Me llaman Artemio Furia (34 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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Al llegar a las inmediaciones de la Plaza de la Victoria, Paolino tomó por la calle del Cabildo, en dirección a la de Santo Cristo. Se detuvo en la esquina, frente al Matadero Central, conocido como Caricaburu. Entró en la pulpería. Divisó a Artemio Furia sentado a una mesa en un rincón oscuro. Se quitó el sombrero de paja y se acercó.

—Güeñas, Paolino.

—¿Cómo anda, don Furia?

—Siéntate.

Paolino, sin levantar la vista y estrujando el sombrero entre las manos, hizo como se le ordenaba. A pesar de su timidez, se enorgullecía de estar sirviendo al gaucho Furia; se jactaría entre sus amistades. Artemio Furia, el quien Paolino había escuchado mentar en varias ocasiones y de quien se había formado una imagen que rayaba en la leyenda, en ese momento, se encontraba frente a él porque le había pedido un favor por el cual le pagaría con generosidad —su largueza era conocida—. Cada real contaba para alcanzar su sueño: comprar la libertad de Creóla y desposarla.

Furia extendió un vaso de azófar y escanció chicha. Le indicó a Paolino que bebiera.

—Gracias.

—¿Qué me has averiguao de Rómulo Palafox?

A pesar del tono bajo, casi un murmullo, la voz de Furia lo impresionaba. Parecía emerger de una fosa o de una caverna.

—Poco y nada, don Furia. No he podido preguntarle a la Creóla porque anda de capa caída. Es que la niña de la casa está mal, muy mal. A la muerte, dicen.

—¿Mimita? —la inflexión en el acento de Furia no pasó inadvertida al aguatero.

—No, no, la criatura no. Se trata de la señorita de la casa, de la niña Rafaela.

Los lincamientos de Furia debieron de alterarse ostensiblemente, puesto que Paolino se echó hacia atrás, como si se dispusiera a escapar. Artemio estiró el brazo a través de la mesa y lo aferró por el hombro. Aunque le hacía doler, el aguatero no se quejó.

—¿Qué dices? —la pregunta apenas se escuchó; surgió como un soplido.

—La señorita Rafaela Palafox, la ama de mi Creóla, está a la muerte. Neuni... Neuno... No me acuerdo de lo que tiene. Algo con neu... No, no me acuerdo.

El horror lo condujo a un estado de abstracción en el cual sólo sentía las pulsaciones en el cuello, dolorosas y lentas, y veía un manchón lleno de colores delante de él. Su mente se había empantanado en una palabra, "Rafaela", y la repetía con constancia exasperante. Hizo fondo blanco con la chicha y se sirvió de nuevo, para echársela otra vez al coleto.

—Don Furia, ¿qué le sucede?

—Náa, náa. ¿Qué má sabes?

—Dis la Creóla que Palafox está hecho trizas. Para él, nada es más importante que su hija. Es sabido que la consiente desde pequeña y que ella es la luz de sus ojos.

Furia se puso de pie y arrojó unas monedas sobre la mesa.

—Paolino, en dos días volveremos a encontrarnos aquí. Averigua cuanto puedas acerca del estado de la señorita Palafox.

En la calle, Artemio miró hacia uno y otro lado hasta detenerse en la tienda de Bernarda de Lezica. Las memorias acudieron a él como la erecida de un río, de manera violenta e inesperada, cubriéndolo, ahogándolo, hundiéndolo en un pesar que él sólo acertaba a asociar con la noche del 5 de junio de 1790, porque de pronto se sintió como un niño indefenso, vulnerable y miedoso al que le habían quitado todo. Desató a Cajetilla del palenque, montó de un salto y lo soliviantó a gritos.

