Me encontrarás en el fin del mundo (2 page)

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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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No sé por qué tuve que rondar aquella tarde tan cerca de la casa de Lucille. Tal vez todo habría salido de otra manera si yo no hubiera dirigido mis pasos impacientes hacia Les Mimosas, donde vivía ella.

Justo iba a torcer por el pequeño sendero de arena, a lo largo del cual había un muro alto de piedra que quedaba casi oculto por olorosas mimosas de tonos dorados, cuando oí la risa de Lucille. Me quedé parado. Escondido tras el muro, la espalda apoyada en la áspera piedra, me incliné un poco hacia delante.

Y entonces la vi. Lucille estaba tumbada boca abajo en una manta, a la sombra de un árbol, sus dos amigas a derecha e izquierda. Las tres soltaban alegres risitas, y pensé todavía con cierta benevolencia que a veces las chicas pueden ser bastante simples. Pero entonces comprobé que Lucille tenía algo en la mano. Era una carta. ¡Mi carta!

Me quedé inmóvil, agazapado bajo cascadas de ramas de mimosa, apreté las manos contra la piedra caliente, negándome a aceptar la imagen que se había grabado en mi retina con dolorosa nitidez.

Pero era la realidad, y la voz clara de Lucille, que sonó de nuevo más fuerte, se me clavó en el corazón como un trozo de cristal.

—Y escuchad esto: «Y así pongo mi corazón ardiente en tus manos…» —leyó exagerando la entonación—. ¡¿No es para ponerse a gritar?!

Las chicas se volvieron a reír, y una de las amigas se revolcó de risa por la manta, se sujetó la tripa con las manos y gritó:

—¡Socorro, fuego, fuego! ¡Bomberos, bomberos!
Au secours, au secours!

Incapaz de moverme, me quedé mirando a Lucille, que en ese momento se dedicaba a destapar alegremente y sin compasión mis más íntimos secretos, a traicionarme, a destrozarme.

Me ardía todo el cuerpo, pero no salí corriendo para salvarme. Me invadió un sentimiento casi autodestructivo, quería oírlo todo, hasta el amargo final.

Entretanto las chicas ya se habían recuperado de su ataque de risa. Una, la que había dicho todo eso de los bomberos, le arrancó a Lucille la carta de las manos.

—¡Dios mío, cómo escribe! —gritó—. ¡Qué cursi! «Eres el mar que me desborda, eres la rosa más bella de mi…
¿arbusto?»… Oh là là!
¿Qué significa eso?

Las chicas empezaron a dar grititos, y yo me puse rojo de vergüenza.

Lucille volvió a coger la carta y la dobló. Era evidente que la habían leído entera y se habían divertido mucho.

—¡Quién sabe de dónde lo habrá copiado! —exclamó muy altiva—. ¡Nuestro pequeño gran poeta!

Por un momento pensé salir de mi escondrijo para lanzarme sobre ellas, zarandearlas, gritarles y pedirles explicaciones, pero me retuvo un último resto de orgullo.

—¿Y? —preguntó por fin la otra amiga, incorporándose—. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Vas a salir con él?

Lucille jugueteó con su pelo dorado de hada y yo contuve la respiración mientras esperaba mi sentencia de muerte.

—¿Con Jean-Luc? —dijo alargando los sonidos—. ¿Estás loca? ¿Qué voy a hacer con él? —Y como si eso no hubiera sido suficiente, añadió—: ¡Es un crío todavía! ¡No quiero saber cómo besa, qué asco! —Se estremeció.

Las chicas gritaron de entusiasmo.

Lucille soltó una risa, un poco demasiado fuerte y demasiado estridente, pensé, y entonces me derrumbé, un Ícaro que se hundía en lo más profundo.

Había querido tocar el sol y me había quemado. Mi dolor era infinito.

Sin decir absolutamente nada, me alejé, recorrí el camino de vuelta tambaleándome, aturdido por el olor de las mimosas y la crueldad de las chicas.

