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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (38 page)

BOOK: Memento mori
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Residencia de Antonio Mejía

Sancho hacía
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tratando de acordarse del nombre de la mujer de Mejía. Mientras subía en el ascensor, se preguntaba cómo era posible que tuviera ese talento para recordar hasta el más mínimo detalle de una cara pero no ser capaz de asociarla con un nombre. Mercedes, Maribel, Magdalena… No.

«¿De qué sirve la memoria si uno no hace el esfuerzo por recordar?», discurrió.

Buscando un sentido a sus propias palabras, se iluminó el número siete en el
display
del ascensor. Una mujer de escasa estatura y algo rechoncha estaba esperando con la puerta abierta. Sin lugar a dudas, era la mujer de Mejía.

—Buenos días —saludó con voz queda.

—Por la mañana. ¿Cómo va esa vida, Sancho?

—Va. ¿Cómo está el paciente?

—Insoportable —certificó juntando las palmas y poniendo los ojos en blanco—. Antonio se cree que no sé que fuma a escondidas. Cuando le incineremos, sus cenizas se confundirán con las que le han carcomido los pulmones. Espero que al menos Habanos o Herencia o como se llame esa mierda que fuma pague su urna funeraria. ¡Qué cruz!

Sancho entendió en ese momento el sentido del humor negro.

—Pasa, pasa. Está en el salón. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias. Bueno, sí… un cortado. O mejor, uno solo.

—Así me gustan los hombres a mí, decididos.

La prolongación de la última «ese» dejó patente que seguía con el tono irónico. Sancho notó la vibración del móvil en el bolsillo trasero de su pantalón, pero decidió que no era momento de contestar.

El pasillo estaba oscuro, pero la escasa luz que se colaba desde el exterior le permitía distinguir una multitud de objetos decorativos de esos que uno va acumulando a lo largo de los años. Cuando entró en el salón, la claridad le cegó momentáneamente hasta que la voz ronca y seca de Mejía le indicó su posición.

—Sancho. Coge una silla de ahí.

El cogote del comisario asomaba por detrás del sofá que estaba frente a la ventana. Tenía los pies descalzos, apoyados sobre una mesita, y sus manos descansaban en los reposabrazos. Cuando se sentó a su lado, la mirada inerte de su superior borró de un plumazo la media sonrisa forzada que llevaba puesta.

—No tienes mala cara.

—No seas condescendiente conmigo, tengo espejos —dijo sin quitar la mirada de la ventana.

—¿Cómo estás de ánimo?

Mejía tardó en contestar.

—Ayer me dijeron que el lunes me ingresan definitivamente. No saldré del hospital.

Sancho no supo qué decir y no dijo nada.

—¿Sabes qué? —preguntó volviéndose hacia Sancho—. Cuando uno afronta la recta final, tiende a hacer balance. Podría decir que estoy contento con la vida que he tenido, pero no sabes cuánto lamento no poder dedicarle unos años a ella. Se merece mucho más que lo que le he dado en estos veintiséis años de matrimonio.

—Todavía te queda mucha guerra que dar. Tienes que luchar.

—La metástasis no va a darme muchas opciones, pero haré lo que pueda; se lo debo.

Sancho asintió y le apretó el antebrazo con fuerza.

—Tampoco parece muy halagüeño el panorama que se te ha presentado a ti.

—Lo sé.

—Vas a tener que enfrentarte a este caso tú solo. Deja a un lado toda la mierda burocrática y sigue tu instinto por una vez. Esto va para largo, y, si no estás preparado, puede terminar consumiéndote como a mí este cáncer. ¿Entiendes?

—Creo que sí —respondió sin pensar.

—Entiendes pero no comprendes. Escucha, Travieso es un hombre perseguido por su inteligencia, de la que siempre ha conseguido escapar. Esto le queda mucho más grande de lo que es capaz de intuir. Al señor subdelegado solo le importa salvar su político culo. Apóyate en la juez Miralles y principalmente en tu equipo, ellos confían en ti. ¿Estamos?

—Estamos.

—Déjame que te diga algo más… ¡Lo que daría por fumarme un cigarro, hostia! —Cogió aire por la boca antes de continuar—: Hay algo en ese psicólogo que no termina de encajarme. ¿Qué demonios hace aquí?

—Se supone que somos nosotros quienes hemos acudido a él para que nos ayude.

—Sí, se supone —remarcó—. He hecho algunas llamadas a Madrid y nadie sabe quién le llamó, pero el hecho es que todos con los que he hablado le tienen por una eminencia. Se refieren a él como el Robert K. Ressler
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del otro lado del telón de acero y sus libros son de obligada consulta en materia de psicología criminal. Ahora bien, ¿qué hace aquí todavía? —repitió.

—Según él, vivir en el mismo entorno en el que actúa el asesino le ayuda a elaborar su perfil psicológico.

—Ese hombre se alimenta de carroña, créeme.

—Lo tendré muy en cuenta.

Mejía dirigió de nuevo su atención al exterior.

