Era una tentación. Había oído hablar de escritores jóvenes que vendían un libro, o a veces sólo un relato para una revista, y que abandonaban su trabajo para dedicarse a escribir. Y por lo general el final del asunto consistía en que no lograban vender nada más y debían intentar volver a su trabajo o encontrar uno nuevo.
Estaba seguro de que vendería más obras, pero sabía que no ganaría bastante para mantenernos mi mujer y yo. Tampoco podía estar seguro de que la novela me resultara rentable. Todo lo que ésta me había aportado era el adelanto de setecientos cincuenta dólares, y si no se vendía no vería ni un penique más. (Si la hubiese vendido a
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me habrían pagado por ella casi el doble.)
Además, había aceptado el puesto de Boston y si decidía no ir allí en cierta manera estaría faltando a mi palabra, y me aterrorizaba hacerlo. Así que, en contra de mis deseos, fui a Boston a finales de mayo, en un estado de ánimo bastante afligido. Gertrude, que me acompañó, sentía lo mismo que yo. Llevábamos siete años casados y todavía no había recibido ni uno solo de los diamantes que le prometí.
Éste es uno de los momentos en que podemos jugar al juego, divertido pero completamente inútil, de las conjeturas.
¿Y si no me hubiesen ofrecido el trabajo de Boston? ¿Y si hubiese vendido el libro unas semanas antes de haberme comprometido a ir a Boston? Es probable que hubiera permanecido en Nueva York, contando con que el adelanto y el prestigio de un libro me darían tiempo para encontrar un trabajo más cerca de casa. ¿Cómo puede saber nadie lo que habría ocurrido? Tengo tendencia a mirar las cosas de manera constructiva y con optimismo. Al final, permanecí en servicio activo en Boston durante nueve años. En ese tiempo enseñé, instruí y amplié mi campo de operaciones como no habría podido hacerlo de otra manera. Además, obtuve el sello del título académico, que me dio autenticidad como escritor científico.
Aunque el traslado fue doloroso, amplió mis horizontes y estoy convencido de que contribuyó a que fuera un escritor mejor y más conocido de lo que hubiera sido de otra manera, así que ir a Boston fue importante.
Y además, hacerlo significaba que cumplía mi palabra.
Un guijarro en el cielo
se publicó el 19 de enero de 1950, dos semanas y pico después de mi trigésimo cumpleaños. He seguido con Doubleday desde entonces en perfecta armonía. Han publicado, hasta este momento, ciento once de mis libros, y el 16 de enero de 1990 aprovecharon la oportunidad para celebrar mi septuagésimo cumpleaños y el cuadragésimo aniversario de la publicación de este libro. Habían preparado una gran fiesta en el restaurante Tavern on the Green e invitaron a cientos de personas.
Cuando llegó el día, yo estaba en el hospital. Pero no podía decepcionar a tanta gente, así que esa tarde me escabullí del hospital. Janet empujaba mi silla de ruedas y mi fiel internista, el doctor Paul R. Esserman, me acompañó. La fiesta resultó muy bien, aunque tuve que recibir a todo el mundo en la silla de ruedas y hacer mi discurso sentado en ella. Después volví a hurtadillas al hospital, con la esperanza de que nadie se hubiese dado cuenta de mi desaparición.
¡Vana esperanza! En el
New York Times
apareció una divertida reseña y a la mañana siguiente lo sabía todo el mundo. Las enfermeras me sermonearon. Lester del Rey me telefoneó y me insultó acusándome de arriesgar mi vida.
Cuando llamé a Los Ángeles por negocios, las primeras palabras de la joven que me contestó fueron:
—Chiquillo desobediente…
Tres días después era el septuagésimo aniversario de
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y estaba previsto que yo diera una charla, pero esta vez no me atreví a escaparme, así que me perdí la fiesta. Ésta fue una de las veces que sentí compasión de mí mismo. Me sentí como si hubiese traicionado a John Campbell.
A menudo, la gente me ha preguntado por qué he seguido con Doubleday todo este tiempo. La opinión general parece ser que una vez que un escritor alcanza la fama, se convierte en una "mercancía caliente" y debería negociar con las editoriales, dejar que pujen por él y aceptar la mejor oferta. Así, cada vez es más rico. Pero yo no puedo hacer eso. Doubleday siempre se ha portado bien conmigo y soy incapaz de pagar el bien con el mal. La gratitud y la lealtad han sido una constante en mi vida y jamás me he arrepentido de las posibles pérdidas económicas que me hayan podido causar. Prefiero perder dinero que parecer un ingrato.
La gente me dice: "Por supuesto que te tratan bien. ¿Por qué no iban a hacerlo cuando les haces ganar tanto dinero?"
Los que dicen esto cometen un error. Tengo que decir que cuando envié mi primer relato y nadie en Doubleday podía saber si se vendería bien o no, o si escribiría otro, entonces fue cuando me trataron bien.
