Lo recibieron con sonrisas y palmeos en la espalda porque lo sabían de parte de la causa por la libertad. En realidad, a Aarón le importaba poco la independencia de las colonias. Su interés radicaba en hallarse siempre del lado vencedor. Y, de acuerdo con el modo en que se precipitaban los hechos, estimaba que al Sordo le quedaba poco tiempo como virrey y que esos militares jóvenes y de temperamentos jacobinos, que lo consideraban su amigo, terminarían haciéndose con el poder. Faltaba el principal, el hombre fuerte del momento: el teniente coronel Cornelio Saavedra, comandante del Regimiento de Patricios, héroe de las Invasiones Inglesas y vencedor de la asonada del 1º de enero de 1809. Según Aarón, Saavedra no mostraba el mismo fervor de los jóvenes. ¿Acaso no les contestaba: "Paisanos, las brevas aún no están maduras" en cada oportunidad en que lo enfrentaban para solicitar su apoyo? El grupo de intelectuales al frente del movimiento independentista, en especial Manuel Belgrano, Nicolás Rodríguez Peña, Juan José Castelli, Juan José Paso e Hipólito Vieytes, sabían que, sin las armas al mando de Saavedra, no podrían actuar en contra de Cisneros.
—¿Y el comandante Saavedra? —se interesó Aarón.
—Pasa una temporada en su quinta de San Isidro —le informó Esteban Romero.
—No es tiempo para alejarse de la ciudad —comentó Beruti, a quien todos tenían por exaltado, fanático de la causa y valiente.
La charla se extendió por una hora. Aarón confirmó su asistencia a la próxima reunión de la Sociedad de los Siete, que ya contaba con muchos más miembros, en la quinta de Mariano Orma, y se despidió. Detuvo su rápida caminata cerca de la salida al divisar, bajo el mojinete de la galería que circundaba el patio del cuartel, a Artemio Furia, que conversaba con el sargento mayor de los Húsares, Domingo French. Lo notó cambiado. Si bien vestía las típicas prendas de los hombres de campaña, éstas eran muy finas, de buen género y confección; se había afeitado. A ese mal nacido le debía haber perdido una fortuna que lo habría sacado del aprieto en el que se hallaba. Este pensamiento le recordó que aún le quedaba por realizar una última gestión: enfrentar a Bernarda de Lezica, a quien le debía una buena suma de dinero. Montó su caballo y partió hacia la calle de Santo Cristo.
"Maldita sea", insultó para sus adentros al toparse en la tienda de la Lezica con Juvenal Romano, que por esos días se hacía llamar León Pruna. Se midieron con miradas intensas.
—¿Cómo estás, hijo?
—No me llame así.
—Eres mi hijo —afirmó Juvenal, con una calma que indignaba a Aarón.
—Sabe bien que no lo soy.
—Sin embargo, llevas mi apellido.
—Algo de lo que no me enorgullezco.
—¿Habrías preferido que te llamaran bastardo?
"Toucbé",
pensó Aarón. Intentó abandonar la tienda, pero Romano lo detuvo por el brazo. Lo soltó enseguida.
—No vuelva a ponerme una mano encima, marrano inmundo.
Juvenal pasó por alto el insulto ya que, salvo lo de inmundo, en lo demás Aarón decía la verdad: él era un marrano, un converso que, ocultamente, practicaba el judaismo.
—Bernarda me ha dicho que le debes una fuerte cantidad.
—Ese no es asunto suyo.
—Yo podría pagarle tu deuda.
—¿A cambio de qué?
—De que dejases de lado tus actividades
non sanctas
(no necesito explicarte a qué me refiero) y que trabajases conmigo en un nuevo negocio que emprenderé: una compañía de alquiler de coches para viajes al interior —Aarón se rió, una carcajada hueca y forzada—. Sé en qué andas metido. Terminarás mal, Aarón. Te ofrezco una actividad decente. Sería tuya el día en que yo muriese.
