Me llaman Artemio Furia (37 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—No me casaré, ya te lo he dicho.

—¿Por qué no te casarás?

—¿Y con quién lo haría? Nadie se fijaría en mí. No soy bonita ni tengo grandes talentos. Además, no soy virgen. ¿Cómo ocultaría esa realidad en la noche de bodas?

—Acabas de expresar la mayor retahila de sandeces que he oído en mi vida —Rafaela no pudo contener la risa—. Eres bonita —prosiguió Corina— y lo sabes.

—Me sentí bonita en brazos de Furia, pero nunca fui consciente, ni lo soy, de mi supuesta belleza.

—Pues eres bonita. Y varios se interesan en ti. ¡No te hagas la sorprendida! Bien sabes que Manuel —hablaba de Belgrano—, te mira con afecto, lo mismo que Mariano.

—¿Qué Mariano?

—Mariano Orma. Y mi jefe —se refería a Agustín Donado, encargado de la Imprenta de los Niños Expósitos—, siempre pregunta por ti. Ah, también pregunta por ti, aunque con otras intenciones, la señorita de Lezica. Ha vendido tus perfumes y afeites como rosquillas y quiere saber si seguirás fabricándolos para ella.

—No lo haré. Mi padre me lo ha prohibido. No es decente.

—¡Bobadas! ¿Qué tiene de indecente trabajar? ¿Acaso me juzgas indecente?

—No, por supuesto que no —vaciló Rafaela.

—Gracias a tu
indecencia,
todos estos meses en que tu padre estuvo exiliado, tu familia no murió de hambre. Sigue vendiendo tus productos a la Lezica, Rafaela, sin que nadie lo sepa. Yo haré de intermediaria. Unos reales en el bolsillo no te vendrán mal.

La halagaba que sus productos hubiesen volado de los escaparates de la tienda de la señorita Bernarda. La posibilidad de hacerse de unos ahorros la tranquilizaba. El dinero le daba seguridad. Además, producir perfumes y afeites era su gran pasión. Mantenerse ocupada le ayudaría a olvidar.

—Está bien. Dile a Bernarda de Lezica que tú serás nuestra intermediaría.

—¿Qué te ocurre? —se alarmó Corina—. De pronto, te has puesto del color de la cera.

—Nada, un ligero mareo. Me he sentido lánguida el día entero y no he comido. Sólo he bebido una infusión de cilantro e hinojo.

Para el natalicio de Rafaela, el 7 de mayo, Rómulo sorprendió a su hija con un regalo que le arrancó una exclamación de alegría: un libro sobre los secretos del arte de fabricar perfumes. Enseguida pensó en las nuevas fórmulas que colmarían los anaqueles de la tienda de la señorita Bernarda.

—Gracias, padre. Esto es un tesoro para mí.

Su padre la desconcertó al abrazarla. Rafaela permaneció rígida contra su pecho. El contacto físico no sólo era infrecuente sino mal visto.

—Estás tan delgada —se lamentó Rómulo—. Debes comer más.

La idea de la comida le provocó una punzada en el estómago. Se apartó de su padre y le pidió autorización para retirarse.

Como el libro estaba escrito en francés, idioma que no manejaba con la solvencia del latín o del griego, se decidió a visitar a fray Cayetano Rodríguez para pedirle un diccionario. Al regresar a su casa, escuchó desde la entrada la interpretación en el armonio de
Música notturna delle strade di Madrid,
de Boccherini. Sin duda, admitió, Cristiana era una eximia concertista. Decidida a pasar de largo, como si aquel despliegue de talento filarmónico no la afectase, se detuvo en la galería al entrever a su tía Clotilde en compañía de León Pruna, su asiduo visitante, de quien se murmuraba que practicaba la usura. Se hallaban en silencio, disfrutando de la música. En realidad, Pruna lo hacía, con los ojos cerrados; siguiendo el compás con un ligero golpeteo de dedos en la rodilla. Clotilde, en cambio, lo observaba a él, absorta. Un semblante de complacencia que le suavizaba la rigurosidad de las facciones llamó la atención de Rafaela. ¿Qué observaría Clotilde en Pruna que le ocasionaba ese cambio de actitud? El rictus había mudado en una expresión a la cual casi podía definirse como una sonrisa. Resultaba extraordinario pillar a su tía relajada y contenta.

