—Es la segunda vez que me golpeas, Rafaela. La próxima vez
...
—La próxima vez —la detuvo— te dejaré pelada. Te advertí que mantuvieras lejos a ese engendro endemoniado. Te lo advertí y no me hiciste caso.
—¿Quién eres tú para que yo te haga caso?
—¡Soy la dueña de casa! ¡De la casa donde tú, tu madre y tu hermano viven como recogidos!
—¡Oh!
—¿Qué ocurre aquí? —la voz de Rómulo tronó en la sala.
—¡Tío! —Cristiana se incorporó y corrió a refugiarse en los brazos de Palafox—. ¡Rafaela me golpeó!
—Sí, te golpeé, y la próxima vez te dejaré pelada.
—Parecen dos bandoleras de la Recova.
—Yo no me comporté como una bandolera, tío.
—Es cierto, tú no eres una bandolera —apuntó Rafaela—. Eres un ser macabro que disfruta viendo cómo un animal mañoso y perverso lastima a una criatura indefensa.
—¡Basta! —se impacientó Palafox.
Cristiana bajó la vista; Rafaela, en cambio, sostuvo la de su padre, No descubrió en él el enojo del día anterior; por el contrario, la juzgó una mirada deprecatoria. Los contempló alternadamente, a su padre y a, Cristiana, y supo que jamás hablaría de modo franco sobre su amorío. Algo muy profundo en ella se lo impedía. Dio media vuelta y se marchó con Mimita en brazos. Encontró a Creóla en el laboratorio. Le entregó a la niña y se puso a trabajar. Abrió dos vainas de glicinas y echó las semillas en el almirez. Comenzó a machacarlas.
—¿Qué hace, mi niña?
—Si estas semillas casi me mataron cuando niña, de seguro acabaran con Poupée.
—¡Niña Rafaela! ¡Por amor de Dios!
—Mezclaré la pasta con su comida. Mañana amanecerá muerta.
—¡No, no! ¡No lo haga!
—Lo juré, Creóla. Juré a Cristiana que si ese animal importunaba de nuevo a Mimita, lo envenenaría. Y acaba de importunarla.
—Esa perrita no tiene culpa de nada, mi niña. Los animales son como sus dueños los crían. Ella no tiene culpa —insistió—. Es culpa de su prima, de nadie más.
La declaración de Creóla la llevó a detenerse. Artemio Furia había dicho algo similar al hablarle de los caballos. Y con qué pasión lo había hecho. Amaba a esos animales y ellos a él, y sospechaba que pocos conocían de manera tan acabada la naturaleza de esas bestias, las características de su anatomía, las enfermedades que los aquejaban, sus mañas y caprichos.
—Dicen que domar un potro a lo indio no es cosa de hombres —le había referido en aquella oportunidad—. ¿Pa'qué, me pregunto yo, quebrarle el lomo a la pobre bestia que será nuestro aliao pa'no perecer en la pampa? Sin el pingo, los changadores no somos naides. Ellos son nuestros verdaderos amigos. É muy raro que se arruine a un caballo si se lo doma a lo indio. En cambio, con el modo de los cristianos, é má bien frecuente. Así muchos güenos pingos se pierden, cuando, trataos con rispeto y cariño, hubiesen sido ecelentes. Se le echa la culpa al animal. Se dis que tiene mucho temperamento, se los tilda de estrelleros.
—¿Estrelleros?
—Porque, como son ariscos, dan cabezadas, es decir, levantan la vista
pa'ver las estrellas.
Incluso a algunos, se manda carnearlos. El caballo é un animal con ecelente memoria y no se olvida ni perdona un mal rato. Por eso é mejor tratarlos bien dende potrillos, pa'que sean confiaos y, por tanto, confiables. Al domarlo como los indios, se obtiene un pingo con muy poco uso de rienda, casi se lo maneja con el cuerpo, mediante movimientos y señales. Esto é muy güeño cuando se está cazando, en especial al avestrú. El caballo é, pues, como su dueño lo críe —había rematado, pasado un silencio.
