—No ha sido fácil. El nivel de seguridad no era nada bajo a pesar de que el SpyDZU-v3 estaba latente en los servidores de la Seguridad Social española. Ya sabes que no me gusta el rastro que deja la creación de Skuld, por lo que hemos dedicado un tiempo a programar una actualización que nos facilite borrar sus huellas.
—Os agradezco el esfuerzo.
—Para eso estamos.
—Lo sé, pero este es un asunto muy importante para mí, y aprecio mucho lo que hacéis.
—Skuld me insiste en que debemos saber los motivos, pero yo no te voy a preguntar, prefiero no saberlo.
—Gracias.
—Al grano. Pudimos entrar y acceder a toda la información sobre la persona física de nombre Mercedes Mateo Ramírez. Una vez que conseguimos su DNI, hicimos una búsqueda en todos los servidores afines y rescatamos mucha información. Tienes todo alojado en el FTP, en una carpeta con su nombre. Utiliza tu clave personal para abrirla.
—Estupendo.
—Ahora, lo más importante. Sabes el riesgo que corremos al violar la seguridad de un servidor estatal, ¿verdad?
—Soy consciente.
—Por eso te pido que, después de revisar la información, nos digas qué quieres que hagamos con ella. Como te decía, no quiero dejar rastro y estoy seguro de que sus sistemas de seguridad ya están intentando localizarnos.
—Hansel, te conozco muy bien y sé que habrás dejado una puerta de emergencia por si las cosas se ponen feas.
—No te quepa duda. Tengo un virus residente asociado a todos los archivos que están subidos en el FTP con un código individual y un contador temporal. Puedo hacer desaparecer a esta persona del universo cibernético si me lo pides, pero, como sabes, esto no funciona desde fuera. El TSR se activará eliminando el archivo solo cuando se ejecute desde las IP debidamente autorizadas.
—Entiendo. Déjame que revise toda esa documentación y en unas horas te podré decir qué es lo que necesito, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, estaré conectado.
—En serio, hermano, muchas gracias por todo. Dale las gracias a Skuld también.
—Ya se las darás tú mismo, hermano. Espero tus indicaciones.
—Hasta dentro de un rato.
Orestes accedió al FTP, desencriptó la carpeta y accedió a varios documentos. Abrió primero el que estaba renombrado como
Datos personales
: Mercedes Mateo Ramírez. Nacida el 7 de febrero de 1958 en Cigales, provincia de Valladolid. Hija de Alfonso Mateo Nieto y Rosa María Ramírez Buján. Casada el 12 de octubre de 1977 con Santiago García Morán, fallecido en Biarritz (Francia) el 15 de enero de 2007. Última dirección registrada con fecha 9 de marzo de 2007 en la calle Ecuador, 9.
Orestes se paró unos instantes cuando leyó que su padre natural había muerto hacía tres años, pero no le dio más importancia y continuó.
—Ecuador, 9. ¿Dónde cojones está esto? —se preguntó en viva voz pasando por alto la fecha del fallecimiento de su padre natural.
Orestes buscó la dirección en Google Maps.
—Espero que no hayas cambiado de dirección, mamita, que pronto tu querido hijo Gabriel te hará una visita.
Orestes fue accediendo al resto de documentos en los que encontró información que ya conocía sobre el proceso de adopción y tomó nota del número de expediente. También pudo conseguir información nueva, como lo relativo al tratamiento psiquiátrico de su madre. Según reflejaba el informe, fue internada en octubre de 1984 en el Hospital Psiquiátrico Doctor Villacián, en Valladolid. Recibió el alta en abril de 1988, tras haber sido tratada de esquizofrenia paranoide y con el compromiso de acudir a dos revisiones anuales. Se le facilitó una ayuda para vivienda en la misma dirección de la calle Ecuador.
La expresión de su cara cambió al encontrar un documento que firmaba el matrimonio adoptante en el que figuraba el registro de su hijo: Augusto Ledesma Alonso.
En menos de una hora, había revisado todo y tenía decidido cómo tratar la información.
Se conectó nuevamente a Höhle y volvió a escribir a Hansel:
—Hansel.
—Aquí estoy, hermano.
—Ya lo tengo decidido. Activa el TSR en todos los archivos que tengan alguna información sobre el proceso de adopción con este número de expediente 47/84/103-II. Es muy importante que cualquier documento que lleve ese número quede inutilizado, así como aquellos en los que aparece el nombre de Gabriel García Mateo.
—Muy bien, tengo localizados esos documentos. Me pongo con ello ahora mismo. Cuando termine, los archivos infectados estarán aparentemente indemnes, pero se destruirán para siempre en el momento en que los ejecuten desde dentro.
