferencia en el norte, al llegar a una señal que anunciaba “New Paltz, próxima salida”, Janet dijo:

—Hay un lugar llamado Mohonk Mountain House en New Paltz, me encantaría conocerlo.

Por lo general, para mí un viaje —cuando tengo que viajar— no es más que un medio de ir de A a B, lo más rápido y directo posible. Me resisto al impulso de parar y hacer un poco de turismo a no ser que Janet insista. Esta vez no insistió, pero debía de estar de un humor especialmente condescendiente porque contesté:

—Bueno, desviémonos y echemos un vistazo.

Seguimos por una tortuosa carretera de montaña durante quince kilómetros y por fin llegamos a un lugar en el que se mezclaban, de forma indiscriminada, edificios de distintos estilos arquitectónico. Lo más pintoresco que se pueda imaginar. Estaba rodeado de jardines, colinas, parajes salvajes y un pequeño lago. El almuerzo fue excelente y después paseamos por sus magníficos jardines. Janet estaba extasiada, y yo estoy dispuesto a que me guste cualquier cosa que le produzca éxtasis a Janet. En realidad, yo también estaba impresionado, así que se ha convertido en nuestro lugar favorito de descanso.

Vamos dos o tres veces al año durante tres o cuatro días. Paseamos del brazo por los salones, el lago y los jardines. Una vez asistimos a cinco “fines de semana de misterio y asesinato” en invierno, y después dirigí dos “fines de semana de ciencia ficción”. A veces asistimos a una semana dedicada a la música y en una ocasión fuimos a ver una lluvia de meteoritos. También vamos sin ninguna razón aparente, simplemente para estar allí. De vez en cuando doy alguna charla, a petición suya, pero por supuesto no acepto dinero, sólo la habitación y la comida.

Los animales salvajes de Mohonk, sobre todo los ciervos, no se asustan de los seres humanos puesto que nadie les hace nada. Durante uno de los tranquilos paseos, que se consideran adecuados para mí, vimos, a menos de cincuenta metros de nosotros, media docena de ciervos de cola blanca paciendo en la hierba al anochecer. Los miramos embelesados; ellos nos ignoraron. Por fin, Janet inquirió:

—¿No son preciosos?

—Sí, son maravillosos —respondí.

Suspiró, pero recordé que le encanta comer carne de venado cuando aparece en la carta.

En cierta ocasión, encontramos por casualidad un lugar especialmente tranquilo y en apariencia virgen y nos sentamos encantados durante media hora. Cuando volvimos al hotel escribí un relato de los viudos negros,
The Quiet Place
(El lugar tranquilo), que apareció en el número de marzo de 1987 de
EQMM
.

En 1987, el
Washington Post
me pidió un artículo sobre algún sitio al que hubiera viajado y que me gustara mucho. Les dije que no viajaba a no ser que fuera a Mohonk Mountain House, a menos de ciento cincuenta kilómetros de Nueva York. Me dijeron que servía y entonces me enfrenté al problema, ya que no soy una persona muy observadora, de describir el lugar.

Así que le sugerí a Janet que lo escribiera y, después de muchas dudas, lo hizo. Luego lo revisé, introduje unos pocos cambios y lo envié. (Como ocurre siempre con nuestras colaboraciones, Janet hizo el noventa por ciento del trabajo.) Al
Post
le encantó. Insistí para que los dos fuéramos citados como autores. Estuvieron de acuerdo y apareció en el número de Navidad bajo el título de
Our Shangri-La
.

El artículo les gustó y me encargaron uno sobre el Museo Americano de Historia Natural. Puesto que a Janet le encantaba el lugar, le pasé el trabajo. Apareció en 1988 en el Post como
The Tyrannosaurus Prescription
, firmado por Janet e Isaac Asimov.

Los dos artículos se incluyeron en una colección publicada por Prometheus Press en 1989. a los editores les impresionó tanto el artículo de Janet que titularon el libro
The Tyrannosaurus Prescription
.

Janet es una buena escritora de no ficción. Ha vendido todos los artículos que ha escrito (incluso uno dos veces, cuando la primera revista quebró y tuvo que encontrar otra) y yo insisto para que escriba más.

129. Viajar

A pesar de mis reticencias respecto de los viajes, he estado en Evansville (Indiana) y Raleigh (Carolina del Norte), porque tenía que asistir a actos y dar conferencias en estos lugares tan lejanos y exóticos. He estado en Mammoth Cave (Kentucky) y he visto túmulos indios en Ohio.

Ir tan lejos (para mí) requiere estímulos extraordinarios. Fui a Indiana porque Lowell Thomas me lo pidió como un favor especial y a Carolina del Norte por invitación del gobernador del Estado. Con el tiempo, incluso estos estímulos fueron insuficientes, pero mientras estuve en la cincuentena, lo hacía.

El mayor de mis estímulos era el deseo de Janet. Nunca me forzaba ni me exigía nada, pero sabía, por ejemplo, que siempre había querido visitar los Everglades, en Florida. Algunas personas, supongo, sueñan con ir de compras a París o con jugar en Las Vegas, pero Janet soñaba con la flora y la fauna de los Everglades, y yo quería complacerla de todo corazón.

Other books

Drawing Down the Moon by Margot Adler
Cold Poison by Stuart Palmer
The Sixth Man by David Baldacci
Her Galahad by Melissa James
The Bad Always Die Twice by Cheryl Crane
The Dutch Wife by Eric P. McCormack