Me llaman Artemio Furia (17 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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Una mañana de finales de enero, antes de que Mimita se despertara, Rafaela se vistió, sin la ayuda de Creóla, con una saya cómoda y una blusa de algodón liviano; se colocó una pamela de alas anchas y partió rumbo a la laguna con su libreta de anotaciones y su lápiz de carbonilla. A pesar de la recomendación del señor Furia —que no visitara sola las inmediaciones de la laguna dada la presencia de jaguares—, Rafaela caminó con decisión, sintiéndose extraña y pletórica de energía. Desde su llegada a
La Larga,
había cambiado, algo dentro de ella se había quebrado, haciéndola sentir libre y osada. Como le gustaba hallar la razón de las cosas, iba reflexionando acerca de los motivos de ese cambio, mientras, en cuclillas, analizaba distintas especies nuevas y tomaba nota. A la par, incluía algunas reflexiones.
Creo haber hallado una alfombra de vincapervinca: de la especie
minor.
Sus flores azules, medio violáceas, confirman mi hallazgo. Tomaré algunas hojas para preparar un extracto fluido, muy bueno para detener hemorragias. A Demetrio Sola le interesará esta medicina y me pagará bien por ella. Ojalá el señor Furia regresara pronto con un buen hato de vacas. Las venderé y, con ese dinero, pagaré los impuestos de
La Larga
y de la quinta de Buenos Aires. Me pregunto por qué demora tanto el señor Furia. Ya han pasado semanas. Isidoro asegura que el ganado debe de haberse movido varias leguas, de allí su tardanza. No puedo engañarme: deseo que regrese. Las ansias crecen dentro de mí cada día que pasa; me desasosiegan, me inquietan y me vuelven expectante a la vez. Tengo miedo de mí misma, de lo que me permita sentir por él ahora que me hallo en esta disposición tan ajena a mi índole. ¡Dios mío! Es un hombre tan por debajo de mi condición y ni siquiera me importaría si mi padre y mis tías condenaran este sentimiento. ¿Qué está sucediéndome? Me desconozco. Por mucho que amé a Juan de Dios, jamás se apoderó de mí este espíritu osado. Nuestro amor era algo prohibido, y yo lo entendía bien. Ahora, en cambio, todo parece distinto.

Se incorporó al escuchar un sonido que se impuso al de los insectos y pájaros, algo similar a un tumulto lejano. Entrecerró los párpados porque el reflejo del sol sobre la laguna la encandilaba. No advirtió nada inusual, aunque dada su posición, en la hondonada del terreno, resultaba difícil ver más allá. Decidió averiguar de qué se trataba y se encaminó hacia la loma.

Artemio Furia se alegró cuando don Íñigo, que cabalgaba a su lado, le informó que las tierras que pisaban pertenecían a
Laguna Larga.
Ansiaba llegar y poner fin a la inquietud que lo asolaba desde hacía semanas, que no se relacionaba con el viaje infernal que estaban a punto de terminar sino con Rafaela Palafox y Binda. Llevaba su imagen impresa en las retinas y en la cabeza. Anhelaba desembarazarse del hedor de las bestiasy de su cuerpo sucio para inspirar de nuevo el aroma inefable que lo había hechizado la tarde en que lo invitó a tomar té de menta. Levantó apenas las comisuras con el recuerdo: él, un gaucho, ella, una señorita de sociedad, departiendo en el comedor como dos de la misma casta. Admitía que se había sentido a gusto, ella lo había hecho sentir así, y no existió un instante en que la joven echara mano de su superioridad para imponerse, ni siquiera cuando él, a propósito, le habló de cuestiones que debieron de ofenderla. Quería olería de nuevo, esta vez, con su nariz clavada en el hueco que se formaba entre la oreja y el cuello para después seguir el rastro hacia abajo, detenerse en el escote y acabar en los pechos. Se acomodó en la montura para aliviar la puntada entre las piernas. Su overo se inquietó y él masculló para aplacarlo, consciente del riesgo de un caballo encabritado en medio de un rodeo tan mañoso.

"Rafaela." Necesitaba pronunciar su nombre, el mismo del arcángel, llamado "medicina de Dios", a quien Ciríaco había encomendado su salud cuando cayó enfermo después del asesinato de sus padres. ¿Sabría Rafaela Palafox que hacía honor a su nombre fabricando medicinas ? La noche anterior a partir, Felisarda y su madre le habían asegurado que la señorita no sólo poseía talento para la confección de perfumes y potingues sino para las medicinas, y le mostraron un líquido marrón, obsequio de Rafaela, que se aplicaba para desinfectar cortes y raspaduras.