El olor de las mimosas me despierta todavía hoy sentimientos no muy positivos, pero en París esas delicadas plantas se encuentran a lo sumo en las floristerías, aunque no son muy apropiadas para un jarrón.

Las palabras de Lucille retumbaban en mis oídos. Ni siquiera noté que las lágrimas me rodaban por las mejillas. Iba cada vez más y más deprisa, hasta que al final eché a correr.

¿Cómo es eso que se dice y que suena tan bien? A todo el mundo se le parte el corazón alguna vez, y la primera es la que más duele.

Así acabó la pequeña historia de mi primer gran amor. El anillo de plata acabó ese mismo día en el fondo del mar, frente a la costa francesa. Yo, con toda la furia y el desamparo de mi corazón herido, me lancé a las aguas azules, que ese día radiante —me acuerdo perfectamente— tenían el color de los ojos de Lucille.

En esa hora tan oscura, que resultaba aún más dolorosa en comparación con la alegría que reinaba a mi alrededor, me juré a mí mismo —y el mar infinito fue mi testigo, tal vez también algunos peces que oían sin inmutarse las palabras de un joven furioso—, me juré a mí mismo no volver a escribir nunca más una carta de amor.

Pocos días después nos marchamos a Sainte Maxime con la hermana de mi madre y pasamos allí nuestras vacaciones de verano. Y cuando empezó el colegio me volví a sentar al lado del querido y viejo Étienne, mi amigo de siempre, que había regresado de las vacaciones totalmente recuperado.

Lucille, la guapa traidora, me saludó con la piel bronceada y una sonrisa. Dijo que aquello de las Îles d’Hyères no había podido ser, por desgracia, porque ya tenía otros planes. La amiga de París, blablablá. Y luego yo ya me había marchado. Me miró con gesto inocente.

—Está bien —me limité a replicar—. Era solo un capricho.

Luego me volví y la dejé allí, con sus amigas. Yo había crecido.

No le conté a nadie mi experiencia, ni siquiera a mis intranquilos padres, que en los horribles días posteriores me veían tirado en la cama mirando el techo con los ojos muy abiertos e intentaban consolarme sin pretender arrancarme mi secreto, algo que les he agradecido hasta hoy.

—Se te pasará —dijeron—. En la vida, unas veces vas para arriba y otras para abajo, ¿sabes?

En algún momento —por increíble que me pareciera— el dolor desapareció y recuperé mi antigua alegría.

Sin embargo, desde ese verano mantengo una relación algo ambivalente con la letra escrita. Al menos cuando se trata de amor. Tal vez por eso me hice galerista. Gano dinero con los cuadros, amo la vida, me gustan las mujeres guapas y vivo en perfecta armonía con mi fiel dálmata Cézanne en uno de los mejores barrios de París. No me podía haber salido todo mejor.

Mi promesa de no volver a escribir nunca una carta de amor la he mantenido, pido disculpas por ello.

La he mantenido hasta… bueno, hasta que casi veinte años más tarde me ha ocurrido esta historia realmente increíble.

Una historia que comenzó hace pocas semanas con una carta sumamente curiosa que apareció una mañana en mi buzón. Era una carta de amor, y puso del revés todo mi armónico mundo.

2

Miré el reloj. Una hora. Marion llegaba tarde, como siempre.

Con cuidado, retiré las pantallas protectoras y puse derecho
Le grand rouge
, una gigantesca composición en rojo que era la pieza central de la exposición cuya inauguración debía empezar a las siete y media.

Julien estaba sentado con una copa de vino tinto en uno de los sofás blancos y se fumaba su undécimo cigarrillo.

Tomé asiento a su lado.

—¿Qué? ¿Nervioso?

Su pie derecho, enfundado en una Vans de cuadros, no paraba de moverse.

—¡Claro, tío! ¿Qué te pensabas? —Dio una profunda calada, y el humo ascendió por delante de su atractivo rostro juvenil—. Es mi primera exposición de verdad.

