En los años siguientes descubrí que todo el mundo me ganaba, independientemente de su raza, color o religión. Sencillamente, era el peor jugador de todos los tiempos y, con los años, dejé de jugar al ajedrez.
Este fracaso me dolió realmente. Estaba en total contradicción con mi "inteligencia", pero ahora sé (o al menos eso me han dicho) que los grandes jugadores de ajedrez logran sus resultados estudiando durante años y años partidas de ajedrez, memorizando gran cantidad de complejas "combinaciones". No ven el ajedrez como una sucesión de jugadas sino como un patrón. Sé lo que eso significa porque yo veo los artículos o los relatos como patrones.
Pero son aptitudes diferentes. Kasparov considera el juego de ajedrez como un patrón, pero para él, un artículo no es más que una mera sucesión de palabras. Yo veo los artículos como patrones y las partidas de ajedrez como meras sucesiones de movimientos. Así que él puede jugar al ajedrez y yo puedo escribir artículos, pero no al revés.
Sin embargo, esto no es suficiente. Nunca pensé en compararme con los grandes maestros del ajedrez. ¡Lo que me molestaba era mi incapacidad de ganar a nadie! La conclusión a que llegué finalmente (cierta o equivocada) era que no estaba dispuesto a estudiar el tablero y sopesar las consecuencias de cada uno de los movimientos posibles. Incluso la gente que no es capaz de ver patrones complejos por lo menos puede deducir las dos o tres jugadas siguientes, pero yo no. Muevo por impulsos, cuando no al azar, y soy incapaz de hacer nada más. Esto quiere decir que tengo todas las probabilidades de perder.
Y una vez más, ¿por qué? A mí, me parece obvio. Mi capacidad para comprender y recordar todo enseguida es lo que me inutiliza. Esperaba ver las cosas de inmediato y me negaba a aceptar una situación en la que algo así no era posible. (Igual que cuando me negaba a estudiar en el instituto y en el
college
.)
Tengo la gran suerte de poder ver los patrones de inmediato, sin esfuerzo, cuando escribo y cuando doy conferencias. Si tuviese que pensarlo, supongo que habría fracasado en ambas cosas. (Y no me sorprendería que mi falta de disposición para tomarme el tiempo para pensar las cosas haya contribuido a mi fracaso como científico.)
No subo a los aviones debido a mi acrofobia; considero que es una buena razón, como explicaré en seguida. Sin embargo, volé en avión una vez cuando estaba en la NAES y otra en el ejército. Debo explicar las circunstancias.
En la NAES estaba trabajando con unos "tintes marcadores" cuya finalidad era teñir el agua que rodeaba a los pilotos derribados en el océano y hacerlos más visibles para los aviones de rescate. (Me encantaba trabajar en esto porque contribuía directamente al bienestar de los combatientes y me servía de excusa para no estar entre ellos, al menos en parte.)
El método corriente de probar los distintos marcadores era subir en un avión y comparar sus diferentes grados de visibilidad. Pero yo había diseñado una prueba que a mi juicio haría lo mismo evitando el gasto de un vuelo de avión, aunque para comprobar que mi prueba funcionaba tendría que comparar sus resultados con los de la vigilancia aérea. Si ambos daban los mismos resultados, estaba hecho.
Me sentía tan entusiasmado (y creo que fue el último destello de verdadero entusiasmo que sentí por la investigación científica real) que pedí ir en un avión para observar los marcadores. Subí a un pequeño bimotor de la NAES pilotado por uno de sus oficiales. Estaba tan concentrado en observar las pequeñas manchas verdes en el agua, que me olvidé de la acrofobia y no fui presa del pánico. Incluso tuve intención de volver a volar, pero mis superiores querían saber si podía garantizar los resultados.
Les dije:
—Desde luego que no. Si pudiese, no tendría que volar en el avión.
Así que haciendo gala de su estupidez, suspendieron los vuelos.
Mi segundo vuelo fue a mi regreso de Hawai. Había solicitado viajar en el primer transporte marítimo disponible para San Francisco, que significaba pasar seis días en el océano. Prefería eso a un vuelo en avión.
Pero en la marina, "transporte marítimo" significa avión. Protesté airadamente, pero el sargento que se encargaba de mí se limitó a darme la orden de subir al avión y no tuve más remedio que obedecer. Despegó de inmediato y me transportó por la noche durante doce horas hasta que llegamos a San Francisco. Sucedió todo tan de prisa y me dejó en tal estado de incertidumbre y confusión, que no tuve tiempo de pasar miedo.
Ninguno de los dos viajes hizo que los aviones me gustaran. Claro que, dadas las circunstancias, había pocas posibilidades de que lo hicieran. El primero era un pequeño avión en absoluto pensado para el transporte de civiles y el segundo era un DC—3 destripado en el que todos los pasajeros tenían que dormir, o al menos intentarlo, sobre el suelo curvo de madera.