Rafaela se dirigió al pozo de los residuos, ubicado en el patio de la servidumbre, y arrojó la pasta de glicinas. Habría matado a Poupée si su esclava no la hubiese detenido. A veces la asustaban sus impulsos. "Siempre has sido mujer de emociones extremas", le había dicho Ñuque horas atrás. Las pasiones la habían dominado desde pequeña, y la agotaba el esfuerzo por mantenerlas a raya y mostrar una superficie calma para agradar a su padre. Furia, al tentarla con la libertad, había cortado el nudo gordiano que sujetaba su verdadera índole. Quizás había sido un error probar esa libertad porque sospechaba que ya no se conformaría con menos.
Tampoco cenó con su familia esa noche. Un dolor de cabeza la excusó de enfrentar a su padre, a quien terminaría por reclamar que hubiese despedido a los hombres de Artemio. Se quedó dormida de inmediato, sin conseguir paz en el sueño. Una pesadilla la despertó angustiada, con un dolor en la garganta a fuerza de reprimir el llanto. Se dio cuenta de que había dormido poco, pues la bujía no se había consumido. La realidad, que Artemio Furia se hubiese marchado, se volcó de nuevo sobre ella, y se puso a llorar.
Un sonido rompió la mansedumbre de la noche. Detuvo el llanto para oír. Se trataba de un gruñido. Levantó el torso y giró la cabeza. El corazón le dio un brinco. De pie, al otro lado de la ventana, se hallaban Artemio Furia y Quinto. La alegría y el alivio arrasaron con la angustia. Saltó de la cama y, sin echarse la bata encima, cruzó el dormitorio a la carrera. Abrió la ventana de par en par y no reparó en el viento frío que le pegó el camisón al cuerpo.
Artemio la contemplaba dormir desde hacía un rato. La había visto agitarse en sueños y despertar. En ese momento, mientras observaba cómo se mecían sus hombros a causa de un llanto apenas audible, se mordía el labio para no llamarla y acabar con su pena. Él, un hombre de gran resistencia, capaz de soportar climas extremos, regiones inhóspitas, hombres sanguinarios y depredadores feroces, sucumbía ante la tristeza de su Rafaela. Sin embargo, tenía una promesa que cumplir. Su corazón volvió a tornarse de piedra. Cerró las manos alrededor de las rejas, donde apoyó la frente, agobiado por el peso de una promesa y la intensidad de su amor. "Vete, márchate", se instó. "Olvídate de ella. Déjala ir." "Sólo una vez más", se dijo. "Quiero verla una vez más. Después, la dejaré ir."Quinto lo delató. O quizá percibió el anhelo que lo dominaba y actuó por él. Al verla saltar de la cama y correr hacia la ventana, sólo su desprecio por la cobardía lo mantuvo quieto, porque, en verdad, habría huido, trepado el muró y caído sobre Regino para escapar. No tenía valor para enfrentarla, no confiaba en su determinación.
Allí estaba su Rafaela, de pie frente a él, contemplándolo con sus enormes ojos verdes, las pestañas pesadas de lágrimas, los labios húmedos hinchados y entreabiertos, como después de recibir sus besos. La deseaba a pesar de que fuera la hija de un hombre detestable. Había creído luego de evocar la noche del 5 de junio de 1790, repasando los mometos más trágicos de su vida, habría conseguido exorcizar la imagen de Rafaela y reconstruir la pared de furia y odio que ella había demolido.
—Señor Furia —dijo, y se tomó de las rejas. Artemio le cubrió las manos con las suyas y cerró los ojos cuando Rafaela le besó los dedos, mojándoselos—. Gracias a Dios, ha regresado —su voz quebrada agitó las palpitaciones de él—. Lamento tanto lo ocurrido ayer en la sala. Estoy tan avergonzada. Mi padre ha sido injusto y miserable. Hoy despidió a sus hombres, sin darles un cuartillo.
—Usté no se priocupe por eso. Usté no se priocupe por náa.
Debía marcharse, no toleraba la hipocresía. Él, que planeaba destruir a Rómulo Palafox, le pedía que no se preocupara por nada. Sintió asco de sí.