Su franqueza siempre me desarmaba. Sentado entre los cojines, con su camiseta blanca poco espectacular, sus vaqueros y su pelo rubio y corto, tenía algo de un joven Blinky Palermo.

—Va a salir fatal —dije—. Aunque he visto basuras bastante peores.

Eso le hizo reír.

—¡Tío, tú sí que sabes dar ánimos! —Aplastó el cigarrillo en el pesado cenicero de cristal que había en una mesita junto al sofá, y se puso de pie de un salto. Recorrió como un tigre todas las paredes de las salas de la galería, rodeó las pantallas protectoras y contempló sus cuadros de colores brillantes de gran formato—. ¡Eh, pues no son tan malos! —opinó finalmente, y frunció los labios. Luego retrocedió unos pasos—. Aunque nos hubiera ido bien más espacio. Entonces todo habría quedado mejor. —Gesticuló con las manos en el aire, con dramatismo—. Espacio… superficie… extensión.

Yo di un sorbo de vino tinto y me recliné en el sofá.

—Sí, sí. La próxima vez alquilaremos el Centro Pompidou —dije, y tuve que recordar cómo había aparecido por primera vez Julien en mi galería unos meses antes. Era el último sábado antes de Navidad, todo París resplandecía en plata y blanco. Excepcionalmente, ante los museos no había colas,
tout le monde
estaba a la caza de regalos y también en mi local había estado sonando todo el día la campanilla de la entrada.

Había vendido tres cuadros relativamente caros, y no a clientes habituales. Estaba claro que las inminentes celebraciones habían despertado en los habitantes de París el interés por el arte. En cualquier caso, ya me disponía a cerrar cuando de pronto apareció Julien en la puerta de la Galerie du Sud, como había bautizado a mi pequeño templo del arte en la Rue de Seine.

No me hizo mucha gracia, pueden creerme. No hay nada más exasperante para un galerista que los pintamonas que se presentan sin haber concertado una cita, abren sus grandes carpetas y quieren mostrarte lo que ellos piensan que es arte contemporáneo. Y todos (¡todos!) —salvo contadas excepciones— se piensan que son como poco el próximo Lucien Freud.

En realidad le debo a Cézanne haber llegado a conversar con aquel joven que llevaba la gorra calada hasta las cejas y en el que, desde ese día, he puesto grandes esperanzas.

Cézanne es —como ya he mencionado— mi perro, un dálmata de tres años muy vivaracho, y yo, como es fácil de adivinar y a pesar de que todos los días tengo que luchar con el arte contemporáneo, siento una callada pasión por el pintor francés del mismo nombre, ese genial precursor de la modernidad. Sus paisajes son para mí únicos, y mi mayor felicidad sería poseer un Cézanne auténtico, aunque fuera el más pequeño de todos.

Ya iba a deshacerme de Julien en la puerta, cuando Cézanne salió ladrando del cuarto interior, patinó por el liso suelo de madera, se lanzó sobre el joven de la parka y le lamió las manos con fervor sin dejar de gimotear.

—¡Cézanne, fuera! —grité, pero Cézanne no me hizo caso, como siempre. Por desgracia, está muy mal educado.

Tal vez fue un cierto asombro lo que me llevó a prestar oídos al joven que ahora se entretenía con mi perro.

—Empecé en los barrios de las afueras… con los grafitis. —Sonrió—. Era bastante excitante salir por las noches con los esprays. Los puentes de las autopistas, las viejas fábricas, las vallas de los colegios, incluso algún que otro tren. Pero ahora pinto sobre lienzo, no se preocupe.

¡Dios mío, un grafitero era justo lo que me faltaba! Suspirando, abrí la carpeta que me tendió. Hojeé el alegre batiburrillo de bosquejos, grafitis pintados y fotografías de sus cuadros. Por desgracia, su estilo no estaba mal.

