—La figura de la sirena es bastante recurrente para poetas —retomó la doctora— y otros artistas. De hecho, hay una obra de teatro de Alejandro Casona que se titula
La sirena varada
. Aquí, en la segunda estrofa —señaló sobre el papel—, aparece también el término «varada».
—Curioso. Áxel, un agente de la comisaría, dice que también es el título de una canción de Héroes del Silencio. ¿La conoces?
—No. No es precisamente el tipo de música que yo escucho.
—Bueno. Ahora déjame preguntarte algo que me viene rondando la cabeza desde que lo leí la primera vez: ¿te parece bueno el poema en sí? Es decir, ¿dirías que tenemos que buscar a un poeta con impulsos asesinos o, simplemente, a un tipo que lo ha escrito para burlarse?
—No sabría decirte. Normalmente, la poesía no se valora en esos términos. Sencillamente, gusta o no gusta. No obstante, por no dejar sin contestar tu pregunta, te diría que este poema, en su conjunto, me llega más bien poco.
—¿Y eso?
—Básicamente, por la ausencia de figuras literarias. Es demasiado claro y tangible para mi retorcido gusto. Prefiero lo simbólico porque es más susceptible de ser interpretado libremente e invita a la reflexión. Diría que se trata de un aficionado que ha elegido la poesía como medio de expresión o de exaltación de «su obra».
Sancho terminó su bebida e hizo un gesto desde la mesa al camarero para que les pusiera otra ronda. Eran cerca de las 20:30, y el Berlín se iba llenando.
—Quizá deba contarte algo que no te he mencionado antes por tratarse de información que no queremos que salga a la luz; por lo menos, intentamos dilatar al máximo el plazo hasta que se haga pública.
—Soy una tumba.
—A nuestro siniestro poeta no le bastó con asesinarla y mutiló el cadáver cortándole los párpados con una tijera de jardinería.
—¿Los párpados? ¡Menudo enfermo! —exclamó—. Bueno, tiene sentido. Dejar al descubierto los ojos podría ser una forma de escarnio público. Es como dejar en evidencia a un mentiroso en una reunión de amigos, ¿sabes?
—Pues no, nunca me he visto en una de esas.
—Yo sí —reconoció Martina con expresión ladina—. Por cierto, ¿cómo fue asesinada? ¿La violó?
—Asfixiada. Y no, no la violó.
—Me alegro de que no lo hiciera, pero me estoy desviando del tema. ¿Continúo?
—Sí, por favor.
—La segunda parte comprende la cuarta y quinta estrofas. Se aprecia un notable cambio en el tono; ahora, se dirige al lector de forma amenazante. Podría pensarse que lo hace a la policía, que es quien se supone que va a encontrar el poema.
Martina recitó las estrofas dotando a cada palabra de la carga emotiva que requería:
Tejeré con la esencia del talento
la culpabilidad de los presuntos.
¡Y que mi sustento sea su aliento!
Caminaré entre futuros difuntos,
invisible y entregado al delirio
de cultivar de entierros mis asuntos.
Cuando terminó de hacerlo, hizo una pausa para darle una calada al cigarro y reconoció:
—Tengo que admitir que estas dos estrofas sí me transmiten algo. Dicho de otra forma: tienen tanta fuerza que me creo lo que dice. En la primera, ese «esencia del talento» denota que se considera un tipo muy inteligente y capaz. Luego, advierte que va a alimentarse de la vida de los culpables.
—Sí, pero… ¿culpables de qué?
—No especifica, pero con «de los presuntos» apostaría a que se refiere a los que aparentan ser inocentes pero no lo son.
Sancho murmuró algo mientras anotaba en su libreta.
—En el último terceto, nos da a entender claramente que tiene la intención de seguir matando. «Futuros difuntos» y «cultivar de entierros mis asuntos» no dejan lugar a dudas. Parece evidente que disfrutará con ello.
—Sí, y ese «invisible» no me ha pasado desapercibido. Nos está retando.
—Claramente. Además, me suena haber leído antes la última estrofa, pero no consigo ubicarla por más vueltas que le doy. La he buscado con las mismas palabras, pero no he encontrado nada; seguiré pensando, a ver si doy con ello. Puede ser una referencia que nos proporcione alguna pista, no sé.
—No dudes en llamarme si lo averiguas, por favor.
—Cuenta con ello. En cuanto al último pareado que cierra el poema:
Afrodita, nacida de la espuma,
cisne negro condenado en la bruma.