—Olvídese de mí, olvídese de mi madre. No vuelva a visitarla ni a importunarla.
—Ella es mi esposa y Cristiana, mi hija. Tengo derecho a verlas.
—Usted no tiene derecho a nada, judío de mierda.
—Sé de tus visitas a la casa del doctor Saldaña. Sé también lo que las motiva. Sé todo sobre ti, Aarón. Si eligiese destruirte, podría hacerlo.
La Lezica emergió de la trastienda y enseguida notó la palidez de Aarón. Este sabía que Juvenal y Bernarda eran amigos, algunos insinuaban que amantes. De lo que se encontraba seguro era de que ambos se dedicaban a la usura.
—Buenas tardes, señor Romano.
—Buenas tardes, señorita de Lezica.
—¿Cómo se encuentra su prima de usted? —ante el silencio de Aarón, Bernarda se apresuró a aclarar—: Supe que la salud de la señorita Palafox no es buena.
—Ya se encuentra mejor —contestó de manera lacónica.
—¡Cuánto me alegro!
Aarón la estudió con desenfado. Hacía tiempo que lo atraía la cuarentona. Quizá, si consiguiese llevarla a la cama, obtendría una quita en la deuda o una condonación total.
—Volveré más tarde, señorita de Lezica, cuando podamos hablar con mayor tranquilidad.
—Como guste.
Al cerrarse la puerta tras Aarón, Juvenal expresó:
—Intentará seducirte esperando que le perdones la deuda.
—No sabe con quién está lidiando, entonces.
—¿De veras la señorita Palafox está enferma?
—Así cotillean en las tertulias.
Juvenal se entristeció. Había conocido a Rafaela en esa tienda, Bernarda los había presentado. La joven lo trataba con deferencia, aun con simpatía, lo mismo al encontrarlo en su casa de la calle Larga cuando él, ansioso por ver a Clotilde y a Cristiana, se presentaba sin ser invitado.
—Se rumorea también que tu hijo pretende su mano.
—¿La de la señorita Rafaela?
Bernarda asintió.
Artemio observó el sol y calculó que debía de ser la una de la tarde. Paolino le había comentado que las señoras Palafox solían concurrir a la misa de una en San Francisco escoltadas por Ñuque. Necesitaba ver a la india y preguntarle por Rafaela. Como contaba con tiempo —la misa no terminaría sino cerca de las dos—, decidió marchar a los cuarteles de la calle de la Santísima Trinidad para encontrar a su amigo, el sargento mayor Domingo French, quien le había enviado un mensaje a la pensión de doña Clara.
La cosa está que arde,
rezaba la nota.
Necesito hablar contigo.
No la había firmado porque sabía que Artemio identificaría la caligrafía. La amistad databa de varios años, desde la época en que French, recién casado y sin un cuartillo en la faltriquera, se conchabó para los mercedarios. En 1802 renunció al empleo en el convento de la Merced porque lo nombraron cartero oficial de Buenos Aires, trabajo que conservaba hasta ese momento y que desempeñaba al mismo tiempo que su actividad castrense en el Regimiento América de los Húsares, también conocido como La Infernal.
—¡Artemio! —se alegró French al verlo trasponer el portón del cuartel.
Se dieron un abrazo e intercambiaron preguntas de rigor.
—Ven, pasemos a mi despacho. Aquí hay demasiadas orejas ansiosas por escuchar.
Tras cerrar las puertas, French cebó un mate a Furia y comenzó a pintarle el panorama político. El grupo de jóvenes criollos, a quien Cisneros llamaba "subversivos", había alcanzado un punto que exigía acción.