—Buenas tardes, señor Pruna —Rafaela se plantó frente a él y lo sobresaltó.

—¡Oh, señorita Rafaela! —el hombre se puso de pie con un movimiento torpe.

—Buenas tardes, tía —obtuvo como respuesta un vistazo fulminante—. Veo que disfruta de la música.

—Sí, sí, muchísimo. Su prima de usted es una gran concertista —Rafaela se limitó a asentir—. ¡Cuánto me alegro de verla tan repuesta! Clo..! La señora Romano me comentó que anduvo usted mala.

—Sí, pero, a Dios gracias, ya me encuentro repuesta.

Aunque sonrió y agitó la cabeza, Juvenal se dijo que la neumonía había marcado duramente a la señorita Palafox. La encontró enflaquecída, con las mejillas enjutas y el cuello delgado y esbelto; círculos oscuros le orlaban los bonitos ojos verdes, que carecían del brillo que solía chispear en el pasado.

Se sobresaltaron cuando Cristiana azotó el teclado produciendo notas disonantes.

—¡Rafaela! —la increpó—. Entras en la sala y te dedicas a hablar con el invitado de mi madre como si yo no estuviera tocando el armonio. ¡Siéntate y escucha o vete!

Rafaela sonrió con picardía al señor Pruna, agitó los hombros y se despidió. Al rato, ensimismada en el análisis del libro de los perfumes, había olvidado la escena con Cristiana. Resultaba agotador interrumpir la lectura en francés para buscar palabras desconocidas en el diccionario de fray Cayetano y, a un mismo tiempo, estimulante. Le gustaba realizar investigaciones. Ñuque entró con una parva de ropa limpia. Rafaela levantó la vista de los libros y le sonrió.

—Escuché a Cristiana quejándose —comentó la india—. ¿A qué se debía?

Rafaela desestimó el altercado. En cambio, preguntó:

—Ñuque, ¿quién es el señor Pruna?

—Es el esposo de tu tía Clotilde —respondió la mujer, mientras acomodaba las sábanas en un arcón.

Rafaela se puso de pie de un brinco.

—¿Qué has dicho?

—Que es el esposo de tu tía Clotilde.

—Tía Clotilde es viuda.

—No lo es.

Rafaela se aproximó a la anciana, le quitó las sábanas de las manos y la obligó a sentarse en un confidente.

—Explícate, Ñuque, o creeré que has perdido la razón. Nunca mencionaste que ese hombre fuera esposo de tía Clotilde.

—Porque nunca lo preguntaste.

—¡Ñuque, por favor! ¡Explícate!

—El señor Pruna es, en realidad, el señor Juvenal Romano.

—¿Padre de Aarón y de Cristiana?

—De Aarón no. Sólo de Cristiana.

—¿Cómo? —Rafaela se dejó caer a los pies de Ñuque—. Dios bendito, estás desvariando —afirmó.

—No lo estoy. Tú has preguntado y yo te he respondido.

Como siempre que acertaba con la pregunta, meditó Rafaela, Ñuque le decía la verdad.

—Lo que estás diciendo es un galimatías para mí, Por favor, explícame.

—Tu tía Clotilde casó con el señor Romano en Córdoba, donde vivíamos en aquel entonces, y partió hacia Lima, de donde es oriundo Romano. Eso lo sabes. Cuando tu prima era pequeña, tu tía descubrió a Juvenal leyendo un libro en hebreo y practicando ritos judíos —Rafaela abrió grandes los ojos—. De ese modo Clotilde supo que la había desposado un cristiano nuevo, que, para peor, era marrano, porque seguía practicando su religión anterior, la judía. No soportó la idea de estar casada con un judío y lo abandonó. Al llegar a Buenos Aires, le pidió asilo a tu padre.