La bondad personificada fue mi primer director de Doubleday, Walter I. Bradbury (a quien todo el mundo llamaba "Brad"). Era de altura mediana, ligeramente rollizo, y se parecía mucho (en mi opinión) al actor británico Leo Genn. Era amable y educado y tenía hacia mí una actitud paternal, sin ser condescendiente, que hizo que me sintiera a gusto en una época en que estaba muy poco seguro de mí mismo. Me aconsejó amablemente sobre mi obra y me ayudó a leer mis primeras galeradas. Siempre estaba dispuesto a hablar por teléfono conmigo. Incluso una vez que le llamé muy agitado, a su casa, cuando su hijo estaba enfermo, siguió hablándome amablemente y sin prisa. Fue la tercera persona, después de Campbell y Dawson, que me ayudó en mi carrera sin que hubiera otra razón aparente que su corazón bondadoso. Pero tendré que repetir una anécdota para que conozca bien a Brad. Otra editorial me ofreció un adelanto de dos mil dólares por los derechos en rústica de una de mis primeras novelas,
Las corrientes del espacio
(1952). Estaba encantado, ya que en esa época representaba una gran suma para mí. Le dije que Doubleday poseía los derechos pero que harían lo que yo dijera.
Entonces telefoneé a Brad para darle la noticia y, cuando se produjo un silencio al otro lado del hilo, se me cayó el alma a los pies. Pregunté:
—¿He hecho algo mal?
—Pues, Bantam acaba de ofrecernos tres mil —me respondió Brad.
Me quedé callado y Brad añadió amablemente:
—¿Te has comprometido, Isaac?
—Sí —afirmé—. Le dije que Doubleday poseía los derechos, pero sí, me comprometí.
—En ese caso, aceptaremos los dos mil dólares.
—No hace falta que Doubleday pierda —le dije—. Vuestra mitad de los tres mil habrían sido mil quinientos dólares. Podéis quedaros con mil quinientos y yo me daré por satisfecho con los quinientos restantes.
—No digas tonterías —me replicó—. Lo dividiremos por la mitad.
En otras palabras, Brad (y Doubleday) estaban dispuestos a perder quinientos dólares sólo para mantener a salvo mi palabra de honor. Puede que para ellos no fuera una gran suma, pero eso no importa. Para mí, mi palabra lo es todo y el hecho de que Doubleday la respetara significó que a partir de ese momento nada en el mundo me habría hecho romper con ellos, y nunca lo hice. (Por supuesto, nunca más volví a intentar negociar en nombre de una editorial.)
Desde hace tiempo el dinero ha dejado de ser un problema para mí. Tengo suficiente. Prefiero otras cosas, y la más importante es el don de poder escribir lo que quiero, de la manera que quiero y con la seguridad de que será publicado. Esto es algo que Doubleday hizo posible hace mucho tiempo.
Así, cuando les llevé el manuscrito enorme de
Asimov’s Anotated Gilbert & Sullivan
(1988) sin ni siquiera haberles avisado que lo estaba escribiendo, lo publicaron sin la menor queja. Podían haber aprovechado para negarse, pero insistieron en darme un anticipo mayor de lo que yo esperaba que el libro fuera a permitir. Insistí con todo tipo de razonamientos pero no me escucharon. Siempre me dan adelantos que no parecen sensatos, pero de alguna manera siempre se las arreglan para recuperarlos. (No pretendo ser injusto con mis otras editoriales. Ahora unas pocas están dispuestas a complacerme de cualquier manera razonable, pero Doubleday lo hizo en primer lugar y a gran escala).
Soy una persona amigable y hago amistad con todos mis realizadores y editores, sencillamente porque no me queda más remedio. A menos que esté enfermo, furioso o muy preocupado (todo lo cual sucede rara vez), soy todo sonrisas, bromas y cordialidad. Por eso y porque nunca creo problemas ni me comporto como una
prima donna
, parece que les agrado a todos ellos y me tratan como a un amigo. Esto también hace que para mí sea difícil marcharme de Doubleday. ¿Cómo se lo explicaría a todos mis amigos de la editorial?
Si le digo la verdad, me gusta. Me gusta la amistad y el trato informal en mis relaciones de negocios. (Tal vez sea una mala política para los negocios, pero yo los hago así).
Una vez que estaba almorzando con una docena de miembros del personal editorial de Doubleday, la conversación derivó hacia el tema de los escritores. (Si los comensales hubiesen sido escritores, la conversación habría derivado hacia los realizadores y editores, estoy seguro, pero nunca me he permitido este tipo de actitud de confrontación). De todas maneras, durante el almuerzo, un director dijo apasionadamente:
—El único escritor bueno es el escritor muerto.
Yo me reí. Nadie en la mesa parecía haberse dado cuenta de mi presencia, y eso demostraba que me había convertido en un miembro de la familia Doubleday tan integrado que no recordaban que era un escritor.
En mi actitud hacia los realizadores influyeron de forma notable mis primeros tratos con John Campbell. Éste era totalmente atípico dentro del sector, aunque yo en esa época no lo sabía. En primer lugar, era una parte permanente de la empresa. Fue realizador de
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durante treinta y tres años y nadie se planteó jamás su sustitución. Sólo la muerte le retiró.