—Ya basta de arengar en las mesas del Café de Marcos —despotricó French—, o de confabular en la fábrica de Vieytes. Aquí hace falta poner los huevos, amigo, y sacar de en medio al Sordo. ¿Qué legitimidad tiene este virrey para venir a darnos órdenes? ¿Quién lo designó? ¡La Junta de Sevilla! ¡Ja! Un grupete de plebeyos, tan subditos de Fernandito como nosotros. ¿Acaso ellos tienen poder sobre las colonias? ¡De ninguna manera! Las Indias Occidentales no pertenecen a la España sino a la Corona.
Furia chupaba la bombilla y oía con atención, para nada intimidado por la vehemencia del discurso ni por los colores rubicundos que adoptaba el hermoso rostro de French. Conocía sus maneras exacerbadas que coincidían con el fervor de sus ideas independentistas.
—Necesitamos que tengas listo al paisanaje, Artemio. Más temprano que tarde sacaremos del gobierno a estos maturrangos —con ese término se llamaba a los españoles, conocidos por montar sin estilo y mal—, a sablazo y a boleadora limpia.
—¿Contamos con el apoyo de Saavedra?
—¡Qué sé yo! —se exasperó French—. Ése no hace más que repetir: "Las brevas no están aún maduras". Me tiene hasta la coronilla. Joaquín Campana —French hablaba del secretario privado del jefe de los Patricios—, se fue para San Isidro a llevarle unas cartas donde lo convocamos para que tome las armas. Veremos si tiene los cojones. Yo creo que es un pusilánime.
—Me pone de malas lidiar con tibios, Domingo. No sabes con qué te saldrán.
—Lo sé. A ti te gusta tener todo bajo control —añadió, con una sonrisa—. Y, sin duda, lidiar con tibios puede traer sorpresas desagradables. En mi opinión, Saavedra lo es. Un tibio, quiero decir. Pero lo necesitamos.
—¿Y la curia? —se interesó Artemio.
—Dividida —admitió French—. El obispo Lué y Riega, como imaginarás, está del lado de los maturrangos. Otros curas nos apoyan. Alberti, Grela y, por supuesto, tu querido padre Ciríaco Aparicio se están jugando la sotana arengando desde los pulpitos en favor de la causa. ¡Yo tengo fe en que triunfaremos! —explotó de súbito—. Sólo es cuestión de convencer a Saavedra y organizamos. Por eso te convoqué hoy, para que aprestes a tu gente, como lo hiciste en el año seis. Tomás de Grigera también está movilizando a sus paisanos de las Lomas de Zamora.
—Sabes que no me gusta Grigera.
—Sí, lo sé. A mí también me cae como patada al hígado, pero lo necesitamos. Cuanto mayor fuerza armada reunamos y presentemos, mas fácil será y, aunque parezca una paradoja, menos efusión de sangre habrá, si es que ninguna. Los españoles no tendrán cojones para enfrentarnos. Sus tropas son pocas, están debilitadas, mal entrenadas y sin pertrechos. ¡Saben que los merendaríamos!
French lo acompañó hasta la salida del cuartel, donde cruzaron las últimas palabras antes de despedirse. Con una ansiedad desconocida, Artemio montó su overo y lo guió al paso por la calle de la Santísima Trinidad. Apenas dobló a la derecha en la de San Carlos, avistó el grupo de mujeres que salía de la misa de una en San Francisco. Se aproximó al límite del atrio y, sin apearse, escrutó el gentío. Al toparse con la figura encorvada y pequeña de Ñuque se dio cuenta de que ésta lo había descubierto antes que él a ella. Lo observaba con fijeza y, a pesar de que no le veía los ojos, pues permanecían ocultos por los párpados caídos y arrugados, percibió la fuerza de esa mirada. La vio girar y acercarse a unas mujeres. Se dirigió a dos de ellas, y Furia dedujo: "Deben de ser las hermanas de Palafox". Paolino le había dicho que se llamaban Clotilde y Justa. Con la carpeta arrollada bajo el brazo, la anciana ingresó de nuevo en el templo. Artemio esperó unos segundos para saltar del caballo y seguirla.