—Afrodita, que da título al poema, es la diosa del amor y de la reproducción, muy ligada a la idea del sexo. Según he comprobado en la mitología griega, nació de la espuma del mar; es otra forma de referirse a la víctima. Afrodita podía adoptar la apariencia de varios animales para mostrarse a los mortales; entre ellos, el cisne. El negro denota un tono sombrío, maligno. Por último, con lo de «condenada en la bruma» creo que se refiere a la idea del olvido. Digamos que es lo que consigue al matarla: condenarla al olvido.
Martina terminó de hablar y se quitó las gafas para guardarlas en su funda. Después, inspiró profundamente sin dejar de mirar a Sancho.
—Muchas gracias, Martina.
—Espero que os pueda servir de ayuda.
—Ya lo creo. Damos por hecho que el autor del poema es el mismo que cometió el crimen, y que podría tratarse de un aficionado a la poesía que utiliza esta forma de comunicación para exaltar y justificar sus actos. Se trata de un psicópata que, ante la infidelidad y la mentira, decide tomarse la justicia por su mano. Se siente orgulloso de sus actos, y tiene toda la intención de seguir matando.
—Ese podría ser el resumen, aunque yo no sabría decirte si se trata, o no, de un psicópata. Para eso, deberías consultar a otro especialista.
—Eso ya lo veremos, pero algo está claro: sabemos más de lo que sabíamos antes, y eso es avanzar —aseguró clavando su mirada en los ojos verdes de la doctora—. ¿Otro botellín? Ya sabes eso de que «No hay quinto malo».
—Yo soy más de tercios, pero… ¿por qué no? —dijo ella exhibiendo una monumental sonrisa.
Sancho le devolvió la sonrisa mientras se dirigía a la barra. A los pocos segundos, sonó su móvil. Una llamada de comisaría.
—Sancho.
—Soy Matesanz, acaba de llamarnos nuestra gente de prensa y según parece…
—Vaya, no me digas más —interrumpió Sancho mordiéndose el labio inferior y mirando en dirección a Martina—, se han enterado de la mutilación.
—Así es, lo sacarán en la edición de mañana. No han podido retenerlo más.
—¡Hay que jodeeerse! Solo espero que no se ensañen con el titular.
—Mañana lo sabremos.
—Gracias por avisarme, hasta mañana.
—Hasta mañana.
Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa (Valladolid)
9 de octubre de 2010, a las 5:58
G
ritando y bañado en sudor, Augusto trataba de incorporarse al tiempo que buscaba el interruptor de la luz. Lo consiguió tras varios intentos fallidos y, sin dejar de jadear, se sentó en la cama; acurrucado, abrazado a sus rodillas y con la cabeza metida entre las piernas, se balanceaba como tratando de acunarse. Desnudo, se quedó en esa postura el tiempo que necesitó para controlar la respiración. Apoyó los pies en el suelo y bajó la cabeza; se entretuvo unos minutos contemplando cómo le caían las gotas de sudor de la frente y formaban un pequeño charco en el parqué de su habitación. Miró el reloj de la mesilla, aunque tardó unos segundos en percatarse de que era la noche del viernes al sábado. Respiró hondo, posó las manos en la cabeza y se frotó despacio desde la frente hasta la nuca. Se incorporó, todavía alterado, para dirigirse a la ducha.
Con la placentera sensación del agua tibia golpeando su espalda, se atrevió a cerrar los ojos para enfrentarse a las imágenes que le habían vuelto a provocar ese miedo. Hacía ya bastante tiempo que no tenía esas pesadillas. Incluso, había llegado a pensar que lo había superado; estaba claro que no era así. Un sentimiento de rabia y temor recorría su cuerpo más rápidamente que el agua que resbalaba por su piel.
Con los ojos aún cerrados, pudo ver de nuevo la cajita de música de su madre. La recordaba tan bien que habría sido capaz de dibujar cada detalle del interior y del exterior de aquel objeto sin riesgo a equivocarse. Tenía unos diez centímetros de largo por seis de ancho, estaba hecha de madera y lucía pintadas unas flores rojas que, con el paso de los años, habían ido perdiendo el color. A pesar de las muchas capas de barniz que le había aplicado su madre, se apreciaban sensibles desperfectos si se pasaba el dedo por encima; algunos pétalos estaban muy deteriorados. El frontal de la caja tenía un pequeño cajón donde su madre guardaba los alfileres de su boda, rematados por tres bolas de nácar de distintos colores. Cuando se abría la cajita, aparecía una bailarina con tutú que daba vueltas al pausado ritmo de la música de
El padrino
. Tenía esa canción grabada en la cabeza. La primera vez que vio la película y reconoció esa melodía, se tiró al suelo y, tapándose las orejas con las manos, empezó a temblar. Por aquel entonces, ya estaba viviendo con sus padres adoptivos, pero nunca les contó nada sobre aquello; nunca se atrevió a hablar de ello con nadie.