—Eso es precisamente lo que quiero.
—Pues eso tendrás y, además, el programa nos lo notificará cuando ocurra.
—Será dentro de poco, eso ya te lo adelanto yo.
—No necesito saber más.
—Gracias de nuevo.
—Aquí nos tienes.
—Hasta pronto.
No habían pasado ni diez minutos cuando Augusto bajó al garaje, buscó Ecuador, 9 en su navegador y arrancó el coche. Conectó su iPhone al equipo de sonido para escuchar un tema que le venía golpeando la cabeza durante los últimos días.
«Una canción para cada momento y un momento para cada canción», sentenció para sí mismo.
Bravo
, del mexicano Luis Demetrio, versionada por Nacho Vegas y Enrique Bunbury en
El tiempo de las cerezas
. Subió el volumen y empezó a cantar. Cuando llegó a la parte central de la canción, lo subió casi a tope para cantar con la misma intensidad.
Te odio tanto que yo mismo me espanto
de mi forma de odiar
.
Deseo que, después de que mueras
,
no haya para ti un lugar
.
El infierno es un cielo
comparado con tu alma
.
Y que Dios me perdone
por desear que ni muerta tengas calma
.
Con los ojos humedecidos, llegó a su destino y aparcó. Eran las 22:40, y los bares estaban llenos de gente. Esa zona del barrio de Arturo Eyries era una de las más deprimidas de la ciudad, formada por viviendas de protección oficial habitadas en su mayoría por familias gitanas y personas de muy avanzada edad. Buscando el portal número nueve, atravesó un descampado y se paró en seco a los pocos metros. Atónito, comprobó que, sobre un muro de ladrillo, había una pintada con letras negras mayúsculas que, en dos líneas, rezaba: «Muérete, vieja».
—
Fiat iustitia et pirias mundus
[26]
—se conjuró.
Tras recuperarse del impacto, llegó al portal. No quería emplear más tiempo del estrictamente necesario para localizar el lugar al que tendría que volver en breve. Alguien encendió la luz del portal y él, de forma instintiva, se agachó fingiendo atarse los cordones de los zapatos. Cuando el vecino salió, Augusto aprovechó para colarse dentro. Localizó los buzones, y sonrió al leer el nombre de su madre en uno de ellos. De nuevo en la calle, se paró otra vez ante la pintada y consideró:
—Aún quedan arúspices
[27]
en nuestro tiempo. Gracias, seas quien seas.
Mientras se dirigía al coche, tarareaba ufano la canción que había venido escuchando:
Te odio tanto que yo mismo me espanto
.
Residencia de Martina Corvo
Zona centro (Valladolid)
16 de octubre de 2010, a las 10:24
D
esnudo y sentado en un retrete ajeno, con la mirada enfrentada a unos desconocidos azulejos de color naranja, Sancho buscó la forma de superar el suplicio que le provocaba el incesante palpitar de su cabeza. Era como si su corazón hubiera invadido el cráneo echando a patadas al anterior inquilino y estuviera haciendo reforma en el inmueble a martillazos. Con las palmas de las manos, se masajeó con ímpetu las sienes, tratando de aliviar la presión en las meninges con los dedos al tiempo que soltaba aire por la boca. La atmósfera del cuarto quedó impregnada del inconfundible y pegajoso olor dulzón de la resaca. Su boca pastosa le suplicó que ingiriera cualquier tipo de líquido no alcohólico de forma imperativa. Alargó el brazo para apoyarse en el lavabo antes de rogar a su sistema motor que le ayudara a contrarrestar la gravedad, pues ya no podía fiarse en ese momento de su sentido del equilibrio. Conseguirlo le dio ánimos para abrir el grifo, y dejó el agua correr durante unos segundos como preparativo antes de tragar todo lo que admitiera su estómago. Notó cierta mejoría, y recordó una práctica que solía funcionarle en sus años de estudiante universitario: tapó el desagüe para llenar el lavabo, sumergió la cara y permaneció con los ojos abiertos tratando de enjuagarse la vista. Era como si alguien estuviera chutando a palos con sus globos oculares. Sin secarse la cara, se atrevió a mirarse al espejo, que le devolvió la imagen de un terrible asedio por parte de finas hordas de venas rojas queriendo asaltar el indefenso reducto azulado de su iris.
—¡Hay que joderse! —suspiró desanimado frotándose con violencia los párpados.
