Me llaman Artemio Furia (39 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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E1 viernes 18 de mayo, Corina Bonmer se presentó en la casa de la calle Larga con noticias que, en su opinión, cambiarían el curso de la historia del Río de la Plata. Rafaela, inmersa en sus miserias y tristes memorias, la escuchó con actitud abúlica, tendida en el diván de su dormitorio, junto al brasero. Corina, que prefirió permanecer de pie y que recorría la habitación en tanto arengaba más que comentar las novedades, le explicó que cinco días atrás, el domingo 13 de mayo, había anclado cerca de la costa de Buenos Aires una fragata inglesa perteneneciente a la flota del conde de Blackraven, que traía periódicos de principios de año con noticias de la España. Dichos periódicos londinenses habían llegado, en menos de lo que cantaba un gallo, a manos del representante de los comerciantes británicos en el Río de la Plata, Alexander Mackinnon, y de la Sociedad de los Siete.

—Agustín —Corina hablaba de su jefe de la Imprenta de los Niños Expósitos, Agustín Donado—, tradujo el artículo del periódico de inmediato y me ordenó imprimir cientos de copias. Los muchachos empapelaron Buenos Aires con este impreso. Mira —y le tendió uno, al cual Rafaela le echó un vistazo—. Por su parte, Manuel —se refería a Belgrano—, lo publicó en el
Correo de Comercio de Buenos Aires.
¿Acaso tu padre no lo leyó?

—No he visto a mi padre. Anda, Corina —dijo Rafaela, y le devolvió el libelo—, no me hagas leerlo. Dime qué dice.

—¡Que la Junta de Sevilla ha caído! Sus miembros huyeron despavoridos cuando el ejército francés entró en la ciudad. Y ahora un grupejo de comerciantes gaditanos ha formado Junta en Cádiz, y pretende gobernarnos a nosotros. ¡Ja! Pretensiones vanas —aseguró—. Esta mañana, asediado por los pasquines y los reclamos de nuestros patriotas, el Sordo publicó una proclama vergonzante. ¡Dice que con él estamos seguros! Y que su autoridad sigue vigente. ¡Que vigente ni ocho cuartos! Si cayó la Junta de Sevilla, Cisneros perdió legitimidad. Él asegura que no se realizará ningún cambio hasta que no sean consultados, entre otros, el virrey del Perú. ¡Figúrate!

Rafaela le habría preguntado qué diantre tenía que ver eso con ella. No obstante, calló para no desencantar a Corina. Envidió su vitalidad y pasión.

—La ciudad está que arde, Rafi, y la mina, al reventar. ¿No deseas venir conmigo ? Verás a Pancho Planes y a su primo Vicente López predicar en la Fonda de las Naciones, y a Orma y a Donado en el Café de Marcos. ¡Hablan de formar Junta aquí!

—Sí, mi niña —se aunó Creóla, que por comentarios de su novio, el aguatero Paolino, sabía acerca de lo convulsionados que se hallaban los alrededores de la Plaza de la Victoria—, vamos a la ciudad. Le hará bien salir un poco de este encierro.

—Tengo que terminar unos rosarios de pétalos de rosas para las Clarisas y unos jabones para la señorita de Lezica.

—¡Me hablas de rosarios y jabones en este momento histórico, Rafaela! Vamos, no seas badulaque —la tiró de la mano para obligarla a incorporarse—. ¡Creóla, trae el rebozo de tu ama, sus guantes y los botines!

Creóla se apresuró a cumplir la orden. Necesitaba alejarse de la calle Larga. Una opresión la angustiaba desde muy temprano cuando, al ver a Peregrina enjuagar los apositos de la señorita Cristiana, cayó en la cuenta de que hacía tiempo que no lavaba los de su ama. Esa mañana, al despertarla, había tenido que acercarle la bacinilla para que vomitase. Su ama estaba esperando un hijo del gaucho Furia y parecía no haberse dado cuenta. "Me cayó mal el pescado que comimos en la cena", había asegurado. Creóla no se atrevía a decírselo.