Inspiró el aire de la mañana, que sólo arrastraba
,
el hedor de los miles de vacas y toros que los circundaban. La ansiedad no mermaba, lo volvía exigente, porque, así como deseaba recorrerla con su nariz y olerle hasta el último rincón, también quería penetrar en su boca con gusto a menta. "¡Uy, la niña Rafaela toma litros de té de menta! ¡Todo el santo día!", había expresado Felisarda.

Giró la cabeza hacia la derecha y echó un vistazo feroz a Gabino, un tape de mal carácter al que apodaban "el domador", cuando su picazo se puso a piafar. A golpes de arreador, se abrió paso entre la marea de vacas y toros y lo alcanzó.

—Me 'tá pareciendo, Gabino, que tu pingo no es güeno pal'rodeo.

—Demasiado arisco pa'una punta como ésta, tan malina —acotó Calvú Manque. Artemio le indicó con un gesto que no se entrometiera, por lo que el indio se alejó sobre su ruano. Gabino no era un hombre fácil, menos aún para hablarle mal de su montura.

—Quédate tranquilo, Juria —habló el hombre—. É medio bravo, el Cachafá, no lo voy a negar, pero lo tengo bien dominao.

Artemio asintió y se movió hacia el frente de la manada, junto con los primeros animales. Según don Íñigo, transpuesta la barranca, pronto llegarían al ámbito destinado para el rodeo, un espacio abierto, sin hierbas, alejado de la casa principal, con un palo de ñandubay en el centro para atraer a los animales a rascarse. Ahí no acabaría el trabajo. Una vez en el rodeo, emprenderían las tareas de separación, curaciones, castraciones y marcaciones de los orejanos, a más de enseñarles a aquerenciarse. Recuperar el ganado de don Juan Andrés y de Palafox no había resultado fácil, especialmente porque tuvieron que arrancárselo a los abigeos que lo habían robado. Los rastrearon durante semanas hasta descubrirlos en la zona del Delta, desde donde se disponían a transportar a los animales en armadías hacia la Banda Oriental. Artemio conocía bien esa práctica puesto que, por años, había contrabandeado cueros y ganado del mismo modo. Les cayeron encima una noche como jaguares rabiosos, matando a varios y permitiéndoles huir en desbandada a los más cobardes. Complicó el regreso que muchos animales se encontrasen en mal estado, que hubiese elevado número de torunos —toros mal castrados—, con un genio de los mil demonios, y mucha vaca chucara. Los habían arrastrado legua tras legua a pechadas y rebencazos en las paletas, tratando de proteger a los terneros del aplastamiento y galopando de un lado a otro porque formaban punta por cualquier sitio que descuidaran.

Artemio se hizo sombra con la mano ante la visión de algo que emergía de la barranca y cuya silueta se iba definiendo contra el cielo despejado. Percibió cómo sus entrañas se volvían de piedra y la respiración se le cortaba al reconocer a Rafaela Palafox. "¿Qué mierda hace esa china acá?", rugió para sus adentros. Se hallaba frente a él, a cierta distancia y en medio del camino de una manada que la convertiría en un amasijo sanguinolento en caso de una estampida. Levantó los brazos y los sacudió con actitud frenética, lo que ella interpretó como un saludo y le respondió de igual modo. Miró de reojo y confirmó que sus hombres acababan de avistarla y que, al igual que él, levantaban los brazos y ejecutaban señas desesperadas. Ella los saludaba con una sonrisa que Artemio alcanzaba a distinguir bajo la sombra que proyectaba el ala de la pamela. "No debería sonreír de ese modo a cualquiera", masculló.

No necesitó saber que el relincho nervioso pertenecía a Cachafaz, el picazo de Gabino. Giró sobre su montura y lo vio corcovear y sacudir la cabeza. Percibió la inquietud de sus hombres y la de las vacas, que comenzaron a mugir y a abrirse. Gabino descargaba el rebenque sobre las ancas de su caballo y levantaba las riendas, lo que enfurecía aún más al animal, que terminó por bolearse, empinándose de tal modo que acabó con el lomo sobre el suelo, aplastando a su dueño. Artemio vociferó órdenes para salvar al jinete y para atajar al rodeo, que ya corría desbocado. Negros pensamientos inundaron su mente al lanzar su caballo en dirección a Rafaela en un intento por ganarle la carrera a miles de vacas que en cuestión de minutos se cernirían sobre ella.

Rafaela tardó en percibir que el suelo vibraba en tanto la manada se dirigía hacia ella en estampida. Giró apenas la cabeza y lo vio, a Artemio Furia, inclinado sobre la cruz de su caballo, con el rostro transformado y los largos mechones que batían sobre su espalda. Profería gritos que de pronto dominaron sus oídos y acallaron el tumulto. Él se precipitaba a una velocidad que impedía distinguir las patas del overo, el cual cada tanto zigzagueaba
,
para cortar el avance de una vaca o de un toro que lo sobrepasaban. Su mirada encontró la del gaucho, y quedó prendada de la fiereza de sus ojos. Una nueva orden vociferada la obligó a reaccionar. Dio media vuelta y echó a correr.