La divisó en la penumbra del templo, surcada por un rayo de luz de colores, que revelaba el humo del incienso aún suspendido en el aire de la basílica. No se atrevió a acercársele. Se quitó el sombrero y aguardó cerca de la pila con agua bendita. La india iba de negro, pero no debía inquietarse, se dijo, porque no significaba que llevara luto. Las mujeres asistían de negro a misa.
Sin necesidad de voltear, Ñuque advirtió la presencia de Furia detrás de ella, a unos pasos. La energía de ese hombre la tocaba como una mano, su ansiedad la conmovía, su misterio la inquietaba. Se hizo la señal de la cruz, dio media vuelta y caminó hacia él. Las ansias mortales en que se hallaba Furia se revelaban en su cuerpo inmóvil y tenso y en una expresión seria aunque no severa, de labios apretados y ojos inmóviles. Advirtió que el gaucho se aferraba al borde de la pila con una fuerza que alteraba el color de sus nudillos. Ñuque estaba segura de que él no percibía que estaba tocando el agua bendita con la punta de los dedos. Supuso que no hablaría. La nuez de Adán le subía y bajaba por el cuello. De igual manera, holgaban las preguntas.
—Rafaela se encuentra bien. El doctor ha dicho que está fuera de peligro.
Artemio dejó caer la cabeza. El mentón le rozó el poncho. Se llevó la mano a la cara y se apretó los ojos con los dedos. Ñuque escuchaba su respiración agitada y veía los estremecimientos que le sacudían el cuerpo.
Artemio levantó la vista, y la anciana no supo si eran lágrimas o agua bendita lo que aglutinaba sus pestañas negras. Pensó: "Es un hombre de una hermosura sacra. Excesiva".
—Gracias, Quelupén.
Advirtió que la voz del gaucho surgía ronca y pastosa. Le respondió con una inclinación de cabeza. Furia tuvo la impresión de que la india le soltaría una andanada de preguntas y reclamos. Se mantuvo firme, con la vista fija en la de ella, a la espera del embate.
—No vuelva usted a lastimar a mi niña —expresó Ñuque—. Que Dios lo bendiga y lo acompañe, m'hijo —pasó a su lado con la carpeta enrollada bajo el brazo.
Periódicos ingleses
Melody contempló el perfil de su cuñada Elísea mientras ésta amamantaba al pequeño James Maguire, o Jimmy, como lo llamaban. En el silencio se intensificaban los sonidos que realizaba con su pequeña boca al succionar.
De pronto, Elísea quebró el mutismo para preguntar:
—Melody, ¿sabes por qué tu padre bautizó esta estancia con el nombre de
Bella Esmeralda?
Se lo he preguntado a Tomás —hablaba de su esposo, el hermano de Melody—, pero él asegura no saber.
—Mi padre tenía una hermana llamada Esmeralda, a la que había querido mucho. Supongo que, en honor de ella, llamó así a la estancia.
—Sería una mujer hermosa —infirió Elisea.
—Tan sólo una vez mi padre la mencionó y fue en su lecho de muerte. Me dijo: "Me recuerdas a mi hermana, mi querida Esmeralda".
—Entonces, era hermosa —aseguró Elisea—. ¿Sabes qué ha sido de ella?
—En absoluto. Sospecho que murió hace años. Algo oscuro se relacionaba con ella, pues así como mi padre hablaba abiertamente de su hermano Jimmy, jamás pronunció palabra acerca de Esmeralda.
Llamaron a la puerta. Era Brunilda, la doméstica.
—Señora Elisea, el almuerzo está pronto.
Varios comensales ocupaban la mesa de
Bella Esmeralda,
porque a los usuales se habían sumado Edward O'Maley y Liam Flaherty, capitán de uno de los barcos de la flota de Roger Blackraven, el
White Hawk,
que había recalado días atrás en Las Conchas, un puerto natural al norte de Buenos Aires. Traía correspondencia y periódicos con noticias inquietantes de la España.