Este capítulo de la vida de Augusto terminaría a finales de 2003, cuando regresó de Alemania totalmente capacitado para vivir con normalidad en cualquier parte del mundo; incluso en España. Empezaron así los días dorados en los que su padre le facilitó buenos contactos para empezar a trabajar con la administración pública. En el plano personal, alentado por los consejos de Pílades, tuvo lo que bien podría llamarse su bautismo y funeral amoroso: Paloma. Dos años, nueve meses y tres días fue lo que duró la relación, y el doble de ese tiempo lo que tardó Augusto en licuar el odio que le generó descubrir el engaño. Aquella experiencia le distanciaría temporalmente de Orestes, pero se juró que nunca más volvería a ser tan estúpido de imponerse algo que no podía sentir y lo cumpliría a rajatabla. No volvería a traicionarse a sí mismo. Las cosas eran bien distintas en el plano profesional; con solo veinticinco años, ya había facturado sus primeros trabajos a la Cámara de Comercio, ayuntamiento, varias consejerías y otros organismos oficiales locales. Con el paso de los años, y dado que eran trabajos bien retribuidos, fue especializándose en el diseño de documentos oficiales. En ese período, Orestes se empeñó en conocer y dominar a la perfección los protocolos de seguridad de las instituciones y organismos con los que trabajaba habitualmente. No le resultó demasiado complicado empaparse de las técnicas de la fotomecánica, el offset digital o la serigrafía. Al alcanzar los treinta años de edad, ya era considerado por sus clientes como un experto en documentoscopia
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, especializado en documentos mercantiles y de identidad; brillante, cumplidor y, sobre todo, muy discreto. Hacerse con un laboratorio completo de reproducción e impresión fue solo cuestión de tiempo y dinero.
Para cuando fallecieron sus padres adoptivos, su empresa —que había bautizado con el nombre de Little Box Design— le daba beneficios suficientes como para mantener un buen nivel de vida. Lo cierto es que podría vivir cuatro vidas con la fortuna que había heredado, pero, aun así, seguía trabajando solo por alimentar sus necesidades intelectuales.
Trabajaba sin descanso hasta la hora de comer y después despertaba a Orestes para entregarse a sus actividades en la red alimentando el contacto con otros grupos y, evidentemente, con Das Zweite Untergeschoss. Podía pasar varios días o semanas sin tener contacto físico con otra persona, era algo que no necesitaba, e incluso, desde hacía bastante tiempo, la relación entre Pílades y Orestes ya no era igual. De la absoluta dependencia en Nueva York y la total admiración en Berlín, había evolucionado en los últimos meses hacia el rancio recelo y el rácano respeto. Pero aquello no era sino las consecuencias naturales de ser una rémora.
Así era una jornada normal en la vida de Augusto, y así llevaba siendo desde que regresó de Alemania, hacía casi siete años. Ahora sabía que había llegado el momento de incluir otra tarea en su rutina, necesitaba enfrentarse a un reto que estuviera a su altura para justificar su existencia. Lo tenían decidido y Augusto ya había dado el primer paso, el más importante.
Aquel lunes, en el que no se registró sobresalto ni novedad, había previsto acostarse pronto; tenía una cita importante al día siguiente, y quería acudir a ella en plenas condiciones. Justo cuando se estaba preparando para irse a dormir, sonó el móvil. Era muy extraño que alguien le llamara, y mucho más a esas horas. Reconoció el número al instante y Orestes contestó:
—¡Hombre, hombre, hombre…! —dijo exagerando el tono de asombro.
—Hola, chavalín. Me acabo de enterar por la prensa —anunció la voz con palpable aspereza.
—Te he dicho mil veces que no me llames así. ¡Qué puta manía tienes de provocarme!
—Haz el favor de no irritarte, ya sabes que no te conviene, y escúchame.
—¿Qué te hace pensar que he sido yo?
—No insultes a mi inteligencia. Reconozco tu firma.
Orestes no contestó.
—¿Qué pasa? ¿Ya no te entretienen la música y los libros? —retomó la voz en tono irónico.
—Claro que sí. Es más, hace nada he comprado una entradita para el Twoday Festival. Como ves, también sé entretenerme con más cosas.
—Déjate de soplapolleces. Habíamos acordado que antes de actuar me avisarías y que me mantendrías puntualmente informado de todo. ¿Cuándo pensabas llamarme? O es que ni siquiera ibas a hacerlo.
—No fue algo premeditado, surgió la oportunidad y la aproveché.
—¿Lo hiciste sin planificación? ¡Qué temeridad! ¿Puedo preguntar quién era la chica?
—Una cualquiera.
—¿Por qué ella?
