Me encontrarás en el fin del mundo (8 page)

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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Yo me estremecí.

La figura de bronce se había movido y miraba hacia donde yo estaba.

—¿Hay alguien ahí? —La voz de Soleil sonaba adormilada.

—¡Soy yo, Jean-Luc! —contesté susurrando—. Solo quería ver si estabas bien. —Al fin y al cabo, era la verdad.

Los ojos de Soleil brillaron. No parecía sorprendida de que su galerista y agente estuviera en plena noche delante de su cama. Se sentó con la naturalidad de un niño. Sus senos pequeños, redondeados y de color café con leche vibraron ligeramente, habría tenido que taparme los ojos para no verlo.

Con gran frialdad concentré mi mirada en su cara y asentí con amabilidad, como un médico haciendo una visita.

Soleil estiró su boca grande en una sonrisa aún mayor, y sus blancos dientes resplandecieron en la oscuridad.

—¡Has venido! —dijo feliz, y me tendió una mano.

—Naturalmente —dije atreviéndome a dar un paso adelante—. Estaba preocupado… tu voz sonaba fatal.

Cogí la mano de Soleil y me habría gustado consolarla con un abrazo, como habría hecho con una buena amiga que tuviera problemas, pero no me pareció del todo apropiado a la vista de sus hombros desnudos. Así que me mantuve un instante inclinado de forma algo curiosa sobre ella. Luego le apreté la mano para infundirle ánimo antes de soltarla con suavidad.

—Siento no haber venido antes. Volveré mañana por la tarde, te lo prometo. Y entonces hablaremos de todo.

Soleil asintió. El hecho de que hubiera acudido a su casa en mitad de la noche porque estaba preocupado pareció llenarla de satisfacción.

—Sabía que no me fallarías —dijo. Luego soltó un suspiro—. ¡Ay, Jean-Luc! Han pasado tantas cosas, me siento tan confundida…

¿Había alguien en este planeta que pudiera entender esas palabras mejor que yo?

—Todo se arreglará —le dije lleno de empatía y refiriéndome en parte a mí mismo—. Y ahora sigue durmiendo.

Soleil se volvió a echar y se tapó obedientemente con la sábana. Yo le acaricié el pelo con suavidad, luego me incorporé.

—Gracias, Jean-Luc, sigue durmiendo tú también —murmuró. Sonriendo, salí por la puerta de la terraza.

Eran las cuatro y veinte. Dado que no había pegado ojo en toda la noche, no se podía hablar de «seguir» durmiendo. Pero sí de dormir «por fin». Y nada me lo iba a impedir. Ni siquiera un terremoto. Ni un amigo con problemas. Ni la Principessa en persona.

A pesar de mi excursión nocturna, pocas horas después me desperté totalmente descansado. Debo decir que me sentía mucho mejor que la mañana anterior. Tal vez mi cuerpo se estuviera habituando a dormir poco. Si Napoleón había salido victorioso de sus campañas con cinco horas de sueño escasas, ¿por qué no me iba a funcionar a mí también?

Era todo cuestión de actitud.

Me sorprendí a mí mismo cantando en la ducha. ¡Hacía milenios que no lo hacía!
«J’attendrais
…», grité a la cortina de ducha color turquesa con pequeñas conchas blancas que se movía como el mar, y me asombré de mi buen humor.

¡Era sábado por la mañana y por fin tenía tiempo libre!

Había llamado a Marion para pedirle que por una vez fuera puntual, abriera la galería y estuviera en su puesto en la Rue de Seine hasta el mediodía. Había llamado a madame Vernier para pedirle que se hiciera cargo de Cézanne (si me tocaba el bulto de la cabeza me parecía que me debía ese pequeño favor). Pensaba bajar a la
boulangerie
y comprarme un… ¡no, dos! cruasanes recién hechos y sentarme en mi escritorio con un
petit noir
bien fuerte y con mucho azúcar, y luego… ¡Y luego!