De pequeño, era su juguete preferido. En aquel momento, vivía con su madre en un pequeño, oscuro y destartalado piso cercano a la estación de autobuses, al que se acababan de mudar para estar más cerca de las dos casas en las que limpiaba y planchaba. Su padre se había marchado de casa cuando todavía no habían cicatrizado los puntos del parto, y nunca más volvió a saber de él. Cuando ella no estaba o se quedaba dormida en el sofá del salón, Gabriel solía ir a su cuarto a hurtadillas y abría el primer cajón de la mesilla para entretenerse con ese asombroso artilugio. Le fascinaba descubrir el mecanismo, darle cuerda con la manivela y ver cómo giraba el tambor haciendo que las varillas emitieran distintas notas musicales. Se quedaba absorto durante muchos minutos, cautivado.
El día de su sexto cumpleaños, inmerso en el movimiento del mecanismo y ensimismado por la canción, no se percató del sonido de la puerta. Aquel día, había fingido estar enfermo para no acompañar a su madre a misa de doce, pero esta, guiada por la música, fue hasta su habitación. Allí, en el suelo, se encontró a Gabriel con la caja de música entre sus manos. Tenía tan recientes sus palabras que podía paladear el tono admonitorio con el que las pronunció: «¿Así que ahora nos dedicamos a mentir para coger las cosas del prójimo sin permiso? ¡No dirás falso testimonio ni mentirás! ¡No robarás! Vas a aprender a respetar los Diez Mandamientos como que me llamo Mercedes Mateo».
En la ducha, Augusto hizo un esfuerzo por enfrentarse a los siguientes fotogramas. Cerró los ojos con fuerza y apretó los puños.
Se vio con seis años, tembloroso sobre las rodillas de su madre, que estaba sentada en la cama. Augusto sabía que lo había vivido en primera persona, pero su sistema de autodefensa lo interpretaba como si le hubiera ocurrido a otro niño, un niño que trataba de hacerle entender a su madre que solo estaba jugando y que obtenía siempre la misma respuesta: «Gabriel, cierra la boca o será mucho peor. Esto es por tu bien».
Ella abrió el pequeño cajón de la cajita de música, sacó diez alfileres y los fue clavando uno a uno en un cojín mientras le adoctrinaba con artificiosa solemnidad: «Gabriel, tienes que aprender a respetar las normas para llegar a ser un buen hombre. Has violado lo más sagrado, solo podrás salvarte asumiendo tu penitencia. Arrepiéntete en silencio. Si gritas o te resistes, los clavaré más profundamente. ¿Entiendes?».
En la ducha, volvió a cerrar los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas. Augusto podía sentir la presión que ejercía su madre sobre sus muñecas y el dolor que le causaba cada pinchazo. Apretó los dientes mientras oía en su cabeza la voz de su madre recitando uno a uno los Diez Mandamientos. Se tomó su tiempo, y le obligó a mantener el puño cerrado para poder clavarlos mejor. Agarraba el alfiler con el índice y el pulgar, lo hundía en la carne ayudándose de un dedal, aproximadamente hasta la mitad.
«Amarás a Dios sobre todas las cosas. No tomarás el nombre de Dios en vano. Santificarás las fiestas. Honrarás a tu padre y a tu madre. No matarás. No cometerás actos impuros. No robarás. No dirás falso testimonio ni mentirás».
Mientras su madre continuaba con el ritual, Gabriel trataba de no mirar. Lloraba sin emitir sonido alguno y cerraba los ojos con la esperanza de que aquello terminara pronto. Solo en ocasiones los abría y desviaba la mirada hacia sus manos. Esa impronta quedó grabada para siempre en su cabeza. Apenas sangraba, pero la imagen de los alfileres clavados le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda. Rememoró la forma en que su madre le hizo coger los dos últimos alfileres y, al no haber más espacio entre los nudillos, le obligó a clavárselos él mismo en las palmas. Al mismo tiempo, ella terminaba de recitar el noveno y el décimo mandamiento.
«No consentirás pensamientos ni deseos impuros. No codiciarás los bienes ajenos».
Cuando terminó, le forzó a ponerse de rodillas con los brazos en cruz mirando a un crucifijo que tenía en la pared de la habitación.
«Ahora repetirás bien alto y diez veces los Diez Mandamientos. Si te confundes una sola vez, vuelves a empezar, y ya puedes mostrar arrepentimiento o te quedarás ahí todo el día. Solo Cristo, Nuestro Señor, puede perdonarte. Estás en sus manos».