—Por nada en especial, quizá porque se parecía mucho a Paloma, y era tan zorra como ella.
Se creó un silencio espeso e incómodo que se disipó cuando la voz volvió a intervenir:
—¿Has tenido cuidado?
—Sí, hay muy pocas posibilidades de que lleguen hasta mí.
—Está claro que ya estarías en comisaría si la hubieras cagado. Recuerda que muy pocas veces el fin justifica los medios. No quiero detalles, solo dime si te está funcionando. ¿Cómo te sientes?
—Extrañamente… realizado, pleno. Esa es la palabra: pleno.
—Pleno —repitió—. Ahora controlarlo depende solo de ti. Tienes que aprender a manejarlo, que no te pierda la voracidad.
—Recuerdo muy bien la fórmula y el camino, sé que puedo controlarlo.
—Ya sé que puedes, una persona con un coeficiente intelectual de ciento cuarenta y tres entiende fácilmente los procedimientos. Solo te pido que lo hagas. Poder no significa nada, ¿recuerdas?
—Ciento cuarenta y seis —corrigió—, y tengo todo grabado en mi cabeza. Lo controlaré.
—Estoy seguro de que sabrás hacerlo. No descartes otras vías de escape. Confío en ti. Por otra parte… supongo que no tardarán en contactar conmigo. Sé que lo harán antes o después, por lo que podré ayudarte desde dentro.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Siempre terminan por recurrir a los veteranos de guerra cuando las cosas se ponen feas. De todos modos, me conseguiré colar en esta fiesta con o sin invitación.
—Avísame cuando estés con el primer cóctel en la mano, amigo.
—Puedes estar seguro, Orestes. Entretanto, para todo lo que necesites ya sabes dónde encontrarme.
—Gracias, Pílades. Escucha, lamento no haberte avisado pero te aseguro que para mí también ha sido una sorpresa. Solo quería demostrarte que estaba preparado. Siento mucho que te haya molestado.
—Está bien. Ya hablamos. Cuídate.
Colgó.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
14 de septiembre de 2010, a las 11:44
T
ras dos días de investigación, Sancho seguía atascado. El exceso de trabajo entre las paredes de la comisaría le hacía sentirse como una fiera enjaulada, alimentada únicamente por su propia ansiedad. Necesitaba salir a la calle, por lo que a media mañana decidió ir junto con Peteira al escenario del crimen. Nada más aparcar, reconoció el lugar de inmediato por las fotos que había visto tantas y tantas veces. Era extraño, los únicos elementos que no encajaban en esas fotos eran los transeúntes que paseaban por la zona ajenos a lo que allí había sucedido hacía tan solo unos días; para ellos era como si nada hubiera ocurrido. De pie, a pocos metros de los matorrales donde se halló el cadáver, Sancho y el subinspector Peteira trataban de reconstruir los hechos con el informe de la Policía Científica.
Álvaro Peteira llevaba en el Grupo de Homicidios de Valladolid poco tiempo más que Sancho. Gallego, natural de La Guardia, con un marcado acento de la tierra, tenía treinta y cinco años, pero, como él decía, aparentaba entre treinta y cuatro y treinta y seis. Solía hablar de tres cosas: de las ostras de Arcade, de lo complicado que era ser padre de gemelos con placa y sin ella y, principalmente, del Celta. Era un auténtico todoterreno, y a pesar de ser más gallego que un percebe, era de trato fácil. Eso sí, en ocasiones, cuando afloraba su idiosincrasia de las Rías Baixas, nacían de su mente hipótesis más enrevesadas que la de la bala mágica que mató a JFK. En ese estado, era mejor no mantener una discusión con el subinspector.
Tras dos minutos escrutando los alrededores mientras se tiraba con insistencia de los pelos de la barba, el inspector rompió el silencio:
—Seguramente, aparcó allí mismo su coche. ¿Cómo se llama esa calle?
—Calle Rábida —respondió el subinspector mirando su libreta.
—Es el lugar más cercano. Dada la distancia, supongo que no querría cargar con el cuerpo ni un metro más de lo necesario.
—Sí, yo también lo creo. Los de la científica estuvieron buscando huellas de neumáticos y pisadas singulares, pero es prácticamente imposible encontrar alguna pista al tratarse de una zona de obras y estar todo cubierto de polvo.
—Entiendo. Veo que va a ser complicado encontrar algo interesante si avanzamos por ahí.
Sancho hizo una pausa para recorrer visualmente el camino que, aparentemente, había seguido el asesino hasta llegar a los matorrales. Empezó a andar, y le preguntó a Peteira:
—¿Crees que se trata de un hombre de constitución fuerte?