Caía la noche cuando jinete y caballo alcanzaron los lindes de la propiedad de los Palafox. Aún no colgaban el crespón negro en la puerta ni celaban las ventanas. "Vive", se reanimó. Volvió todos los días. Se mantenía oculto y atento. Avistó varías veces a Rómulo trepar al coche y rumbear para el centro. No tenía dudas acerca de la identidad de ese hombre: había sido cómplice del asesino de sus padres, junto con Antenor Ávila. De igual modo, tenerlo enfrente no agitaba en él los demonios que debieron haberse desatado. Sólo quería saber si Rafaela vivía.

Rafaela despertó una mañana de principios de abril y, aunque soltó un quejido —algo martilleaba sus sienes—, notó que tenía la mente despejada y que no veía los objetos a través de un velo de niebla sino que percibía con claridad sus contornos y colores. Al volver el rostro, se topó con la expresión ansiosa de su tía Justa.

—Tía.. —murmuró. No pudo seguir. La debilidad y un dolor en el pecho se lo impidieron.

—No hables, tesoro —le suplicó Justa.

—Agua.

Al rato, Ñuque le daba de beber una tisana dulce. Como no podía incorporarse en las almohadas, la faena se tornaba lenta y engorrosa, y Justa debía limpiarle las comisuras por donde escapaba el brebaje. Su padre le sostenía la mano y se la besaba, le pasaba la mano por la frente y repetía, con voz gangosa: "Ya no tiene fiebre". Quizá se quedó dormida, pues al levantar los párpados de nuevo, el paisaje había cambiado. El doctor O'Gorman le tomaba el pulso y secreteaba con Clotilde. Alejada, como agazapada en un rincón, se hallaba Creóla, con los ojos hinchados y la nariz roja.

—Creóla —la llamó.

Ante el consentimiento del médico, la esclava se arrodilló junto a la cabecera de la cuja y apoyó la frente en la palma de la mano de Rafaela, Se echó a llorar.

—¿Qué pasa? ¿Por qué lloras? —dijo, casi sin aliento—. ¡Mimita!

—No, no. Ella está bien, mi niña. Muy bien. Lloro por usté. Porque casi se nos va.

No comprendió la declaración de Creóla. "¿Adonde me iba?", se preguntó, y dedujo que su familia se había enterado de su intención de huir con Artemio Furia. El pánico se esfumó casi enseguida cuando los recuerdos la invadieron con la violencia de un vendaval. Su intención, la de seguir al señor Furia donde el destino los llevara, había quedado en agua de borrasca. Él la había traicionado y abandonado. La había seducido con mentiras para divertirse durante los días en
La Larga
y cobrarse el trabajo que nadie le pagaba. Podría haber tomado a Felisarda —la muy descarada se mostraba más que dispuesta—; no obstante, el hombre había apuntado alto: a la niña de la casa, a la hija del dueño, a una dama.

Rafaela se detestaba por estúpida. Había jugado con fuego y se había quemado, porque todo el tiempo había estado consciente de que lidiaba con un gaucho. Al final, le daba la razón a su padre: ésas eran gentes despreciables. Guiada por ideales románticos vanos, apabullada por su belleza y hombría, se había reblandecido y actuado sin criterio ni cordura. Le había entregado su virginidad a un ser bajo que ni siquiera la había creído virgen. ¡Cómo se reiría de ella en ese momento! ¡Cómo se jactaría de sus proezas amatorias! ¡Cómo se mofaría del amor que le había profesado!

La noche en que Furia la abandonó, deseó morir, Rafaela lo recordaba muy bien, y su cuerpo casi cedió a la tentación. Neumonía, ése fue el diagnóstico del doctor O'Gorman. La convalecencia llevaría semanas, advirtió el médico, y recetó descanso, buena alimentación y tónicos. Como acechaban los primeros fríos otoñales, la habitación debía permanecer cálida, aunque resultaba imperioso airearla todos los días. Rafaela atestiguaba desde la cama el empeño de Ñuque, de su tía Justa y de las esclavas por cumplir las prescripciones médicas y por consentirla en todo cuanto pidiese. Las observaba moverse por la habitación y se reprochaba: "Iba a abandonar a mi familia, los únicos que verdaderamente me aman, por ese palurdo". Rómulo la visitaba tres veces por día. No le mencionaba su escapada a
La Larga,
ni sus tratos con los peones, ni con Furia. Lo notaba tranquilo, por lo que presumía que sus cuestiones con la ley se hallaban bajo control.