—Otra cosa. Sé que has estado hablando con Bragado. No quiero saber de qué. Solo te digo que cuanto más lejos le tengas, menos problemas tendrás. No es trigo limpio, es un mierda y tratará de darte una puñalada por la espalda en cuanto le des la oportunidad de hacerlo.

Sancho notó que algo parecido al bochorno se apoderaba de su rostro y agradeció que Mejía no estuviera mirándole en ese momento.

—Este invierno va a ser duro, Sancho. Abrígate bien.

Residencia de Martina Corvo
Zona centro

Cuando Martina abrió los ojos, se encontró de nuevo con el color blanco del techo a pesar de la escasa luz que entraba a través de la persiana de su dormitorio. Notaba algo de lana metido en la boca que le resultaba extremadamente molesto, y cuando ordenó a su mano derecha que se lo quitara, se percató de que la tenía atada al cabecero de forja que le había regalado su madre cuando se mudó al piso. Giró la cabeza a ambos lados para corroborarlo visualmente y alargó el cuello para comprobar que también tenía las piernas forzadamente abiertas y los pies inmovilizados. Se lamentó por haberse puesto ese camisón de raso tan sugerente después de ducharse. En esa postura, su feminidad quedaba peligrosamente expuesta.

—Hola, doctora.

Una sugerente voz masculina provenía de la esquina opuesta a la ventana. Cuando levantó la cabeza para tratar de identificarla, solo pudo distinguir una silueta que se incorporaba lentamente. Su corazón se aceleró como si quisiera salir huyendo del pecho y se le entrecortó la respiración.

—Lamento que no hayamos podido conocernos en otras circunstancias.

El hombre se acomodó en la cama como quien va a contarle un cuento a un niño y, al acercarse, pudo distinguir su rostro. No se parecía mucho al retrato robot de la carpeta de Sancho, pero supo que era él. Recordó con alivio pasajero las palabras del psicólogo en El Jero: «No creo que su propósito sea la dominación sexual», pero estar a merced de un asesino le hizo emitir un sonido pidiendo auxilio que apenas alcanzó los veinte decibelios.

—No te esfuerces demasiado. No hay manera humana de escapar. Solo te traerá frustración y dolor físico. Voy a ponerte este cojín en la nuca para que estés más cómoda. Por cierto, me encantan estos apartamentos con los espacios tan bien optimizados y rebosantes de luz.

Entonces, ella se fijó en sus ojos. Las pupilas eran tan grandes y tan negras que no parecían humanas; sin embargo, le transmitieron una sensación de sosiego difícil de entender en esas circunstancias.

—Doctora, es muy importante que me escuches con atención, no tenemos mucho tiempo. ¿Crees que podrás hacerlo?

Martina asintió con la cabeza.

—Estupendo. Lo primero que tengo que decirte es que no voy a hacerte daño si no haces ninguna tontería. Esto no durará mucho, te lo aseguro. ¿Has entendido?

Martina asintió de nuevo.

—No tengo nada contra ti, es el destino el que ha hecho que nuestros caminos se crucen hoy aquí.
Fata volentem ducunt, nolentem trahunt
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—citó con teatral entonación—. ¿Crees en el destino?

Martina negó. No porque creyera o no en el destino, sino para tratar de alargar al máximo la conversación. Tenía la esperanza de que Sancho hubiera escuchado su mensaje. Tenía que ganar tiempo.

—¿No? Séneca y yo sí, pero yo lo interpreto de la misma forma que lo hacía Schopenhauer: «El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos quienes las jugamos». En este caso —hizo una pausa para forzar una mueca dramática—, te ha tocado una carta que sin duda no habrías elegido libremente, pero ya no hay marcha atrás. En honor a la verdad, aceptaste jugar en el preciso instante en que decidiste participar en el caso. Uno tiene que asumir las consecuencias de sus decisiones, ¿no crees? Pero no corramos tanto. Sé que eres fumadora, así que supongo que no te importará que fume, ¿verdad? —dijo encendiendo uno de sus puritos—. Me hubiera gustado servirme un poco de ese café, he tenido una noche larga y necesito estar despejado, pero no querría dejar mi ADN en tu apartamento. Quiero enseñarte algo. Por cierto, he pensado que sería más apropiado no tratarte de usted dada tu edad. Espero que no te moleste.

El humo del tabaco se quedó suspendido en el aire como esperando a que alguna corriente lo transportara a otro lugar.

—Salta a la vista que eres una mujer muy atractiva, pero no temas —añadió como respuesta al pavor que se apoderó de su cautiva—. Como te he dicho, no tengo intención alguna de hacerte daño. Nos centraremos en esto.

Augusto señaló con el dedo la flecha en rojo que destacaba el nombre de Leopoldo Blume Dédalos sobre el resto de los que formaban el listado. A Martina no le pasó desapercibido el hecho de que llevara guantes.

—Supongo que estarás de acuerdo conmigo en que la obra de James Joyce tendría que ser de obligada lectura en los colegios e institutos de todo el mundo. No deberían entregar ninguna titulación universitaria a nadie que no se haya leído o, mejor dicho, comprendido su obra principal:
Ulises
. Doy por hecho que no es tu caso.