Artemio se ladeó en la montura hasta quedar paralelo al terreno y, al pasar junto a Rafaela y sin mermar la marcha, la recogió como sí se hubiese tratado de una niña y la cruzó sobre la grupa. Rafaela apretó los párpados y jamás los abrió. Por instinto supo que él no la dejaría caer y permaneció inmóvil y tensa, recibiendo en el pecho las sacudidas producto del galope. Al cabo se angustió al pensar que se hallaba en una postura humillante.

Artemio verificó que se encontrasen fuera de peligro antes de apretar los ijares de su caballo para disminuir la velocidad. Rafaela notó que mudaban a un trote hasta detenerse. Furia desmontó de un salto, la tomó por la cintura y la ayudó a bajar. Las rodillas no le respondieron, y habría acabado en el suelo si él no la hubiese sostenido. Rafaela descansó la frente en su pecho. Tenía deseos de vomitar. Estaba sin aliento. Se apartó lentamente y elevó el rostro. La expresión de Furia le dio pánico y se alejó con un impulso.

—¿Qué hacía cerca de la laguna? —la voz del hombre la conmocionó; se había olvidado de su matiz ronco y amenazador—. ¿Qué carajo...? ¿No le dije que no se acercara a esa zona?

—Lo siento, lo siento —suplicaba, con la cabeza baja y apretando los puños—. ¿Ha sido mi culpa?

—¿La estampida? ¡No, claro que no! ¡Pero desobedeció mi orden! Le advertí que no debía...

—¡Oh! —exclamó Rafaela, al tiempo que se contemplaba las manos abiertas.

—¿Qué ocurre? —se asustó Furia, y se las tomó para verificar que no estuviesen lastimadas.

—¡Mi libreta! ¡He perdido mi libreta!

—¿Qué libreta?

—¡La libreta donde realizo mis anotaciones! ¡Mi vida está en esa libreta!

—¿Estuvo a un pelo de morir aplastáa y se priocupa por una libreta de mi...? —en el silencio que continuó sólo se escuchaba el resuello de Furia—. ¡Mujer terca!

"Es que nací bajo el influjo de Tauro", se habría justificado Rafaela, recordando las enseñanzas de su tía Pola, experta en el Zodíaco Solar, un secreto compartido que las habría conducido ante el tribunal de la Inquisición de haber salido a la luz.

Furia la estudió con una mirada penetrante. Por fin la soltó y, sin aviso, la levantó en brazos y la acomodó sobre la montura. Con la agilidad de un gato, se colocó detrás de ella y la aferró por la cintura. Chasqueó la lengua, y el caballo emprendió la marcha a paso ligero.

Durante los primeros minutos, Rafaela permaneció en estado de conmoción. Le costó aprehender la dimensión de lo que había sucedido y de lo que estaba sucediendo: su vida acababa de correr peligro y se hallaba por primera vez sobre un caballo, con la espalda apoyada en el pecho de un hombre al que su padre le habría prohibido mirar. No debía olvidar el detalle de la mano derecha de él apretando su vientre. Casi prorrumpió en carcajadas histéricas. Se mordió el labio y bajó la cara.

Recuperó los sentidos: el del tacto, cuando, en una acción poco juiciosa, descansó la mano sobre la de Furia y la notó seca y áspera; el de la vista, cuando se permitió ver la calidad de la tela de su chiripá y el color de sus botas de potro (tenía los dedos al aire); el del olfato, al percibir un olor acre, mezcla del sudor del hombre y el de la bestia; y ella, tan sensible a los aromas, se dijo que no le importaba pues, si bien se trataba de un olor desagradable, era el de él.

Artemio contuvo la respiración y dejó caer los párpados al sentir la mano de Rafaela sobre la suya. Recordaba sus manos de la tarde en que habían bebido té de menta. No eran pequeñas, pero sí elegantes, muy blancas y de dedos largos, las manos de una mujer fuerte, resuelta, laboriosa. A pesar del esfuerzo de voluntad, se las imaginó en torno a su pene, apretándolo, acariciándolo, cada vez más enérgicamente. Se mordió el labio y espiró con lentitud.

—Es la primera vez que monto a caballo —la escuchó decir.

—¿Por qué no lo hizo antes? —preguntó, cuando se sintió seguro de su voz.

—Porque tenía miedo. Le temo a los animales. A los perros en especial.

—¿Le gustaría aprender a montar?

—Sí, creo que sí.

No volvieron a hablar y, al llegar a la casa, él la ayudó a bajar y, sin despedirse, espoleó el caballo y se alejó al galope.