La perspectiva de contestar la carta de la Principessa y entrar en contacto con esa desconocida, seguramente tan misteriosa como bella, que me hacía halagos tan maravillosos que hasta mi mejor amigo me envidiaba, me puso de muy buen humor.

Pero cuando una hora más tarde estaba sentado delante de mi pequeño portátil blanco y había escrito por primera vez la dirección de email de la Principessa no supe muy bien cómo empezar.

¿Asunto? ¿Qué debía poner en el campo «Asunto»? En cierto modo esas categorías modernas que deben resumir el contenido de un escrito en una línea no resultaban muy adecuadas para las cartas de otros tiempos.

¿Su carta del jueves? ¡Imposible! ¿Respuesta a su carta? Eso sonaba poco ingenioso. ¿Para la Principessa? Bueno, ¿para quién si no?

Releí otra vez la carta de la Principessa, me perdí en sus líneas y entonces encontré la palabra que me pareció más adecuada.

Asunto:
¡Seducido!

Satisfecho, me recliné en el respaldo de la silla, di un sorbo de café y pensé si debía empezar la carta con «Estimada señora» (sonaba a persona mayor), «Querida Principessa» (demasiado normal) o «Queridísima Principessa» (demasiado pretencioso).

Ya me había decidido por «Bellísima Principessa» cuando sonó el teléfono. Maldiciendo en voz baja, descolgué el auricular.

—¿Sí, dígame? —dije con brusquedad.

—¿Jean-Luc? —Sorprendentemente, no era Soleil.

—¿Qué pasa, Marion?

—¿Estás de mal humor? —preguntó.

Si hay algo que odio de las mujeres es esa manía de contestar a una pregunta con otra pregunta.

—No, estoy de muy buen humor —me limité a responder.

—Pues no lo parece —insistió Marion—. ¿Te pasa algo?

Suspiré.

—Marion, por favor, dime qué quieres, estoy haciendo… una cosa y tengo que concentrarme.

—¡Ah, bueno! ¿Y por qué no me lo has dicho?

Puse los ojos en blanco.

—¿Y bien?

—Ha llamado esa Conti del hotel. —Oí cómo mascaba chicle—. Ha preguntado alguien por ti.

Me encanta la precisión de los mensajes de Marion.

—¿Quién? ¿Era monsieur Bittner? —¿Me había dicho que quería reunirse conmigo el fin de semana para hablar sobre Julien? Tenía que prestar más atención. Las cosas se me empezaban a ir de las manos.


Non
, no era nuestro amigo alemán. Era una mujer.
Une dame
, según ha dicho mademoiselle Conti.

—¿Y… esa mujer tiene un nombre? —pregunté ya nervioso.

—No. Sí. No sé… Ahora que lo dices… No recuerdo que mademoiselle Conti mencionara ningún nombre…

Marion pareció pensar, y yo suspiré. ¡Claro que mademoiselle Conti no había mencionado ningún nombre! ¿Para qué? ¿Qué eran los nombres cuando se trabajaba en un hotel?

«Tengo una excelente memoria para las caras, pero con los nombres no doy una», rezaba la sincera disculpa de la recepcionista cada vez que cambiaba u olvidaba un nombre.

—Será mejor que la llames y se lo preguntes. —Marion ya había hablado bastante y de pronto le entraron las prisas.

Antes de que pudiera dar la conversación por finalizada oí un estruendo ensordecedor al otro de la línea, luego sonó la campanilla de la puerta. Marion dejó escapar un grito de alegría.

—Tengo que colgar. ¡Hasta luego!

Sacudiendo la cabeza, dejé el auricular y decidí pasar más tarde por el Duc de Saint-Simon para hablar personalmente con mademoiselle Conti. Pero ahora tenía algo más importante que hacer. Apagué todos los teléfonos y me puse a pensar.