Aarón la hacía reír. Se sentaba junto a la cuja y le contaba anécdotas de su
grand tour
por la Europa y el norte del África que le arrancaban carcajadas que la debilitaban. Ñuque lo echaba con cajas destempladas. Rafaela cayó en la cuenta de que ansiaba las visitas de su primo alrededor de las cuatro de la tarde. Su ánimo se alegraba cuando el aroma a albarícoque inundaba la estancia y la obligaba a dilatar las ventanas de su nariz. A veces, Aarón se perfumaba con la colonia comprada en París, la que ella no terminaba de descifrar: almizcle, nuez moscada, benjuí y algún otro ingrediente desconocido; por momentos creía que se trataba de algo tan simple como laurel y en otros, algo más complejo, como algalia. Se trataba de una esencia penetrante y exótica como su primo. En tanto él le hablaba, Rafaela lo observaba y se preguntaba qué pensamientos ocupaban su mente. Aarón Romano era un hombre inescrutable. De modos impecables, jamás protagonizaba un arranque de ira o una expresión de felicidad. Siempre se mostraba constante, racional y de buen humor. Manejaba con habilidad la ironía, y en ocasiones la utilizaba para ridiculizar a quien consideraba inferior y de pocas luces; sólo una mente aguda habría identificado la sutileza de su sarcasmo. Priorizaba la etiqueta a la sinceridad, aun entre los miembros de su familia. "Tan distinto de Furia", meditó.

Lo pensaba de continuo. A veces el rencor cedía a la nostalgia. En su memoria guardaba cada palabra, cada gesto, cada caricia, cada instante compartido con ese hombre. Lo odiaba y lo amaba, y para ella, una mujer de certezas, esa combinación la angustiaba. El Artemio Furia que la convirtió en mujer no tenía nada que ver con el que la humilló la última noche en
La Larga
y la dejó abandonada en la ventana de su habitación. Pasaba horas conjeturando los motivos del cambio inopinado y cruel, y siempre llegaba a la misma conclusión: la había engañado. El verdadero Artemio Furia era un ser sin escrúpulos, malvado y con dotes para la actuación, que de seguro había aprendido de la mujer que mantenía en la ciudad, la tal Albana, actriz del Teatro Argentino.

La debilidad de sus miembros y de su mente no se convertiría en astenia. Rafaela deseaba recobrar la alegría de vivir. Artemio Furia no merecía ese padecimiento. Abandonaría la cama, volvería a sus labores, prepararía perfumes y afeites, trabajaría en el jardín, visitaría a Corina Bonmer, con quien evocaría al bueno de Juan de Dios, retomaría el hábito de consultar la biblioteca del cuñado de su prima Federica, fray Cayetano Rodríguez, e iría al Convento de las Clarisas para conversar con la hija menor de su tía Justa, Águeda (sor Visitación), quien, con sólo mirarla, le transmitía paz.

Clotilde, que comparecía en el dormitorio de Rafaela para las distintas oraciones del día, le anunció una mañana que el doctor O'Gorman había autorizado que se levantara por una hora desde el día siguiente.

—Nada de locuras, Rafaela. Permanecerás aquí, en tu dormitorio, bien abrigada y próxima al bracero. O'Gorman dijo que, con la ayuda de alguien, deberás dar algunos pasos cada día. Te marearás en un principio, pues has guardado cama por dos semanas, pero, con el tiempo, irás recuperando la fortaleza.