El inspector se propuso liberar la presión de su vejiga, pero un repentino mordisco en la boca del estómago le obligó a cerrar enérgicamente los ojos y a apretar los dientes. Se encogió para recibir dos nuevas dentelladas que aguantó en pie, motivado por el alivio que le produjo expulsar ferozmente todo el líquido que había ingerido la noche anterior. Aquel momento de placer fue tan efímero como cálida la sensación al salpicarse los pies. Contra su voluntad, abrió los ojos para comprobar los aledaños del inodoro y juzgó que era humanamente imposible que un solo individuo pudiese ser el causante de tamaño desastre. Después, corrigió la trayectoria del chorro mientras articulaba palabras no incluidas en diccionario alguno. Arreglar todo aquello no fue lo peor, el tormento llegó en forma de explosiones parietales cuando se incorporó tras derrochar un rollo de papel higiénico en su empeño por limpiar el hasta entonces inmaculado baño de Martina. Se vio obligado a tomar asiento en el retrete sin importarle mojarse las nalgas con el orín que había olvidado secar.
Necesitaba renovar fuerzas antes de aventurarse a invadir la ducha, y decidió hacer una rápida recopilación de las pocas imágenes que podía recordar de la noche anterior; de las más recientes, a las más antiguas.
No sabía con certeza cómo había llegado a casa de Martina. Tenía la sensación de estar inmerso en una extraña nebulosa de opiáceos. Recordó vagamente que habían estado cerrando bares y que, a la cerveza, el vino y el orujo de hierbas de la comida, se sumaron después más copas de las que su hígado estaba dispuesto a metabolizar. Trató sin éxito de acordarse del momento en el que decidieron tomarse la última en casa de ella; mucho menos, de aquel otro en el que se quitaron la ropa. Tenía la certeza de que había habido sexo, pero no conseguía saborear los detalles. Además, la incertidumbre de no saber si había estado a la altura planeaba sobre su inconsciencia como un buitre que espera a que la vida se extinga en su presa.
Tras varios intentos fallidos más por enfocar sus recuerdos, se vio con la coordinación suficiente como para arriesgarse a meterse debajo del agua fría durante los minutos que el cuerpo aguantase. El efecto revitalizador de la ducha hizo que su sistema nervioso se reactivara, y este se lo agradeció enviándole un convincente mensaje desde su vientre en forma de retortijón. Sancho palideció cuando confirmó que aquella estancia estaba únicamente provista de una diminuta y solitaria rendija de ventilación. El cálculo de las consecuencias olfativas que ocasionaría liberar su intestino grueso en aquella prisión fecal le sumió en la más profunda desesperación pensando en un futurible y cercano reencuentro con Martina. Luchó inmóvil contra el avance del enemigo por sus tripas, preparándose para defenderse del ataque final. Albergó la fútil esperanza de que fuese una embestida que durara solo un instante; se conocía, y confiaba en su tolerancia al dolor. Como un anacoreta entregado a su penitencia, se concentró al máximo para controlar el único músculo que tenía importancia en aquel momento: su esfínter. La abundante presencia de sudor en su frente era un signo inequívoco del fragor de la batalla que se estaba viviendo mucho más al sur. No obstante, la contienda se inclinó en contra de los defensores cuando su mariscal se percató del poco sentido que tenía aquella resistencia numantina. Simplemente, reparó en el riesgo más que posible de recibir otro inesperado y cobarde ataque estando en compañía de Martina, con lo que la dama se convertiría en testigo presencial de su derrota. Tales dudas fueron, precisamente, aprovechadas por el enemigo para hacer ceder el dispositivo de contención. Así, Sancho asumió la derrota y, con un rápido movimiento de retirada, se refugió en la taza.
—¡Puta mierda! —exclamó muy acertadamente al comprobar que no había escobilla alguna.
Repuesto de su derrota, se propuso eliminar todo rastro de lo que allí había tenido lugar. Fueron imprescindibles varias descargas de cisterna y otro rollo entero de papel higiénico para conseguir, anaeróbicamente, que el color blanco volviese a dominar en la escala cromática del retrete. Tocó entonces diseñar una estrategia eficaz con el objeto de ganar el tiempo necesario para que se renovara el insalubre aire del cuarto de baño. Tirándose de los pelos de la barba, encontró la solución: retener a Martina en la habitación todo el tiempo que fuese posible. Con la toalla a la cintura y con el sigilo de un felino, se dirigió al cuarto en el que seguía durmiendo Martina. No entró. Se quedó en la puerta, observando la respiración rítmica y calmada de la doctora. Estaba recostada dando la espalda a su espectador y Sancho no pudo verla mover los labios.