¿Cómo se escribe a una persona a la que no se conoce, de la que no se tiene ninguna imagen, que te ha dado algunos enigmáticos indicios que intentas en vano descifrar, pero que te ha escrito con tanto amor y ha dicho cosas tan bonitas sobre ti que te gustaría conocerla?

Mientras estaba sentado ante mi ordenador y miraba la pantalla vacía, en la que aparte de «Bellísima Principessa» no ponía nada más, me sentí como un escritor de novelas ante la famosa página en blanco.

No es que tuviera miedo, pero cada vez me exigía más a mí mismo. Entonces me di cuenta de que la carta de la Principessa era para mí una auténtica trampa, una trampa supuestamente maravillosa, pero había infravalorado el asunto.

No solo quería descubrir quién era esa mujer que me provocaba con palabras atrevidas, de pronto quería también ser ingenioso, encantador, perspicaz, expresivo, no quería quedar en ridículo bajo ningún concepto. Y además, hay que recordarlo, ya no tenía ninguna práctica en relación con las cartas privadas.

Después de siete cigarrillos y tres
petit noirs
, que se quedaron fríos antes de bebérmelos, el «trabajo» estaba terminado. Mi dedo índice tembló unos segundos sobre la tecla «Intro», y debo admitir que me sentí extrañamente excitado cuando la pulsé.

Había contestado. Mi carta volaba como email por el espacio virtual de forma irremediable, a la velocidad de la luz muchos, muchos kilómetros, o quizá muy pocos, hasta alcanzar su destino.

La aventura había comenzado.

6

Asunto:
¡Seducido!

Bellísima Principessa:

Quienquiera que sea usted, la que apunta con flechas doradas a mi corazón —pues todavía no se puede hablar de pequeñas partículas de oro posadas suavemente en su fondo—, debe saber que su escrito, para mí tan sorprendente, ha provocado el efecto deseado.

De todos modos, querida, no debe frotarse las manos todavía, pues podría ser que necesitara de nuevo sus bellos dedos, sea para volver a escribirme, sea para hacer con ellos otras cosas que por motivos de decencia no me gustaría detallar aquí (y si en este momento se sonroja será mi dulce venganza por sus sueños nocturnos con los ojos abiertos en los que mis manos juegan sin saberlo un atrevido papel).

Si le respondo ahora, con dos días de imperdonable retraso, se debe a que, sea por el motivo que fuere, mi vida, siempre armónica, se ha convertido en un frenético torbellino que me tiene sin aliento.

Desde esa mañana de hace dos días en que cogí del buzón su sobre de color azul cielo se acumulan los acontecimientos, no he tenido un momento de tranquilidad, por no hablar de la falta de sueño, y, por favor, debe creerme cuando le aseguro que este es mi primer momento de paz.

Su carta me ha sorprendido y fascinado a la vez.

Desde el jueves no dejo de pensar quién se esconde detrás de la Principessa. ¿Es una mujer que conozco? Y si es así, ¿de qué y desde cuándo? ¿Y hasta qué punto? Mi cerebro trabaja febrilmente y no obtiene ningún resultado. Pues usted me oculta todo, todo excepto sus palabras, que están llenas de veladas insinuaciones e increíbles promesas.

¿Qué debo pensar, Principessa? ¡Salga de su escondite! ¡Me gustaría convertirme en el hombre más feliz que ha visto nunca París, sí, el mundo! Pero la felicidad no consta únicamente de palabras, sino también de actos que yo estaría encantado de llevar a la práctica si usted me lo permitiera.

¿Le habría gustado besarme cuando nuestras manos se rozaron?
Mon Dieu
, ¡quien escribe así debe de besar muy bien! ¿Estaba yo tan ciego que simplemente dejé pasar ese feliz momento? Ya estoy empezando a enfadarme por no haberla besado. Como habrá notado (y su indirecta de que cada vez hay una mujer diferente a mi lado no es solo indiscreta, sino también un poco descarada), soy un hombre al que le atraen las mujeres, lo que no considero un delito. No obstante, es evidente que hay algo muy importante que ha escapado a mi atención: ¡usted! ¡Un error imperdonable, a mi parecer!