¿Y qué sucedería si cogiese un avión moderno, con asientos confortables, azafatas con bandejas de comida, películas y todo lo demás? ¿Y qué? Nunca lo sabré, puesto que no existe la menor posibilidad de que acepte volar (a menos que Janet o Robyn estuvieran muy lejos y me necesitaran desesperadamente y con urgencia). Además, está la extraordinaria publicidad y los detalles macabros con que se da noticia cada vez que hay un accidente de avión, y en cuanto se produce uno de estos incidentes terribles, se reafirma mi incuestionable decisión de no volar.
Pero ¿tengo realmente acrofobia, o es una excusa para evitar los aviones? Como Lester del Rey insinuó una vez, ¿soy un cobarde o un acrófobo?
Créame, soy acrófobo. Me di cuenta de ello la primera vez que me puse realmente a prueba. Cuando visité la Exposición Universal de Nueva York en 1939, con mi amada del laboratorio de química, se me ocurrió montarme en la montaña rusa. Por lo que había visto en las películas, imaginé que mi pareja gritaría y se abrazaría a mí, algo que, pensé, sería maravilloso.
En cuanto el vagón llegó a la parte superior de la pendiente más alta y empezó a deslizarse hacia abajo, reaccioné como alguien que padece acrofobia. Grité aterrorizado y me agarré desesperadamente a mi pareja, que seguía imperturbable e inmóvil. Me bajé de la montaña rusa medio muerto y si hubiese sido mayor y mi corazón no tan joven, seguro que me habría muerto.
No creo que esta experiencia fuera la causa de la acrofobia. Más bien creo que ya la tenía de siempre, pero nunca había estado lo bastante arriba y en situación de sentir miedo de caer. Me pregunto si en realidad nací con esta fobia, si es parte de mi dotación genética.
Después de descubrir que tenía acrofobia, evité cuidadosamente cualquier situación que pudiera activar la sensación. Sólo una vez me camelaron para que hiciera caso omiso de esta sensata precaución.
En diciembre de 1982, un gran
menorah
[4]
de nueve metros de altura se instaló en los días del
Hanuka
[5]
en el Columbus Circle, muy cerca de mi casa. Un rabino me telefoneó para pedirme que encendiera algunos de sus brazos con un soplete, dijera unas palabras y repitiera un corto rezo tras él. No tenía ganas de hacerlo, pero soy reacio a actuar de alguna manera que pueda sugerir que no tengo sentimientos judíos.
—¿Cómo llegaremos hasta arriba? —le pregunté.
—Con una plataforma de extensión hidráulica —me respondió, refiriéndose a uno de esos cubos en los que se suben los trabajadores para podar los árboles.
—No puedo hacerlo —le dije—. Tengo acrofobia. Tengo un miedo enfermizo a las alturas.
—Tonterías —dijo—. Yo también subiré en la plataforma, y recuerde, cuanto más arriba subamos, más cerca estaremos de Dios.
Eso sí era una tontería. Incluso si Dios existiese, no estaría "ahí arriba". Sería inmanente a toda la creación. Pero dejé que me convenciera. Al recordarlo, no puedo creer que fuera tan sumamente estúpido. Pero lo fui.
La tarde en cuestión fui andando hasta Columbus Circle junto con Janet y su sobrina Patti. Janet estaba furiosa conmigo porque había aceptado, en parte porque significaba participar en un acto religioso y en parte por su miedo a mi acrofobia. En cuanto a mí pensaba: "Será el triunfo de la mente sobre la materia. Me limitaré a ignorar el hecho de que estaré subiendo por los aires."
Sin embargo, en cuanto me monté en la plataforma y noté que empezaba a ascender, me di cuenta de inmediato que no basta sólo la mente para controlar mi fobia. Me derrumbé en el suelo del cubo y lo único que los asistentes a la ceremonia podían ver eran mis dedos agarrados que se aferraban al borde del artefacto volador. En esa época padecía ataques de angina de pecho que, por lo general, sólo se manifestaban cuando iba andando. Por primera vez se presentó uno estando yo inmóvil, y sentí un fuerte dolor en el pecho.
Todo lo que se me ocurrió era que podía ser un ataque al corazón y pensé: "Si me muero, Janet me matará".
Pero me puse en pie, todavía vivo, y logré con mucha dificultad encender el número necesario de brazos del menorah con el soplete. (Nunca había tenido en mis manos algo así y aprender a controlar su llama, mientras estaba agarrotado por la fobia, resultó difícil.)
Pronuncié unas palabras durante varios minutos, aunque no tengo la más remota idea de lo que dije y después, a punto de morir, repetí las sílabas hebreas que entonaba el rabino. (Él no tenía fobia.)
Por fin, empezamos a bajar y pensé agradecido que cada metro que descendíamos me alejaba de Dios y me acercaba a la bendita tierra.