La apatía de Rafaela cambió por interés al llegar a la Plaza de la Victoria, donde un movimiento inusual de tropas y civiles alteraba el paisaje del centro de la ciudad. Corina sacó medio cuerpo por la ventanilla y gritó:

—¡Ey, Babila, negro lindo! ¡Llévanos al cuartel de los Patricios!

—¿Iremos a los cuarteles? —se escandalizó Rafaela.

—¡Sí, iremos al corazón de la revolución!

—¿Qué revolución?

—¡La revolución que hemos estado esperando, Rafi! La revolución que nos sacudirá de encima el yugo de los pelucones —así llamaban a los peninsulares por usar pelucas empolvadas.

—El señor Rómulo es español —señaló Creóla, con aire ofendido.

—Pues lo siento por él.

A ese punto, Rafaela entendió que las noticias de Corina, las que en un principio le habían resultado ajenas, afectarían su vida quizá del modo irrevocable en que lo había hecho la asonada del 1º de enero de 1809.

Rafaela y Creóla no desplegaron nada de la seguridad de Corina al trasponer el umbral del cuartel de los Patricios, y caminaron muy juntas, con las cabezas pegadas y tomadas del brazo. La milicia se veía exaltada. Cruzaban el patio a la carrera, vociferando y soltando risotadas, se agrupaban para conversar o leer algún pasquín. En sus semblantes se reflejaba el ánimo confabulador que los dominaba.

—¡Rafaela!

Rafaela, Corina y Creóla giraron y enseguida descubrieron que no había motivo de alarma: se trataba de Isabel de Pueyrredón de Albarellos, que, rodeada por un séquito de mujeres, se aproximaba para saludarlas.

—¡Qué agradable sorpresa! —dijo a modo de saludo.

—Lo mismo digo, Isabel.

Isabel la presentó a sus amigas.

—Este es el ángel que me ayudó a traer al mundo a mi pequeño Nicanor.

A pesar de la mirada de apreciación con que la honraban, Rafaela no lograba despojarse de la sensación de incomodidad que le causaba socializar con las amigas de Cristiana. Esas mujeres creían que Mimita era su hija.

Rafaela y Corina acababan de advertir que las muchachas iban cubiertas de rebozos de frisa celeste ribeteados con cintas blancas de gro cuando Marica Thompson, una de las del séquito, señaló la mantilla oscura de Rafaela.

—Deberíais llevar nuestros colores, el celeste y el blanco, si es que estáis con la causa de los patriotas.

—No sabía que ésos fueran los colores de los patriotas —apuntó Rafaela, intimidada—. ¿A qué se debe que sean celeste y blanco?

—Son los colores de la Caballería —explicó Corina—. El sargento Arzac me explicó que los gauchos de Pueyrredón llevaban dos cintas, una celeste y otra blanca, prendidas al poncho cuando expulsaron a los ingleses. Tomaron los colores del manto y de la túnica de la Virgen del Lujan. Lo hicieron para que Ella los protegiera en la batalla.

—Estamos tan felices con las nuevas noticias —expresó Isabel de Pueyrredón—. La caída de Sevilla en manos de los franceses ha sellado un destino de libertad para esta tierra. Nuestros guapos patriotas se aprestan para lo que sea.

—Mi padre —terció Ángela, y se refería al doctor Castelli—, sostiene que podremos formar gobierno sin necesidad de las armas. Lo que se busca es convocar a un Cabildo Abierto para discutir y votar la suerte del virreinato.

—De todos modos, la presencia del coronel Saavedra es imperiosa —aclaró Remedios de Escalada, hija del locador de Corina—, aunque más no sea para amedrentar al Sordo. Pronto saldrá una comitiva hacia San Isidro para traerlo.

—¡A la rastra, si es necesario! —acotó Angela.


¿
Quiénes irán a buscarlo ? Tiene que tratarse de hombres de temple y respetables para convencer al coronel.