—¡Qué engaño tan vil!

Ñuque sacudió los hombros para desestimar la afirmación de Rafaela.

—Juvenal es un buen hombre, Rafaela. Tu padre y él eran amigos. Se conocieron en la Universidad de Córdoba, donde ambos estudiaban leyes. A él jamás lo habrían admitido si se hubiese presentado como judío. Visitaba a menudo la casa de tu abuelo, en Córdoba, por la amistad que tenía con tu padre, y así conoció a Clotilde. Se enamoró perdidamente de ella.

—¿Y ella de él?

—No, no. Ella le había entregado el corazón y algo más a otro el padre de Aarón.

—¡Esto es inverosímil! Tía Clotilde, dispuesta a caer sobre mí como lo hará Dios el día del Juicio Final, tiene un pasado tan negro como el de una mujer de la mala vida.

—Todos tenemos secretos oscuros, ¿verdad, Rafaela? —dijo la mujer, y levantó los párpados rugosos para horadarla con una mirada que desmentía la vejez de la india.

—Todos, Ñuque, es cierto. Sin embargo, no todos acostumbramos juzgar a media humanidad por sus actos. Y eso es lo que hace tía Clotilde —percibía cómo el resentimiento se apoderaba de su corazón y lo llenaba de oscuridad.

—Tú también eres una gran prejuiciosa, Rafaela, y juzgas a tus semejantes sin compasión. Lo haces con tu padre y con tu prima Cristiana. Y ahora con tu tía Clotilde.

Rafaela la miró con dureza. No le sabía a mieles que le marcaran los defectos; si se los marcaba Ñuque, de las pocas personas que respetaba, le dolía profundamente.

—¿Quién es el padre de mi primo Aarón? —preguntó con frío acento para ocultar su orgullo lastimado.

—Un militar español, también amigo de tu padre. Aunque pensaba desposar a tu tía Clotilde, ella rompió el compromiso cuando se enteró de que su prometido cohabitaba con una mujer. Tu padre lo retó a duelo.

—¡De veras! —a Rafaela le costaba imaginar a su padre con un arma en la mano.

—El duelo no llegó a tener lugar. Habría sido un escándalo. Tu tía ya estaba embarazada...

—Y había que salvar su honra —acotó Rafaela, con ironía.

—Clotilde aceptó a Juvenal como esposo y se marchó a Lima. Llevaba cinco meses de embarazo, los cuales, aunque bien ocultos bajo una apretada faja, pronto la sociedad cordobesa descubriría. Tu primo nació en Salta.

—¿Sabe mi padre que Aarón no es hijo de Juvenal?

—Por supuesto. Fue él quien hizo los arreglos de la boda.

—¿Aarón sabe que no es hijo de Juvenal Romano?

—Lo sabe. Debes ser prudente puesto que tu prima Cristiana piensa que su padre murió cuando ella era muy niña. No sabe quién es, en realidad, León Pruna.

—¿Qué fue del padre de Aarón?

—No lo sé. Al poco tiempo del casamiento de Clotilde, tu padre fue nombrado Director General de la Real Renta de Tabacos aquí, en Buenos Aires, y dejamos Córdoba para siempre.

—¿Nunca volvieron a saber del padre de Aarón?

—Rómulo tuvo noticias de él tiempo atrás.

—¿Cómo se llamaba, Ñuque?

—Deberías preguntar "cómo se llama" pues, hasta lo que sé, no ha muerto. Su nombre es Martín Avendaño.

—¿cómo era él, Ñuque ?

La anciana no dudó en contestar:

—Endiabladamente atractivo —guardó silencio, como si meditara las palabras—: Y galante, cuando se lo proponía. Su mirada, de un gris como el del acero, transmitía un dominio que me asustaba. A veces, Artemio Furia me lo recordaba.

Rafaela palideció y bajó la vista. Hacía tiempo que su nodriza no lo mencionaba, y a ella le gustaba pensar que Furia formaba parte del pasado. No obstante, la mención de su nombre desató fuertes palpitaciones en su pecho.

