Memento mori (12 page)

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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Memento mori
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—Claro.

El inspector examinó el escenario una última vez.

—Me alegro de haber tenido esta charla contigo, Álvaro. Ahora, volvamos a comisaría.

Al entrar en comisaría, Sancho se cruzó con Gómez y Botello, que estaban despidiendo a un tipo de unos treinta años, de metro ochenta, moreno con el pelo peinado con raya en medio, perilla corta y bien cuidada. Lucía gafas con montura de pasta negra, de esas de las que uno imagina que su precio supera el PIB de algunos países. Cuando se marchó, Sancho se acercó a los agentes para preguntar.

—¿Era el novio?

—No, inspector —respondió el agente Gómez—. Era Gregorio Samsa, el que encontró el cuerpo. Al novio se le interrogó ayer por la tarde, y se ha comprobado positivamente su coartada con los tres amigos que estuvieron con él durante toda la noche. Parecía bastante afectado el chico.

—Entendido. ¿Algo interesante con Samsa?

—Aparte del ramalazo que tenía el pollo, nada —interrumpió Botello.

El agente Áxel Botello tenía muchas virtudes, como el dominio absoluto de cualquier operación en
Call of Duty
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y en cualquier plataforma, o la de dejarse dominar absolutamente por cualquier mujer operada y con plataformas. Lamentablemente, la delicadeza no estaba entre esas bondades, pero aquel tipo menudo, que escondía su aspecto juvenil tras una barba mal arreglada a conciencia, había demostrado en muy poco tiempo que era uno de los miembros más brillantes del grupo.

—Ahórrate conmigo tus comentarios fuera de tono, Áxel. ¿Me podéis resumir el interrogatorio? —preguntó mirando con dureza al miembro de más reciente incorporación al grupo de homicidios.

—Por supuesto, mil perdones. Gregorio Samsa, treinta y dos años de edad, soltero y natural de Madrid, de padre checo y madre española. Trabaja en una empresa de informática que he apuntado por aquí. Eso es, Metamorphosis Software, S. L. Vive en Valladolid desde hace cuatro años; más concretamente, en la calle Turina, 8, en el barrio del Cuatro de Marzo. Sale a correr habitualmente por el parque Ribera de Castilla entre las siete y las ocho de la mañana.

—¿Los domingos también?

—Eso parece. Se le veía un tipo bastante raro, muy introvertido, de esos que pasan más tiempo en el universo de
World of Warcraft
que en el mundo real. Y algo amanerado —recalcó—, con todos mis respetos.

—Continúa, Áxel.

—Según nos ha contado, vio el cadáver al pasar por la zona del centro de piragüismo. Leo textualmente: «Llevaba unos quince minutos de carrera. Suelo empezar en la playa de las Moreras y sigo el camino de la ribera del río hasta la fábrica de Michelin. Me gusta ir tranquilo y disfrutando del paisaje. Cuando llegaba a la altura del embarcadero, vi que algo raro sobresalía de unos matojos. Paré de correr y me acerqué con cuidado a ver de qué se trataba. En cuanto me di cuenta de que era un cuerpo, cogí el móvil y llamé al 112».

—¿Hemos comprobado a qué hora hizo la llamada?

—Él mismo nos ha enseñado el registro de llamadas de su móvil y, efectivamente, la hizo a las 8:32 de la mañana del domingo, aunque lo comprobaremos, claro está. A las 8:45 se presentó en el lugar un agente de la motorizada y, acto seguido, se acordonó la zona. Concuerda con lo que recoge el informe de la científica.

—¿No vio nada extraño ni a nadie sospechoso? —insistió Sancho algo desesperanzado.

—No, inspector. Ha dicho que por allí no pasa un alma a esas horas, que casi nunca se cruza con nadie y que no vio nada que le llamara la atención —concluyó el agente.

—Está bien, redactad el informe y continuad con la investigación. Yo voy a comer algo donde Luis; si os animáis, os invito al café.

—¡Menudo ofrecimiento, inspector! ¡Difícil decir que no! —dijo Carlos Gómez con toda su guasa—. Pero ya hemos quedado con la gente del BIT
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, a ver si han encontrado algo en el ordenador de la víctima. Ya sabes, correo, redes sociales y esas movidas.

Sancho hizo un esfuerzo por descifrar lo que había querido decir Gómez antes de contestarle.

—Pues a ver si hay suerte, luego me contáis.

Esa tarde, Sancho quiso redactar las conclusiones de la doctora Corvo para el expediente. Cuando terminó de hacerlo, recordó sus ojos salvajes y lo violenta que le había resultado su conversación con ella. Se quedó unos minutos bloqueado mentalmente hasta que, en un arrebato de realidad, exclamó:

—¡Tengo que hablar con esta tía como sea!