Y ahora me castiga haciéndome sentir una gran curiosidad. Usted sabe cosas sobre mí, yo en cambio no sé nada de usted, y después de dos días eso me resulta casi insoportable.

¿Debo buscar en viejos álbumes y agendas para encontrarla? ¿Hacia dónde debo dirigir mis pasos? ¿Hacia delante, hacia atrás… o en una dirección completamente distinta?

Aunque se esconda tras agudas palabras, de ellas se desprende que es usted una mujer que ama, o al menos que está enamorada, y por eso le ruego, no, le exijo, mi bella inaccesible, que rinda tributo a su corazón y al Duc y me dé al menos un pequeño indicio (al que puede seguir una gran cena en un restaurante adecuado, a la que la invito en este momento).

¡Principessa! Hace dos días que voy por el mundo sin poder concentrarme porque usted ya no se me va de la cabeza. No acudo a las citas, no presto atención, se me olvida comer, ¡y usted es mi enigma preferido! Pero eso es lo que usted pretendía, ¿no?

Me ha seducido, y ahora siento curiosidad por saber hasta dónde me quiere llevar. Si no fuera el hombre que soy, no sabría qué imaginar.

Con esto acepto su desafío, un Duc sabe manejar bien su florete y no debe temer ningún duelo por duro o fácil que sea.

Pero me gustaría prevenirla, Principessa: ¡puedo ser muy tenaz, y no se me va a escapar fácilmente!

A la espera de recibir hoy mismo noticias suyas, le saluda con gran impaciencia (que me debe disculpar),

Su Duc de Champollion

Satisfecho, me recliné en el respaldo de la silla. Me parecía que le había dado al mensaje el tono apropiado. ¿La Principessa quiere el siglo
XVIII
? Pues aquí tiene siglo
XVIII
. Ella era la Principessa, yo el Duc. Si ese era el camino para acercarme a ella, no tenía inconveniente en recorrerlo.

El arte de seducir a una mujer consiste fundamentalmente en no aceptar un no, en no rebajar la atención que se le presta y tratarla como a una reina. En este sentido, según yo había comprobado, toda mujer era una princesa. Cada mujer era un pequeño prodigio, y cada una tenía sus propios caprichos, que lo mejor era satisfacer con generosidad.

Sonreí, cogí satisfecho un trozo del oloroso cruasán que Odile, la robusta hija del propietario de la panadería, me había envuelto en papel después de que yo, como cada mañana, le dijera un pequeño cumplido. Me creía ya muy cerca del objetivo. Después de esta carta, a lo sumo después de la siguiente, la Principessa se daría a conocer, ninguna mujer puede mantener un secreto durante mucho tiempo, ni siquiera cuando el secreto es ella misma. Este lo iba a desvelar yo con las más bellas palabras, hasta que ella mostrara su identidad y sus armas.

¡Y al final ganaría yo el juego!

¡Ay, qué orgullo desmesurado! ¡Qué estúpido era! ¡Cómo me había sobrevalorado a mí mismo! Si hubiera podido ver el futuro, lo que solo en unos pocos casos resulta una ventaja, se me habría borrado enseguida la sonrisa de satisfacción.

Pero en ese momento seguí mirando mi carta, y estaba pensando a qué restaurante podría llevar a la Principessa en el caso de que ella me gustara tanto como su carta cuando un suave «¡Pling!» me anunció un nuevo email.

¡La Principessa había contestado!

¿Era yo un tipo genial, seguro de su triunfo y cuyas esperanzas se habían hecho realidad? No. El corazón me latía con fuerza cuando las líneas negras se materializaron en mi pantalla.

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