Martina asintió.

—Lo suponía. Leopold Bloom y Stephen Dedalus deberían ser personajes eternos, a la altura de nuestro ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha o de Hamlet, los álter ego de un genio que nunca obtuvo el reconocimiento que mereció. Actuar bajo ese seudónimo era mi forma de rendir homenaje a Joyce. Me encantaría poder tener una larga conversación contigo sobre literatura, pero, como te decía antes, no disponemos del tiempo necesario. Te lanzo otra pregunta: ¿Sabes quiénes eran las Moiras?

La doctora no se movió.

—Ya veo que tu especialidad no incluye la mitología. No importa, yo te lo cuento: las Moiras eran las tres personificaciones del destino para los griegos. Sin llegar a ser tratadas como deidades, eran respetadas y temidas por los dioses, ya que podían controlar sus vidas a pesar de ser inmortales. Los romanos las llamaban Parcas, y en la mitología nórdica se las conoce como Nornas. Han sido representadas como hilanderas tejiendo el destino de los humanos, pero a mí me gusta más verlas de forma individualizada. Cloto era la más joven de las tres, y la encargada de tejer las hebras de las vidas de los recién nacidos. Láquesis, la mediana, era quien decidía la longitud de cada hebra y si su destino estaría marcado por la fortuna o por la desdicha. Por último, la mayor, Átropos, era a la que correspondía decidir la forma en la que terminaban las vidas de los mortales y también era responsable de cortar la hebra con sus tijeras llegado el momento. ¿Me sigues?

Martina asintió con la esperanza de que, en algún momento, apareciera Sancho por la puerta.

—Bien, digamos que yo le he robado las tijeras a Átropos y que tengo el poder de cortar el hilo —dijo imitando el movimiento de la tijera con sus dedos— de los mortales cuando lo estime oportuno y necesario. Vuelvo a preguntarte: ¿crees en el destino?

Residencia de Antonio Mejía

—¡Matilde! ¡Se llama Matilde! —exclamó Sancho al salir del portal.

Miró al cielo y se subió el cuello de la gabardina. Metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros como tratando de esconderse del frío. Caminaba por el paseo de Isabel la Católica en dirección a la plaza de Poniente mirando al suelo y desgranando los consejos de Mejía. Le vino a la cabeza otra de las lapidarias frases de su padre: «Uno no se da cuenta de todo lo que pierde hasta que lo pierde todo». Hacía muchas semanas que no hablaban. De hecho, era incapaz de recordar la última vez que lo habían hecho. Miró el reloj y supuso que seguramente, a esa hora, ya habría terminado de dar de comer a los marranos. Decidió que era un buen momento para llamarle. Se echó la mano al bolsillo trasero del pantalón y el móvil le recordó que una hora y tres minutos antes había recibido una llamada que no había atendido. El nombre de Martina Corvo se iluminó en la pantalla y la cara de Sancho hizo lo propio. Le dio al botón de rellamada y notó que su corazón pasaba del trote al galope hasta que el contestador tiró de las riendas y dijo: «Sooo».

—Martina, perdona, no había visto tu llamada hasta ahora. ¿Qué te parece si paso por tu casa a las dos y nos damos un pequeño homenaje? Voy a casa a cambiarme y te recojo. Tengo muchas ganas de verte. Un beso.

Residencia de Martina Corvo
Zona centro

Martina volvió a negar por negar. Augusto desvió la mirada hacia los números digitales que marcaban la hora en el reloj despertador de la mesilla y se levantó para ir al salón. Mantenía el mismo tono de voz, lo que dificultaba que ella pudiera escuchar todo lo que seguía diciéndole.

—Lo confieso, esta semana he pensado mucho en ti. Mucho. Me has servido de inspiración para estos versos que espero que te resulten más interesantes que los de
Afrodita
. Por cierto, escribí ese poema en unos veinte minutos, lo que quizá explique la ausencia de figuras literarias y que te pareciera obra de un… ¿cómo dijiste? ¡Ah, sí! Un aficionado. Pero no temas, aquel rencor duerme ahora en un desván.

Aquel reproche hizo que la saliva que intentaba tragar Martina se convirtiera en serrín. Sabía que le quedaba poco tiempo, pero algo en su interior le decía que iba a salir de esa situación. Se negaba a admitir que ese hombre tuviera motivos suficientes para matarla. Cerró los ojos para tratar de evadirse del presente, y se vio caminando cuando solo era una niña por la playa de Bolonia
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, fijando su atención en las huellas que va dejando sobre la fina arena recién teñida de ocre por las olas del mar. Son minúsculas en comparación con las que, a su lado, deja papá. Puede ver la duna a lo lejos. El sol calienta sus hombros, y el viento arrastra un fuerte olor a salitre. Aprieta los dos dedos anchos y fuertes a los que va agarrada; a cambio, recibe una caricia y una mirada cargada de ternura. Todavía queda mucho trayecto para llegar a la duna, pero el tiempo no pasa. Camina.

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