En la oscuridad de su puesto, Furia se tendió desnudo en el catre y aguardó a que cada músculo y tendón se relajara. Por fortuna, sus hombres habían actuado con diligencia e impedido que la estampida pasara a mayores. Antes del atardecer, habían reunido el ganado disperso, que en ese momento se hallaba en el corral de palo a pique, cercano al rodeo. Estaba molido, le dolía el cuerpo, no tanto por el duro trabajo sino por la tensión experimentada al ver a Rafaela Palafox expuesta a la muerte. Después de dejarla a salvo en la casa, había estado de un humor de perros, con deseos de regresar y golpearla por haberse arriesgado a visitar esa zona pese a sus advertencias. Gabino, con acierto, se mantuvo alejado y afanado en congregar a los animales. Arreglaría cuentas con él al día siguiente.

Inspiró a conciencia y soltó el aire poco a poco. Se sentía mejor. Acababa de darse un baño en la laguna con una pastilla de jabón que Felisarda le había entregado, producción de la niña Rafaela, según comentó. Olía muy bien, y el aroma impregnado en su piel y en su cabello todavía húmedo, flotaba en el aire de la noche cálida de verano. Se incorporó y encendió una bujía con su yesquero. Lió un cigarrillo y se recostó a fumar. Después de unas pitadas, abrió la libreta forrada de cuero que había hallado cerca de la duna, y se dispuso a hojearla. La letra, de un trazo grande y redondeado, algo inclinado hacia la derecha, se correspondía con la de la lista de perfumes consultada por la señorita Bernarda aquel día en Buenos Aires.
Hoy he colgado ramas de canela en la galería para ahuyentar a las moscas. Así me ha encontrado el recomendado de don Juán Andrés de Pueyrredón, Artemio Furia. No sé cómo describirlo. No era lo que esperaba. Al quitarse el pañuelo que llevaba a lo corsario, reveló una cabellera rubia y áspera, que le sobrepasa los hombros. La belleza de sus facciones es tan pura e indiscutible que me he quedado mirándolo como lo haría ante una obra de arte, con reverencia y pasmo, sin atender a sus ropajes de paisano ni a su casta. Me sentí fea e intimidada.
Artemio profirió una carcajada. "¿Fea?", dijo en voz alta. "¿Acaso esta mujer además de terca es ciega?", pensó.
También sus ojos llamaron mi atención, algo velados por los párpados, pero de un color turquesa esplendente que se adivina de igual modo. Resulta injusto que un hombre posea pestañas tan ridiculamente femeninas, espesas y arqueadas, y de un tono casi negro que contrasta con el de las cejas. ¡Qué daría yo por las pestañas del señor Furia!
Otra risotada.
Su nariz, pequeña y recta, ni siquiera se compara con la de Cristiana. Una nariz de trazo tan delicado no desentona en ese rostro de mandíbulas cuadradas, mentón fuerte, barba de varios días y cuello grueso con una nuez de Adán muy pronunciada. Debe de ser muy velludo porque alcancé a ver los pelos que le asomaban por debajo de la camisa en la base del cuello. Soy alta, y de igual modo he debido llevar la cabeza hacia atrás para mirarlo. A pesar de su hermosura, tiene un gesto que asusta. Su seriedad casi raya en la antipatía. No sabe conducirse con una dama y me ha hablado con la misma crudeza y desentono que debe de emplear con sus pares.
Artemio pasó varias páginas, leyendo a vuelo de pájaro unas recetas, como la de polvo para limpiar los dientes y pebetes para perfumar, y se detuvo a admirar los diseños de plantas y flores. Rió con los comentarios acerca de Bamba e Isidoro hasta que una frase llamó su atención.
Ojalá el señor Furia regresara pronto con un buen hato de vacas. Las venderé y, con ese dinero, pagaré los impuestos de
La Larga
y de la quinta de Buenos Aires. Me pregunto por qué demora tanto el señor Furia. Ya han pasado semanas. Isidoro asegura que el ganado debe de haberse movido varias leguas, de allí su tardanza. No puedo engañarme: deseo que regrese. Las ansias crecen dentro de mí cada día que pasa; me desasosiegan, me inquietan y me vuelven expectante a la vez. Tengo miedo de mí misma, de lo que me permita sentir por él ahora que me hallo en esta disposición tan ajena a mi índole. ¡Dios mío! Es un hombre tan por debajo de mi condición y ni siquiera me importaría si mi padre y mis tías condenaran este sentimiento. ¿Qué está sucediéndome? Me desconozco. Por mucho que amé a Juan de Dios, jamás se apoderó de mí este espíritu osado. Nuestro amor era algo prohibido, y yo lo entendía bien. Ahora, en cambio, todo parece distinto.
"Juan de Dios", repitió Furia, y apretó el cuadernillo al tiempo que sus pupilas engrandecidas se iluminaron con un fuego surgido de la ira.

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