Naturalmente, yo pensaba que todos los realizadores eran como dioses, piezas fijas y dominantes, y para mí fue una sorpresa cuando descubrí que, a menudo, cambiaban de una empresa a otra.
Así, perdí a Brad cuando se trasladó a otra editorial, y me sentí hundido. (Con el tiempo volvió a Doubleday). Naturalmente, me asignaron a otro, y cuando éste se fue me pusieron otro y así sucesivamente. En total, he tenido unos nueve realizadores en Doubleday, todos ellos muy buenos.
Timothy Seldes sucedió a Brad. Era alto, delgado y tenía una cara de facciones marcadas que resultaba bastante atractiva y parecía esbozar siempre una media sonrisa. Fingía siempre cierta brusquedad y se dirigía a mí como "Asimov" con un gruñido, pero no me engañaba. De hecho era tan cordial que yo me permitía gastarle bromas. Después de conseguir que admitiera que Gilbert Seldes, el escritor, era su padre; George Seldes, el escritor, su tío y Marian Seldes, la actriz, su hermana, le dije con los ojos muy abiertos y con cara de inocente:
—Dime, Tim, ¿qué siente uno cuando es el único miembro sin talento de la familia?
Sólo me estaba desquitando porque me había dado una mala noticia. Los dos fuimos a almorzar y cuando llegué a la puerta del restaurante, que era muy pesada, la abrí y la sujeté para que pasara. (Sabía cuál era mi lugar). Pero Timothy agarró la puerta y me indicó con la mano que entrara.
—Tú eres el realizador, Tim. Pasa tú primero —protesté.
—Jamás —dijo Tim—. Mi madre me enseñó a ser respetuoso con mis mayores.
Esto hizo que me diera cuenta de que yo era mayor que él. El niño prodigio era mayor que su realizador (en la actualidad, es mayor que el Papa y el presidente de Estados Unidos y le dobla con creces la edad a su realizador de Doubleday).
Mi amistad con los realizadores y mi agrado al tratar con ellos hacía muy difícil para mí tener un agente. Cuando empecé a escribir, nunca había oído hablar de los agentes. Trataba directamente con Campbell porque no podía pensar en nadie que me hiciera de intermediario. Después, cuando oí hablar de ellos, me pareció muy poco razonable darles el diez por ciento de mis beneficios cuando sin su ayuda estaba vendiendo todas las historias que escribía. (Nunca había oído hablar de regateos para conseguir mejores tratos, ni de ventas subsidiarias, y cosas así, de las que un agente podía encargarse y yo no.)
Por supuesto, después de que Fred Pohl me ayudara a vender mi primera novela no me quedó más remedio que aceptarlo como agente. Dirigía la agencia literaria Dirk Wylie, llamada así por otro futuriano, que, al igual que Cyril Kornbluth, murió joven, y durante tres años se ocupó de mis novelas. Fred era un buen agente, al igual que era bueno en todo lo que hacía, pero la agencia literaria Dirk Wylie por alguna razón no funcionó y en 1953 se marchó. Esto me creó un problema y, durante algún tiempo, nuestras relaciones se enfriaron, pero quedó olvidado y al final fuimos más amigos que nunca.
Desde entonces, no he tenido agente literario, excepto para un par de proyectos individuales en los que no pude evitarlo. Lo prefiero así. Me gusta hacer mis propias ventas y que el editor haga las ventas subsidiarias. Me evita problemas.
Ciertamente, no tengo ayuda de ningún tipo, ni secretaria, ni mecanógrafa, ni representante. Soy una empresa individual, trabajo solo en mi despacho, contesto mi teléfono y mi correo.
Esto también sorprende a la gente, pero no es tan extraño. La cantidad de trabajo ha aumentado de manera tan gradual que en ningún momento se produjo un salto repentino que me obligara a pedir ayuda. La situación es parecida a la que se describe en la leyenda de la Grecia clásica sobre Milos de Crotona, un célebre levantador de pesas. Se cuenta que levantó un ternero recién nacido y después siguió levantándolo todos los días hasta que creció y se convirtió en un toro adulto.
He enfocado la situación de la manera más satisfactoria para mí: Si tuviese empleados, necesitaría una oficina, y me gusta trabajar en mi casa. Además, de tener empleados, habría de darles instrucciones, vigilarlos a ellos y a lo que hacen, señalar los errores, enfadarme, etc. Todo ello retrasaría mi trabajo y me abatiría.
Prefiero vivir como hasta ahora.
En los primeros años, Doubleday no publicaba todo lo que yo escribía. Tuve conciencia de ello cuando se me ocurrió que no era imprescindible escribir una novela nueva cada año. ¿Por qué no podía aprovechar el trabajo que ya tenía hecho?
Por ejemplo, en 1950 había abandonado la serie de la Fundación. Después de haber trabajado en ella durante ocho años y de haber escrito ocho relatos que totalizaban en conjunto unas 200.000 palabras, me había cansado de la serie y quería escribir otras cosas, pero los relatos todavía existían y me pareció que merecería la pena volverlos a publicar.