—Me marcho.
—Sí, sí. Aguarde un momento. Preparo un lío de ropa para mí y para Mimita y nos iremos con usted.
Artemio metió la mano entre las rejas y la detuvo por la muñeca.
—Me marcho solo.
—¿Solo?
—¿Usté pensó que la llevaría conmigo? —su acento irónico la golpeó. El orgullo le impidió contestar—. Usté es una niña de sociedá, ¿cómo pensó que me la llevaría? ¿Pa'qué? Sería un estorbo. Ni siquiera come carne. Y en la campaña, sólo se come carne.
Rafaela dio un paso atrás.
—¿Por qué hace esto, señor Furia? Yo creí que...
—¿Que qué? ¿Que nos casaríamos?
—No. Creí que usted me amaba tanto como yo lo amo a usted —Furia carcajeó para ocultar el efecto producido por la declaración—. ¿Por qué hace esto ? —insistió Rafaela—. Ya le dije que estoy avergonzada por el comportamiento de mi padre. Yo no soy como él. No me castigue.
—Ustede,
la gente de buen ver,
se creen más que naides, con sus apellidos españoles y sus costumbres pomposas.
—Yo no —sollozó Rafaela.
—Usté é igual que tuita la gente de su casta. Ansina lo sentí cuando su padre la pilló conmigo en la sala. ¡Se avergonzó de mí!
—¡No! ¡Jamás!
Tensó los músculos para controlar un temblor. Las lágrimas de Rafaela y su expresión de niña perdida significaban un duro golpe; no obstante, simuló un aire despiadado. Quería que lo odiara tanto como él debería odiarla por ser la hija de Palafox.
—¿A qué vino, señor Furia? —le preguntó, sin enojo.
—Ya le dije. A decirle que me marcho. A despedirme de usté.
La imagen de Furia se distorsionó. Lo observaba a través de un velo de lágrimas. Habría deseado ser una mujer inteligente, de respuestas rápidas, como tía Pola; en cambio, permanecía allí, de pie frente a la ventana, con la reja interponiéndose entre ella y Furia, y no atinaba a hilar dos palabras. Por experiencia sabía que, en unas horas, elaboraría varios argumentos sólidos e ingeniosos para retenerlo. Ella los precisaba en ese instante en que su mente se mantenía en blanco. La desesperación le recrudeció el llanto. Él la miraba con irreverencia, como si la juzgase poca cosa, privándola de fuerza y del deseo de vivir.
—¿Se va, entonces? —Furia la miró y no le contestó—. ¿Así termina todo?
Lo vio asentir. Rafaela se deslizó hasta quedar sentada en el suelo, con la frente sobre las rejas. Artemio anhelaba consolarla contra su pecho, dejarse hechizar por su aroma, beber sus lágrimas, besarla entre las piernas, arrancarle un último orgasmo. Ninguna mujer era tan bella como Rafaela Palafox cuando el placer anegaba su cuerpo y le resplandecía en la cara. Ninguna mujer había respondido a su ardor como ella. Ninguna volvería a significar para él lo que su Rafaela de las flores. Dio media vuelta para ocultar el llanto inminente, el que despuntaba en los temblores de su mentón, y echó a andar en dirección de la tapia.
—¡No! —se desesperó Rafaela, y se olvidó del orgullo—. ¡No me deje! —reaccionó.
Artemio Furia se detuvo en medio del patio, se volvió apenas y apartó el rostro deprisa para no volver a ver a Rafaela en ese estado. Las lágrimas le enturbiaban la vista, y le resultaba una ordalía no hincarse y prorrumpir en gritos. El odio, la rabia, el amor, la impotencia y la angustia se agolparon en su pecho hasta transformarse en una puntada que lo privó de aliento. Rafaela seguía llorando y llamándolo, "Artemio, Artemio". Lo torturaba la última imagen de ella, de rodillas, con la cara sobre las rejas y los brazos extendidos hacia él. "Artemio, Artemio." Consiguió inhalar. El dolor se acentuó para disminuir un momento después en tanto la respiración se normalizaba. Corrió hasta el algarrobo que crecía junto al muro, trepó cen la agilidad de Quinto y se encaramó en la tapia. Cayó de pie sobre el recado y se deslizó hasta sentarse. El caballo se paró en sus cuartos traseros, relinchó y salió disparado hacia el norte.