—Carallo, inspector, yo no diría tanto —comentó Peteira soltando la correa de su acento gallego—. Eliminaría la posibilidad de que fuera un esmirriado, pero tampoco hace falta ser un culturista para recorrer estos treinta metros con cincuenta kilos en brazos.
—Ya. Evidentemente, nadie vio nada raro. Con todo el revuelo que se ha montado, está claro que ya se habrían puesto en contacto con nosotros. Lo extraño es que no haya aparecido ya alguien diciendo que fue testigo de todo y jurando que el hombre se parecía a Michael Jackson.
—Tiempo al tiempo. Lo cierto es que no hay viviendas cercanas, así que yo diría que va a ser muy difícil que algún vecino viera algo sospechoso. El asesino sabía muy bien dónde deshacerse del cadáver, y también parece obvio que su intención era que lo encontráramos rápido.
—Sí, eso lo tengo claro yo también. ¿Habéis peinado los alrededores?
—Así es. Estuve con Arnau y Botello durante unas cuantas horas. Hemos localizado decenas de sitios bastante apartados en los que podría haberla matado y luego haberla traído hasta aquí, pero en ninguno de ellos hemos encontrado indicio alguno. Hablando con Botello llegamos a la misma conclusión: hay que descartar esa línea de investigación.
—Ah, ¿sí?, ¿la descartarías? —interrogó temiendo una teoría «made in Peteira».
—Sí. Vamos a ver, ¿qué sentido tiene matarla por aquí cerca y cargar con el cuerpo para tirarlo en otro sitio en el que íbamos a encontrarla igualmente? No tiene mucha lógica arriesgarse así, ¿no crees?
—Pues no. Tienes razón, Álvaro —reconoció algo sorprendido por la elocuente simpleza de su razonamiento.
Sancho se volvió hacia Peteira y, con gesto solemne, le expuso:
—Oye, Álvaro, arriesgándome a pasar todo el día dando vueltas a tus teorías, te voy a pedir que me cuentes la hipótesis que, a buen seguro, ya has construido en tu cabeza.
El subinspector dejó caer la mirada al suelo antes de mirar fijamente a Sancho. El sol le molestaba en sus ojos claros, y tuvo que interponer la mano antes de exponer su argumento.
—Tengo que reconocer que estoy algo desconcertado —se arrancó Peteira mientras encendía un cigarro—. Vamos a ver cómo me explico sin gallegadas. Al principio, pensé que podría tratarse de un asalto con resultado de muerte producido en el camino de regreso de la víctima a su casa, pero el asunto es que la mutilación no encaja con un homicidio preterintencional; ya sabes, el típico «se me fue de las manos» de un don nadie en la sala de interrogatorios. Y luego está el poema, que nos invita a pensar que se trata, evidentemente, de un asesinato premeditado. Sin embargo, lo que más me desconcertó es que pueda ser premeditado cuando está probado que la chica terminó sola esa noche por un cabreo con el novio. No me encaja, en su móvil no se registró ninguna llamada a partir de las 21:10. —Peteira dio dos caladas seguidas a su cigarro y continuó hablando—: Me juego contigo una de ostras de Arcade a que no sabes cuál es la mejor forma de hacer un puzle.
—La verdad es que nunca he tenido paciencia ni para dar la vuelta a todas las piezas. Como no me lo cuentes tú…
—Se nota que no tienes hijos —observó mientras dejaba escapar el humo—. Para hacer un puzle, primero hay que localizar las piezas de las esquinas. Estas son fáciles de encontrar porque son únicas, tienen dos lados lisos. El siguiente paso es montar los bordes, para lo que solo hay que buscar las piezas que tienen un lado liso y encajarlas poco a poco. Una vez terminados los bordes, no queda otra que ir por zonas ayudándote del modelo; es una simple cuestión de tiempo y de paciencia. Pues bien, en este puzle no soy capaz de encontrar ni las piezas de las esquinas. Bueno, sí. Diría que solo tenemos dos, que son el cadáver de la víctima y la causa de la muerte. ¿Entiendes lo que quiero decir? —preguntó el subinspector dejando florecer en su cara evidentes signos de preocupación.
—Te entiendo perfectamente y, siguiendo con la comparación del puzle, ¿sabes lo que me preocupa a mí realmente?
Peteira hizo un gesto con la cabeza y le miró fijamente.
—Que no creo que falten piezas. Están ahí y, tarde o temprano, daremos con ellas. Lo que me está machacando es que cada vez estoy más convencido de que el modelo que estamos siguiendo para encajarlas no es el bueno, sino el que el asesino quiere que utilicemos. Tenemos que replantearnos el método de investigación en este caso. Si seguimos el libreto, creo que fracasaremos. ¿Me explico?