—Oh, no te inquietes por eso, Marica —expresó Isabel—. Mi hermano acaba de decirme que irán algunos de la Infernal, con sus comandantes al frente.

—De seguro lo traen, pues. Ya sabemos que a French y a Beruti nada los intimida.

—A más si van escoltados por el gaucho Furia —acotó Remedios, con un brillo peculiar en la mirada.

Creóla percibió el estremecimiento de su ama y Corina sintió cómo le apretaba el antebrazo.

—Tranquila —le susurró.

—Hablando del rey de Roma… —sentenció Remedios, y sus amigas se dieron vuelta para mirar en dirección al portón principal del cuartel.

Artemio Furia acababa de trasponerlo. Descollaba entre los milicianos por su cabello rubio y su altura, y por la compañía de una mujer deslumbrante. Rafaela los miró con ojos como platos, y Corina y Creóla vieron cómo se le separaban los labios lentamente y sus pómulos quedaban sin color.

—¡Ah! —se sorprendió Ángela—. Esa que viene junto a él debe de ser Albana Bouquet, la actriz.

—¡Sí, sí, lo es! —ratificó Remedios—. Alquila unas habitaciones en los Altos de Escalada. ¿No es magnífica?

Toda la milicia se movilizó para saludar a la mujer. Rafaela se dedicó a estudiar su atuendo mientras permitía que un sentimiento de inquina y de rabia fuera apoderándose de ella; no tenía intenciones de sofrenarlo. La belleza y la prestancia de la Bouquet le resultaban insultantes. Se sintió fea y vestida con harapos. Un demonio se erguía dentro de ella y la tentaba con ideas macabras.

—Tranquila —volvió a susurrar Corina y, en voz alta, expresó—: Nosotras os dejamos, señoras y señoritas. Debemos encontrar al sargento Arzac. Buenas tardes.

Corina, asidua visitante del cuartel, lo conocía bien, por lo que se movió como si se hallase en su casa. Pronto se refugiaron en un cuarto vacío.

—Siéntate.

—No —se opuso Rafaela—, quiero verlo —lo contempló por el resquicio de una ventana. Se pavoneaba con la tal Albana Bouquet, repartiendo sonrisas a las amigas de Isabel, flirteando con Remedios de Escalada, que desplegaba un comportamiento indecente—. Lo odio —musitó.

—No, mi niña —terció Creóla—. No lo odie.

—¿Y por qué no debería hacerlo? —se enojó Rafaela.

—Pues... Pues... Porque usté... Él... Usté y él deberíais hablar, mi niña.

—¿De qué? Furia fue muy en claro al decirme que yo sería un
estorbo
en su vida.

—Pues tenéis que hablar. Usté no se ha dado cuenta, mi niña, pero... Usté va a tener un niño. El hijo de Furia.

—¡Cállate! —Rafaela pareció rugir la palabra. Bajó la cabeza, apreté los ojos y cerró los puños. Lucía perturbada, no sorprendida.

—¿Usted ya lo sabe, mi niña?

—Lo sospechaba —admitió, casi sin aliento—. Dios mío, ¿qué haré?

Las risotadas que explotaron en el patio del cuartel contrastaron con el ambiente lúgubre del cuartucho y los semblantes pesarosos de las tres muchachas.

Esa noche, en la casa de la calle Larga, ocurrió algo inusual: su padre y Aarón hablaron durante la cena, y lo hicieron para referirse a los acontecimientos políticos de ese viernes 18 de mayo. Ambos se mostraban acalorados con las novedades y realizaban conjeturas y emitían juicios. Por primera vez, Rafaela oyó mentar a los "chisperos" y a los "manólos".

—¿Quiénes son ésos? —se animó a preguntar Cristiana.

—Unos tipos al mando de French —explicó Aarón— que nada tienen de soldados, más bien son paisanos, gauchos y peones con intenciones de amedrentar al virrey.

—¿Por qué los llaman de ese modo tan peculiar?