Venus y Mercurio
Después de la partida de Artemio Furia, Rafaela cayó enferma. La fiebre la atacó al día siguiente, durante el viaje de regreso a Buenos Aires. La garganta le raspaba, y tosía con una ferocidad que terminó por desgarrarle el costado izquierdo. El dolor del desgarro fue tan violento —como si hubiese recibido una cuchillada— que le quitó la respiración. Pensó: "Estoy muriendo", y experimentó alivio. Sin embargo, el dolor remitió y ella siguió viviendo, apenas consciente, pues la fiebre la sumía en el delirio. Por momentos se hallaba en la carreta junto a Furia, en otros, en la laguna o en su puesto, donde veía a Quinto; sólo a veces reconocía las facciones de Ñuque, que se inclinaba sobre ella.
—Bebe, Rafaela —y la obligaba a sorber una tisana a los tumbos, en el habitáculo de la volanta.
—¿Dónde estoy?
—En el coche, camino a Buenos Aires.
—Mimita —se desesperaba.
—Ella viaja en la otra galera, la de tu padre, con Creóla. No puede permanecer aquí. Podrías contagiarla.
Cerraba los ojos y enseguida se zambullía en un mundo de confusión. No supo si entró y salió de ese estado morboso por días o por horas. Tuvo una visión fugaz del rostro de su primo Aarón, que le besaba la frente y la cargaba en brazos. Identificó el aroma de su dormitorio y, al entreabrir los ojos, distinguió las líneas de su cuja tijera con baldaquín. La depositaron sobre el colchón, y distinguió el perfume a limpio de las sábanas. "Estoy de vuelta en casa", se alegró. Tenía la impresión de que había abandonado la quinta de la calle Larga años atrás. Soltó un suspiro y se hundió en una negrura plagada de imágenes confusas, como la de su padre llorando sobre su mano, o el ceño del doctor O'Gorman, que le sostenía el brazo, o la sonrisa de Ñuque, mientras le acercaba una cuchara a la boca. También percibía los aromas, el de los óleos, que le recordó el día en que su madre recibió la Extremaunción; el de su primo Aarón ,como a albaricoque, que se mezclaba con el del tabaco almizclado de sus cigarros; el de Mimica, a la que Creóla perfumaba con Agua de Hungría; o el de su perfume, el que había bautizado
Amor.
"Señor Furia", deseaba gritar, pero la voz no le salía.
Paolino, el aguatero, descargó varias canecas de agua en los tinajones del último patio de la quinta de los Palafox. Creóla, enviada para supervisar el escanciado, arrojar la pastilla de alumbre que purificaría el agua cenagosa del río y pagarle cinco reales, miraba hacia otro lado, hacia el terreno que se desplegaba más allá del patio, ocupado casi en su totalidad por el jardín de la señorita Rafaela y por el huerto, ambos famosos por su feracidad y exuberancia. Paolino no necesitó preguntarle a la esclava a qué se debían sus ojos hinchados y su nariz colorada.
—¿Cómo sigue la niña Rafaela?
—Mal.
—¿Muy mal? —Creóla asintió—. ¿Tanto como para...? —la pregunta quedó en suspenso.
—Eso dice don Miguel —hablaba del doctor O'Gorman—, que tenemos que esperar lo peor. La neumonía es muy peligrosa.
Creóla se cubrió la cara con el mandil y rompió a llorar. Paolino echó vistazos antes de abrazarla y besarla en la frente. Se despidieron entre lágrimas, con profesiones de amor. El aguatero saltó sobre el yugo y aguijó a los bueyes que tiraban la carreta. Con la misma pértiga, golpeó la campana para anunciar su presencia a los vecinos de la calle Larga, le pareció que los campanazos comunicaban un mensaje lúgubre, como si reflejaran la pesadez de su ánimo. No podía ver sufrir a Creóla.