Mis problemas no habían terminado. Cuando llegamos al suelo, descubrí que estaba sufriendo una parálisis nerviosa. No podía mover las piernas y me tuvieron que sacar de la plataforma. Me mantenía derecho, y con Janet sujetándome por un lado y Patti por el otro, me las arreglé para arrastrar los pies. Mientras me llevaban a casa andando, mis piernas fueron recuperando lentamente la normalidad.
Me preocupaba lo que Janet diría, ya que mientras caminábamos hacia casa mantuvo un silencio que no auguraba nada bueno (igual que solía hacer mi madre cuando estaba pensando en la zurra que me iba a dar una vez que estuviera a salvo en casa.) Para evitarlo dije lastimeramente:
—Tenía miedo de que si me daba un ataque al corazón y me moría, tú me matarías, Janet.
—No —me respondió—, pero habría matado a ese rabino.
Una vez tuve la oportunidad de ver a alguien en acción sin acrofobia y todavía no puedo creérmelo. Había una grieta en la fachada de nuestro edificio de apartamentos y durante las tormentas los vientos racheados hacían que entrara agua hasta el piso a través de la pared. El 17 de diciembre de 1986, un hombre subido en un andamio que colgaba del tejado se dedicaba a quitar los ladrillos y a buscar la filtración. El andamio parecía una estructura poco segura y por debajo había treinta y tres pisos.
Me maravillaba su aplomo y, con el estómago revuelto, le pregunté si no le importaba estar así suspendido en el aire. Miró hacia abajo, después hacia mí y dijo:
—No.
Descubrió en la pared un trozo de metal que era el causante de la grieta y que, al intentar arrancarlo, cedió de repente. El trabajador se tambaleó hacia atrás y yo reaccioné como quien tiene acrofobia, lanzando un grito ensordecedor. El hombre quedó retenido en la parte trasera del andamio, durante un momento pareció un poco alterado, y después empezó a poner los ladrillos que había quitado en el agujero abierto en la pared.
Eso es no tener acrofobia.
Al hablar de mis particularidades fóbicas, debería mencionar que también padezco una afección benigna, la claustrofilia, o afición a los lugares cerrados.
Permítaseme explicar cómo me di cuenta de ello. De vez en cuando iba a algunos grandes almacenes con Gertrude. (Odio ir de compras y no soy capaz ni de comprarme mi propia ropa de manera adecuada, así que Gertrude tenía que venir conmigo para supervisar, y una vez que estaba allí, también se compraba cosas para ella.)
Mientras caminábamos por el almacén miraba los escaparates de mi alrededor y me interesaban en particular las exposiciones de muebles. Algunas tiendas exponían modelos de dormitorios y salas de estar y mostraban los muebles perfectamente colocados. Encontraba estas habitaciones extraordinariamente atractivas, cálidas y acogedoras. Me gustaban más que las habitaciones corrientes de mi casa o las de mis amigos.
Pero ¿por qué? Las habitaciones en las que vivía estaban bien amuebladas y no se diferenciaban de las de los grandes almacenes en nada esencial. El asunto me intrigaba y, un día, estudiando una de estas habitaciones piloto que me producía el deseo habitual de vivir en ella, por fin me di cuenta de la diferencia.
La habitación piloto no tenía ventanas, su iluminación era una acogedora y cálida luz artificial. No había invasión violenta de la luz del sol.
De repente, comprendí algunas cosas sobre mí mismo que antes me había limitado a aceptar sin más. En una de las tiendas de caramelos que tuvimos había un piso en la planta superior. También tenía una pequeña habitación en la trastienda equipada con un hornillo y otros accesorios de cocina, ya que antes la tienda había servido comidas. Mis padres dejaron de hacerlo, pero a menudo yo comía en esa habitación.
La prefería a la cocina de arriba. Una vez que descubrí mi claustrofilia, recordé que el cuartito no tenía ventanas y que me había sentado allí a comer a la luz de una bombilla incluso en pleno mediodía.
En esa época, en el metro había quioscos que vendían periódicos, revistas y dulces. Por la noche, los laterales, que eran de madera, se doblaban y se cerraban y todo el quiosco parecía una caja hermética hasta que se abría antes de la hora punta de la mañana.
Soñaba con poseer uno de aquellos quioscos y fantaseaba con que cuando estuviera cerrado, me quedaría dentro con una bombilla encendida. Entonces, podría leer las revistas que me gustaban, recluido y aislado por completo mientras oía de vez en cuando el ruido sordo de los trenes del metro. (Los problemas mundanos de cómo me las arreglaría para ir al cuarto de baño en mitad de la noche jamás me los planteé.)
Mi claustrofilia no es extrema. Aunque prefiero los sitios cerrados, soporto muy bien las habitaciones iluminadas por el sol y estar al aire libre. No tengo ningún resquicio de agorafobia (angustia morbosa ante los lugares abiertos), aunque prefiero pasear por las gargantas de Manhattan cercadas por sus altos edificios que por el despejado Central Park.