—Tu abuelo Ambrosio —tomó la palabra Rómulo—, solía contarnos que existían en Madrid dos barrios donde habitaba la gentuza. Éstos eran el Lavapiés y el Barquillo. Dado que el primero estaba dominado por judíos, llamaban a sus habitantes "manólos", ya sabéis, por eso de que los primogénitos de los conversos deben llamarse Manuel. En el Barquillo eran mayoría los herreros, de allí que los llamaran "chisperos". De modo que, cuando oigáis mentar a "chisperos" y "manólos", no tengáis duda de que se está hablando de gente de la peor ralea.

No era el discurso que Rafaela deseaba escuchar en ese momento. Estaba cansada, le dolía la cabeza y le latían los pies. La ira que había experimentado al ver a Furia en compañía de esa pelandusca fue convirtiéndose en angustia y depresión. Tenía el ánimo por el piso.

—Padre, ¿podríamos ir a su salita, por favor? Necesito hablar con usted.

Rómulo temió que quisiera abordar el tema de su relación con Cristiana, así que pensó en negarse. Al final, asintió. Aprovecharía para comunicarle su decisión de entregarla en matrimonio a Aarón. La conversación no empezó como él esperaba.

—Padre, necesito retirarme un tiempo al Convento de las Clarisas.

—¿De qué estás hablando?

—Mi alma necesita paz. Los últimos tiempos han sido difíciles. Con su exilio, todo se precipitó, y vivimos situaciones de mucha angustia —Palafox bajó la vista, avergonzado—. Ahora que usted ha regresado y que todo comienza a solucionarse, deseo retirarme a meditar.

—¿De qué diantre estás hablando, Rafaela? ¿Quieres convertirte en monja? ¡No lo permitiré!

—No, padre. No se trata de eso. Sólo busco serenarme. Desde hace un tiempo, sufro un permanente desasosiego, no duermo bien, no como bien, nada me conforma. Sólo necesito silencio y paz.

—Lo que necesitas es un esposo.

—He decidido que jamás me casaré —objetó Rafaela—. Permaneceré a su lado, cuidándolo, y criando a Mimita.

—¡Sandeces! Te casarás. No permitiré que malgastes tu vida. Y ya he decidido con quién lo harás. Casarás con tu primo Aarón —disparó, sin pausa.

—¿Qué?

—Él es de mi confianza. Lo conozco desde pequeño. Es como un hijo para mí.

—Pero yo no lo amo —balbuceó Rafaela.

—¿Qué importa eso? El matrimonio no es una cuestión de amor. ¡No me vengas con esos desatinos! De seguro, tengo que agradecerle a tu tía Pola por ellos —suavizó el gesto y el tono para expresar—: Rafaela, no te apenes por nada. Con el tiempo, llegará el cariño. Aarón te respeta y se hará cargo de ti del modo en que yo lo haría.

—Padre, no lo haré. No desposaré a Aarón, No puedo hacerlo.

Rómulo se movió con impaciencia y se restregó la cara hasta arrancarle un color encarnado.

—Rafaela, no estoy solicitando tu opinión. El deber de un padre es bregar por el bienestar de su hija. Y yo juzgo que una alianza con Aarón es lo mejor para ti.

—No lo haré —se empacó Rafaela.

—Lo harás. Me debes respeto y obediencia.

—Lo he obedecido en todo, padre. En esto, no.

—¡Lo harás! No se hable más del asunto.

—¡No lo haré! —gritó, e hizo el ademán de marcharse.

Palafox la sujetó por la muñeca y, de un tirón, la acercó para decirle:

—Estoy cansado de tus desplantes y caprichos, Rafaela. He sido blando contigo y aquí tienes los resultados. Te has convertido en una joven díscola e irreverente. Te casarás con Aarón. Esta conversación ha terminado.

En el silencio que se cernió sobre ellos, sus ojos parecían hablar a gritos. Rafaela consideró espetarle su asunto con Cristiana, aunque ya sabía que no lo haría; se trataba de un tema demasiado vergonzante y delicado. En cambio, manifestó con aplomo:

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