—Existía algo oscuro y siniestro en Avendaño, algo que creí ver en los ojos de Furia —Ñuque posó la mano en la mejilla de Rafaela paradecirle—: Tesoro —la afectó que la llamara con ese apelativo, al que echaba mano en contadas ocasiones—, ha sido para mejor que ese hombre saliera de tu vida.

—¿Porque era un gaucho? —se mosqueó Rafaela, y enseguida se arrepintió.

—Bien sabes que no. Los hombres como Avendaño y Furia son superiores a nosotros, simples mortales. Poseen un espíritu de hierro y, sobre todo, no conocen el miedo. Esto los convierte en criaturas especiales, indestructibles. Al igual que Avendaño más de veinte años atrás, Furia habría traído la desgracia a esta familia

—¡Esta familia! —exclamó Rafaela, en tanto se quitaba las lágrimas con el dorso de la mano—. ¡Qué familia la mía, Ñuque! Un cascara vacía, eso es lo que somos. Sólo una cascara. ¡Cuánta mentira e hipocresía! ¡Cuánta desfachatez! Me avergüenzo de que la sangre Palafox corra por estas venas —exclamó, con el brazo extendido.

Rafaela perdió interés en la traducción del libro de perfumes y pasó el resto de la tarde tirada en la cama, mirando la seda blanca del baldaquín, saltando de un pensamiento a otro. Al anochecer, Creóla trajo a Mimita, que se acostó a su lado y le pidió en su media lengua que le contara una historia de princesas y dragones. Rafaela le dio gusto y, mientras le relataba el cuento de Perrault,
Riquete, el del copete,
y le acariciaba los bucles, la observaba y reflexionaba: "Tú eres la víctima de esta malhadada familia. Tú eres lo único bueno que ha surgido de los Palafox", porque ella, Rafaela Palafox y Binda, también formaba parte de la red de mentiras e hipocresía que se había entretejido con los años y, por lo tanto, se reputaba una escoria como los demás.

—¿Te ha gustado el cuento? —preguntó a la niña, y la vio asentir.

En ocasiones, Mimita la contemplaba con la fijeza e intensidad de un adulto. De pronto, no parecía retardada, todo lo contrario. Le pasó la mano por la mejilla para suavizar el rigor del gesto.

—¿Qué ocurre, tesoro?

—¿Atiemo? ¿Atiemo?

La sonrisa se congeló en los labios de Rafaela. Mimita no lo había mencionado desde el regreso de
Laguna Larga
y tanto Creóla como ella creían que lo había olvidado. ¡Ilusas! Mimita también lo amaba del modo desmesurado en que Artemio Furia sabía hacerse amar. "Maldito sea por destruir el corazón de una criatura inocente".

—El señor Furia se ha ido, tesoro, y no regresará jamás.

Una honda tristeza le llenó de lágrimas los ojos. Mimita había bajado la cabeza y aferraba en su puño el tiento con dijes de hueso que nadie podía quitarle. Esa noche, después de cenar en silencio, de acuerdo con la costumbre de las buenas familias españolas, Rómulo habló sobre los avances del trámite para obtener la Carta Ejecutoria de Nobleza, documento que les devolvería la dignidad nobiliaria a los primogénitos Palafox. Su entusiasmo contagió al resto de los miembros, que hacían planes para el día en que llegase el diploma, atochado de sellos y con la firma del rey Fernando VII Rafaela, que simulaba leer
Sentido común,
de Thomas Paine, se esforzaba por sujetar su carácter irascible porque si le hubiese dado rienda suelta, habría arrojado el libro a la cara de su padre y se habría lanzado a enumerar los arcanos pecados de los Palafox.

—Ha sido indispensable —escuchó comentar a su tía Clotilde—, haber conseguido ese documento que certifica la pureza de nuestra sangre.

—Habría sido horroroso que la Real Audiencia se negase a extender tan valioso documento, ¿verdad? —expresó Rafaela.

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