—¿Y? —preguntó impaciente, y le acarició el cuello a Cézanne—. ¿Qué opina? Naturalmente, los cuadros ganan mucho al natural, solo hago grandes formatos.

Yo asentí, y mi mirada se quedó clavada en un cuadro que se llamaba
Corazón de fresa
. Era un corazón alargado que tenía la textura de una fresa y en el centro una cavidad apenas perceptible. El
Corazón de fresa
yacía sobre un fondo de pequeñas hojas verde oscuro y se componía de al menos treinta tonos de rojo distintos. En cierta ocasión mi amigo Bruno, que es médico e hipocondriaco confeso, me enseñó una imagen digital de su corazón, una película que se había hecho en un centro de diagnóstico. (¡Su corazón estaba sano como una manzana!). En realidad aquel músculo vital se parecía más a una fruta del tipo de la fresa que a los corazones y corazoncitos que vemos pintados por todas partes.

En cualquier caso, el «corazón» del cuadro del joven artista tenía algo tan orgánico-frutal que no se sabía si se oía el latido de la fresa o quizá era mejor darle un mordisco. La imagen estaba viva, y cuanto más la miraba, más me gustaba.

—Esto parece interesante. —Di unos golpecitos con el dedo en la foto—. Me gustaría ver el original.

—Está bien, sin problema. Mide dos por tres metros. Está colgado en mi estudio. Puede pasar a verlo cuando quiera. ¿O prefiere que se lo traiga aquí? Tampoco sería ningún problema. ¡Puedo traérselo hoy mismo!

—¡Santo cielo, no! —Me eché a reír, pero su entusiasmo me conmovió—. ¿Es acrílico? —pregunté para no caer en el sentimentalismo.

—No, óleo. No me gustan las pinturas acrílicas. —Miró un momento la foto, y su gesto se endureció—. Lo pinté cuando mi novia me dejó. —Se golpeó el pecho con la mano izquierda—. ¡Un gran dolor!

—Y… ANE… ¿es usted? —pregunté sin tener en cuenta su confesión, y señalé la firma.

—Sí, tío.
C’est moi!

Miré su tarjeta de visita y levanté las cejas.

—¿Julien d’Ovideo? —pregunté.

—Sí, me llamo así —confirmó él—. Pero firmo como ANE. Es de los tiempos de los grafitis, ¿sabe? El Arte Necesita Espacio. —Sonrió—. Sigue siendo mi lema.

Una hora más tarde de lo previsto cerré la puerta de mi galería, no sin prometerle a Julien que después de Año Nuevo me pasaría por su estudio.

—¡Genial, tío, es mi mejor regalo de Navidad! —dijo cuando nos despedimos. Le di la mano, él se subió de un salto a su bicicleta y yo me fui paseando con Cézanne Rue de Seine abajo para tomar algo en La Palette.

En los primeros días de enero visité, en efecto, a Julien d’Ovideo en su modesto estudio del barrio de Bastille. Contemplé sus trabajos, me parecieron bastante notables, y al final me llevé el
Corazón de fresa
y lo colgué en mi galería a modo de prueba.

Dos semanas más tarde estaba ante él Jane Hirstmann —una coleccionista americana que era además uno de mis mejores clientes—, soltando fuertes gritos de admiración.


It’s amazing, darling! Just amazing!

Sacudió sus rizos pelirrojos, que flotaban en todas direcciones, lo que le daba un toque bastante dramático, retrocedió un paso y observó el cuadro durante unos minutos con los ojos entornados.

—Esto es la defensa de la pasión en el arte —dijo finalmente, y sus grandes pendientes de aro dorados vibraban con cada palabra—.
Wow! I love it, it’s great!

El cuadro era grande de verdad. Yo sabía que Jane Hirstmann era fan de los cuadros de gran formato, una locura especial suya, aunque tampoco ese era el único criterio para ella, que a lo largo de los últimos años había adquirido algunas pinturas nada insignificantes de la Wallace-Foundation.

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