Se levantó como si la silla estuviera tapizada de chinchetas y se dirigió al aparcamiento sin cruzar palabra con nadie. En doce minutos y treinta y ocho segundos, estaba en el campus universitario. Preguntó en conserjería de la Facultad de Filosofía y Letras, y le informaron de que la doctora terminaría su última clase en, aproximadamente, treinta y cinco minutos. Sacó un café de la máquina y decidió esperarla fuera. Reconoció a la doctora Corvo bajando las escaleras con una cartera bajo el brazo y se atrancó de nuevo en sus ojos, pero se sobrepuso de inmediato para interceptarla. Cuando estaba a un metro, se paró frente a ella y, sin dejar de mirarla, le expuso con voz adusta:

—Doctora Corvo, disculpe que la moleste de nuevo, pero necesito que me dedique unos minutos.

—Inspector, no esperaba verle tan pronto —alegó ella visiblemente incómoda—. Tengo un poco de prisa, ¿le importa que nos veamos en otro momento?

—A decir verdad, sí que me importa —atajó él esforzándose por mantener el gesto severo—. No disponemos de tiempo, necesito un punto de partida y, en estos momentos, pasa por ese maldito poema. Mejía insiste en que usted puede ayudarnos y, sinceramente, me la trae floja que tenga un poco de prisa.

—¿Se la trae floja? —repitió dejando escapar media sonrisa.

—Tengo una chica en el depósito y muchas preguntas. ¿Hay una cafetería por aquí cerca?

—Claro que hay cafetería. Esto es un campus universitario, inspector, pero no es el sitio apropiado. ¿Le parece si nos vemos en unos minutos en el Café Berlín? ¿Sabe dónde está? Me pilla cerca de casa.

—Sé dónde está. Se lo agradezco mucho, doctora, nos vemos allí en quince minutos.

—Que sean veinte.

—De acuerdo.

Sancho se subió al coche, y a los quince minutos estaba entrando por la puerta del Berlín. El bar estaba situado a pocos metros de la catedral, en el mismo corazón de Valladolid, y solían frecuentarlo jóvenes en busca de un ambiente alternativo y tranquilo para conversar frente a un café, cerveza o copas. La entrada ya tenía su encanto, algo estrecha y bien señalizada por un cartel ovalado con el nombre del bar en letras doradas sobre fondo negro. Tres peldaños daban acceso al interior.

Todavía era pronto, y había poca gente. Se sentó en una de las mesas situadas frente a la barra, pidió un botellín de cerveza y esperó. A los cinco minutos, llegó la doctora Corvo, que saludó a Sancho con la mirada y un fugaz alzado de cejas. Esperó a que le sirvieran su cerveza y se sentó frente a él.

—¿Y bien, inspector? Aquí me tiene, dispare.

—Hola de nuevo. Hacía tiempo que no entraba aquí, solía venir en mi época de estudiante —reveló en tono amigable para abrir la conversación.

—No sabía que llevara abierto tanto tiempo —replicó salpicando las palabras con un sarcasmo tan postizo que fue bien recibido por Sancho.

—No hace tanto de aquello, no se crea. La cuestión es que, entonces, la Facultad de Derecho estaba demasiado lejos de interesarme y demasiado cerca de aquí.

—¿Abogado frustrado o estudiante de paso?

—Me matriculé sin saber muy bien qué quería hacer con mi vida, no soy policía por vocación. —Sancho aprovechó para dar un trago a la cerveza—. Le pido disculpas de nuevo por la forma en la que la he abordado antes.

—Disculpas aceptadas. Si le parece, y cumplidos los preámbulos, nos centramos en lo que nos ha traído hasta aquí.

—Me parece. Gracias, doctora, vamos a ver si sacamos algo en claro de todo esto. Necesito algún punto de partida que me lleve a formular una hipótesis sólida que señale hacia un sospechoso. Se me ocurre que podríamos ir analizando el problema por partes, como si fuera un ejercicio de literatura, y nos vamos parando en lo que más nos llame la atención.

—Como quiera, inspector. —Hizo un paréntesis para abrir su carpeta, ponerse las gafas y continuó—: Veamos, el poema está compuesto por diecisiete versos agrupados en seis estrofas, de las que las cinco primeras son tercetos y la última es un pareado. Sigue la rima de los tercetos encadenados, todos de arte mayor, rimando el primero con el tercero y el segundo con el primero de la siguiente estrofa. Por tanto, en métrica, la rima quedaría como sigue —la doctora utilizó una servilleta para escribir—: 11A-11B-11A. 11B-11C-11B… y así sucesivamente.

La doctora se paró en seco al percatarse del desconcierto que se reflejaba en el rostro de su interlocutor. Tras unos segundos, preguntó:

—¿Me sigue?

—Doctora Corvo, ¿conoce ese refrán que dice: «De músico, poeta y loco, todos tenemos un poco»? Pues de lo primero tengo poco y de lo último algo, pero de poeta… nada de nada.

—¿Conoce, inspector, ese otro de: «Hombre refranero, maricón o pordiosero»? —atajó ella aderezando el revés con una sonrisa salpicada de malicia.

Se hizo el silencio y se enfrentaron las miradas. Sancho soltó una carcajada tan agreste que retumbó en las paredes del local. Los pocos clientes que allí estaban se giraron simultáneamente hacia la mesa. Juntó las palmas y, mirando a su público, alegó:

—Perdón, señores, es que uno es más de campo que la madriguera del conejo.