Al otro día, apoyada en el brazo de Aarón, caminó hasta el tocador, donde se desplomó en el taburete que carecía de respaldo, por lo que su primo se colocó detrás y la sostuvo por la espalda. Con los ojos cerrados, Rafaela descansó la cabeza en el pecho de él e inspiró para dominar el mareo y las náuseas. Más segura, se irguió. Al descubrir su imagen en el espejo, soltó un quejido. No la angustió tanto el estado del cabello —mustio, enredado y sucio— como los círculos violeta alrededor de los ojos y el tono macilento de la piel. Los pómulos sobresalían en las mejillas esmirriadas.

—Volverás a ser tan hermosa como eras antes de la enfermedad —profetizó Aarón.

—Sí, querida, así será. Pronto recobrarás tu belleza —acotó Justa, a la que ninguno prestó atención. Se contemplaban a través del espejo. Él sonreía, como siempre. Ella, en cambio, lo estudiaba con seriedad.

Al alejarse de las calles céntricas, Aarón obligó a su caballo a acelerar el paso. El doctor Diego de Saldaña residía en una quinta al norte de la ciudad, en la distante calle de San Pablo, un sitio conveniente para visitarlo sin levantar sospechas. Nadie debía enterarse de que padecía de sífilis, en especial, su tío Rómulo. Durante la estadía en Montevideo, mientras cerraban algunos negocios y finiquitaban las cuestiones legales, Aarón le había pedido la mano de Rafaela y su tío se había mostrado dispuesto a concedérsela. No hablaron acerca de la dote porque Aarón desestimó el tema.

El doctor Saldaña le debía dinero, perdido en la mesa de juego, por lo que lo atendía gratis y no le cobraba los preparados que él mismo fabricaba. Aarón no recurría a él porque no le cobrara sino porque Saldaña aplicaba un nuevo método para curar el morbo francés. "Una noche con Venus, una vida con Mercurio", había expresado el médico después de confirmar el diagnóstico. Sin embargo, la novedad de su profilaxis se centraba en el uso del arsénico —a más de los emplastos, ingesta y vapores de mercurio—, cuya sudoración despedía un ligero aroma a albaricoque.

Por fortuna, habían desaparecido las manchas que por semanas le habían inutilizado las manos y las plantas de los pies, a las que Saldaña llamaba "clavos sifilíticos". Su desaparición no implicaba la cura. "Así como desaparecieron los chancros de su miembro", le explicó, "también desaparecerán los clavos. La enfermedad, sin embargo, persistirá, siempre latente y al acecho". Después de la revisión del médico, que transcurrió sin novedades, Aarón enfiló hacia el centro. Le haría una visita a su amigo, el coronel Martín Rodríguez, a cargo de los Húsares del Rey. Los cuarteles se hallaban sobre la calle de la Santísima Trinidad, entre la de San Carlos y la de San Francisco, a la vuelta de la iglesia. Ató su caballo en el palenque y cruzó el patio del cuartel saludando con un movimiento de cabeza a los militares. Sin mayor ceremonial, el secretario de Rodríguez le franqueó la entrada en el despacho de su jefe pues conocía la estrecha amistad que los unía. En tanto se quitaba el barragán, los guantes y el sombrero, Aarón pasó revista a la pequeña junta con la que se encontró. El sargento mayor Rodríguez, sentado a su escritorio, se hallaba rodeado de algunos compañeros de armas, a los que Aarón enseguida individualizó: Lucas Vivas y Pedro Núñez, segundo y tercero en el mando de la Caballería; el sargento mayor Antonio Beruti, del escuadrón al mando de Vivas, al que se conocía como La Infernal; el gigante Buenaventura Arzac, que era sargento de los Húsares; y Esteban Romero, a cargo de uno de los regimientos de Patricios. Sus facciones conservaban el entusiasmo de la noche anterior durante el conciliábulo en la fábrica de jabones de Vieytes, en el cual los vasos de carlón se vaciaron y llenaron varias veces. Sólo un ciego no habría advertido el aire conspirativo de sus expresiones, Aarón pensó que lucían como miembros de una logia.

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