Acto seguido reconoció:

—Tiene razón, abuso del refranero castellano, herencia de mi padre. Si le parece, nos dejamos de dichos y refranes. Ya sabe eso de: «El poco hablar es oro y el mucho es lodo».

Ambos se rieron con cierto desahogo y, cuando se calmaron, ella tomó la palabra:

—Ahora que somos capaces de tener una conversación amigable, ¿le parece que nos tuteemos? Creo que resultaría más sencillo para ambos —propuso la doctora mientras sacaba su tabaco de liar.

—Me parece cojonudo.

—Cojonudo, entonces. Me llamo Martina.

—Bonito nombre, aunque no es muy habitual en Tierra de Campos —comentó él continuando con el tono jocoso de la conversación.

—No lo es, no. Mi padre es argentino, descendiente de italianos, pero emigró de allí con veinte años. Mi madre es española; de Cáceres, concretamente.

—Interesante mezcla italoextremeña. Muy sugestiva. Yo nací en Valladolid, pero mis padres son de un pueblecito de Zamora. Vivieron del campo hasta que pudieron. Luego, se mudaron a la ciudad en busca de un futuro; mi padre regaló el suyo para sacarnos adelante a mi hermana y a mí. Ahora viven de nuevo en el pueblo, allí son felices.

—Interesante, un castellano de raza… —parafraseó ella.

—Bueno, dejémoslo en castellano a secas.

—Bien, a ver cómo sigo. Vamos allá. La poesía clásica tiene unas normas métricas que el autor debe cumplir. Por contra, la poesía moderna se caracteriza por el verso libre; es decir, cada autor sigue sus propias normas métricas. En este caso, el autor ha seguido la rima clásica de los tercetos encadenados, cuya creación se atribuye a Dante, poeta italiano que escribió
La divina comedia
.

—Sí, eso me suena del colegio.

—Sancho, ¿puedo preguntarte dónde encontraron el poema?

—Claro, confío en tu discreción. Lo encontramos dentro de la boca de la víctima.

—Entiendo. Como te decía antes, en cada estrofa debe rimar el primer verso con el tercero, y el segundo con el primero de la siguiente estrofa. De ahí lo de «encadenados». Son versos endecasílabos con rima consonante. ¿Hasta ahí bien?

—Perfectamente, doctora. Gracias.

—En cuanto al contenido —hizo una pausa para encender el cigarrillo que acababa de liar—, yo veo dos partes diferenciadas. El autor presenta el argumento principal del poema en las tres primeras estrofas.

Empezó a recitar los versos en voz alta:

Cuando la sirena busca a Romeo,

de lujuria y negro tiñe sus ojos.

Su canto no es canto, solo jadeo.

Fidelidad convertida en despojos,

a la deriva en el mar de la ira,

varada y sin vida entre los matojos.

No hay semilla que crezca en la mentira,

ni mentira que viva en el momento

en el que la soga juzga y se estira.

—Antes de continuar, querría dejar clara una cosa: todo lo que diga no es más que mi interpretación personal, y debe ser puesta en cuarentena. Solo es mi opinión —insistió.

Sancho asintió con la cabeza. La doctora hizo un descanso para fumar y dar un trago a su cerveza antes de reanudar su exposición:

—Parece evidente que la «sirena» hace mención a la propia víctima. En la primera estrofa, el autor la describe como un ser maligno llevado por la lujuria en busca de placeres carnales. En la segunda, habla del motivo por el que muere o, mejor dicho, el motivo por el que la asesina: la infidelidad. En la tercera estrofa, parece que tratara de justificarse argumentando que la mentira o, lo que es lo mismo, el engaño, lleva irremediablemente a la muerte. Por cierto, la víctima fue encontrada entre unos matorrales, ¿no?

—Sí, así es.

—Entonces, si damos por hecho que escribió el poema antes de abandonar el cadáver, es evidente que quienquiera que lo hiciera pretendía que la encontraran allí. Sin querer meterme en tu terreno, diría que lo tenía todo planeado.

—Sí, eso pensamos nosotros, pero no nos encaja que esa noche ella tuviera otros planes. Según hemos comprobado, discutió con su novio y se marchó del bar en el que estaban. Esto sucedió sobre las 23:30, y esa fue la última vez que se la vio con vida. Puede ser que el hecho de asesinar fuera premeditado, pero cada vez estoy más convencido de que la víctima fue casual. Es decir, podría haber sido esa chica o cualquier otra y, si esto es como digo, será todavía más complicado coger a este cabrón.

—Entiendo. Sin embargo, diría que el autor conocía muy bien a la sirena por la forma en que se expresa en el poema. —Se detuvo un instante y prosiguió—: O puede que, para él, todas las mujeres sean sirenas.

—Podría ser, eso no lo había pensado —reconoció pasándose la mano por la barba—. En estos momentos, la situación es de coma con pronóstico reservado, o dicho de otra forma, no tenemos ni idea de lo que puede suceder a continuación. Quién sabe lo que estará pasando por la mente de ese criminal.

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